Tercer aforismo: «Amar es dar lo que no se tiene»

Estamos ante el primer gran aforismo de Lacan sobre el amor, en presencia de una escritura que arrebata, que fascina, y que quizás precisamente por su impecable factura, que destroza de entrada toda lógica de comprensión, haya sido merecedor de una atención particular. Lo leemos y releemos. Y seguimos absortos. ¿Pero cómo se puede dar lo que no se tiene? ¿Y cómo puede llamarse a eso amar?

Entremos en él. Veamos primero la articulación formal, aquella que envuelve misteriosamente su sentido y provoca su potente magnetismo.

Por una parte, la paradoja evidente que resulta de afirmar que se puede dar lo que no se tiene, una aparente imposibilidad que constituye por sí sola toda una provocación al pensamiento. Por otra, la extraña presencia de esta ausencia en el texto, una ausencia que nos obliga a detenernos, porque el velo que la cubre también en parte la destapa. Guiñándonos un ojo nos invita a entrar, pero no sabemos dónde.

Lacan es un experto malabarista en la construcción de sentencias a partir de negaciones. Es su modo de tratar la verdad, de acercarse a ella sin retirar del todo sus velos. En este caso, leyendo la alétheia –a partir de Heidegger– como la verdad que sólo puede decirse en tanto apresada en el juego de su propio velamiento. ¿Una prevención necesaria? Puede que sí. Lacan evita el encuentro con la verdad desnuda, la que por desbordar el sentido se nos presentaría como espejismo, y detiene la caída del velo. Un gesto oportuno, pues el velo no abandona los ojos de los mortales sin haberlos cegado primero. Por eso dirá que la verdad sólo puede medio decirse. Y aquí tenemos el ejemplo perfecto. Lacan alude sin nombrar a uno de los conceptos fundamentales del psicoanálisis, el falo, ese amigo de los disfraces y de las máscaras por cuyo empeño de desvelamiento la teoría psicoanalítica ha recibido las más feroces críticas. No importa, llevaremos sus cicatrices. Atrevámonos a aportar aquí nuestra manera de entenderlo, que será sin duda nuestra manera de equivocarnos… y también, de dar lo que no tenemos.

¿Qué es el falo? Oigo vuestros murmullos. No tan rápido, queridos. Hay que tener en cuenta que la primera respuesta que se nos ocurra será imaginaria. Atenderá al modo de apresamiento que configura nuestras fantasías, la matriz de éstas. Si en ellas el falo es un objeto privilegiado, un objeto que se tiene o que no se tiene, será porque ha conseguido franquear un primer obstáculo, para funcionar como significante del deseo. Será la muestra de que lo estamos pensamos desde un estadio lógico segundo, al que no necesariamente se accede, porque la dialéctica del ‘tener o no tener’ es fruto del proceso de subjetivación con el que aprendemos a leer el enigma de la sexuación. Y de ahí la pregnancia imaginaria que conlleva. Se trata de nuestros primeros balbuceos en lo simbólico, construyendo referencias a partir de oposiciones. Diremos de entrada que el camino que recorreremos apuntará, si queremos amar, hacia la renuncia de esta pregnancia, hacia la necesidad de un desapego respecto a lo imaginario.

Esta dialéctica segunda del ‘tener o no tener’ deriva de una previa, la que se establece entre ‘ser o no ser’ el objeto del deseo del Otro. Objeto, en tanto encarna aquello que en origen hemos sido para que se nos quisiera, un hijo, el resultado del encuentro sexual entre nuestros progenitores. Podemos apreciar también que ambas dialécticas están animadas y ordenadas por un elemento tercero, nombrado aquí como falo, que es el nombre genérico que damos a lo que viene al lugar de lo que imaginamos nos falta, al lugar de lo deseado. El falo es el comodín de la baraja, lo que abre el juego de posibilidades y le otorga su gracia. El falo traduce lo real, lo articula en una función simbólica al tiempo que le da un contenido, un sentido imaginario. La forma que toma es variable, según la dialéctica en curso. Pero la matriz de la que parte es la misma: si somos lo deseado, si así lo hemos sentido en nuestra tierna infancia, podemos acceder a articular después el falo como objeto que se posee. En el estadio primero (serlo), su representación imaginaria es el hijo; en el segundo (tenerlo), el pene. Repito, representaciones imaginarias.

Pero decíamos que a ese primer estadio no necesariamente se accede, pues precisa de un éxito inicial, que es la inscripción de un vaciamiento, de una falta que organiza el orden simbólico. Sin dicha inscripción, la palabra no se deja conducir al baile de las sustituciones y los deslizamientos, de la metáfora y de la metonimia. El sujeto no cuenta entonces con este manejo de lo real por vías indirectas y le retorna. Vemos pues la importancia de su éxito, la puerta que nos abre, ese paso del ser al tener. Porque gracias al trabajo del símbolo la danza del ser desembocó en la del tener. Y en la representación de este teatro las convulsas aguas pulsionales encontraron su cauce.

El aforismo Amar es dar lo que no se tiene nos coloca en el momento en el que la dialéctica del deseo ha podido sortear estos dos escollos: el del ‘ser o no ser’, siéndolo, pero evitando después que el sujeto quede atrapado en la esclavitud de ser el objeto de satisfacción del Otro; y también el segundo, el del ‘tener o no tener’, momento último de la inscripción del falo como significante, como joker.

Bien, como hasta aquí no parece muy difícil, vamos a complicarlo un poquito con una mala noticia. Estas dos pruebas no son nunca completamente superadas. No somos otra cosa que la suma de las marcas que estos impases han ido escribiéndose en nuestros cuerpos, marcas que son reactivadas día a día cada vez que enfrentamos nuestro deseo. Y es que el trabajo de lo simbólico no alcanza a tratarlo todo. Las pulsiones son esa parte heterogénea de nosotros mismos que no podrá ser nunca totalmente encauzada, representada.

Tras esta mala noticia retomamos el momento donde el aforismo nos coloca. Nos situamos ante la posibilidad de amar. Ya podemos decir que el que ama es el que da al otro el fruto de su recorrido por los avatares de su deseo. Eso sí, siempre y cuando ese fruto sea el causado por el asentimiento de una pérdida, la marca en él del trabajo del significante. Es decir, cuando el sujeto haya impreso un menos no sólo en ser el falo sino también en tenerlo. Esto es, negativizándolo en su estatuto imaginario –¡tanto varón como hembra!– para sustraerlo del circuito avaro de sus posesiones. Sólo entonces podrá darlo como símbolo, como emblema de su propia castración, que se convertirá así en su inscripción deseante.

Veamos cómo queda reflejada esta trayectoria en uno de los ejemplos princeps de nuestra cultura, la Odisea. La epopeya de Ulises nos ilustra a la perfección el recorrido de su deseo. Un recorrido repleto de trampas que retienen su avance, que retrasan el curso de su destino. Un destino que no es otro que retornar al hogar para hacerse cargo del amor por su pareja, Penélope, y del fruto de su relación, Telémaco. Para ello, Ulises tuvo que rechazar el deseo no humano, no castrado, que las diosas le ofrecían. Son los lugares míticos del serlo y del tenerlo. Renuncias necesarias para volver a Ítaca en posición de amante. Renuncias que redoblará el texto hasta el final, porque para reclamar su lugar y derrotar a los pretendientes de su mujer, ha de perder primero su brillo, el que le da su estatus, su fuerza y su juventud. Por eso, una vez alcanzada su tierra, entrará en escena disfrazado de viejo harapiento, siendo sólo reconocido por una marca, la cicatriz que sus valentías infantiles dejaron en su rodilla. Fue una vieja criada quien le facilitó el acceso a palacio, tras leer esta suerte de contraseña escrita en su carne, que habilitaba su presencia y su acción.

Para nosotros, lectores, es esta criada la que hace de puente entre el Ulises actual y el Ulises niño. Lo que nos permite rehacer el relato a partir del niño, a partir de aquella marca que le da ahora el acceso a su mujer. Deducimos que fue entonces, en aquellas primeras aventuras, cuando la pulsión encontró su límite para transformarse en potencialidad futura. De esta escritura infantil pasará a la escritura adulta. En adelante, Ulises sería reconocido por una potencialidad particular, que tomará la forma de la astucia, la metis griega. Una habilidad única para salir de encrucijadas imposibles, que formarán el referido trayecto que habría de conducirle al lecho amado, al lugar donde podrá dar lo que no se tiene.

En resumen, sólo tras haber rechazado las canciones de cuna del ser y del tener entregará Ulises el secreto que lleva desde pequeño grabado en su cuerpo, la marca de lo que se atrevió a perder, el corte necesario en el lugar de la potencia.

El que ama da el falo en tanto resto, en tanto no teniéndolo. El que ama da su ausencia, su pérdida, su alejamiento de la posición infantil. El que ama se entrega al símbolo y da su cicatriz.

Zacarías Marco