Me confieso conmovido. Menuda poda. Todavía repican los dos no hay expuestos en el aforismo anterior. Venían en pack dos por uno, y lo que no se llevó el primero se lo llevó el segundo. Levanto la vista. No queda otra que contemplar el espectáculo. ¡Vaya destrozo! Es desolador. ¿Es que no ha quedado nada en pie después de tanta fórmula negativa? ¿Era eso lo que se pretendía anulando las dos modalidades de la figura del Otro? No hay respuesta. Parece que me he quedado solo. Peor, en compañía del eco de mi voz. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ocurre en la soledad sin Otro? ¿Qué ocurre a la espera de lo que nunca llega? En fin, sin palabras. Recapitulemos un poco antes del siguiente impulso, antes de examinar la sustancia de este extraño zumbido que viene a murmurarme al oído lo que sí hay.
Tras certificar la caída del Otro del Otro, la caída de lo que vendría a garantizar un orden en el universo simbólico, Lacan nos dice que el Otro tampoco existe: que el Otro a secas, nuestro primer referente y guía para entrar en el mundo de los afectos y las palabras, es una entelequia. Tras la sorpresa inicial nos invade la inquietud. Este hombre se ha cargado, aparentemente, la figura sobre la que había edificado su teoría del sujeto. Ya vimos en su momento que la constitución del sujeto era impensable sin la alienación a los significantes que vienen del Otro. Un hecho cuyas consecuencias no podemos olvidar. Esta alienación implicaba no sólo que el sujeto le deba al Otro el núcleo de su ser, su deseo (el deseo es el deseo del Otro), sino que también le debe el texto, la escritura misma de su inconsciente (el inconsciente es el discurso del Otro). Y de la inquietud pasamos a la duda. ¿Pero se la ha cargado? ¿Estamos acaso ante un Lacan ya entrado en años dedicado a devorarse a sí mismo, o ante un proceso lógico de afinamiento que busca arrojar otra luz, más certera, sobre la misma escena, sobre la encrucijada que pone en jaque nuestro ser?
Probemos esta segunda opción, la menos atacada de angustia. La linterna Lacan, que enfocaba en modo deseo, se ajusta ahora al modo goce. ¿Qué vemos? Siendo la misma, la escena se antoja diferente. Dejemos que hable.
Quizás no sea tan sencillo. Estos pasajes son complicados. Hay que reconocer que el modo deseo incluía el goce, y el modo goce incluye el deseo. Por eso decimos que la escena es la misma, aunque las pinturas sean diferentes. Pero la dificultad está también en dejar que hable. ¿Podemos hacerlo? ¿Podemos verdaderamente tomar distancia respecto de nuestra propia escena y ver, como desde el exterior, nuestra implicación? No podemos, y sin embargo… ¡es necesario! Éste es el imposible que promueve el análisis. Invita al inconsciente a mostrar sus cartas, a desvelar las palabras que ha puesto en boca del yo. Un yo que es –Freud no se engañaba– un colaboracionista. Nos encanta este proceso de ocultación, estar sobre las tablas para interpretar un papel previamente escrito. Y como necesitamos creérnoslo, buscamos un autor. Somos personajes, como en la famosa obra de Pirandello, en busca de un autor.
Qué maravilla delegar en el Otro la explicación de nuestro lugar en el mundo. Qué maravilla, hasta que llega un tal Lacan, maldito aguafiestas, e interviene: sin duda necesitamos al Otro para organizarnos, por eso lo creamos… luego el Otro no existe. Con el barro de nuestras primeras relaciones hemos moldeado su figura. ¡Es nuestro producto! ¡Haceros cargo! ¡Salid un poco de la escena! Lacan nos obliga a diferenciar. Están las palabras, los afectos, los intercambios. Después, lo que hacemos con ellos. De esta escritura somos responsables, y nuestra tarea (¿imposible?) es desmontarla.
Bueno, imaginemos que, algo menos angustiados ya, podemos proceder al desmontaje. ¿Qué nos queda? ¿Dónde agarrarnos una vez puesto a nuestro Otro en remojo? Cambia el paradigma. De repente, todo lo que nos sostenía corre el riesgo de desvanecerse en el territorio del semblante, en el campo de la pura representación. Vemos al Otro reducido a la figura con la que organizamos nuestro jueguecito, a la ficción inconsciente que hemos construido, donde se articula nuestro modo sintomático de vivir. Estamos ante ello, ante ese lugar donde nuestro goce se ha atrincherado escribiendo las rimas de nuestro guiñol. Si salimos un poco de la escena descubriremos nuestra tragedia, cómo hemos querido hacer posible lo imposible, tejiendo con el Otro una modalidad de vínculo que nos reventaba. Algo inevitable, pues la representación que nos hacemos oculta siempre su finalidad. Así es, nos encamina a mostrar en qué ha fallado nuestro Otro para evitar reconocer lo que nos duele, que la falla es estructural. Todos fallamos. No hay sintonía perfecta en los encuentros. Lacan nos arranca la venda de los ojos desvelando esta ambición imposible, nuestro goce. Y con esta nueva luz, la consistencia de nuestra queja también se desvanece.
No, queridos, el Otro no nos maltrata, no nos envidia, no conspira contra nosotros; ni nos ama ni nos odia, ni nos acepta ni nos rechaza; el Otro no nos ha robado el corazón como tampoco disfruta de nuestra desgracia; el Otro es una operación simbólica con la que hemos transformado lo informe del goce en un relato encarnado; un relato construido en un intercambio de deseo que ha ido perfilando los bordes pulsionales por donde circulan nuestras pasiones, tramando también el filtro desde el que leemos nuestra relación con los demás; el sujeto se relaciona con ellos a través de este Otro que no existe, lo que quiere decir que los selecciona para reproducir la fórmula de su fantasma, para hacerse víctima de sus investidas, bajo la modalidad fijada en su goce; el sujeto hace de ellos los ejecutantes de la partitura escrita por ningún Otro que él mismo; relato entonces, al fin y al cabo, que se alimenta de completud para ocultarnos nuestra soledad…
¡Basta! ¡Cállate! ¡Esto es insoportable! ¿Acaso alguien puede con esta soledad sin Otro? No sé bien qué pretendes, condenado. ¿Adónde quieres conducirnos?
A esto. Del no hay hemos llegado a lo que sí hay. Nuestra soledad tiene nombre. Es el Uno, el goce. Hay Uno es la nueva versión del secreto del psicoanálisis.
Estamos a principios de los años 70, cuando parecía que el viejo ya lo había dado todo, pero no, Lacan sigue sorprendiendo a su auditorio. Si la primera versión del secreto del psicoanálisis fue la falta en el Otro, la marca de la incompletud, la segunda es la marca de la completud, la sustancia de goce que por más que nos avergüence se afirma sin cesar. Admitir la fisura en el Otro nos abre al deseo; negarla, al goce. Y más allá de estos extremos teóricamente orientadores, la práctica del sinfín de combinatorias. A cada cual la suya. Somos este mecanismo cifrado de la pulsión.
El circuito puede describirse. Su principio, la firme tendencia a no soltar lo que perdemos. La clave, cómo elaborar lo que perdemos, qué tipo de negación somos capaces de emplear. La paradoja, que negando la pérdida la redoblamos. Si se entiende esto, el resto es sencillo.
Ahora la explicación. Nuestro goce se vincula a la ocultación de la pérdida en forma de compensación. Una compensación solitaria, por eso es goce, que pretende ocultarnos el sufrimiento de la pérdida. Pero siendo solitaria, no anclada en la realidad con los otros, evitando así esta castración, produce más pérdida. Una pérdida que reactiva nuevamente la necesidad de compensación, y así ad infinitum. El resultado, la compensación para tratar la pérdida la alimenta. El sujeto, tratando de detener su sufrimiento, lo empuja. Y cuando el mecanismo genera su propio impulso, el círculo se cierra. Es la noria en la que estamos atrapados, la que alimentamos en cada uno de nuestros movimientos.
Tiene su punto de comicidad, ¿no os parece? Pedaleamos sin cesar, dando vueltas y vueltas. Por un lado, gozamos todo el tiempo, por otro, no podemos gozar. El límite siempre está ahí, del tipo que sea. Cuando no se acepta, llega redoblado. Buscando la satisfacción nos enrolamos en el sufrimiento, en el más allá del principio del placer al que Lacan llamó goce. Una tensión que conforma cada una de nuestras experiencias. A cada uno según el grado y la estructura de su aceptación o rechazo. Cuanto más precaria se inscribió la pérdida, menos se aceptará, y más buscará comunión, retorno a lo que nunca existió. En todos hay algo de esto. La soledad sufriente que no acepta la estructural. Es lo incómodo que llevamos a los encuentros, lo que empuja todo el tiempo haciendo obstáculo a cualquier relación. En definitiva, es lo que hay en el lugar donde no hay. Si no hay relación sexual es por lo que sí hay. Si no hay posibilidad de relación complementaria entre los amantes es porque cada uno va al encuentro casado con su goce. No hay relación sexual porque no es posible salir del circuito solitario del goce.
Deducimos de este aforismo uno de los pilares de la perspectiva ética lacaniana. Cuanto menos nos hagamos cargo de nuestro goce, más nos entregaremos en brazos del Otro. Bien sea a través del sometimiento o del rechazo, estaremos llevando nuestra lucha al territorio equivocado. Porque no se trata de centrar la cuestión en el desmontaje del amado-odiado Amo si por el camino perdemos la clave del asunto, el goce. Otra cosa es que la salida sea sencilla. No lo es. Va en la naturaleza de nuestras posiciones camuflar su goce. Es lo que las hace irrenunciables. Lo vemos por doquier. Nos lo negamos por doquier. Está en cada uno de los discursos actuales. No hay más que alzar la vista. Todos desvían nuestra responsabilidad.
¿Qué podemos hacer entonces? Quizás nos sea permitido abrirnos a otro modo de lectura que contrarreste nuestra tan prosaica tendencia. Al goce le conviene otra lectura, una lectura capaz de incidir en él. Lo veíamos cuando hablábamos del amor y cuando hablábamos de la sublimación. A lo Uno no le conviene un discurso, sino una poética.
Zacarías Marco, mayo de 2022