UN, DOS, TRES: EROS

[…] existe […] una teoría según la cual algunos van en busca de la otra mitad de sí mismos, pero lo que yo digo es que el amor no es ni de mitad ni de todo, si no es el caso de que éste sea de algún modo bueno.

(PLATÓN, El Banquete, 205 d 9-c 3 )

En un libro reciente, Jean Rudhardt recordaba que en las cosmogonías griegas aparece el dios Eros bajo dos formas, cada una con funciones diferentes, por no decir opuestas, según se trate de la más antigua: el Eros primordial, tan viejo como el mundo, bastante anterior por consiguiente a Afrodita, o el joven Eros, más tardío puesto que según la tradición corriente es hijo de Afrodita, ella misma hija de Zeus y, según Homero, de Dione; un Eros, por lo tanto, que hace su aparición en un mundo ya por completo configurado, organizado, sometido al orden inmutable impuesto por un Zeus soberano.

Echemos una mirada sobre ese viejo Eros que se muestra en la Teogonía de Hesíodo: «En el principio vino al ser (géneto) Kháos, pero al poco surgieron también Gea (Gaîa) […] y el más hermoso de los dioses inmortales, Eros». ¿Qué hace Eros formando parte de esta trinidad? Entre las divinidades su tarea no es dirigir el ayuntamiento de los dos sexos con tal de engendrar a una nueva generación de seres divinos. Kháos y Gea, cuando traen a la luz a otras entidades cósmicas, no tienen a nadie con quien unirse. No disponen de pareja sexual. En realidad, ¿puede decirse de ellos que sean verdaderamente sexuados? Kháos, es un nombre neutro. No es engendrador de nadie. «A partir de él surgieron (Ek Kháeos […] egénonto) Érebo y Nyx.» Gea, Gaîa, es un término femenino. Ella alumbra (geínomai), ella pare (tikto). Pero, puesto que el sexo masculino no existe todavía, Gaîa supera los límites de la mera feminidad. Por lo demás, cuando ella engendra, lo hace «áter philótetos ephimérou», sin esa «ternura amorosa» que demuestra poseer Afrodita como privilegio propio, como su timé, el destino que le ha sido asignado, su moîra, con el fin de que a los dos sexos les sea dado unirse. No sólo sucede que a Gea no le es posible copular con un varón que todavía no existe, sino que de su propio fondo extrae a sus dos futuros compañeros sexuales, Urano y Ponto. Ella debía, pues, contenerlos virtualmente en lo recóndito de su naturaleza femenina. ¿En qué podría consistir entonces la acción de Eros? No en aproximar y juntar a unos seres diferenciados por su sexo para así originar un tercero que venga a añadirse a los dos primeros. Más bien Eros impulsa a las unidades primigenias a actuar en el momento en que ellas palpitan oscuramente en su seno. Como explica Rudhart, Eros hace explícito en la pluralidad diferenciada y conformada de la descendencia aquello que antes estaba implícitamente contenido en la unidad confusa del ascendente. Eros no es el principio de unión de la pareja: no reúne a las dos partes para dar origen a un tercer ser, sino que hace manifiesta la dualidad, la multiplicidad, contenidas en la unidad.

Incluso cuando Gea, una vez que ha extraído de sí misma a su pareja masculina, Urano, Ouranós, se une sexualmente con él, tal cópula obedece a una especie de deseo en estado bruto, de pulsión cósmica ciega y permanente. Ella ignora todavía la atracción amorosa que para los dos seres supone esa separación y esa distancia que sólo Afrodita tendrá la posibilidad de acortar sacándose de la manga todas las astucias propias de la seducción, haciendo de la relación erótica una estrategia amorosa y movilizando, a resultas ya sea del esfuerzo de uno u otro, los encantos de la belleza y la dulzura de las palabras con vistas a cierto acuerdo mutuamente deseado.

Gea ha generado a Urano a manera de complemento, como su doble masculino. Ella lo ha hecho con sus mismas proporciones para que pueda cubrirla completamente, para que la contenga enteramente bajo de sí. Urano está tendido sobre Gea; la está cubriendo de continuo y se derrama en ella incansable durante la cópula que le impone incesantemente. No existe entre ambos distancia espacial ni intermedio temporal: la unión no conoce pausa. Urano y Gea no están todavía verdaderamente separados; ellos conforman no tanto una pareja compuesta por unidades diferenciadas como una unidad de dos caras, un conjunto constituido por dos estratos superpuestos y acoplados. Eso es así porque su unión sexual no conduce a nada. Los hijos que Gea concibe de Urano permanecen encerrados en sus entrañas como antaño lo estuviera el padre: no pueden salir a la luz en tanto que seres individualizados. El uno ha generado el dos, pero en condiciones de proximidad tales que la serie permanece bloqueada, sin el menor poder de multiplicarse. Los doce Titanes, los tres Hecatonquires y los tres Cíclopes están bloqueados dentro del lugar donde han sido concebidos: el seno de Gea. Paradójicamente, será la castración de Urano lo que al alejar al cielo de la tierra, poniendo fin de paso a las tareas del Eros primigenio, desune lo masculino y lo femenino, confiriendo al dios del deseo un nuevo estatuto, ligado a esa dicotomía en adelante definitiva y tajante entre los dos sexos.

Apostado a la espera en el seno de Gea, Kronos, armada su mano derecha con la hárpe, con la izquierda atrapa los genitales de Urano; se los corta merced a un golpe de su hoz y los tira indiferente por encima del hombro. Las gotas de sangre caen sobre la tierra; con los años, darán origen a esas potencias que encarnan la guerra, el conflicto y la división y que llevarán a cabo la maldición lanzada por Urano contra sus hijos: un día tendrán que pagar el precio de la venganza, la tísis, que el atentado contra la persona de su padre habrá de desencadenar. Tales potencias son de tres tipos distintos: los temibles y belicosos Gigantes, las Ninfas Melias, unas ninfas guerreras armadas con lanzas de fresno, y por último las Erinias, divinidades despiadadas cuya función es hacer expiar los crímenes cometidos entre familiares. Una vez Urano mutilado y separado de Gea, hace, pues, su primera aparición sobre el escenario del mundo, perfilándose en esta inicial desgarradura la división, el conflicto, la guerra entre aquellos cuyo parentesco mismo, cuya consanguineidad, les une íntimamente hasta el punto de convertir a cada uno de ellos en dobles, en la réplica exacta de todos los demás. Pero es también y consecutivamente el nacimiento de Afrodita lo que une y aproxima a los seres separados por su absoluta individualidad y opuestos por su sexo. La sangre de Urano se ha vertido sobre la tierra; su sexo ha caído en el Mar, en el Póntos, y de la espuma que es a la vez esperma y flujo marino emerge después de un largo tiempo esa graciosa diosa conocedora de todos los hechizos, de todas las trampas propias de la seducción. El mismo gesto que al emascular al Cielo lo ha establecido por encima del mundo, lejos de la Tierra, produce también el nacimiento de Afrodita, de la cual Eros e Hímeros serán desde entonces asistentes. El papel de Eros no pasará ya por actuar a manera de esa pulsión que, desde el interior del uno, provoca la escisión en dos, sino como el instrumento que en el marco de esa bisexualidad fijada para siempre debe permitir que dos se unan con tal de engendrar a un tercero y así poder continuar la serie indefinidamente.

¿Qué es lo que también ha cambiado en Eros como potencia una vez que su estatuto ha quedado hasta ese punto modificado y que, de divinidad primigenia, ha pasado a convertirse en el complemento, servidor o hijo de Afrodita? Cuando operaba desde el interior de una entidad cósmica primordial en ausencia de toda pareja sexual, Eros suponía la traducción de esa superabundancia de ser de la cual el uno era portador, movimiento gracias al cual ese exceso de plenitud, al ampliarse hacia el exterior, podía alumbrar entidades nuevas. Eros no equivalía, por lo tanto, a ninguna carencia, falta o indigencia (eso que Platón denomina Penía), sino, según los comentaristas, a plenitud o a exceso de plenitud. Plenitud del Uno: es el Eros órfico, ese Eros Fanés del cual ciertos fragmentos de las Rapsodias dicen que dispone de dos pares de ojos, lo que le permite mirar hacia todas partes, de dos sexos situados en lo alto de las nalgas, de numerosas cabezas y que al mismo tiempo es macho y hembra. Él representa la unidad perfecta realizada en la armonía del Todo; a esa unidad se opone la dispersión característica de la multiplicidad de las existencias particulares, eso que los neoplatónicos denominarán «la caída en el espejo de Dioniso», ese espejo en el cual el Ser uno, al mirarse, al admirarse, es atraído por la imagen que le duplica, que le convierte en dos, para encontrarse finalmente multiplicado hasta el infinito en una miríada de reflejos.

Es conocida la historia de Dioniso niño: para superar la desconfianza del pequeño dios, para captar su atención, para fascinarle, los Titanes le ofrecen, además de un trompo, rhómbos, de unas tabas y de algunas muñecas articuladas, cierto espejo en el que, «cuando fuera a observar su apariencia engañosa en el reflejo del cristal, quedaría cortado como por infernal cuchillo». Con posterioridad, Zeus conocerá el episodio de «la imagen reflejada en el espejo fraudulento». El pequeño Dioniso ha quedado, sin embargo, en esa superficie que le duplica, seducido por su imagen, que le produce diversión. Él puede ahora proyectar su reflejo en otra parte fuera de sí mismo, dividiéndose en dos, contemplándose no allí donde está o donde mira, sino en una falsa apariencia de así mismo situada allá donde no se encuentra en realidad y que le devuelve su mirada. Tal duplicación que le saca de sí mismo ofrece también una ocasión para los Titanes de partirlo en trozos, de despedazarlo en fragmentos menudos, convirtiendo al uno en lo múltiple, dispersándolo.

Los neoplatónicos se servirán de este motivo del espejo de Dioniso para traducir al plano cosmológico el paso del uno a lo múltiple: en su comentario al Timeo, Proclo recuerda que, según los teólogos, es decir, según los órficos, «Hefesto fabricó un espejo para Dioniso, sucediendo que, después de haber puesto los ojos sobre su superficie y de haber contemplado su imagen, Dioniso se vio llevado a la creación de todo cuanto se entiende como lo particular». «Cuando Dioniso hubo enmarcado su reflejo en el espejo -escribe Olimpiodoro-, se precipitó a la prosecución de ese reflejo, encontrándose así fraccionado en el interior del todo.»

En lo relativo al estatuto del viejo Eros y a su función dentro de la génesis del mundo, Hesíodo sigue una perspectiva inversa: el origen (arkhé) no es la plenitud realizada, sino mero exceso caótico. A causa de su misma inmensidad, de su poder ilimitado, las unidades primigenias equivalen a lo impreciso, a lo confuso, a lo informe. Al obligar a esta sobreabundancia a manifestarse, Eros desencadena un proceso cosmogónico que desembocará en la aparición de los seres individualizados, con contornos cada vez más precisos, cuyo espacio, terreno de acción y formas de actuación se encuentran claramente delimitadas conforme a un orden general. Pero, si bien sirve para valorar la plena unificación de todo o, por el contrario, la progresiva distinción de las múltiples individualidades, este Eros primigenio se desmarca del joven hijo de Afrodita cuya acción se desenvuelve siempre entre dos términos, dentro de una relación binaria de carácter problemático, puesto que implica, en relación a cada miembro de la pareja, una sofisticada estrategia de seducción, de conquista, en la cual la vista y la mirada desempeñan papeles fundamentales. Desde el momento en que hay dos, viene a instaurarse una relación especular en el enfrentamiento amoroso: cada uno busca en el otro lo que le falta, eso de lo que tiene necesidad, puesto que está privado de ello. Tal como dice Platón, Eros es hijo de Penía, Pobreza. Lo que está completo y es perfecto no tiene la menor necesidad de Eros. Lo divino no conoce el amor.

***

Pareja amorosa, dicotomía sexual o por lo menos dualidad dentro de la pareja y entre sus papeles, la relación erótica precisa para cada uno, en el impulso que le lleva a buscar un compañero, a un otro distinto de sí mismo, la experiencia de su propia incompletud, ello es testimonio de la imposibilidad en que se encuentra el individuo de bastarse a sí mismo, de satisfacerse plenamente con lo que es, de encerrarse en su particularidad, en su unidad singular, sin intentar duplicarse por medio del otro, un otro objeto de su deseo amoroso. Ya antes me he referido a la relación especular. La visión, la mirada, el espejo, el amante que en el amado busca su propio reflejo, Antéros que responde necesariamente a Eros como su necesaria contrapartida para que el diálogo erótico pueda alimentarse, tales son los temas sobre los que Platón arroja luz, en su análisis referido a Eros, como ilustración de las relaciones entabladas entre lo real y la imagen, entre el individuo y su doble, entre el conocimiento de uno mismo y el necesario desvío por el otro, entre lo mortal y lo inmortal, entre el medio, el uno, el dos y el tres.

Para Platón el delirio erótico viene a constituir una forma particular de locura divina, de posesión por parte de cierto poder sobrenatural, de iniciación mistérica con sus etapas sucesivas y su revelación final. Cuando la Diótima de El banquete invita a Sócrates a seguir bajo su dirección la mýesis, esa necesaria iniciación previa a los misterios de lo erótico, ella le hace algunas observaciones: «En cuanto a la iniciación perfecta y a la revelación (tà dé télea kaì epoptíká) [… ] no sabría decirte si están a tu altura». Y algo más adelante precisa que el objetivo último, ese término final al cual podrá tener acceso aquel que haya sido rigurosamente instruido en las cosas del amor, consiste en una visión repentina, en una brusca epifanía: «de súbito éste percibirá cierta belleza de naturaleza maravillosa (exaípnes katópsetaí ti thaumastòn tèn physin kalón)». Eros abre la vía que conduce a la turbadora revelación de lo bello en sí, «un trance de la vida que vale la pena ser conocido por el hombre: contemplar la belleza en sí misma (theoménoi autò tò’ kalón)». Visión, revelación, contemplación: lo que en efecto caracteriza la experiencia erótica es que privilegia el sentido de la vista, que se basa por completo en el intercambio visual, en la relación de ojo a ojo. Por medio del cruce de miradas, implica cierto enfrentamiento con el ser amado comparable a la epifanía del dios cuando, al finalizar los misterios, en la epopteía, hace manifiesta su presencia gracias a una mirada directa a los ojos del iniciado. El flujo erótico, que circula del amante al amado para luego reflejarse en sentido inverso del amado al amante, sigue en sus idas y venidas el camino cruzado de las miradas, sirviendo cada uno de los dos miembros de la pareja al otro como espejo en el cual, por el ojo de quien tiene enfrente, será el reflejo duplicado de sí mismo lo que perciba y lo que siga con su deseo. A su diálogo Alcibíades (132 e- 133 a) responde el mismo Platón con el Fedro (225 d). En el primero enunciaba como si se tratara de una verdad evidente: «Cuando nosotros miramos a los ojos de alguien que se encuentra enfrente, nuestro rostro (tò’ prósopon) se refleja en eso que se llama la pupila (kóre) como en un espejo; quien mire ahí podrá ver su imagen (eídolon). -Exactamente-. De este modo, cuando el ojo toma en consideración otro ojo, cuando fija su mirada en la mejor parte de ese otro ojo, lo que verá es a él mismo en el acto de verse». En el segundo texto se encuentra un eco de esto cuando afirma lo que el amado supone a su vez en relación al flujo erótico, puesto que «en el amante, como si se tratara de un espejo, es a sí mismo a quien se ama, [… ] existiendo de esta manera un amor inverso que proviene de la imagen reflejada del amor (eídolon érotos antérota ékhon)».

¿Será, por tanto, necesario concluir de esto que Platón hace suya la tesis mantenida por Aristófanes en El banquete? Según el mito narrado con inspiración por el poeta cómico, el deseo amoroso es efecto del estado de incompletud en el cual nos encontramos desde el momento en que, por orden de Zeus, fuimos divididos en dos partes. Eros viene a ser la nostalgia de nuestra perdida unidad. Cada uno de nosotros busca a ese otro sí mismo, a su mitad simétrica, a ese doble exacto de sí mismo que, juntado de nuevo a la media porción en la que nos hemos convertido -como si el espectador situado frente a la superficial del espejo consiguiera por fin unirse con su reflejo en el cristal y coincidir con él-, nos restituiría la absoluta completitud, la integridad total que en el origen habíamos conocido.

Considerando el análisis de Francois Flahaut, se demuestra que, por el contrario, la posición de Platón, tal como es expuesta por Diótima al Sócrates de El banquete, se opone punto por punto a esa otra de la que Aristófanes se hace portavoz. Decir que el amor es similar a una locura divina, a una iniciación, a un estado de posesión, supone reconocer que en el espejo que es el amado no será nuestro rostro de hombre lo que aparece, sino más bien el del dios del cual estamos poseídos, del cual llevamos la máscara y que, transformando nuestra cara al mismo tiempo que la de nuestra pareja, ilumina ambas con un resplandor procedente de otra parte, de otro mundo. En ese rostro amado en el que me miro a mí mismo lo que percibo, lo que me fascina y me transporta es la presencia de la Belleza. Dentro de ese juego de espejos por él presidido, Eros no opera horizontalmente, como Aristófanes imaginaba; no une, a ras de suelo a dos individuos mutilados para reunir después, ombligo contra ombligo, los fragmentos dispersos. Más bien apunta hacia lo alto, en dirección al cielo, enderezando en vertical al amante y al amado , en el sentido de eso que en los dos es la cima del cráneo, allá donde hueso y piel se juntan, el único ombligo propiamente dicho, acercándoles no el uno al otro sino en todo caso a su común patria ese espacio original del cual fueran expulsados, a manera de una «planta celeste» arrancada de su matriz para ser lanzada aquí abajo.

Se podría resumir el punto de vista de Aristófanes diciendo que, para él, el desciframiento de Eros pasa por el planteamiento de la fórmula 1/2 + 1/2 = 1. Como cualquier hombre no sería más que una media parte de ser, en caso de reencontrarse con su otra mitad se vería completado tanto como sea imaginable; para este hombre no cabría ya nada más que desear: convertido en un ser por fin entero y perfecto, rivalizaría en felicidad con la beatitud de los dioses. Es esta felicidad lo que Hefestos propone a los dos amantes cortados por la mitad: «Yo podría fundiros en uno[…] de tal manera que, de los dos que sois ahora, os convertiríais en uno […], viviendo como si fuerais uno solo y, al morir, al ir allá abajo, al Hades, en lugar de dos iríais uno (anti duoîn héna eînai)». De esta manera el amor resulta tanto mejor cuanto que lograría reunir dos mitades perfectamente homólogas, completamente semejantes, tan simétricas la una a la otra como pueda serlo a un individuo el reflejo que lo duplica en la luna del espejo. El autoerotismo, subyacente al tema del espejo en el relato mítico de Aristófanes, se realiza en forma de homosexualidad. El más hermoso amor posible sería entonces el siguiente: un medio varón más otro medio varón se unirían formando un hombre totalmente hombre, por entero él mismo en su virilidad.»

El punto de vista de Platón se expresa, por el contrario, más bien por medio de una fórmula del tipo: 1 + 1 = 3, válida para los dos niveles en los que actúa Eros. En el plano de lo físico, el amor consiste para dos seres en engendrar a un tercero, diferente de cada uno de ellos y que no obstante los prolonga. La erótica en lo referente al cuerpo tiende a producir, desde el mismo seno de la existencia terrenal, pasajera y perecedera, cierto sustituto de inmortalidad. Así el más hermoso amor o, más bien, el único modo de amor sancionado por el cuerpo, es el que reúne a un hombre y a una mujer «para engendrar por medio de la belleza». El Eros homosexual, descalificado desde el punto de vista de la carne, puesto que carece de ese impulso hacia la inmortalidad que debiera recorrerlo, no encuentra ninguna justificación salvo si experimenta cierta alteración, cierto desplazamiento sobre el plano espiritual o sí recupera su finalidad, es decir, su trascendencia. Entre hombres, Eros intenta engendrar en el alma del otro hermosos discursos, bellas virtudes: todos los valores que escapan al orden de lo mortal. Este Eros masculino tomaría prestado el rostro de Sócrates: Sileno de bestial rostro, de nariz achatada, partero como su madre de eso que cada individuo porta en su interior pero que no puede salir más que por medio de esta corriente de intercambio, de este enfrentamiento con el otro, de esa reciprocidad del flujo amoroso que, al igual que en el curso de una iniciación, nos arranca del mundo sensible, del devenir, transportándonos más allá y convirtiendo nuestra verdadera personalidad, gracias al comercio con el otro, en algo similar a lo divino. En virtud del impulso que toda su alma manifiesta por los jóvenes hermosos, Sócrates, representación de Eros, se convierte (para ellos) en espejo, un espejo en el que mirándose a sí mismos los amados pueden verse con los ojos de quien les ama, resplandeciendo bajo otra luz, bajo una luz lejana, la de la verdadera Belleza.

Si Sócrates lanza la afirmación de que él es el único verdadero enamorado (erastés) de Alcibíades, es porque al mirarse en los ojos del muchacho, de modo similar en que el joven se mira en los suyos, ambos intentan verse a sí mismos conocerse por medio de los ojos del otro. Pero, de modo similar a como el ojo no puede verse sin mirar a otro ojo, el alma no puede conocerse a sí misma sin mirar a otra alma y, en ella, a la parte en donde reside la facultad (areté) propia del alma. Quien la contemple descubrirá lo que ella tiene de divino, «un dios y un pensamiento». El juego de espejos entre el amado y el amante (gracias al cual el uno se convierte en dos con el fin de redescubriese) conduce a una coincidencia entre sí entre el alma y el dios. «Del mismo modo en que los mejores espejos resultan más nítidos, más puros y más luminosos que el espejo del ojo, el dios resulta más puro y más luminoso que la mejor parte de nuestra alma […] Es, por lo tanto, hacia el dios hacia donde hay que mirar: él es el mejor espejo de las cosas humanas en lo que se refiere a la areté del alma y es en él donde nosotros podemos ver nos mejor y -conocernos a nosotros mismos.» Gracias a Eros, que la conduce hacia el otro, el alma se reúne en la coincidencia de su naturaleza auténtica con lo divino.

***

Al introducir así el espejo en el campo de la erótica platónico nos hemos metido plenamente en el centro del mito de Narciso. Después de los estudios de J. Pépin y de P. Hadot, que nos han servido de guía, nos gustaría por nuestra parte evocar los dos órdenes de problemas a los cuales deberemos, dentro de la perspectiva que nos es propia, intentar dar respuesta. En primer lugar, ¿cuál es la razón por la cual el mito de Narciso es presentado habitualmente, ya se trate de imágenes o de textos, en contextos dionisíacos? En otras palabras, ¿qué se consideró, durante los primeros siglos de nuestra era, que podían tener en común, por parte de pintores, poetas y filósofos, la historia de Narciso y el universo religioso del dionisismo? Segunda cuestión: ¿que tipo de relaciones pueden establecerse, ya sea de correspondencia o de oposición, entre el tema de Narciso y «el espejo de Dioniso», cómo se expresaron los autores que a continuación citaremos, pero especialmente Plotino?

Recordemos para comenzar algunos rasgos remarcables de la carrera amorosa de Narciso. A la ninfa Eco, enamorada de él, Narciso declara: «Antes la muerte que ser poseído por ti». El amante del cual, algo más tarde, desprecia sus insinuaciones, reclama que sea castigado en los siguientes términos: «Que pueda él también amar a alguien y no alcanzar jamás a poseer a ese su ser amado». Frente a aquel de quien ha quedado prendado y que, en la transparencia del agua de una fuente, responde a cada mirada suya con la misma mirada, a cada gesto con otro gesto simétrico («cuando estiro el brazo, tú estiras el tuyo y, cuando te sonrío, tú me sonríes») ¿qué hace Narciso al comprender que ese otro es él mismo? Tras exclamar Iste ego sum, expresa una queja y un deseo: «Puesto que no puedo separarme de mi cuerpo [… ] ¡cuánto me gustaría que este a quien amo fuera distinto de mí!». A la fórmula con que había rechazado a Eco y que hemos señalado antes, Emoriar quam siti tibi copia nostri, responde exactamente esta otra que supone una forma de condena de sí: «Inopem me copia fecit, la posesión que tengo de mí hace imposible que me pueda poseer a mí mismo». En los Fastos, Ovidio resume los pesares del joven recurriendo a esta frase que Pierre Hadot, con razón, elige como resumen de su estudio: «Narciso, desgraciado eres por no ser diferente de ti mismo».

El espejo donde Narciso se contempla como si se tratara de otro, enamorándose locamente de ese otro sin reconocerse, torturándole con el deseo de poseerlo, es traducción de una paradoja, la de cierto impulso erótico que intenta unirnos con nosotros mismos, para reencontrarnos en nuestra integridad, pero que no puede jamás lograrse a menos que uno decida seguir cierto desvío. Amar significa el intento de realizar la unión en el otro.

El reflejo de Narciso y el espejo de Dioniso representan la tragedia del imposible reencuentro del individuo consigo mismo: la aspiración a unirse supone al mismo tiempo el alejamiento, el desdoblamiento y la alienación de uno mismo. Pero existen dos maneras diferentes de alienación, de desdoblamiento, según el desvío por el otro pase por el camino más corto o implique las vías más lejanas y apartadas. Con el fin de reencontrarse, de reunirse uno consigo mismo, es preciso primero perderse, despojarse, hacerse uno mismo absolutamente otro en lugar de simplemente desdoblarse, proyectarse y permanecer no obstante en el «sí mismo», en la posición propia de un otro particular. Si yo hago de mí, al modo de Narciso, un cierto otro, un tal otro determinado -que comprende el mí mismo-, no podría incorporarle ni reencontrarme. En lugar de plantearme, en mi ipseidad, como un otro, debo hacerme otro desde dentro, verme convertido en otro gracias a una visión en la que el espejo, en lugar de mi reflejo, me devuelve la figura del dios por el que debo ser iluminado a fin de que, desprendido de mí por su presencia en mí, pueda por fin reencontrarme, poseerme porque él me posee. En la distancia que se abre entre el espejo de Narciso y el de Dioniso reaparecen los mismos temas que ya formaban parte de los relatos confrontados de Aristófanes y de Diótima. En virtud del impulso que lleva hacia el otro, Eros se revela como amor por uno mismo. Pero si se plantea al otro a manera de doble de uno mismo, como la perfecta mitad, no se obtiene nada. En ese otro que es mi prójimo, mi semejante y mi oponente, la figura que tengo que descifrar es la del extremo otro, la del lejano radical; en aquel que, frente a mí, me escruta como si fuera otro yo mismo, mi reflejo, debo percibir al divino extraño, extranjero, que se oculta en lo más alto. Solamente este «otro» extremo puede establecer el valor erótico tanto de mi prójimo como de mí, hacernos hermosos el uno para el otro y cada uno de nosotros para sí mismo, puesto que nos ilumina a ambos con la misma luz, aquella que es proyectada por la inextinguible fuente de toda belleza.

En línea directa con el erotismo platónico pero en contraposición absoluta con el maestro de la Academia y con todo el clasicismo griego, en lo concerniente al estatuto de la imagen (Plotino supone el principio del viraje por el cual la imagen, en lugar de ser definida como imitación de la apariencia, será interpretada filosóficamente y tratada plásticamente como expresión de la esencia), Plotino confiere al espejo una dimensión metafísica al mostrar, por medio de él, el estatuto de las almas tras su encarnación. El destino de cada alma individual se desarrolla entre los dos polos a los cuales sirve de modelo el espejo. O bien el alma se sitúa en el punto de vista de la fuente emisora de luz, es decir, de ella misma en tanto que vuelta hacia el sol del Ser y del Uno, que contempla y con el que se une y finalmente se confunde a través de dicha contemplación; en tal caso el reflejo no es nada. O bien, por el contrario, el alma mira hacia el reflejo, desviándose de la fuente de donde emana el reflejo; entonces ella vive «como si» el reflejo fuera la realidad misma; se particulariza y se localiza en los límites del cuerpo; cae en el espejo a la manera de Narciso, fragmentándose como en el espejo de Dioniso.

Pero la historia de Narciso no corresponde más que a uno de los dos aspectos manifestados por el «espejo de Dioniso», tanto en el mito como en el ritual. Lo que caracteriza ese espejo es la presencia en él de dos polos opuestos, la reciprocidad y alternancia de la dispersión en lo múltiple y de la reunificación en lo divino. Al reflejarse en el espejo, Dioniso se aboca a la multiplicidad; él asiste a la creación de lo diverso y del cambio, a la aparición de lo particular; pero al mismo tiempo sigue siendo uno, felizmente preservado. Toda alma individual, todo ser particular, aspira a través del reflejo de Dioniso refractado en lo múltiple a reencontrar la unidad de la cual emana. El espejo de Dioniso, al igual que su descuartizamiento a manos de los Titanes, es expresión a la vez y solidariamente de la dispersión y de la reunión. La reunificación exige que el proceso se realice en sentido inverso al del espejo, al del reflejo (o al desmembramiento), que, en virtud de un cambio completo del modo de existencia, de una transformación interior al término de la iniciación y de la visión que la acompaña, pase por Dioniso como única posibilidad, perdiéndose en él para reencontrarse con uno mismo, en lugar de buscarse en una de las imágenes fragmentarias donde él se refracta. Es necesario que el iniciado que mire el espejo se vea a sí mismo con la máscara dionisíaca, transformado en el dios que lo posee, desplazado desde ahí donde se sostiene hacia un lugar diferente, metamorfoseado en un otro que le devuelve a la unidad. En ese espejo en donde Dioniso niño se mira, el dios se dispersa y se divide. En el espejo iniciático nuestro reflejo se perfila como una figura extraña, una máscara que, frente a nosotros, en nuestro lugar, nos mira. Esa máscara indica que no estamos allá donde estamos, que es preciso ir a buscarnos más lejos para poder, por último, reunificarnos.

En contra de las interpretaciones demasiado simplistas del aspecto anti-Narciso de Plotino, P. Hadot escribe para finalizar: «Lo esencial no consiste en la experiencia de sí, sino en la experiencia de un otro distinto o en la experiencia de devenir otro. En este sentido Plotino habría podido decir que, en tal experiencia, el sueño de Narciso encuentra su cumplimiento: devenir otro mientras se sigue siendo uno mismo». Si nuestro análisis es correcto, en el doble fondo del espejo de Dioniso no está solamente la figura de Narciso. Para quien sepa verlo, para el iniciado, existe también la promesa de su sueño cumplido: escapar a la división, a la dualidad, evadirse de lo múltiple, realizarse en el reencuentro con el Uno.

Pero no es posible obtener en una progresión por etapas la experiencia de lo Bello en sí, como en Platón, por medio del enfrentamiento con el otro, con un segundo que nos mire, es decir, gracias a la relación erótica con alguna pareja; no puede partirse de algún cuerpo particular, cuya visión conmocione, perturbe -determinado joven hermoso, alguna bella muchacha-, para pasar a la multiplicidad formada por todos aquellos que sean bellos, por todo lo que participe de la idea de lo Bello, accediendo por último a la visión de la Belleza, pura y auténtica en su permanencia y en su unidad. En Plotino, gracias al retorno a uno, por una conversión hacia el sí mismo, el alma se desviará de su cuerpo y, en la soledad de su meditación interior, unida al Ser y al Uno, se reencontrará perdida en lo divino.

Escribe Plotino que, en el momento en el cual el ser que ve a Dios se ve a sí mismo, «se verá similar a su objeto; en su unión consigo mismo se sentirá parejo a ese objeto y tan sencillo como él […]. El objeto que ve […] no lo ve en el sentido de que pueda distinguirse de sí y de que pueda representarse un sujeto y un objeto; él se ha convertido en otro; él ya no es él-mismo (állos genómenos kaìouk autós) […] sino que es uno con él como si hubiera hecho coincidir su propio centro con el centro universal».

Trasplantado al marco de la experiencia íntima de lo divino, de una ascesis intelectual donde el intelecto se convierte en amor, noûs erôn, el fantasma aristofánico de un erotismo de la unidad por fin lograda, del todo reconstituida, alcanza a realizarse no por acoplamiento de las dos mitades del cuerpo, mera superposición umbilical, sino por el desgajamiento del alma del cuerpo, por reintegración de la parte en la totalidad, por la coincidencia del propio centro de cada uno con el centro universal, por la fusión del yo y del dios. Ya no puede hablarse entonces de mitades ni de dobles; solamente es cuestión de un uno, «inflamado de amor».

Jean-Pierre Vernan (1986)

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