Artículo publicado en la página del Círculo Lacaniano James Joyce, descargable en PDF pinchando aquí.
RESUMEN
En este artículo, que sirvió de base a la segunda intervención presentada en julio de 2015, se amplían determinados desarrollos del libro El tejido Joyce referidos a las diferentes posibilidades del hacer artístico en función del manejo con los tres tipos de murmullos que distinguiremos. Después de ver la particularidad que tiene Joyce con ellos, nos centraremos en el esfuerzo de Louis Wolfson por limitar la acción aniquiladora que sobre él tiene la vibración de la palabra en lengua materna, algo que entendemos a partir del fracaso de la operación simbólica primordial, destinada a regular el orden de la significación. No habiéndose realizado un primer vaciamiento, una primera extracción de goce, la distancia entre palabra y cosa se ha visto comprometida. Analizaremos sus famosos procedimientos lingüísticos que expuso en Le Schizo et les langues, primero en la perspectiva del debate que mantuvieron Foucault y Deleuze sobre la locura en los años 70’, después, en el contexto de la polémica que sostuvo el segundo con el psicoanálisis. Para terminar plantearemos el interrogante clínico sobre la relación entre los distintos polos de las psicosis, tomando como base la evolución de la esquizofrenia de Wolfson a raíz de lo que nos cuenta en su segundo libro, Ma mère, musicienne, est morte…, donde la expansión de la paranoia se vuelve más manifiesta.
PALABRAS CLAVE: Wolfson, esquizofrenia, Deleuze, procedimiento lingüístico.
Intervención: 8 de julio de 2015
Introducción
En el plan de trabajo que me propuse presentaros, y que tiene por orientación general intentar introducir una lógica distinta en el diálogo con otros discursos, una lógica que no sea reacia a pensar el problema del goce, ayer nos ocupamos de desplegar la tesis epistemológica de Umberto Eco sobre la poética de Joyce, una perspectiva que nos enseña sobre la posición estética del joven Joyce, sobre el origen de la epifanía y su evolución. Recordamos que Eco sostenía que Joyce hacía pasar de contrabando un concepto modernista del arte y del artista creador manteniendo los ropajes medievales de su formación escolástica.
Pero aprender de Eco en ese nivel no nos impide, paralelamente, hacer un trabajo de desmontaje, partiendo de la concepción de sujeto fracturado que es la nuestra. Recordamos que no se trata de invalidar a Eco, hacia él tenemos un profundo reconocimiento, incluso llegamos a proponer que su gran sensibilidad se acerca a otras concepciones de la temporalidad por completo afines a las nuestras –el après-coup, la retroactividad– pero de las que no saca partido al restringir su ámbito al del saber.
Hoy seguiremos un camino más clínico, paseando por la aparente otra cara de esa relación en banda de Moebius que hemos establecido entre lo que sería un hacer sobre la desconexión en la palabra y la actividad de unos murmullos embarazados de peculiares destellos.
Si veíamos ayer el hacer artístico de Joyce caracterizado en esa primera gran invención, la epifanía, que consideramos la matriz de toda creación posterior suya, en la reunión de hoy pasearemos de la mano de alguien que, pese a su espectacular esfuerzo, el éxito que alcanza es, ciertamente, mucho más limitado. Se trata del escritor esquizofrénico Louis Wolfson, un escritor que provocó una notable sacudida en pensadores de la talla de Deleuze y Foucault, especialmente sensibles a la relación entre escritura y locura, cuyos ecos continúan hasta hoy. Pero antes de mostrar el fracaso, tanto artístico como científico, del protocolo Wolfson, tal como magistralmente lo denominó Deleuze, recogeré el trabajo exitoso de Joyce con lo real en bruto de la lengua, a partir de la lectura de unas citas de Retrato del artista adolescente.
Para entender el variado ámbito de los murmullos ofreceré primero una clasificación que nos permita entender las posibilidades sobre las que se asientan los distintos procedimientos empleados. Así podremos observar de entrada que la distribución neurosis/psicosis nos resulta insuficiente.
¿Qué son los “murmullos”?
Me refiero aquí por murmullo a lo que uno escucha sin que haya un otro que lo diga, sin que haya emisor alguno en la realidad. Atendiendo a la vivencia que se tiene del murmullo, a su escucha particular, a su percepción, podemos clasificarlos primero en dos grandes grupos.
Por un lado estarían aquellos murmullos percibidos como provenientes del exterior, que actúan como llamados que se dirigen al sujeto interpelándolo, aun cuando, como decíamos, no exista tal emisor real. Cuando esto ocurre, hablamos de voces, o de palabras impuestas. Se trata de una vivencia impregnada de un importante grado de certeza, que deja perplejo al sujeto que las escucha al entrar éstas en radical competencia con la realidad. Son voces dirigidas a él de manera sorpresiva, por lo que tiende a hacer un trabajo de interpretación sobre su intencionalidad. El caso más claro sería el de oír mandatos o injurias dirigidas al sujeto. Cuando esto se produce, estamos en el registro de la locura, donde a una perplejidad inicial le sigue la certeza y, eventualmente, la posibilidad de la interpretación delirante, una construcción que permite un nuevo lazo con el mundo, por alocada que sea.
Tendríamos después un segundo grupo para el que los murmullos no entrarían en competencia con la percepción de la realidad, una suerte de conversación interna que acompaña nuestra soledad. Estos murmullos no son percibidos como provenientes del exterior, no los llamamos, por tanto, voces, y constituirían la cháchara interior o el pensamiento de cada cual. Lacan nos dice que la diferencia entre el psicótico y el neurótico estriba en que el neurótico no le da valor a eso que escucha. Digamos que eso que escucha no entra en competencia con la realidad que vive en ese momento, no lo desubica con respecto a ella. En la cordura, en la neurosis, no se producirían fenómenos que atenten directamente con la realidad, aquella en la que el sujeto queda como envuelto, protegido. Este manto protector de la realidad forma parte de la ensoñación en la que vive el neurótico. Una ensoñación que le permite una lectura del mundo interpretando a partir de aquello de lo que dispone, a partir de lo que llamamos su fantasma, que es el modo en el que ha ubicado su forma de gozar con respecto al aparato de significación. Esta veladura sobre lo real nos muestra que un significante primordial, el Nombre del Padre, está operante. Sin él no hay sustracción de cosa en la palabra, y es el fracaso en esta extracción de goce lo que veíamos retornar al sujeto del primer grupo como voz impuesta.
Sin salir de este segundo grupo, observamos también una serie de fenómenos de borde que nos producen una momentánea distorsión con respecto a la realidad, aun cuando solo transitoriamente entren en competencia con ella. Por ejemplo, cuando tras la muerte de un ser querido la percepción de la realidad se trastoca y nos parece verlo en los andares de otro. Decimos entonces que tiemblan las identificaciones que sostienen al sujeto, que ha quedado debilitada su posición fantasmática en el mundo. Analizando el fenómeno del duelo en Hamlet en el Seminario 6 Lacan decía que nadie está preparado para la muerte de un ser querido, y los rituales que se ponen en marcha son la prueba del esfuerzo del sujeto por poner a funcionar todo el aparato simbólico para, al menos, amortiguar el impacto de ese real, de ese agujero (Lacan 2013: 396-400). No hay aparato simbólico que no sea deficitario frente a los embates de lo real. En este contexto de dislocación pueden aparecer fenómenos próximos a la alucinación que, más o menos rápidamente, logramos controlar y desechar, aferrándonos a nuestro sueño de realidad.
Un tercer grupo: Joyce
Pero el caso de Joyce es bien distinto. No se trata de un acontecimiento momentáneo sino de un proceder con un murmullo particular, un murmullo que conllevaría la amenaza de la palabra impuesta, como en el primer grupo (psicosis), pero al que Joyce consigue responder evitando su invasión, y además, por fuera de las coordenadas distanciadoras de la realidad empleadas por el segundo grupo (neurosis). Ello nos fuerza a plantear la existencia de un tercer grupo donde, si bien no se puede hablar directamente de la existencia de estas voces “exteriores”, percibimos que resulta problemático adjuntarlo al segundo grupo, aquel que posee la herramienta que desvaloriza los murmullos impidiendo que incidan en la realidad. Su procedimiento es otro. No puede ser una coincidencia que fuera precisamente Joyce el inventor en la literatura de la traslación directa del fluir de la conciencia, el monólogo interior, por más que se lo atribuyera generosamente a otro.
Ya desplegamos algo ayer sobre su relación, bien particular desde la temprana infancia, con la palabra y con el orden de la significación. Pero esta relación no se expresó mediante una dificultad en el aprendizaje, muy al contrario, lo suyo fue una extraordinaria facilidad para absorber todo lo relacionado con las lenguas. No obstante, sí se puso de manifiesto una dislocación en la atribución de los significados, percibidos desde muy pronto como algo que se podía pegar a las palabras o no, que se podía tomar en serio o no.
Esta insistente preocupación que recorre de punta a punta Retrato del artista adolescente tiende a ser llamativamente olvidada por buena parte de lectores y estudiosos. Aquí las recogemos para sumarlas a su dificultad en el encuentro con sus deseos, que añadimos, a su vez, a las perturbaciones producidas por la falta de consistencia de su cuerpo, también de temprana aparición (por ejemplo, a través de una acusada debilidad en la vista). Este cierto desapego con relación al cuerpo impregna lo que serían los registros fálicos, aquello que debido a la radical carencia de función paterna Lacan llamó falta de empuje o de sostén fálico en Joyce (Lacan 2006: 16).
Pero Joyce compensará esta carencia paterna por medio de su escritura, por medio de su arte. Algo de lo que también nos da tempranas muestras, recordemos por ejemplo el hecho de que ganara un concurso literario a escala nacional siendo un joven estudiante. Lo suyo era algo más que facilidad con las palabras y con las lenguas, algo que venía acompañado de una confianza ciega en sus posibilidades, que lo llevó a pensar que podía hacerlo verdaderamente todo con el lenguaje.
Esta manera de compensar la insuficiencia del registro fálico –el encargado de evitar estragos en el orden de la significación gracias al éxito de la metáfora paterna– se puede ilustrar con una conocida anécdota. Cuando el segundo de los hermanos, Stannie, descubre, a la muerte de la madre, las cartas de amor de la pareja de los padres, cartas de noviazgo previas al nacimiento de los hijos, reacciona con absoluta indignación. La falla abierta con su padre es ya total y el descubrimiento del amor que una vez existió entre sus padres le produce un dolor insoportable. Stannie decidido a quemarlas, pide antes la opinión del hermano mayor, James. Joyce las lee y le dice que por él puede quemarlas, que literariamente no valen gran cosa (Ellmann 1983: 136).
Observamos cómo Joyce dispone ya de otro recurso por fuera de la rivalidad edípica para pasar ese trago. Una capacidad artística con la que confecciona un tejido a partir de los desastrados hilos de su vida.
La manera que encontró Lacan para explicar la ausencia de desencadenamiento de la locura en Joyce fue a través del concepto de suplencia, al que dio el nombre de sinthome. Como veíamos ayer, es el arte lo que tiene para él un efecto de nominación. Joyce había encontrado otra vía, una vía personal, para evitar ser invadido por el murmullo. Trabajando desde la falla de una desconexión, Joyce fue encontrando la manera de reconducirlos mediante su arte, lo que le permitió otorgarles un alcance salvador. Lacan utiliza a Joyce para dar un definitivo impulso a la topología del nudo borromeo donde un cuarto nudo, el sinthome, vendría a reparar un lapsus en un anudamiento que impedía que fuera borromea la cadena de tres. El lapsus, en el caso de Joyce, hace que los registros simbólico y real se interpenetren, se eslabonen, dejando suelto el nudo de lo imaginario, el cuerpo. La reparación sinthomática de Joyce se produce en el lugar del lapsus impidiendo la fuga del cuerpo (I) pero no impidiendo que R y S queden interpenetrados. Ésta es la manera de ilustrar cómo lo simbólico está cargado en Joyce de real, no habiéndose producido una suficiente extracción de goce. El resultado es una situación de proximidad a la imposición de la palabra, que logra evitar con su arte. No hago aquí más que una breve pincelada para poder avanzar después en lo que sobreviene en el campo de la psicosis cuando la suplencia no alcanza a detener la invasión de la palabra.
Antes de pasar a ello veremos las citas de Retrato del artista adolescente. Evitaré comentarlas hoy para poder pasar a Wolfson. La mayor parte están trabajadas o bien en mi libro, El tejido Joyce, o en trabajos posteriores[1]. Leeré primero tres citas donde se aprecia la dificultad de Joyce frente a los murmullos. Se ubican todas en la crisis de la adolescencia, una crisis que él interpreta como la plasmación de la imposibilidad de hacer compatible con la educación religiosa los impulsos de su carne:
“Sentía una presencia oscura que venía hacia él entre las sombras, una presencia sutil y susurrante como una riada que le iba anegando completamente. Era un murmullo que le cerraba los oídos: tal el murmullo de una multitud dormida. Ondas sutiles penetraban todo su ser. Las manos se le crispaban convulsivamente y apretaba los dientes como si sufriera la agonía de aquella penetración.” (Joyce 1989: 110).
“Las letras del nombre de Dublín las tenía grabadas en su cerebro, y allí se entrechocaban furiosamente de un lado a otro con una insistencia ruda y monótona. Su alma se estaba tumefactando y cuajándose en una masa sangrienta que se iba hundiendo llena de oscuro terror en un crepúsculo amenazador y sombrío; y, mientras tanto, aquel cuerpo suyo, laxo y deshonrado, buscaba con ojos torpes, huérfano, humano y conturbado, un dios bovino en quien poder fijar la mirada.” (Joyce 1989: 124).
“Había caras allí, ojos: le estaban esperando y acechando. (…) Caras que murmuraban le estaban esperando; voces murmurantes que llenaban la cóncava oscuridad de la cueva. (…) Y pensó que aquellas palabras que le habían parecido levantarse como un murmullo de la oscuridad, carecían totalmente de sentido. Y se dijo que todo era simplemente su habitación, su habitación con la puerta abierta.” (Joyce 1989: 152).
Leeré a continuación dos citas, también de Retrato, donde se aprecia su éxito frente a los murmullos. Corresponden a un momento posterior, justo después de que la vía del arte fuera validada por las dos experiencias epifánicas de la playa, aquella primera que le otorgó la identificación con el apellido artístico y aquella segunda que acogió sus impulsos carnales a través de la mirada aprobadora de la muchacha pájaro:
“Su pensamiento era como un crepúsculo de duda y de desconfianza propia, alumbrado acá y allá por los relámpagos de la intuición, pero relámpagos de tan diáfana claridad, que en aquellos instantes el mundo se deshacía bajo sus pies, como si hubiera sido consumido por el fuego; después su lengua se anudaba y sus ojos permanecían mudos ante las miradas de los demás, porque se sentía envuelto como en un manto por el espíritu de la belleza y en contacto, aunque sólo fuera en sueños, con todo lo noble.” (Joyce 1989: 198).
“Y se encontró, de pronto, mirando las palabras casuales que a su derecha o a su izquierda surgían, y estúpidamente maravillado de que se hubieran desposeído en silencio de todo sentido actual, de tal modo, que hasta el más insignificante letrero de tienda llegaba a aprisionar su espíritu como si se tratase de las palabras de un ensalmo. (…) Su propia conciencia del lenguaje estaba refluyendo de su cerebro y condensándose en simples palabras que se ponían a enlazarse y desenlazarse con ritmos traviesos.” (Joyce 1989: 200).
El artefacto lingüístico de Wolfson conquista París[2]
Empezaré con una cita ya clásica de Jacques Lacan que resume el cambio en la concepción de la locura, un cambio que había empezado quizás en Nietzsche y del que Bataille, Breton y otros se habían hecho herederos. Este viraje es esencial para entender las posiciones de los pensadores posteriores, aunque en el caso de Lacan se inserte más específicamente en el debate psiquiátrico de su época, en este caso con una de sus más eminentes figuras, su colega Henry Ey. A la visión de la locura como insulto a la libertad sostenida por Ey en 1946, Lacan responde:
“El ser del hombre no sólo no se lo puede comprender sin la locura, sino que ni aun sería el ser del hombre si no llevara en sí la locura como límite de su libertad.” (Lacan 2003: 166).
Un planteamiento radical que no se ampara en un saber sino que busca adentrarse sin prejuicios en ese territorio ignoto donde es el loco el que nos enseña.
Con estos precedentes entenderemos mejor el impacto que tuvo Wolfson en la década de los 60’ sobre dos de los más importantes filósofos franceses del momento, Gilles Deleuze y Michel Foucault, que quedaría plasmado en un fructífero intercambio de reflexiones sobre una serie de procedimientos de escritura marcados por la fractura esquizofrénica. Aunque su interés por el fenómeno de la locura es bien distinto, convergen de manera notable en su acercamiento a Raymond Roussel, Jean-Pierre Brisset y Louis Wolfson. Hablan ambos de tres mecanismos escriturales claramente emparentados en su estructura. En 1962 Foucault escribe una reseña sobre Brisset titulada El ciclo de las ranas y un año después, casi simultáneamente a la aparición de uno de sus libros de referencia, El nacimiento de la clínica, redacta un extenso ensayo sobre Raymond Roussel. Con este preludio llegamos a 1964, la fecha de la publicación en la revista que dirigen Sartre y Beauvoir, Temps Modernes, de un largo extracto de un libro que hará época, Le Schizo et les langues, de Louis Wolfson, sobre el que Deleuze elaborará sucesivos trabajos tras ser invitado a escribir su famoso prefacio, que aparecerá junto con el libro en 1970. Justo después Foucault escribe un prólogo para la edición del libro de Brisset Gramaire logique, titulado Siete sentencias sobre el séptimo ángel, en el que retoma el análisis del prólogo de Deleuze a partir de una apreciación que resume magistralmente nuestro problema:
“La psicosis y su lenguaje son inseparables del procedimiento lingüístico, de un procedimiento lingüístico. El problema del procedimiento, en la psicosis, ha reemplazado al problema de la significación y de la represión.” (Deleuze 1970: 23).
La interlocución inicial entre Deleuze y Foucault sobre los locos literarios, deudora del interés de Breton y de la pasión compartida por Artaud, domina esta primera etapa, paralela a la aparición del primer libro de Wolfson. Podríamos distinguir después una segunda etapa, hasta principios o mediados de los 90’, con la aparición de numerosos trabajos, además del segundo libro de Wolfson y de un segundo artículo de Deleuze, que analizaremos más adelante. Por último, tras un relativo olvido, parece que ha habido un cierto revival a raíz de la publicación en 2009 del libro Dossier Wolfson, que incluye una recopilación de textos entre los que figuran las firmas de Paul Auster, Le Clézio, Piera Aulagnier –a quien debemos el primer estudio importante sobre Wolfson proveniente del campo psicoanalítico–, Max Dorra, Michel Foucault, etc. Un libro que tiene además el atractivo de recoger la aventura editorial de Wolfson, su increíble peripecia desde que enviara su manuscrito a Gallimard a finales de 1963, contada por el director de la colección Connaissance de L’Inconscient, J.-B. Pontalis, aportando una valiosa correspondencia. Hay que señalar, finalmente, que nada de esto hubiera sido posible sin la entusiasta acogida dispensada en la editorial Gallimard por Raymond Queneau. El azar quiso que el manuscrito cayera en las mejores manos imaginables. Nadie como este ilustre patafísico para interesarse e interesar a la vanguardia del pensamiento francés por el bizarro procedimiento lingüístico del no menos extravagante Wolfson.
La lectura de Deleuze y el debate con el psicoanálisis
El diálogo entre Deleuze y Foucault se enmarca a su vez en el debate que ambos mantienen en esos años con los planteamientos psicoanalíticos, desde su cercanía inicial a un posterior alejamiento no exento de ambigüedades. Leemos en los textos citados cómo Deleuze y Foucault asumen el criterio lacaniano diferenciador de la psicosis, la forclusión, que impide la adquisición del registro de la significación. De ahí que se haya elaborado como respuesta la necesidad de crear un procedimiento lingüístico por fuera de la norma. ¿Pero qué ocurrió? La quiebra de lo simbólico ha desatado el cuerpo y la pulsión, y el murmullo indiferenciado saltó por los aires volviéndose intrusión mortífera. Una ineluctable invasión de goce, que sigue anidada en la palabra materna, lleva a Wolfson más allá de lo soportable, eventualmente al alarido. Wolfson aullará ¡enema! cada vez que la situación lo desborde por completo.
Dejaremos a partir de ahora un poco de lado a Foucault para poder centrarnos en Deleuze, cuya pugna con el psicoanálisis se acerca más al debate clínico que aquí nos interesa. Su posterior enemistad me sigue pareciendo llamativa y, en cierta medida paradójica, pues, apartándose del psicoanálisis, resulta ser más kleiniano que Lacan. ¿Qué repulsión encuentra para no poder hacerse cargo de la parte de mensaje lacaniano que, a su pesar, transmite? Me gustaría dar hoy algunas pistas de esta singular paradoja. Aun habiendo un núcleo entre los dos pensadores que parece irreconciliable, en lo fundamental, en la percepción que tienen sobre lo real y la importancia que le otorgan en sus respectivas construcciones, ambos son compañeros de viaje.
Nos centraremos primero en lo que supuso el mencionado primer libro de Wolfson, Le Schizo et les langues, en su intento de ofrecer al mundo su peculiar estrategia lingüística para limitar la hemorragia abierta al escuchar la lengua materna, el inglés. Se ha llegado a hacer incluso un paralelismo (Aulagnier 1971: 66, 71) entre lo que representó en su día la publicación de las Memorias de Schreber, junto con el posterior trabajo de Freud sobre la paranoia, y la publicación de libro de Wolfson, al que Deleuze añade su primer exquisito estudio. Allí donde Schreber nos desplegaba su construcción delirante, su exitoso desarrollo de un rico y elaborado sistema de pensamiento por el que Freud llegó a otorgarle, al menos en su aspecto formal, la altura de sistema filosófico, Wolfson nos describe lo que tan acertadamente Deleuze llamaría su protocolo (Deleuze 1996: 14, 20). Un calificativo que expresa una doble incapacidad, tanto en el plano artístico como en el científico. Su hacer con la lengua no alcanza el rango artístico, tal como podemos leer la escritura de Brisset o la de Roussel, que poseen y despliegan un juego interno, evocador, con aquel material primigenio de la lengua, la charca croante, antes de devenir lenguaje estructurado.
El mecanismo de Wolfson se queda en lo meramente defensivo: tapar la boca que habla, como dirá Foucault (1999: 41-2). Se trata del trabajo de descomponer fonéticamente cada palabra y de reconstruirla a partir de fragmentos de otras lenguas, se trata de evitar la hemorragia vital provocada por tal o cual consonante que actúa sobre el cuerpo despedazándolo. Y al fracaso artístico se suma el científico, pues el procedimiento seguido, las reglas fónicas que Wolfson inventa son, como señala Deleuze, ilegítimas.
Veamos antes de continuar un ejemplo del mecanismo de corte y pega empleado por Wolfson. Citaré sólo el famoso ejemplo escogido por Deleuze, la transformación de la frase Don’t trip over the wire (“No tropieces con el hilo”), descrito por Wolfson entre las páginas 205 y 213, –viene al caso señalar que se trata de una advertencia repetidamente proferida por la madre mientras hacía la limpieza–, frase que termina convirtiéndose en Tu’nicht trebucher uber eth he Zwirn, utilizando palabras del alemán, francés y hebreo. Y aun así, tras un complejo ajuste de sustitución fonética para cuya descripción precisa de ocho páginas, la alemana Zwirn no termina de convencerle, optando por la rusa prolovoka. Y ahora sí, la frase resultante puede ser evocada para parchear el roto que la original provoca. Este “éxito científico”, obtenido uno a uno, constituirá su mensaje al mundo.
El prefacio de Deleuze para Le Schizo et les langues fue publicado con el título de Schizologie, un texto que fue posteriormente reescrito y que aparecería con el título Louis Wolfson o el procedimiento como segundo capítulo del último libro de Deleuze, Crítica y clínica, ya en 1992. Nos detendremos aquí[2] en aquellos aspectos comunes que constituyen el núcleo de su aportación decisiva. Se trata del análisis del procedimiento de escritura y la conclusión que extrae. Para entenderlo partiremos del estado de las cosas sobre el que se aplica. Es porque el campo de la significación no se encuentra organizado para atajar un murmullo que se impone, que se recurre a un procedimiento para tratar los fragmentos, el lenguaje hecho astillas.
Entremos en los detalles. La voz de la madre, dice Wolfson, debe ser detenida porque produce la insoportable vivencia de una vibración en las cavidades de su oído, como si éste fuera una prolongación del cuerpo de ella. Él no es, entonces, sino un mero objeto receptor, vibrátil, accionado por su madre. Y cada vez que esto ocurre triunfa ella sobre él, sobreviniendo un sentimiento de culpa aniquilador (Wolfson 1970: 44, 183). Por eso, nos dice, ha de matar la lengua materna.
¿Cuál es su procedimiento? Taparse los oídos y emitir sonidos no es suficiente, tiene también que leer en voz alta un diccionario de lengua extranjera que llevará siempre consigo para tratar el objeto voz de una manera científica, fonema a fonema. Utilizará además una radio de onda corta que le suministre a voluntad las palabras extranjeras inyectadas sin pérdida mediante auriculares a sus oídos. Un mecanismo que perfeccionará con el tiempo hasta convertirse en el (no reconocido) inventor del walkman, a tal punto que hará decir humorísticamente a Deleuze (1996: 24) que, por primera vez en la historia, el invento de un esquizofrénico, tan útil para él, corría sin embargo el riesgo de volver esquizofrénico a todo el planeta.
Tal multiplicidad de medios paliativos da cuenta de su inventiva, es cierto, pero también de su insuficiencia última. Obviamente los recursos más interesantes son los referidos a su hacer lingüístico. Refiriéndose a sí mismo en tercera persona como “el demente”, “el escritor esquizofrénico” o “el estudiante de lenguas extranjeras”, Wolfson se introduce en la composición de un saber absolutamente impersonalizado que permita la sustitución de las palabras que dañan por otras que funcionen como equivalentes, construidas a partir de recortes de palabras de otras lenguas. Por lo tanto, lo que busca sustituir no es en realidad una palabra por un constructo lingüístico, sino una esquirla sonora, una pulsión mortífera, por un saber. No habiendo palabra simbólica que matara la cosa, no puede haber enunciación sin que el orden se perturbe. Por eso, decir yo es para Wolfson casi imposible. No sólo en inglés, también en las demás lenguas. Para alcanzar un mínimo de enunciación, un saber abstracto ha de anular primero el goce de la letra inglesa, la letra-madre. Confecciona para ello una bastarda tirita fonética y la aplica directamente sobre la herida, introduciendo así un tercero, por precario que sea, entre su madre y él.
El constructo fonético extranjero abriga también un denodado intento de suplencia, que no termina de afianzarse al no poder transformarse en un organismo regulador. Allí donde Joyce hace suplencia Wolfson no lo consigue. Vemos cómo intenta ese camino cuando prefiere como material para su peculiar vacuna de un solo uso las lenguas perdidas tras el exilio de los padres, el hebreo y el alemán. Una búsqueda que parece encaminada a la recomposición en lo real de la letra de la rotura que percibe en el orden de la filiación, pero no se nos escapa que echa mano de un simbólico totalmente eslabonado con lo real. No se trata por tanto de que tenga la posibilidad de crear un tipo de Nombre del Padre efectivo a partir de una rectificada filiación lingüística. Es un intento vano, un imposible. Lo cual no implica un fracaso total, pues consigue al menos frenar la hemorragia. Consigue fabricarse una tirita específica para cada herida. Quizás es todo lo que esté en su mano hacer y es por ello un logro notable, y seguramente el motivo de la búsqueda de su difusión, de su paso a la escritura. Dejaremos para más adelante el análisis de sus esporádicas orgías alimentarias, donde a la devoración le suceden los terrores de contagio y el despliegue de similares matemáticas paliativas.
¿Cómo lo entiende Deleuze? En los párrafos finales del texto de 1992 leemos una interpretación tan bella como sorprendente: “todas las palabras cuentan una historia de amor, una historia de vida y de saber” (Deleuze 1996: 34). Se refiere a la historia que no está designada ni significada por las palabras, tratándose más bien de lo que hay de “imposible” en el lenguaje, su afuera. Una relación entre un excedente (vida) y lo que pretende infructuosamente atraparlo (saber). ¿Pero quién puede abrirse preferentemente a este trato, a esta relación con lo real?
La apuesta de Deleuze parece clara: el procedimiento lingüístico, inseparable de la psicosis, se revela como uno de los medios posibles de establecer de manera directa esta conexión, esta relación de amor entre vida y saber. El procedimiento, destrozando los significados, empuja al lenguaje a un límite. Traspasarlo significa acceder a las nuevas figuras, ése es el objetivo, que sólo es posible para quien consiga “atravesar como vencedor la sinrazón” (Deleuze 1996: 34).
Desde un punto de vista clínico el optimismo de Deleuze nos parece incomprensible, máxime teniendo en cuenta que tampoco él se engaña en cuanto a los resultados obtenidos. Así, acaba constatando el fracaso de Wolfson al no haber podido traspasar ese límite, confinando sus figuras de saber y verdad a la prisión de su procedimiento psicótico. Por eso, donde Deleuze coloca la palabra “vida” leemos nosotros su exceso, en el caso de Wolfson aquello insoportable, el órgano desatado, el orificio corporal inundado de goce, el encuentro con lo real que hace invivible la vida. De ahí que nos parezca Deleuze portador de un optimismo difícil de entender. No todas las palabras cuentan esa historia de amor que veíamos en el caso de Joyce. Y allí donde el saber no ha podido adquirir un mínimo de eficacia simbólica, queda una vida muy menguada, reducida a astillas y procedimientos de extracción.
Unos breves apuntes sobre la vida de Wolfson
Louis Wolfson nació en Nueva York en 1931, hijo de padres judíos emigrados de Europa central. Se conocen pocos detalles de sus primeros años de vida. Sabemos que su padre biológico abandona el hogar cuando Louis tiene 4 años, aduciendo engaño por parte de su mujer, Rose. El motivo, o la excusa, es haberle ocultado la existencia de su ojo de cristal. Sí, es un detalle sorprendente pero, más que el hecho en sí, nos interesa cómo consigue maniobrar ella transformando este ojo-en-menos en un ojo-en-más. Aporta al ojo-en-menos un suplemento de astucia, por una parte, pero sobre todo es utilizado como hueco a cubrir con la esquizofrenia de su hijo, como interpretará éste a partir de las repetidas declaraciones de su madre de ser él la única razón de su vida (Wolfson 1970: 142). La madre nos muestra de esta manera su imposibilidad de asumir simbólicamente esa pérdida en lo real (Aulagnier 2009: 81).
Después del divorcio su madre entablará relación con otro hombre, con el que también se casará pero que, igualmente, se dará a la fuga. El nuevo marido, además de la repetición, aportará su singular “torpeza” llevándose el brazalete de diamantes de su mujer. Y esta vez Rose Minarsky no lo permitirá. Su nuevo marido es detenido y obligado, bajo amenaza de prisión, a retornar al hogar. Ya no habrá más separaciones conyugales. El padrastro de Wolfson permanecerá con su mujer hasta su muerte, en 1977. De la precaria entidad de estas dos figuras de padre dará buena cuenta Wolfson en sus textos, calificándolos como hombres fluídicos.
Nos detendremos ahora en los detalles biográficos que nos puedan iluminar sobre el problema de los murmullos. Lo primero que quizás habría que destacar es que Wolfson siempre percibió una fractura en relación al mundo, una fractura en relación al lenguaje y al cuerpo. Varios pasajes de su primer libro dan cuenta del alcance de esta perturbación originaria que parece apuntar claramente a una psicosis infantil, sin momento específico de desencadenamiento. Tras un penoso esfuerzo, Wolfson adquiere el habla a los cuatro años, pero el significado de las cosas permanecerá rodeado de un profundo misterio para él. Ni madre ni hijo aceptarán verse relegados por estas dificultades y Wolfson emprende el camino del esfuerzo, un camino que será su guía rectora a lo largo de toda su vida. De momento conseguirá ir pasando de curso hasta que a los doce años la profesora quede estupefacta ante la imposibilidad de Wolfson para deletrear tres de cada cuatro palabras. El diagnóstico de deficiencia será rechazado por madre e hijo, y éste responderá redoblando esfuerzos: si su problema se manifiesta en el campo del lenguaje, ése será también su campo de batalla. Entrará en el liceo añadiendo como materia el estudio una lengua extranjera y lo mismo volverá a hacer cuando llegue su ingreso en la universidad.
Así trascurrirán sus años universitarios hasta el momento de su primer ingreso psiquiátrico, al terminar el cuarto curso. Éste es el momento de desencadenamiento, del que parece que no se dispone de la mínima información que permita hacerse una idea de lo que pasó. Pero más que de un desencadenamiento psicótico estaríamos ante un brusco agravamiento o ante la ruptura del apaño que le protegía, aunque fuera parcialmente, de los efectos masivos de la imposición de la palabra. A partir de ese momento oír la lengua materna se le hace insufrible y toma la decisión de dedicarse por entero al estudio de lenguas extranjeras como paraguas protector. A sus ya avanzados estudios del francés y del alemán añadirá el hebreo y el ruso.
En los diez años que siguen a su primer internamiento se sucederán los ingresos forzados en instituciones psiquiátricas, donde es diagnosticado de esquizofrénico y donde sufrirá todo tipo de tratamientos agresivos, tanto eléctricos (10 electroshocks) como químicos (64 insulina-shocks). Wolfson no perdonará estas consecuencias de su ineludible sometimiento al poder absoluto de la madre. Será al final de este periodo, coincidiendo al parecer con su última fuga del psiquiátrico, que decida empezar a escribir el trabajo que venía sosteniéndolo: su procedimiento fonético de sustitución de la lengua inglesa. Elaborará entonces el manuscrito que enviaría a París en 1963 –poco antes de cumplir 40 años–, y que terminaría siendo publicado en 1970.
¿De la esquizofrenia a la paranoia?
Pasaremos finalmente a intentar exponer algunas preguntas que suscita el segundo libro de Wolfson, Ma mère, musicienne, est morte… Concretamente en lo que se refiere a la relación entre esquizofrenia y paranoia y las posibilidades de compensación entre los distintos polos de las psicosis. Pero antes retomaremos del primero, Le Schizo et les langues, un aspecto que pasamos un poco por alto, la no menos loca relación que Wolfson tiene con la comida. No nos extendimos en ello por entender que la comida está sometida a la misma lógica que la lengua materna, una y otra son madre para él y forman parte, por igual, de la irresistible llamada al goce mortífero, un canto de sirena enloquecedor que no cuenta, en su caso, con la posibilidad de un mástil al que atarse. Por eso, en ausencia de verdadera operación simbólica, ambas constituyen indigestiones en extremo culpabilizadoras. Los “alimentos” que la madre le deja son evitados a veces durante días pero finalmente devorados en una irrefrenable orgía.
¿De qué instrumental minimizador dispone? El que ya conocemos, con alguna variarte. Se trata de los mismos procedimientos lingüísticos –tapón sonoro extranjero contra la acción del taladro materno–, a los que suma la ayuda de cálculos matemáticos que exorcicen la cantidad exacta de calorías por él calculada repitiendo, por ejemplo, una frase extranjera un número equivalente de veces según tal o cual fórmula matemática. El fonema inglés y la caloría materna son, en tanto madre-en-él, una continuidad mortífera que estalla en su fragmentada reunión de órganos y que requiere de parecidos protocolos de actuación: la barrera del saber. De un saber sólo tímidamente razonante, como el del niño que copia mil veces una escritura de la que ignora el significado.
Hasta aquí, ninguna novedad, pero sobre la comida aparece también una elaboración suplementaria donde asoma una mínima construcción delirante. Se trata del pavor a ser infectado por los millones de invisibles parásitos, gusanos, larvas, bacterias, que corre paralelo al miedo, a la sospecha de ser envenenado por la madre.
Habíamos puesto primero el acento en el lado esquizofrénico, aquel que tanto en la construcción del cuerpo como en la construcción del lenguaje remite a una fragmentación originaria. Una afectación sin duda masiva en lo que se refiere a lo relatado en el primer texto, lo que llevó a Fernando Colina a calificarla de esquizofrenia pura, habida cuenta la escasez de la construcción delirante (Colina 2011: 30). Ensayemos también la otra vía, la del lado delirante y paranoico, y las posibilidades que ofrece. ¿Nos permite el “caso Wolfson” hablar del esbozo de construcción delirante como un factor de estabilización? ¿Han proporcionado sus tiritas fonéticas extranjeras la armazón mínima necesaria para afrontar su lugar en el mundo? ¿Hay un progreso en ello?
Vayamos por partes. Siguiendo los señalamientos de Deleuze, redoblados por un optimismo todavía mayor, ha habido interpretaciones apuntando a que Wolfson hubiera ido en la línea de conseguirlo. Sus tiritas fonéticas habrían permitido un desarrollo delirante pacificador. El pilar de este éxito estaría en lo que pudo desarrollar con la escritura y publicación de su primer libro, pese a las innumerables dificultades a las que sometió al editor. El libro vendría a signar un éxito en su procedimiento y la voluntad de hacer lazo con el otro a través del mismo. Estas interpretaciones se sustentan principalmente en un viraje producido al terminar la redacción de los añadidos finales de su libro, allá por 1969-70, donde leemos cómo adviene a una revelación aparentemente tranquilizadora, en especial con relación a sus culpabilizadas prácticas masoquistas y sus correspondientes obse-siones. Una certeza sobre la compatibilidad de la vida y el sufrimiento que relativiza de golpe la existencia y que, como logro que es, espera que no le abandone jamás (Wolfson 1970: 252). Este pilar, siguiendo esta línea argumentativa, le permitiría a su vez ulteriores desarrollos en la línea de integrar algo del Otro. ¿Qué hay de cierto en todo esto?
Ensayemos ahora el lado delirante. ¿Permite su trabajo lingüístico abrir su terror a ser infectado por parásitos y su cosmovisión masoquista de la existencia hacia una construcción de delirio pacificador? Hemos visto cómo la experiencia del goce mortífero le lleva de la perplejidad a la elaboración, una elaboración que se asemeja en un primer momento a los protocolos lingüísticos, paliativa entonces, sin anclajes organizadores, pero donde ha terminado surgiendo, con la señalada revelación, una nueva y prometedora herramienta. ¿Qué podemos aventurar de sus frutos posteriores? ¿Los hubo? Es preciso señalar primero una laguna importante en la documentación manejada. Wolfson reescribió Le Schizo et les langues titulándolo Point final à une planète infernale, un texto –cuyo título es de por sí orientativo– que terminó de escribir poco antes de la muerte de su madre y al que no he tenido acceso. De todas formas Wolfson dejará pistas del mismo en su segundo libro publicado, Ma mère, musicienne, est morte…, escrito en 1984, siete años después de la muerte de su madre. ¿Nos permitirá avanzar este texto en los problemas que planteábamos?
Debemos arrojar primero un jarro de agua fría ante expectativas demasiado optimistas. En la segunda página del texto señala que su esquizofrenia sufrió un agravamiento tras la publicación de 1970. Además de la expansión de su irrefrenable alarido (¡Enema!) relata a continuación un revelador episodio, su paranoica y megalómana interpretación de la fecha escogida por Pontalis para el lanzamiento del libro. Le Schizo apareció justo antes de una visita oficial del presidente francés, Pompidou, a Estados Unidos, y Wolfson, naturalmente, pensó que Pontalis había retrasado la publicación para hacerlo coincidir con esa fecha, convencido de que él atentaría contra Pompidou. Sin duda, una artera trampa del editor para disparar las ventas de su libro (Wolfson 1984, 15). Numerosos pasajes de su segundo libro atestiguarán de esta alianza entre el delirio paranoico con la creciente megalomanía (auto diagnosticada), exhibiendo su solución cósmica a través de un suicidio planetario nuclear. Otra modalidad de la imposible separación del objeto, que pudiera surgir como reverso de los momentos de profundo abatimiento melancólico, como ya señalara Freud (1992, 250-1), y que nos ilustraría el tercer polo de la psicosis, la melancolía.
Ma mère, musicienne, est morte de maladie maligne à minuit…
El 13 de octubre de 1975 Rose, la madre de Wolfson, acusa los primeros dolores abdominales de lo que será su mortal enfermedad. Lo relatado en Ma mère, musicienne, est morte… seguirá, paso a paso, cronológicamente, el desarrollo de los dieciocho meses de su enfermedad. Un período en el que su hijo se dedicará principalmente a dos actividades, las apuestas hípicas y la lectura de libros sobre el cáncer, naturalmente en lengua extranjera. Ya no nos sorprende tampoco la intensidad de la obsesión a la que en ambas se entrega. Pero para lo que ahora nos concierne tendremos que dejarlas de lado. Si seguimos la pista paranoica, podríamos interpretar a raíz de lo que allí se lee que los parásitos y los gusanos de antaño, aquel esbozo de sistema delirante, de miedo al envenenamiento, ha tenido enormes desarrollos hasta alcanzar plenamente la figura del Otro, del diferente, lo que desembocará en el expansión de pensamientos y actitudes abiertamente racistas, muy abundantes en el texto. Temor y odio hacia el negro, hacia el judío. Parece su manera de incluir en su representación del mundo al otro malvado, de sacarlo fuera. ¿Es esto cierto? ¿Es un logro? ¿Consigue así Wolfson que una parte de la contaminación, de la excrecencia que su locura manifiesta, pase al mundo? ¿O se trata, más bien, de una multiplicación de medios, de defensas, ante el permanente empuje de su locura?
Situaremos en un primer nivel las representaciones directas del Otro malvado. A sus odios raciales se suman otros muchos, en especial los médicos y las enfermeras (violadoras rectales), además de editores, pacifistas… Pero más interesante todavía es la aplicación de este polo paranoico a su reacción ante la enfermedad de la madre, el cáncer. Estaríamos aquí en un segundo nivel de elaboración, más cercano a la construcción delirante. Veamos qué es para él la fatídica enfermedad.
Los ovarios y el útero materno, esos órganos generadores imparables de células cancerígenas, le han producido también a él. La humanidad misma es, en sí, cancerígena. El planeta Tierra padece la misma contaminación, ha producido, como madre, la raza humana que infecta exponencialmente los cinco continentes. ¿Cuál es la solución? Sólo la bomba atómica puede limpiar su progresión mortífera. Sólo el Dios-bomba puede detener la plaga humana. A estas ideas se entrega Wolfson una y otra vez. Pero para completar el sistema delirante quizás faltaría un tercer nivel de elaboración: ubicarse con relación a este Dios-bomba, dotarse de un destino o ser señalado por Él para llevar a cabo una misión. Hay que decir que afortunadamente no va más allá del esquema delirante primario, una concreción relativa que, por otra parte, no parece calmarlo. Y no se vislumbra un camino mejor, –una misión reconciliadora, digamos–, por lo que Wolfson odiará a muerte cualquier planteamiento pacifista, aunque no llegue a verse señalado por Dios para cumplir ese tipo de misiones.
Como se ve, nos movemos entre conjeturas. Sin duda la enfermedad de la madre introdujo un trastorno adicional. Los años posteriores a su muerte están rodeados de misterio. Siete años después, en 1984, otra vez la escritura. ¿Le llevó todo ese tiempo la redacción? ¿Cuándo empezó a escribirlo? No sabemos. Pero es cierto que su lectura esta vez nos sorprende. Encontramos en este segundo libro una exposición mucho más clara, un lenguaje más suelto, salpicado de elementos de fina ironía que resulta por momentos brillante. Sus descripciones son impactantes, Wolfson maneja el ritmo de manera notable y las repeticiones y el relato de sus manías están lejos de ser estereotipadas. Y aun cuando no pueda parar de hacer añadidos, el conjunto no pierde su composición orgánica ordenada.
Escogeré el detalle creativo que me parece de mayor alcance, también es el más evidente, el increíble título del libro, que leemos ahora en toda su extensión: Ma mère, musicienne, est morte de maladie maligne à minuit, mardi á mercredi, au milieu du mois de mai mille977 au mouroir Memorial à Manhattan. Todo el abanico sonoro posible a partir del fonema “m” es desplegado como una producción inagotable. Un cáncer fónico como el mismo cáncer de la madre, un cáncer hecho lenguaje. Al menos ésta es la interpretación de Wolfson. Dirá que su madre eligió morir de manera aliterativa (Wolfson 2009: 288-289).
Pero es también una construcción personal, la suya, la construcción de un nuevo laleo. El título parece retornar o recrear el laleo en lengua extranjera, escribiendo, describiendo y sustituyendo aquel infinito materno (canceroso) que ha encontrado en la muerte su nueva imposible inscripción. ¿Cuál es el resultado? Un laleo en “m” de diecisiete compases. Inigualable. Probablemente el título más aliterativo de la historia de la literatura. Se trata de un logro ciertamente notable. Bien lejos, al menos aquí, de aquella estrechez del protocolo lingüístico.
¿Pero viene a paliar este esbozo delirante del desarrollo de su paranoia la fragmentación esquizofrénica? ¿Podríamos colocar este delirio del lado del éxito? ¿Previene un nuevo ciclo de previsible desamarre provocado por la terrible contingencia de la enfermedad mortal de la madre? ¿Es ésta su respuesta a la prueba de la verdadera castración en lo real?
El segundo libro vendría a corroborar el anclaje en la escritura para abordar la terrible prueba de la separación con respecto a la madre, es cierto, pero el éxito vuelve a parecer muy relativo. Este libro también da buena cuenta de la extensión de sus bizarros comportamientos: de su aplicación en las bibliotecas públicas al estudio del cáncer siguiendo todo tipo de teorías delirantes; de las irrenunciables visitas cotidianas a los diferentes hipódromos para desarrollar “infalibles” sistemas que permitan ganar en las carreras, aunque le lleven a conductas cuasi suicidas, como lanzarse a atravesar la ciudad en pleno invierno con ropa de verano; de sus pensamientos racistas y sus acechantes temores paranoicos; y, en general, de toda su locura razonante y su locura a secas.
Un prodigioso despliegue, es cierto, pero que no consigue abrirse camino como sistema. Wolfson no encuentra un elemento organizador que opere y abra un proceso de construcción. La tierra prometida de las otras categorías, aquellas con las que valerse en un mundo por fuera de la ley edípica, como soñaba Deleuze, no está a su alcance.
Para concluir
El neurótico es aquel que pone una distancia con respecto al murmullo de su cabeza, devaluando la autonomía de este murmurar. El psicótico, en cambio, no puede dejar de darle una importancia, lo que nos indica que él está operando con algo de otro orden, con la cosa no expurgada de la palabra. Esto da cuenta de un fracaso inicial que ha impedido un vaciamiento de goce, con el resultado de lastrar y menguar el registro de lo simbólico de una operatividad estructural. Debido a ello, allí donde el neurótico dispone de un adormecedor mecanismo de significación (fálico), el psicótico se ve confrontado a la experiencia de la perplejidad, que puede desembocar, o no, en la elaboración de una significación delirante (no fálica), paliativa.
Nos hemos detenido en el trabajo de Wolfson, un trabajo ejemplar para detener, mediante tiritas sonoras provenientes de lenguas extranjeras, la acción de las astillas de la lengua materna. Un intento por incrustar el orden simbólico que, al no partir de un vaciamiento originario, no es plenamente operante, no consiguiendo evitar las esquirlas de real, la cosa en la palabra.
Podemos deducir de lo expuesto que por mucho que Wolfson logre perfeccionar sus múltiples dispositivos, y que con ellos logre a veces, puntualmente, parchear su escindido cuerpo, la fórmula de la vacuna no está a su alcance. Wolfson la busca y es capaz de abrir nuevos continentes lingüísticos que permitan puentes de conexión, pero no puede encontrarla. Quizá porque sencillamente no la produce.
Utilizando el caso de Louis Wolfson hemos comentado el destrozo producido por el murmullo que retorna desde afuera ante el fracaso de un mecanismo simbólico que transforme la letra-astilla en algo liviano para el cuerpo. Cuando el aparato de significación funciona introduce al neurótico en el sueño de la realidad y de la representación donde adquiere su estatuto de sujeto. Ha producido el velo que lo distancia del goce mortífero de la cosa en sí –llámese madre, lengua, sustancia o naturaleza– y se sirve de él para incluirse y diferenciarse dentro del colectivo social. Pero si hablamos entonces de éxito, en comparación con el fracaso de Wolfson, corremos también el riesgo de simplificar en exceso puesto que el éxito no puede ser sino relativo. Pensando mejor en modalidades de fracaso. Lo que nos interesa es la respuesta al fracaso.
Por eso Joyce nos fascina, porque consigue tratar la herida de la letra en el cuerpo sin apelar al mecanismo de la significación, donde él percibe una falla desde la tierna infancia que lo aleja de la colectividad. Leíamos en algunos fragmentos de Retrato la euforia producida por ese hallazgo que le encamina a un nuevo modo de zurcir con su arte su vida deshilachada, creándose una consistencia, otro tipo de cuerpo al que Lacan llamará en la última lección del Seminario 23 el ego corrector de Joyce.
Notas
[1]https://entrelazosblog.wordpress.com/2016/01/15/cuando-el-murmullo-en-vez-de-habitarnos-retorna-desde-afuera-xi-ultima-entrega/
[2] Lo que a continuación se desarrolla sobre Wolfson es una síntesis de un trabajo específico, titulado Louis Wolfson y el devenir de las astillas sonoras. Puede encontrarse en la sección Otros operarios de lalengüa de www.cilajoyce.com.
[3] Se puede consultar una comparativa de estos textos en el apartado “Variaciones Deleuze” en el referido artículo Louis Wolfson y el devenir de las astillas sonoras. Puede encontrarse en la sección Otros operarios de lalengüa de http://www.cilajoyce.com.
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