En el psicoanálisis llamado algo impropiamente lacaniano repetimos con frecuencia una serie de formulaciones, haciendo de Lacan nuestro Otro, sin saber hasta qué punto la buena lectura no implicaría, como hizo él, renovar también su discurso. Lacan añadió un horizonte al territorio acotado del maestro y encontró una fórmula para expresarlo, ‘servirse del Padre para prescindir de él’. Porque si el Otro de Freud, como referente simbólico universal, fue el Padre, Lacan buscó desplazar ese límite, hacer del Padre un modo entre otros, una solución entre otras. Se trataba de poder ir más allá del relato del sentido, más allá de la tierra cartografiada, para acercarnos a lo real. Mientras hacemos ese trayecto, tal vez se nos perdone que repitamos su discurso, lo que no quiere decir que Lacan sea nuestro inconsciente, nuestro aforismo se refiere a otra cosa.
Repetimos, por ejemplo, que no hay teoría que merezca tal nombre si no nace de una necesidad clínica. Y en verdad, todo el esfuerzo de Lacan por imprimir un rigor en su enseñanza se justifica y sostiene en dicha práctica. Por eso, un solo caso es suficiente para hacer teoría, o para invalidarla. El punto de partida de la clínica es siempre el mismo, leer lo que se repite, hacer la lectura del síntoma. La transferencia con el paciente se establece a partir de esta presunción de escucha. El paciente cree en el analista lector. Decía Lacan que en el discurso analítico no se trataba de otra cosa que de lo que se leía, pero desde un lugar otro, desde la atopía que implica el borramiento de su yo. Desde esa sequedad se escucha el discurso húmedo del paciente. Sus goces y sus sombras. Una posición de escucha que barre lo que engaña para que pueda surgir la escritura del síntoma, su puesta en forma. El analista aprenderá a leer la lengua del paciente, su lalengua. Leerá el funcionamiento del síntoma como el guion inconsciente que sin saberlo repite.
Leerá ese texto que es la interpretación del sujeto al enigma de su existencia, y podrá quedarse ahí, en su sentido, o perseguir las marcas originarias, las letras sin sentido. Si aguanta este trayecto, para el que ningún mapa sirve de guía, podrá observar cómo el sujeto las recogió del discurso del Otro en una coyuntura muy especial, buscando anudar su deseo de reconocimiento en el deseo del Otro. En realidad, un encuentro con el síntoma del otro (madre, padre), del que se desprendieron las letras con las que fabricará su propio síntoma. Por ello, nuestra lectura no puede limitarse al guion descifrable, tendrá que ir hacia la letra indescifrable. Y paralelamente, para que la teoría traicione lo menos posible ese material, le pediremos un esfuerzo de escritura. Un discurso que no se limite a lo imaginario y a lo simbólico, que no quede fascinado por sus explicaciones. Sólo así podrá llegar a la letra y se escribirá, también él, en letras (matemas).
Pero, como decíamos, este intento formalizador ha de someterse siempre a la praxis, cuyo fundamento último no es entender, sino posibilitar otro modo menos sufriente de encarar la existencia. Las interpretaciones sirven a este único fin, movilizar al paciente hacia otra lectura posible. Lacan decía que las intervenciones sólo se justificaban si producían olas. Qué hará el paciente con ellas, no lo sabemos. Pero su respuesta será más o menos acertada si, aprendiendo en su trayecto analítico su lalengua, puede crear, esto es, escribir con aquellas letras que se inscribieron en su historia otra respuesta. Porque es él quien inventa. De ahí que Lacan, llevado por su rigor terminológico, prefiriera dignificar su trabajo llamándolo analizante.
No nos demoremos más. Vayamos a la viñeta clínica, el texto recortado por una escucha.
Una mujer consulta a un analista ante la indeterminable tristeza que la invade. Enumera situaciones donde no puede hacer frente a lo que le viene del otro. Enseguida se siente atacada y sólo tiene ganas de llorar. Nunca supo qué hacer ante la amenaza de un conflicto. Su cuerpo se paraliza, literalmente. Le ocurrió de niña, le ocurre ahora. Cuando no puede más, cambia de trabajo, de ciudad. Sucede también en el territorio amoroso, pero la razón es otra. Se culpa de no haber podido sostener las relaciones cuando sus parejas intentaron formalizarlas. Un hogar, una familia, eso no es posible. La continuidad del lazo con el otro pasa por el mantenimiento de una distancia. Una garantía que es tanto simbólica como real, pues está escrita en su cuerpo desde que éste rechazó su acceso a la fecundidad. Así las cosas, su pareja de preferencia termina siendo el hombre casado. Y hacia las esposas ningún interés. Satisfecha desde su lugar de amante-amiga, no hará reclamaciones que pudieran alterar el frágil equilibrio.
A la puerta de este tiempo actual de la existencia viene a llamar un recuerdo de infancia. Se dibuja la escena. Una madre juega con su hija un guiñol donde se representan los miembros del trío familiar. Pero llevada por el juego, la madre incluye a otro personaje, una mujer, que se convierte en el objeto de su furia. La furia de la madre. Y el asunto se repite. Deducimos que, cuando la madre da vida a sus personajes, su propia escena se le impone: surge esta intrusa, y a continuación se deshace en improperios contra ella. Esto es lo que presencia su hija. Una vez, otra vez. ¿Cómo responde? Tras perder su lugar en el juego, la niña queda paralizada. A su corta edad, esta deriva le resulta del todo enigmática, no conoce al personaje que acapara toda la atención de la madre. ¿Quién es ella?, preguntará. La querida de tu padre.
Al principio de su enseñanza, Lacan definió el inconsciente como el capítulo censurado de la historia del sujeto. Un vacío, a veces ocupado por una mentira, que no impedía que su verdad se encontrara escrita en otra parte: en nuestro cuerpo, en nuestros dichos, en nuestro carácter… Una escritura que resultaba bien a la vista, como La carta robada, aunque no se reparara en ella. A nuestra protagonista le bastó cerrar un día los ojos para que fuera justo ese recuerdo el que saliera del buzón de su memoria. ¿Qué verdad venía a representar? La pista nos la da su misterio. La niña no entendió la respuesta de la madre. En su momento no entendió. Se quedó perpleja ante un enigma que la reenviaba a otro, quizás más inquietante, la crisis de la madre, tan abruptamente mostrada en la escena. Enigma, crisis de furia, parálisis. El cóctel estaba servido, a la espera de que cualquier agitación futura lo hiciera precipitar. No importa que con el tiempo la niña comprendiera por fin el significado de aquellas palabras, “la querida de tu padre”. Esa comprensión no cancelaba para nada el enigma, tan solo le dio el sentido donde ella, tal vez, buscará ubicarse. La maquinaria del síntoma se había puesto en marcha.
¿Cómo hablaría el inconsciente si pudiera hacerlo? Lacan llegó a ponerle voz, en forma de sentencia profética, al poder de esas letras enigmáticas del discurso del Otro que se aseguran de que la carta llegue siempre a su destino: “Crees actuar cuando soy yo quien te agito al capricho de los lazos con que anudo tus deseos. Así éstos crecen en fuerza y se multiplican en objetos que vuelven a llevarte a la fragmentación de tu infancia desgarrada”. Esta determinación del inconsciente, que actualiza el lugar del trauma de nuestra protagonista, despliega su acción en dos tiempos. Uno mítico (tiempo cero), donde se inscribieron las cifras desconocidas; otro posterior (tiempo uno), más rastreable, donde se escribe el guion que después se ejecutará en su historia. Nuestra lectura parte de esta escritura del destino, que es lo que inexorablemente se repite, intentando deducir de su texto las letras en su estado originario, antes de la construcción sintomática.
Pasemos ahora a dibujar nosotros la escena. Podemos nombrar primero los nubarrones del discurso del Otro, los truenos y la tormenta. Es decir, la incógnita sobre lo que movía el deseo de la madre y el papel del personaje que colmaba su atención, la figura malvada de la otra mujer. Después, su furia desatada. Pero los surcos que tras la lluvia marcaron el relieve, es decir, la carne de nuestra protagonista, son más misteriosos. Podemos distinguir entre ellos el lugar de la querida, sin duda un lugar destacado, sometido después a una articulación. En cambio, en el más allá de la palabra encontramos la parálisis, la que afecta a las piernas pero también a la fecundidad, la letra inarticulable.
Quedémonos sólo con estas dos letras iniciales, ‘la querida’ y ‘la parálisis’. La primera parece ejemplificar mejor nuestro aforismo, el inconsciente es el discurso del Otro. Sin duda, ‘la querida’ funciona originalmente como una letra, algo enigmático, indigerible, que viene a marcar al sujeto en el tiempo mítico. Una letra que adquirirá después retroactivamente su sentido, ofreciéndose a una construcción. Es el trabajo interpretativo que lleva a cabo el inconsciente transferencial en el tiempo uno, cuando el sujeto construye el relato que lo determina, pero un relato que, como veremos, falsea sus propias dificultades.
Como resultado de la acción del tiempo uno sobre el tiempo cero, ‘la querida’ se instala, en tanto letra del discurso del Otro, como inconsciente del sujeto. Pero, a continuación, hay que preguntarse por la naturaleza de ese vacío de significado que lo hizo posible. Porque el sujeto lo recibe como letra en la medida en que ya es letra del síntoma de la madre, esto es, en tanto figura en ella a modo de respuesta engañosa para dar razón de su desgracia. No sabemos realmente nada del fin de la relación amorosa con el marido, de su pérdida de ilusión, de su incapacidad para mover otra ficha que no fuera el señalamiento de una culpable. Con eso nos basta. Esta figura, que la convoca con más éxito que su propia hija, forma parte sin duda de su síntoma, por lo que no nos extrañará que sea precisamente esta palabra la que capte la hija. O, más bien, que la hija sea captada por ella. Con el tiempo responderá al síntoma de su madre dando su propia versión. De letra a letra, de síntoma a síntoma, el inconsciente es el discurso del Otro.
Pero hay que añadir también que no sucede sin la participación del sujeto, que en este acto se divide. Porque si la querida era síntoma para la madre, lo será también para la hija, aunque sólo a partir de su propia interpretación. Podemos entender su desconcierto inicial, su desubicación en la escena ante la emergencia de esta intrusa, colocada en el más allá del padre y de la madre. Podemos pensar que la encarnación que hizo posteriormente de ese lugar tuviera para ella algo de carta del destino, de inevitabilidad, en tanto quedó vinculada a ese lugar tan valorado por ambos progenitores. Porque se trataba de ser reconocida en el lugar del deseo del Otro, de ser querida, de ser ‘la querida’. Sí, ciertamente, pero el sentido que ella le dio sólo podría sostenerse a partir de su interpretación inconsciente, la de un sujeto neurótico que respondía en el marco de la triangulación edípica abriendo su deseo en diálogo con el deseo del Otro.
En la psicosis este aforismo tendría otro sentido, un sentido propiamente real, que no operaría, como venimos viendo, veladamente, a través de una construcción sintomática, sino a cielo abierto. La diferencia no es por tanto de grado, sino estructural. Decía Lacan que el psicótico está, en relación al inconsciente, en posición de mártir. No es nuestro caso.
Decíamos que el sujeto neurótico se construye el relato que lo determina, y que lo hace además para salvar su posición deseante, pero hay que añadir que el precio que paga es el de su libertad, porque una vez salvada dicha posición, su relato se rigidiza, se instala en la repetición. El sujeto ya no crea nada nuevo, y ante los impases de la vida repetirá la fórmula que le oculta lo real en juego. El síntoma hace relato con el trauma, pero velando su encuentro con lo imposible. Al principio, el síntoma de uno se construye a partir del encuentro con el síntoma del otro. Le da su versión del malentendido que afecta al deseo, que tiene que ver con la dificultad para asumir la imposibilidad de una concordancia perfecta con el otro. Si el síntoma del otro negaba esta imposibilidad, escenificando un impedimento, el síntoma propio lo hará escenificando otro. Ambos niegan que la herida en el deseo sea constitutiva, y rascan la inevitable cicatriz que dejó su encuentro… ¡hasta volverla de nuevo herida! En nuestra viñeta clínica, de igual modo que el síntoma de la madre le ocultaba su dificultad, sometiéndola al torbellino en el que se expresaba su propio malestar, el síntoma de la hija le oculta su sometimiento a la ley de la madre, así como el fracaso de la estructura de pareja que implica. Es lo que tiene el síntoma, hecho para salvar los muebles del deseo, incluye también su zancadilla. El síntoma, que partió siendo una lectura del sinsentido, se convierte después en el régimen de goce del sujeto.
Pasemos ahora a ocuparnos de la segunda letra, ‘la parálisis’, que tiene una manifestación sintomática clara, un cortocircuito psíquico que inmoviliza las piernas de nuestra heroína cuando el encuentro con el otro se le pone difícil. Pero, a diferencia con el síntoma anterior, la construcción falta. La parálisis le acontece en ausencia de relato, sin el trabajo interpretativo de su inconsciente. ¿Cómo leerla? Si el objetivo de un análisis es volver dialectizable todo lo que puede llegar a serlo, este síntoma parece prestarse a ello. De alguna manera es una parálisis que habla. Habla en ella su función, que está a la espera de ser relanzada en el circuito de la palabra. Cuando sus piernas se detienen, no puede introducir un límite, una separación, y queda más presa que nunca del discurso del Otro. La parálisis es la letra de este exceso, de esa proximidad que la palabra de la paciente tendrá que agujerear.
Pero no es ésta la única parálisis con la que contamos. Al lado de esta letra que se presta fácilmente al discurso, tenemos otra, de afectación directamente orgánica, una letra muda que se escribió con tinta indeleble en las arenas de su cuerpo a la entrada en la adolescencia. Por eso, no hablamos aquí de síntoma, sino de fenómeno psicosomático. Con este avatar de la parálisis, el reto anterior se presenta ahora inalcanzable. ¿Cómo movilizar hacia la palabra lo que tan de plano la rechaza? Prudencia, pues. La leemos como la señal que nos alerta de la dificultad del sujeto cuando se bordea el límite de lo simbólico. Podríamos decir que el rechazo que experimentó la hija en el lugar del deseo de la madre marcó su cuerpo en relación a la fecundidad. Podríamos llamarlo rechazo madre, pero sería nuestra metáfora. Estaríamos escribiendo nuestra metáfora en el lugar donde ella, simplemente, no pudo. No nos encariñemos con nuestras creaciones, valen poco.
Porque no se trata de escribir nuestro texto, sino de movilizar efectos de escritura. Nuestra meta es permitir ese nivel de creación, que el analizante sea verdaderamente analizante. Que trabaje hasta producir, en el territorio del relato posible, uno menos engañoso; y en la zona insondable del relato imposible, que al menos pueda evitar otra rasgadura en su cuerpo. Ambos tratamientos son necesarios: crear, donde se puede; proteger, donde no se puede. Toda cicatriz exige cuidados. Después, podremos apostar a que haga viva su lengua, a que invente sus metáforas para salir del discurso del Otro, de las determinaciones de su inconsciente. En el caso de nuestra protagonista, poder decir ‘No’ a la ley que la rechaza, sin quedar paralizada. Salir del estrago sin perder su lugar. Inventar en ese vacío su voz. Patear su síntoma hasta producir su sinthome.
Bien, este final parece contundente, pero hemos de ser capaces de borrarlo un poco para no dejarnos capturar por su floritura. Promover una escritura no es alcanzar un final feliz. No existe. A lo máximo que podemos aspirar es a ir produciendo modos menos sufrientes, otras escrituras. El sinthome aspira a ser un mejor anudamiento. No se queda en el goce del sentido y afronta lo imposible como imposible, creando así formas nuevas en la lengua del sujeto. Por qué no pensarlo como un devenir, un devenir sinthomático que siguiera el empuje expresado en la máxima beckettiana, No importa, prueba de nuevo, fracasa de nuevo, fracasa mejor.
¡Qué bien hubiera quedado entonces, para redondear nuestro texto, que hubiésemos alcanzado una escritura de las letras de nuestra protagonista, una fórmula matemática que secara de sentido nuestro relato, y que expresara así haber alcanzado lo real! Como decíamos, Lacan convocaba al psicoanálisis a hacer este esfuerzo, pero no podemos gratificar al lector con ese bonito cierre. En parte, no es cosa nuestra. Quizá se trate, para nuestra protagonista, de producir otra versión de la fórmula de la que partíamos, de aquel ‘servirse del Padre para prescindir de él’. En su caso, bajo un modo de ‘servirse de la Madre’ que implicase una reescritura del rechazo, y una reescritura que incluyera una lectura no falseada de la imposibilidad que afectó a la madre. Como vemos, el síntoma es a la vez verdadero y tramposo. Se erige como verdad del sujeto, pero velando la verdad estructural, que el Otro es siempre fallado. Por eso, para alojarse en la estructura y no en el estrago, es preciso tacharlo, ¡tachar al Otro! ¿Cómo lo hará nuestra protagonista? Dejemos que sea ella quien encuentre su escritura.
Zacarías Marco