Quinto aforismo: «El inconsciente es la política»

¿Qué sucederá con este inquietante aforismo que parece que se nos escapa justo cuando pensamos atraparlo? Será precisa cierta constancia para entrar en su terreno, abriendo una puerta tras otra. Quizás después, mirándolo desde otro ángulo, podamos atajar su fuga. Tengamos un poco de paciencia. No importa que nos dejemos seducir primero por el juego de sus alusiones si con ello somos conducidos a soltar el lazo de los velos que lo cubren.

¿Qué tenemos? Una caja dentro de una caja, a su vez dentro de otra caja. Cada una encierra su propio secreto, pues se parafrasea libremente, pero para intervenir en otro lugar. Partimos de este despiste inicial. No importa, analicemos primero esta estructura, el juego de sus referencias. El dicho El inconsciente es la política remite a La anatomía es el destino, que remite a El destino es la política.

Antes de llegar al nuestro, es preciso empezar por el tercero, el origen de la serie. Alude a la contestación que Napoleón dio a Goethe en su mítico encuentro de 1808, buscando dejar la marca de un cambio de época. ¿Qué ocurrió para que Napoleón robara ese día la figura del destino a sus hasta entonces celosos guardianes? Por lo visto, la lectura del Werther había dejado muy molesto al emperador. Goethe había plasmado una atribución al destino, según la cual la gloria de los hombres era debida al favor de los dioses. Se entiende que esta antigualla no le hiciera mucha gracia a Napoleón, al verse desposeído de su papel personal, de su aportación a la historia, de aquella voluntad de acción que justo en esos años redefinía a placer los mapas del continente europeo. Lo imaginamos leyendo el Werther apretando los dientes, sujetando su lengua. Una lengua, por cierto, muy afilada en el manejo aforístico. Se entiende que aprovechara la ocasión para lanzarle al poeta el dardo de su propio ordenamiento, el que traducía ‘mito’ como ‘política’, aquella que estaba entonces literalmente en sus manos, diciéndole: El destino es la política.

Un siglo después, Freud, aludiendo a cómo las teorías sexuales infantiles tenían que enfrentar tarde o temprano lo biológico del organismo, va a parafrasear la famosa sentencia del emperador afirmando que La anatomía es el destino. Una sentencia que ha dado lugar a múltiples polémicas, que todavía perduran, quizás por desatender el propio reverso que la frase de Freud contiene. El anverso era claro, la anatomía, operando como principio de realidad ante la fuerza de las fantasías. Pero, a partir de aquí, la letra pequeña iba a corroer el aforismo. El encuentro con esta limitación biológica en el proceso de sexuación está lejos de clausurar el problema: la anatomía no será, para Freud, el dictum que todo lo ordene. Por un lado, porque no hay encuentro posible con lo real del cuerpo por fuera de la construcción mental que de ella nos hacemos. Por otro, porque el registro imaginario no borra sin más lo ya creado, y edificará sobre sus ruinas las nuevas fantasías. Lo que no le impedirá seguir mostrando su carácter propio, rebelde a toda síntesis, a toda superación, reacio a someterse tanto a lo real del cuerpo como a lo simbólico de la cultura.

Así llegamos a la tercera caja en el tiempo, la de nuestro misterioso aforismo.

Será en mayo de 1967 cuando Lacan retome el dicho de Freud, pero para devolverlo al mapa napoleónico, a la política. Marcamos su fecha –en plena época contestataria– porque Lacan pretende rectificar una interpretación analítica, habitual entonces, sobre algunos pacientes que no aceptaban las ventajas de una integración en el sistema capitalista, haciéndose rechazar, y siendo tratados por ello como masoquistas. Lacan no acepta esta calificación y da un sentido y un valor totalmente diferente a este rechazo al sistema, aludiendo a una defensa ante lo que llama ‘la voracidad del Otro materno’. Enlaza así, siguiendo la estela de Freud, la psicología individual y la colectiva, su indiscernibilidad, donde todo lo colectivo es individual y todo lo individual es colectivo. En resumen, el enfoque de Lacan ha elevado a estatuto de síntoma el ‘rechazo a progresar’, en equivalencia a lo que sería el ‘rechazo al alimento’ que el niño esgrime frente al exceso de una madre sólo nutricia. Por tanto, es para no ser engullidos en un sistema devorador, que tiene entonces sus horrores bien visibles léase guerra de Vietnam, que algunos hacen de su auto exclusión un síntoma social. Ergo, el inconsciente es la política.

Descorrido este primer velo, el aforismo puede desplegarse de mil maneras. ¿De qué hilo tirar? Hago mi apuesta, y elijo aquel que muestra los temores compartidos por Freud y por Lacan ante una exhibición desmesurada de lo que es un síntoma propio, un síntoma que se articula a lo social por medio de la ideología.

Al descreimiento freudiano hacia el fruto político de la acción de las masas, del que hiciera gala en Psicología de las masas y análisis del yo, El porvenir de una ilusión, o El malestar en la cultura–, Lacan añadió una advertencia sobre los peligros de dejarse llevar por las promesas revolucionarias, ‘las mañanas que cantan’, por ser la antesala de suicidios, o la búsqueda de nuevos amos. Lacan nos alerta de lo que se esconde tras la fascinación de ciertas palabras, la palabra ‘revolución’ entre ellas, que tienen el poderoso atractivo de ocultarnos el real que a cada uno le atrapa, de velarnos el núcleo de nuestro trauma. Unas advertencias que invitan a la prudencia a todo aquel que se lanza a la arena política sin dilucidar su posición subjetiva. ¿Cómo obviar que ésta se mece y se embala con los cánticos de la satisfacción lograda, olvidando que la comunión social nunca es posible?

Veamos ahora la pertinencia del aforismo de Lacan en una escala más amplia.

En cierto sentido, Lévi-Strauss se había adelantado en algo más de dos décadas a Lacan cuando afirmó que nada se parece más al pensamiento mítico que la ideología política, ilustrándolo a continuación con el ejemplo de la Revolución Francesa. La descripción que un historiador pudiera hacer de la misma, nos dice en su Antropología estructural, pasa a ser utilizada por el hombre político como una estructura explicativa de toda una multiplicidad de fenómenos. Este relato adquiere una organización portadora de sentido que se despliega tanto hacia el pasado como hacia el futuro, insertando al que la escucha en un devenir organizado, en una historia colectiva donde él puede adscribirse jugando un determinado papel. Esa función no difiere de aquella que cumplen los mitos para el hombre primitivo, que se organizan siempre a partir de una aporía que no se puede resolver, impulsando una estructura permanente (mito) con la que explicar pasado, presente y futuro. Y como la aporía permanecerá, esto es, como lo que nos trastorna añadimos nosotros no puede cancelarse simbólicamente, el empuje a la producción mítica tampoco, generando una saga tras otra. Leído desde la función que cumple, la ideología no sería otra cosa que la sustitución en nuestra época del pensamiento mítico de antaño, un tipo de pensamiento equivalente en estructura al que se forja en el inconsciente (mito del neurótico), tal como lo elaboraría Freud a partir de los griegos.

De alguna manera, el aforismo de Lacan, el inconsciente es la política, corta en seco el vuelo de la voluntad impulsado por Napoleón; y, de paso, de toda concepción que no sea capaz de mirar con modestia la complejidad de nuestro psiquismo. Napoleón puso el acento en el segundo término de la ecuación, la política; Lacan lo devuelve al primero, ofreciendo de él una actualización. El ‘destino’ de los griegos, como categoría de lo imposible, pasa a ser leído ahora como ‘inconsciente’, una nueva versión de la aporía de la que tampoco será fácil desprenderse. Por eso, aplicada a la política, la posición del psicoanálisis se revela necesariamente molesta, casi indefendible. ¿Y cómo podría no serlo, cuando lo propio de la política es trabajar mediante identificaciones y oposiciones, mientras que la apuesta ética del psicoanálisis es ir desmontando las primeras y desvelando la falacia dual de las segundas? ¿A quién le agrada oír que lo Otro inasumible ya está en nosotros? Pero la sordera conduce a la repetición. Y en ésas estamos. Quien no combate al amo que lleva dentro acaba sirviendo a cualquiera.

Disculpadme, me he extendido demasiado, ¡y queda todavía el epílogo! Lo suelto.

Lacan se encuentra frente a unos –algo exaltados– estudiantes en Vincennes, la universidad popular surgida a raíz del mayo francés. Estamos a finales de 1969 y el ambiente sigue revuelto. No parece el momento ni el lugar propicio para escuchar cómo desembocan en la historia las aspiraciones revolucionarias. Pero Lacan no cede. Algunos estudiantes tampoco. Lo increpan. Él se intenta hacer escuchar, reconducirles a su teoría de los discursos, que era el hallazgo que intentaba desplegar ese año. No hay manera. Finalmente entra al trapo. El acoso de algunos estudiantes va a provocar una réplica en forma de interpretación. En realidad, un reverso del aforismo que comentamos, pero mucho menos amable, y cuyo poder oracular se extiende hasta nuestros días: A lo que ustedes aspiran como revolucionarios es a un amo. Lo tendrán.

Zacarías Marco