El sonido Lacan perturba el oído acomodaticio. Funciona como el chasquido de un látigo que golpea cerca del que cree saber, del que se aposenta plácidamente en una teoría. Al principio, Lacan hizo sonar esa alarma contra los discípulos de Freud; después, cuando ya contaba con tres décadas de enseñanza, contra los que intuía como propios. No le gustaba su docilidad. ¡Había que despertarlos! Por eso siempre se reivindicó freudiano, no lacaniano, y acabó por lanzarles su trueno: Hagan como yo, ¡no me imiten!
Pero, ¿qué significa para él ser freudiano? Lacan lee con oído analítico. No importa qué texto, qué autor. Le gusta detenerse en la aspereza, donde la textura se arruga, detectando aquello que denota el trato con lo intratable. Acampa en su cercanía para mantener viva la conmoción que provoca, para excavar más hondo, y encontrada esa veta inmunda ¡no la suelta! Por eso reconoce en Freud a un compañero de viaje, con la valentía para desechar o reelaborar sus bellas construcciones cuando la práctica clínica las desmontaba. El mérito no era menor, pues ocurría con frecuencia. Pero el verdadero problema vino después, cuando se evidenció el peligro de ser sellada la brecha freudiana. Los seguidores utilizaron frente a la incomodidad de sus hallazgos limas y barnices, alisando la teoría, haciéndola encajar, haciéndosela digerible a ellos mismos y a la sociedad. En el escrito titulado La cosa freudiana Lacan los equiparó a los perros de Acteón, que devoraron a su dueño tras atreverse a mirar la verdad desnuda, la intimidad de la diosa. Para Lacan, en cambio, cuando algo encaja en la teoría es señal de un engaño. Descubre incluso los deslices imaginarios del maestro y le brinda su mano para salir de ellos, para que no ceda ante su encanto, para que no aparte la vista de lo real. Extraño lazarillo éste, más freudiano que Freud. Su fidelidad al agujero es inconmovible. Elevada a cuestión ética, esta fidelidad le mantiene en vigilia y le lleva a encaminarse hacia la escena prohibida, al baño de Diana, para desmontarnos su velo, su funcionamiento. Busca ser un Acteón prevenido del peligro, sin perros tras de sí.
En ese texto Lacan se atrevió a ponerle voz a esa verdad entendida como ‘la cosa freudiana’. Le puso su oído, al tiempo que espantaba a sus propios seguidores. ¡No canten a coro! ¡No hagan melodía! ¡No cedan al encanto de la repetición! …Si somos fieles al agujero, hay que inventar.
Pero ¿de qué agujero habla?, ¿dónde estaría?, ¿y cuál sería su topología?
Lacan llamará la Cosa a lo que se situaría en el centro del aparato psíquico. Un campo magnético de goce que por su intensidad desmedida estaría necesariamente afectado por una prohibición. La Cosa es, por tanto, un vacío, un vacío que atrae. Sobre este vacío central van a venir a gravitar las constelaciones del deseo, que son las articulaciones imaginarias del principio del placer, fruto del límite impuesto. La Cosa es el más allá del placer, esa carga de displacer que hace girar a su alrededor al placer. No es por ello representación, pero padece el efecto del significante, que vendrá después a marcar el cuerpo, sus bordes, delimitando las zonas donde la pulsión efectuará sus capturas de goce. La Cosa es el lugar mítico del objeto primordial, labrado en el encuentro con el Otro: lugar Madre. Un lugar cero imaginario, un pozo de goce. La Cosa es esa exterioridad radical que habita el corazón de nuestro ser y que lo dinamita hasta volverlo irreconocible a nuestros ojos. El exterior íntimo que nos constituye al que Lacan llamó extimidad.
Estamos en los años 1969-70, en pleno Seminario 7, el dedicado a la ética. ¿Por dónde le va a entrar Lacan? En la línea de desmontaje de las derivas que amenazan siempre a la teoría, ese concepto extremo que es ‘la Cosa’ será utilizado por Lacan para colocar el goce y las pulsiones en el centro de la pregunta sobre la ética. Algo que, de paso, va a producir una auténtica convulsión tanto sobre la idea del Bien como sobre lo Bello. Ya les llegará su hora cuando tratemos otros aforismos. Hoy nos quedamos con lo que, en ese asedio conceptual, será su caballo de Troya, la sublimación.
Para Freud, la sublimación era uno de los destinos posibles de la pulsión. Concretamente, aquel que evitaba la represión al cambiar la finalidad, al sacarla de la vía sexual. Mediante la sublimación un objeto era idealizado produciendo una satisfacción directa, reconocible, no encapsulada en la opacidad del síntoma. Y esta satisfacción resolvía una verdadera paradoja, pues desviando su meta a través del acto creador alcanzaba su diana. Sin embargo, la indudable belleza de esta fórmula entrañaba no pocas complicaciones. Por un lado, Freud asumía como requisito el uso social y cultural de la sublimación, quizás más obvio pensando en la ciencia o en la religión, pero lo hacía también extensible al arte, limitando su perspectiva y su particularidad. Por otro, no quedaba clara la naturaleza del cambio producido en el objeto, una vez desviado de su finalidad sexual. ¿Cómo no admitir, a la luz de estas complicaciones, una pérdida de potencia en el concepto? ¿Cómo no percibir, si bajamos a su letra pequeña, que algo esencial quedaba ya lastrado cuando Freud derivaba el objeto de las relaciones narcisistas del sujeto, extraído por tanto de la autocomplacencia del yo, y sometido al espejismo de las sustituciones? ¿Se podía hacer algo por recuperarlo?
Lacan percibe bien la guía que anima al maestro, donde se ve la huella de lo que él terminaría llamando la imposibilidad de relación sexual. No se trata entonces de desechar su definición, sino de devolverle su vigor original. Lacan siente el horror detrás del velo, detecta las derivas imaginarias y tira de la mano del maestro para reconducirlo hacia lo real. Allí donde Freud hablaba de omnipotencia en la fantasía del niño, él traduce como desamparo originario, taponado con una fórmula placentera. Un éxito imaginario para velar el encuentro con lo insoportable. Una fantasía de apropiación de lo irremediablemente perdido que le sirve al niño para negociar y hacer llevadera la angustia que lo invade frente a la incógnita del deseo del Otro. El niño efectúa ese recorte del cuerpo del otro (autre) que es el objeto (a), donde viene a fijar su satisfacción. Pero, ¡ojo!, ¡para no ser engullido por él!
La vinculación del sujeto con su objeto se inscribe en este vértigo. La clave estará entonces en el objeto, en el cambio producido en él. Pensemos lo que sucede en el campo artístico, ese tercer campo sublimatorio que Lacan va a destacar por ser el único que, por atreverse con el vacío, por organizarse a partir de él, puede acceder a la Cosa, puede dárnosla incluso. Por eso, sólo el arte consigue un cambio singular en el objeto, más allá de su plasmación, que pudiera ser crudamente sexual, y más allá de su uso, que pudiera ser privado. Lacan rompe con estos dos espejismos que afectaron a Freud: la sublimación no implica un desvío de lo sexual (la poesía erótica es sublimatoria), como tampoco implica la necesidad de compartir su uso, de hacerlo público (el objeto artístico no tiene por qué salir del taller).
¿De qué depende entonces esta transformación producida en el objeto?
Se ve la necesidad de recurrir a la topología para distinguir el objeto pulsional de aquello a lo que apunta. La pregnancia imaginaria del objeto, apoyado en la plasticidad de las pulsiones, lo vuelve fácil portador de todas las elaboraciones culturales. Es allí donde la comunidad social ve un campo propicio para reconocerse y glorificarse. Gracias a ellas puede engañarse, como dice Lacan, sobre el verdadero vacío al que apuntan, colonizando con sus formaciones imaginarias ese otro campo, más bien pavoroso, que es el de la Cosa. La idolatría social hacia la obra artística parte de ese engaño, que le sirve para ocultarse que la belleza, como escribió el poeta (Rilke), es el último velo antes del horror.
Y es justamente este engaño el que Lacan desmonta. El objeto no sería bello si no hubiera entrado en relación con ese otro campo, el del goce. El objeto no sería amable si no se hubiera elevado a la dignidad de la Cosa.
La apuesta lacaniana: elevar en lugar de desviar. En vez de desviarse del trato con lo insoportable, sublimar es el modo de relacionarse con ello, de incursionarse en ese territorio inhóspito a partir de un acto creador. Eso sí, siempre y cuando sea capaz de asumir ese centro ausente que trastoca todo sujeto. No se trata de engañar su estructura, sino de reconocerla y actuar en consecuencia. ¡Ahí radica su dignidad! Término que duplica la apuesta, porque elevar el objeto a la dignidad de la Cosa permite un tratamiento con lo intratable allí donde lo meramente simbólico o imaginario no podían más que fracasar. Más allá de lo representativo, la obra de arte nos presenta este recorrido al que ninguna palabra alcanza, un viaje dado al objeto, que lo vuelve epifánico por haberse codeado con la cosa en sí.
Para ilustrarlo, Lacan nos sorprende con una lectura de la poesía medieval del amor cortés. Se trata de mostrar el impulso que produce el contacto con lo imposible. La poesía del amor cortés es entendida como una erótica del amor desgraciado, por cuanto el objeto femenino resulta de entrada inalcanzable. Pero, por ello mismo, es capaz de promover la transformación del objeto mujer amada en un significante, la Dama, llamada a veces Mi Señor, con el que su siervo emprende el vuelo poético. La Dama es la creación de un lugar preciso que necesita para su idealización a este ser enloquecedor, de exigencias inhumanas.
Como vemos, es cuestión de respetar su estructura. Sólo consintiendo a la ausencia de su centro (la Cosa) puede advenir a colonizarlo la imagen sublime (la Dama), donde el sujeto introduce, en ese lugar éxtimo, un resto, un cosquilleo que lo vivifica y alborota (el objeto a). Sublimar viste a la fantasía para que pueda colarse en el territorio prohibido. Por eso, tanto más elevada la Dama al lugar de la Cosa, tanto más bello el canto. Un canto que será el relato de un trayecto verdadero por haber puesto su mira en el territorio de lo imposible. De ahí el desarrollo al límite de esta paradoja: mediante una estética del rodeo el poeta alcanza ese centro vacío donde reina la imposibilidad de relación, ese centro originario donde la compañía que encontraría, mítica en tanto perdida, sería más bien aterradora.
¿Dónde localiza Lacan el equivalente contemporáneo? Nada menos que en la figura del amor loco, de André Breton, un amor igualmente infinito que combina a partes iguales el vértigo y el estrago. Con su fórmula “te deseo que seas locamente amada”, el escritor surrealista expresa el alcance sublime de ese encuentro. De un encuentro que, como el amor cortés, no puede operar por los cauces banales de la realidad, de las leyes del mundo establecido. También aquí lo sublime ha de ser provocado, rasgando el velo de lo cotidiano, abriendo por la vía del azar la posibilidad de una entrega infinita. Un errar solitario y vagabundo en la búsqueda ciega de lo que no se espera. Sólo en la radicalidad de este hueco habita la posibilidad del encuentro, el Sí al amor eterno, loco, donde la entrega del poeta a la amada acepta el horizonte fatal… Pues él, como escribe Breton, “adora tu sombra venenosa, tu sombra mortal”.
Por último, este retorno del concepto mismo de sublimación al lugar de la Cosa no podía dejar de tener consecuencias. La antigua interpretación psicoanalítica de la obra artística, concebida según Freud en términos de traducción del inconsciente, da un vuelco radical, imprimiéndole ahora una exigencia creadora. En adelante, desalojadas del lugar de saber, toda interpretación y toda teoría han de hacer poema.
Zacarías Marco, febrero de 2020