El malo que nos gobierna, ¿una satisfacción culpable?

Va de suyo que no hagamos un registro de lo que se repite. Incluso que tiremos piedras contra aquel que osa hacerlo. Yendo un poco a la contra, que es algo que me viene tanto de estructura como de la necesidad de salir de ella, me levanto hoy tentado de hacer recuentos. Intento contenerme y no ser tan imprudente, pero me vence el desasosiego. No me queda otra que comentar esta extrañeza que siento, que se ha convertido en mi compañía. No sé si es lo que quise, pero es a lo que llegué. Porque querer, quise lo que los demás, mis fantasmas. Y la política es eso, los fantasmas de cada cual puestos a corretear en la escena pública.

Hace ya unos 40 años un pensador francés elaboró sobre la época en que vivimos el concepto de simulacro. En uno de sus ejemplos analizaba el eslogan de campaña del PCI, el partido comunista italiano. “Italia no debe temer que el PCI llegue al poder”, decía. Como todo pensador que se precie no puede haber dejado de leer a Freud, especialmente si es francés, supo apreciar en el eslogan algo particular, una riqueza sorprendente. Se trataba de mostrar o de señalar a los verdaderos destinatarios del mismo. Quizás le resonara en su cabeza aquello de que el Otro te retorna tu propio mensaje pero de manera invertida. Tal vez, no sabemos, pero su fino oído le encaminaba al mismo asunto. Era claro que el temor aludido en el eslogan partía del que lo pronunciaba. Aquello que lo hacía vibrar por dentro, la música que trabajaba la cabeza de quien lo escuchaba era: “yo temo que el PCI llegue al poder en Italia”. No Italia, yo. ¿Y quién es ese yo? Pues yo, en todo su despliegue. Todo aquel que dice yo, empezando, parece claro, por quien pronuncia el eslogan; y también yo mismo, yo, que por cuanto resuena ya imparable en mi cabeza, soy tanto emisor como receptor del mismo. O sea, hay un temor, que es principalmente el mío, el del dirigente del partido, un temor a que mi partido llegue al poder. Temo que eso se produzca y albergo el deseo de que el afuera me tranquilice al respecto. Porque la perspectiva de llegar al poder hace danzar a mis fantasmas, produciéndome una extraña inquietud. Y aunque sigo adelante, lo hago tras el rastro vano de mi propia sombra. Por eso, dada la contradicción interna, el hecho no se producirá. El PCI no llegó nunca al poder.

Naturalmente, estas pequeñas sutilezas pasan desapercibidas para quien corretea gozoso por la arena política. Es bien conocido que la política ha venido a ocupar para nosotros el lugar de los mitos, un lugar eminentemente religioso, y deseamos mantenerlo ahí, en el mundo fantasmático en el que nos satisfacemos. Por eso, cuando alguien busca hacerlo bajar a tierra, nos lo cargamos. Le decimos, no señora, no se empeñe en esas cosas prácticas, no intente resolver esos problemas, déjenos ese precioso material para nuestras disputas.

Alguien escribía con humor que los madrileños habían dicho no a Carmena porque no les había robado ni un poquito. Hay que ver qué odio suscitan aquellos que se esfuerzan en reconducir la política a una cuestión práctica. Y más que odio, habría que hablar de odios, porque en la política paranoica que nos domina hay varios tipos de odio. Está el odio de los enemigos, y está el odio de los amigos. No se sabe cuál es más temible. Si es que es verdaderamente algo distinto. Bueno, en algo sí. El odio de los amigos resulta más culposo, más problemático, más amenazante por sus curiosos retornos. Y en eso estamos ahora.

Porque hoy se nos pide que salgamos a la calle a defender lo perdido, lo que nosotros contribuimos a desterrar de la arena política. Y es que el echar de menos es sin duda un noble sentimiento. Siempre, siempre, ¿verdad? O tal vez no tanto. Cuando echamos de menos no deseamos que fulanito esté, sólo que vuelva… cuando volver no puede. Y a esa satisfacción de bienhechor sumamos otra, la de víctimas del mal gobernante. Y qué a gusto nos bañamos en la virginidad de nuestra queja, en nuestra eterna lucha contra el malo que nos gobierna. Sólo que de vez en cuando nos retorna este sentimiento de culpa, un poco aparatoso a veces, que apunta a nuestra participación en todo este tinglado. No le haremos caso, por supuesto. ¿Acaso vamos a prestar oídos a lo que nos toca, a lo que dice de nosotros? No. Ninguna esperanza. Que campen a sus anchas nuestros fantasmas. Los utilizaremos una vez más para atizar este juego de amigo-enemigo que mantiene bella nuestra alma.

No es tiempo para esa extravagancia que consiste en leer poéticamente la política. No es tiempo de interpretar repeticiones chocantes o de abordar de otra manera el magnetismo de ciertos eslóganes. No es tiempo de recordar lo que dijimos ayer, y menos lo que no hicimos ayer. No es tiempo de ejercitar ese arte que consiste en mirarnos de soslayo a nosotros mismos.

Es cierto que al no lo hacerlo, el real que se nos escapa nos dirigirá a su antojo, pero no hay por qué preocuparse, utilizaremos nuestra culpa para próximas batallas, agrandaremos esa bola, seremos sus marionetas.

ZM, 29 de mayo de 2019