¿Es el resentimiento la ira del esclavo?

Escrito por Germán Cano

Probablemente llame la atención que una intervención sobre las relaciones entre resentimiento y servidumbre voluntaria comientce con la corrosiva fábula creada por Luis Buñuel en El ángel exterminador, una película que muchas veces ha servido para satirizar las consecuencias del aislamiento y el recelo solipsista del hombre contemporáneo. Les recuerdo la trama argumental: un grupo de miembros de clase alta se prepara para pasar una plácida velada en una lujosa mansión mientras los criados la abandonan misteriosamente. Este dato no es irrelevante: son los burgueses y el mayordomo (por supuesto, bien educado, según él mismo reconoce con orgullo, por los jesuitas y que siempre actúa con la obediencia de un fiel servidor de sus señores), los únicos que tienen problemas a la hora de salir al exterior. Después de la cena, anfitriones e invitados pasan al salón donde, sin razón alguna, permanecen varios días sin poder salir. Nada parece aparentemente impedir su marcha, pero ensimismados en patéticas y grandilocuentes reflexiones egocéntricas, todos parecen pasar por alto la solución más sencilla: atravesar la puerta y salir al exterior.

Esta situación podría ser interpretada como una caída mítica, pero también, como se reparará enseguida, como un “miedo a la impropiedad de la comunicación”. Por ello, quizá lo primero que nos llama la atención, de entrada, es cómo Buñuel nos muestra que el problema de este singular “encierro” no es tanto el error de estos individuos (¿no es la solución del problema extraordinariamente obvia?), como una determinada lógica estúpida: lo que les encierra es la mezquindad y ruindad del apego de la clase media-alta a lo que podríamos llamar la dogmática racionalidad de su espacio interior, su “espacio doméstico”. Ensimismados, los personajes se definen por sus superficiales monólogos y por su mutuo desconocimiento narcisista de lo que les ocurre a los demás.

Aquí hay que mencionar un segundo hecho. No es casual que el encierro se desarrolle como una situación de peste. El interior está contaminado en un nivel en el que no es posible para los “encerrados” ninguna confianza ingenua en el medio. El punto de partida de la incomunicación de los personajes es su total desconfianza recíproca y hacia cualquiera atmósfera común, como si pese a estar físicamente juntos, psicológicamente no respiraran el mismo aire. Paralelamente, es este recelo el que oscurece la grosera simplicidad del mundo, oscurecido y bloqueado como objeto de conocimiento y de acción. Pese a que la histeria, el hambre, la suciedad, la enfermedad y las luchas agravan la situación, los prisioneros, autoencerrados en una especie ficticia de cárcel imaginaria (o romántica: Buñuel muestra con sorna el suicidio de una pareja), siguen sin ser capaces de salir del círculo vicioso de su confinamiento.

Y por último, y más importante para lo que nos ocupa, nótese cómo, en tercer lugar y como dato fundamental, la paulatina frustración ante la imposibilidad de salir les lleva a los habitantes a dar rienda suelta a su resentimiento buscando un chivo expiatorio. La opacidad de la situación se descarga antes en diversos culpables y conjeturas conspirativas que en impulsar cualquier esfuerzo de cooperación o de ilustración racional de la situación.

Buñuel, en resumen, está describiendo un tipo de mezquindad, un desprecio hacia la esfera de lo común que transforma el malestar colectivo en un asunto personal, individual, doméstico. Los sujetos son incapaces de salir al exterior porque no saben encontrar otra salida a su impotencia más que encerrándose a sí mismos frente a lo exterior. De ahí que no tarden mucho en interpretar la situación en términos paranoicos o como la “lucha de unos contra otros”.

Ahora bien, ¿por qué no logran ver una solución tan simple? Tal vez, si sólo por un momento, como comentaba con sorna Buñuel, hubiesen intentado por una vez comunicarse entre sí y dejar sus monólogos, hablar sobre su realidad común, habrían podido salir de su estúpido aislamiento y ser capaces de hacer algo. En una entrevista acerca de la película, el cineasta aragonés afirmaba: “En la sociedad humana de hoy, los hombres cada vez se ponen menos de acuerdo, y por eso combaten entre ellos. Pero ¿por qué no se entienden?¿Por qué no salen de esta situación? En la película es lo mismo: ¿por qué demonios no llegan juntos a una solución para salir de la casa?”

Por decirlo de forma sintética, la ironía del “hechizo” que padecen los habitantes de la casa de Buñuel es que no pudiendo salir de sí mismos, tampoco pueden salir al exterior. Cuanto más valoran el mundo desde su yo aislado, más pierden el mundo y se repliegan paranoicamente frente a él. No es casual que un comentarista como Fredric Jameson haya reparado en que esta situación pueda contrastarse con el modelo psicoanalítico de la neurosis. Este retorno de “lo mismo” incapacita para toda experiencia fructífera de lo nuevo y “aprisiona al yo dentro del yo, atrapado por su terror a lo nuevo e inesperado, llevando su mismidad dondequiera que vaya […]”.

Al mostrar pues que no hay cárcel más temible que la que el sujeto –aún de forma idealista- construye respecto a sí mismo para inmunizarse frente a un afuera, Buñuel se hace eco de un problema que nos interesará para comprender una de las posibles coordenadas ideológicas del mundo contemporáneo: la lógica del resentimiento como hechizo mítico, como recaída en la necesidad. Una dinámica psicosociológica ciega y repetitiva que, como se analizará, a diferencia de lo que piensa el discurso aristocratizante despectivo de las masas, no es tanto causa como síntoma, no tanto dato psicológico natural como efecto de relaciones de poder concretas que endurecen los cuerpos y purifican las posibles atmósferas sociales y materiales hasta el punto de reducir la potencia de contagio político-social de la vida a un unidimensional modelo disciplinario de corporalidad, inmunidad e intimidad.

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