Lo inaccesible acontece… en tres fotogramas

Artículo publicado en la revista Solaris, en un número especial sobre Eugenio Trías y el cine.

Presentación en la sede de la ELP de Madrid en el Taller Lengüajes XI, el 6 de julio de 2022.

… de nuevo el vértigo, dónde estamos, justo en el borde, en el precipicio que nos mira. Y otra vez cayendo por esa espiral del tiempo, expulsados del centro, deslizándonos por un infinito en mitad del espacio, qué ha pasado, tal vez hayamos hecho algo inadecuado, una respuesta inadecuada, no sabemos, solo que caminamos por el hilo retorcido de esta frase, por el texto que nos dice, deslizándonos por él, por el tobogán del lenguaje ansiando una palabra, y que sea la nuestra, la palabra que traduzca fielmente nuestro vértigo, esa otra cara de la pasión, con la esperanza de transformarlo en columpio, si fuera posible, la palabra que vendría a sostener nuestro deseo, eso ansiamos de todo corazón. Pero, ¿será posible acoger la palabra venida de afuera, la palabra que nos ancle de nuevo, que nos devuelva a tierra firme? Qué locura, y sin embargo necesaria, porque es preciso rehacerlo todo para orientarnos hacia otro territorio, desplazarnos decididamente hacia el límite, hacia el extrarradio, hacia los confines de la ciudad donde Eugenio Trías imaginó la existencia de una plaza, ¡una plaza!, un nuevo centro una vez roto el centro, donde habitar el exilio como único lugar del sujeto, donde no más esfera, no más círculo, no más placenta, siendo solo eso, un lugar abierto al exterior, un filtro con el afuera, con el ahí afuera, con nuestro ahí afuera, a la escucha de lo que llega, de lo que siempre llega, querida escucha, temida escucha, de lo nuestro inadecuado, de lo desconocido que sube desde el abismo y nos alcanza, trayendo la palabra inaccesible, la palabra que viene de lo inaccesible, que llega para nombrarlo, para decir justo lo que aquí acontece…

¿Qué valor tienen nuestros sueños? ¿Qué solemos hacer con ellos? Por lo general, nos apresuramos a acallarlos. Es comprensible, todo encuentro verdadero inquieta. Va más allá de lo bello, puede alcanzar lo sublime, pero tiene también algo de siniestro. Nos protegemos intentando echarle el lazo a lo que surgió como perturbador, nombrándolo, definiéndolo. De esta manera salimos de un sueño para ingresar en otro, llamado despertar. Y es para perdernos. Qué paradoja. Pocos se atreven a mirar de frente, aguantar ser mirados por su pesadilla, tomar nota y transformarla en su sueño. ¿Cómo crear relaciones con ese material memoria? ¿Es algo que se elige, que se puede elegir? O más bien se impone, al menos para algunos, la necesidad de dar respuesta cuando la pregunta les asalta. Freud escribió La interpretación de los sueños como respuesta al sentimiento de culpa que le produjo la muerte de su padre. Nacía el psicoanálisis, el descubrimiento de esa otra lengua, el inconsciente, que nos habla del lado oculto de nuestros deseos. Eugenio Trías tomó nota y elaboró los conceptos de su filosofía como respuesta a su encuentro con lo insondable. Era plenamente consciente. Tuvo unas vivencias, se confrontó a una verdad enigmática y construyó su relato.

Se puede leer en El árbol de la vida[1]cómo el primogénito de ocho hermanos asiste descompuesto a la serie de nacimientos no previstos en el guion. Y no solo asiste, el caso es que también actúa. En la escena que no podrá ser olvidada nuestro protagonista incita a su siguiente hermana a cruzar la carretera. Lo recreamos como si fuera la escena de una película. El niño tiene seis años y ya se atreve a jugar con el destino. Y sí, es lo que tiene el destino, si le preguntas responde: la hermana es atropellada. Nada grave, pero el niño acusa también el golpe. Es él quien enferma. Una fiebre alta le hincha la cabeza. A partir de ahí encadenará una enfermedad tras otra. Después, con el tiempo, podrá reconocer la marca de la culpa, pudo haber muerto por mi culpa, dando cuenta del encuentro con la incómoda pregunta, ‘¿qué es lo que deseo?’

Algunos podrían pensar que no es propio de un filósofo preguntarse por esas cosas. Depende de lo que entendamos por filosofía. Como nuestra época busca cobijo en el saber, como si fuera una posesión, no se pregunta por lo que otorga valor a los textos. Cada artista, cada escritor, cada filósofo articula una respuesta, o mejor dicho, es la respuesta que surgió de un encuentro. Por eso nos interesan esos momentos inaugurales donde se trata de atender la emergencia de algo que es vivido como verdadero, con frecuencia en forma de horror, recolocando al sujeto en la existencia.

Los testimonios no faltan. La importancia que dio Descartes a los sueños en la génesis de su filosofía es bien conocida. También Montaigne, que tuvo su momento de perplejidad, y resolvió. No me detengo, recogeré tan solo uno más reciente, con un cromatismo que ilustra, a contrario, el de Trías. Se trata de Blanchot, describiéndonos en La escritura del desastre su “escena primitiva”[2]. El niño de seis o siete años tiene la experiencia que le marcará de por vida. Se queda un día observando el cielo desde su ventana, y el cielo se rasga, se abre ante él. De repente, se vuelve negro, de un negro que todo lo invade, y le viene un convencimiento, una certeza. La negrura revela que todo, absolutamente todo, ya se ha perdido. Así vive el encuentro con una ausencia radical, pero también responde. Lo transforma en lloros, luego en risa, y con el tiempo en fidelidad a lo oscuro, piedra angular de su escritura.

También Eugenio Trías tuvo su experiencia vertiginosa, aunque no bajo la forma de un negro sobre negro, sino de un blanco sobre blanco. Quizás un signo optimista, un modo de no renunciar a la pérdida, afirmando su deseo pese al quantum de transgresión que conlleva. El desalojo del centro tuvo su imagen, su concreción. Le puso frente a una infinitud aterradora en la forma que él llamaba espacio-luz, un concepto que le vino del más allá, del cerco hermético de donde proviene el sinsentido. Pero volvamos a la encrucijada del sueño, el primer texto que lleva su firma.

Me hallaba suspendido en el eje de la Tierra. Pero lo que me envolvía era el vacío interestelar: Un ‘blanco sobre blanco’ que no tenía fin (…). Me deslizaba por el eje de la Tierra como si se tratara de un espantoso tobogán que no tenía principio ni término. Bajaba y bajaba a velocidades de vértigo, sin que nada ni nadie pudiese detener esa caída libre en picado en el más desolado de los vacíos siderales”.[3]

¿Qué nos enseña? Al encuentro con lo imposible vino a responder esta pesadilla, leída después como “sueño epistemológico”[4]. De repente, ya no hubo más esfera, no más Tierra, y el impacto con lo no simbolizable se tradujo en un estallido cósmico. El niño empezaba a dibujar su propio exilio, su primer hacer como sujeto fronterizo. La disolución de la esfera ha dejado al primogénito sin envoltura, sin protección, y cae. El conflicto pasional ha encontrado en el vértigo su cauce, su expresión, su compañía. Tras una pérdida vivida como infinita, le sigue la caída. El abismo se abre y el sujeto hace la experiencia de la ausencia del límite. El abismo le ha guiñado el ojo indicándole que sabe de él, sabe el secreto de su deseo. Un enigmático saber donde anida la transgresión. Pero el niño no se quiebra y responde con la exigencia de una nueva geografía. La producción onírica no ha hecho más que empezar. Poco a poco los sueños irán dibujando el nuevo mapa de una ciudad que se ha volcado hacia sus bordes. A la ausencia de centro le sucede la necesidad de un nuevo centro fuera del centro. Está haciendo topología de la pasión. Resultado, el límite será el nuevo lugar a habitar, una plaza situada en los márgenes de la ciudad. El sueño está cartografiando al sujeto en comunicación con el afuera, con lo transgresor que dice de él, por insoportable que sea.

¿Cómo traduce su singularidad? Allí donde Blanchot se mantuvo fiel a la revelación de la oscuridad, Trías lo hará a su contrario, al espacio-luz, imaginando que es posible descifrar los signos, aun cuando lleguen de ese exterior indescifrable. Será su manera de transgredir el límite, un sello personal que suspende la tajante restricción que hizo Wittgenstein respecto al lenguaje. Hay que hablar, sí, de lo que no se puede hablar… ¡pero desde otra lógica! Necesitamos una descentrada del ser, donde el lenguaje no sea el espejo del mundo, no excluya el afuera. Trías nos ofrece otro paradigma del borde. Un borde que permita los trasvases: una lámina de vidrio, una pura transparencia.[5]

Los tres vértigos

Muestro las cartas. El eje por el que nos desplazaremos nos llevará al límite que somos, enfrentados a una actitud transgresora que es consustancial a todo proceso creativo. Si tenemos en mente las categorías estéticas de Trías, lo bello, lo sublime y lo siniestro, voy a colocar a esta última como desencadenante del proceso. Por ese eje transgresor veremos deslizarse tres vértigos cinematográficos, que son otras tantas modalidades de abordar una pasión que dibuja sus límites atreviéndose a dialogar con lo imposible. El objetivo es mostrar que el arte es el fruto bastardo de unas nupcias innombrables. Un encuentro maldito que empuja al artista a un decir menos malo. Es esta exigencia la que crea la forma, pues esta no estaba en nuestro mundo, en lo que podemos nombrar.

Reduciré los vértigos a tres escenas emblemáticas, una por película. La primera es obvia, la película de Hitchcock, Vértigo, a la que Trías dedicó tres magníficos ensayos. La escena elegida es el momento de la aceptación definitiva de Judy a ser transformada en Madeleine, cediendo a la demanda de Scottie, que pretende resucitar en ella a la amada muerta. Seguiremos con La jetée, de Chris Marker, en concreto con la escena del encadenamiento de los fotogramas del rostro soñado de la amada, cuando la fantasía del soñante cobra vida. Un ejemplo perfecto de cómo lo inaccesible acontece, en eco de los versos finales del Fausto de Goethe. Y terminaremos con Deseando amar, de Wong Kar-wai, que nos ofrece una nueva versión de la realización de lo no realizable, donde la ficción supera la realidad por estar preñada de una pasión innombrable. La escena escogida es la comida en el restaurante, donde Chow y la Sra. Chan interpretan la relación amorosa de sus respectivas parejas. Sucede entonces algo extraordinario, ambos son Judy y Scottie a la vez, suspenden la diferencia entre la fantasía propia y la ajena, sellando su unión en el artificio[6].

Decía tres vértigos porque las películas de Chris Marker y de Wong Kar-wai son una suerte de remakes más o menos confesados de la de Hitchcock. Las tres películas materializan la misma transgresión introduciendo variaciones en una escritura mítica –el caso de Vértigo es especialmente paradigmático, trabajando sobre los mitos de Orfeo y Eurídice, de Tristán e Isolda y de Pigmalión–, pero no es este hecho lo que las hace únicas, sino el modo en el que lo hacen. Las tres rompen el formato y las leyes del propio cine, por eso estallan cada vez que las vemos. Una muestra de cómo estos directores han asumido las consecuencias de su propio descubrimiento. Se han dejado trabajar por una experiencia del límite hasta producir su subversión formal.

Escena de Vértigo, la segunda resurrección

Vértigo parece seguir el modo clásico del relato donde se concede al protagonista una segunda oportunidad para superar su trauma. Curarse requiere de una revelación, que no será sobre cómo es el mundo sino sobre cómo es él mismo. Estamos en el esquema de la tragedia, que se cumplirá punto por punto hasta que Scottie despierte de “su sueño, el sueño primordial que le constituye en sujeto”[7]. Por eso en Vértigo hay dos películas, una segunda que repite la primera, mostrando la realidad de lo que vimos para dejar al protagonista frente a su imposible. Se entiende así que la mayor parte de las escenas tengan su doble, como sucede con la que comentaremos, el segundo renacer de Madeleine. El primero ocurrió en la vivienda de Scottie, tras haber sido rescatada de las aguas de la bahía de San Francisco. La vimos entonces saliendo como un fantasma del dormitorio, avanzando hacia Scottie con pasos imprecisos, como ingrávida, vestida tan solo con la bata de él. Hitchcock no nos escatima detalles sobre el erotismo de la escena. Scottie ha debido desnudar y secar el cuerpo de Madeleine, desatando una pasión bien palpable en su mirada. Con el tiempo, sabremos que esa Madeleine fue en realidad Judy, interpretando ese papel, dejándose hacer, lo que dispara la temperatura de la escena. También sabremos que no hacía otra cosa que seguir el guion escrito por el marido de la auténtica Madeleine, el asesino Elster. Judy encarna a su mujer en el papel de poseída por el fantasma de Carlota Valdés, su antepasada suicida. Bueno, Judy sí hizo otra cosa, cometió el desliz de enamorarse de Scottie.

La segunda resurrección va a sacar a la luz la verdad siniestra del deseo de Scottie. Hemos visto cómo fue absuelto tras el pretendido suicidio de Madeleine. Su vértigo le eximió del deber de socorro pero disparó sus sentimientos de culpa, repitiendo a peor la situación inicial de la película, cuando su vértigo propició la muerte de un compañero. Es presa de una terrible pesadilla donde su abismo es la tumba abierta de la muerta por donde se precipita, un colapso psíquico que se salda con un internamiento psiquiátrico. Después permanecerá en un flotamiento melancólico del que solo saldrá reconstruyendo a la amada muerta, su objeto de deseo. Es lo que hace con Judy cuando la ocasión se presenta, sin saber que ella es la actriz que interpretaba a Madeleine, y desconociendo también que su colaboración proviene de su inesperado enamoramiento. Porque también vive Judy su particular tragedia, queriendo a alguien que ama en ella una ficción. Judy se encuentra atrapada, su vida no tiene peso frente a la representación de la muerta. Su realidad vulgar, por carnal que sea, o precisamente por ello, carece de los atributos de la ficción. Este es el punto fuerte, que Scottie prefiere, como señala Trías, a una copia[8]. Judy lucha por gustar por lo que ella es, pero fracasa y acaba accediendo a darle vida a una fantasía que la coloca a ella entre los muertos. La pasión transgresora de Scottie triunfa, y la tragedia se va a cebar con los dos. De momento, ambos mantienen el gesto heroico, jugando la carta que el destino les presenta, y particularmente Scottie, que solo vive en función de volver a besar a una muerta.

Así llegamos a la escena de la segunda resurrección de Madeleine, el clímax pasional donde se efectúa la transgresión. A Judy solo le falta un detalle para darle vida a la muerta, recogerse el pelo en el moño. Scottie sale a recibirla al umbral de la puerta. Decepción, el pelo tiene el color convenido pero Judy lo lleva suelto. Es su última resistencia. Hitchcock le confesará a Truffaut su gusto fetichista: el erotismo mayor no está en el desnudamiento de la dama, sino en vestirla, prenda a prenda, con los ropajes de su inconfesable fantasía; la negativa a conceder el moño equivale al gesto pudoroso de no querer desprenderse de la braguita. Pero Scottie no cede. Finalmente Judy consiente: entra en el aseo como Judy para salir como Madeleine. Si ya era fantasmal la primera resurrección, ahora se acentúa el artificio. Judy aparece en holograma, velada por el verde de los neones del hotel. Se ha obrado el milagro, Scottie está delante de la forma sin límite de su fantasía, delante de la mujer muerta que se ofrece para ser besada. Y mientras besa en la viva a la muerta, la cámara orbita alrededor de la pareja mostrándole a Scottie el más allá de ese espacio, las caballerizas de la Misión donde besó a Madeleine por última vez.

Se ha cumplido la transgresión en todos sus puntos, pero, como es natural, no durará. La acariciada concordancia amorosa saltará por los aires en la siguiente escena, cuando Judy cometa el desliz de aparecer con el colgante de rubíes de la muerta. El estallido de la fantasía de Scottie reactivará al detective, conduciéndole al desenlace. Scottie retoma su lugar en el mundo una vez hecha la travesía que mueve su deseo, lo que implica reconocer el límite en el exterior. Debe aceptar la existencia en la pareja de otra realidad, pobremente terrenal, y de otra fantasía, en absoluto complementaria a la suya. Los dos modos de gozar han quedado expuestos y cada uno tiene que hacerse cargo. También ella, cuya existencia fantasmal no puede terminar sino en desastre. Asistiremos a la puesta en forma del límite en su grado más elevado, la muerte. Aceptar lo imposible de su fantasía cura a Scottie del vértigo, pero no podrá salvar a Judy, esa otra Eurídice, del Infierno. Finalmente Scottie quedará ante su abismo, abrazando, como dice Trías[9], el vacío.

Escena de La jetée, el segundo despertar

Vuelvo a mostrar las cartas. Utilizo los conceptos de Trías para leer los tres vértigos y mostrar que la característica del sujeto fronterizo es tener que manejarse con el material oculto y excesivo que empuja su pasión, porque su vida solo cobra un brillo especial, alcanzando incluso lo sublime, si da cabida a su fantasía. Tanto lo sublime como su contracara, lo siniestro, son escrituras enigmáticas del más allá, estampadas en el borde, en el cristal. La fantasía es un puente hacia ese más allá del límite. Por tanto, la promesa de una transgresión. El sujeto vive en esta aporía: ¿es posible acceder a esa existencia soñada, sentida como la auténtica vida, sorteando el peligro que conlleva? Nuestros tres vértigos trabajan este imposible iluminando el territorio del límite, el hogar del sujeto, con lo que viene del espacio-luz. Las tres películas se atreven con él, lo que implica dejarse trabajar por el afuera hasta parir una forma. Vértigo realiza esa imposibilidad. La transgresión de la frontera es pensar como posible la materialización de la fantasía, forzando la inevitable emergencia del límite. Pero el sujeto extrae de este pasaje una enseñanza sobre lo que verdaderamente le atrae, y el vértigo, la expresión de la no aceptación de este imposible, cede.

La jetée va a realizar otra variación sobre el mismo fondo mítico, una nueva escritura que nos cuenta “la historia de un hombre marcado por una imagen de infancia”. Resumimos. En el niño se quedó grabado el rostro de una mujer, un rostro sublime, iluminado de manera indeleble sin saber por qué. Un potencial que va a ser explotado en un tiempo posterior. Los experimentos del sueño a los que es sometido le permitirán realizar el tránsito al pasado para aprender que en la escena traumática fue él, en tanto adulto, el que corrió hacia aquella mujer amada que estaba en el embarcadero del aeropuerto de Orly, cayendo finalmente abatido. La fantasía oculta aquí otro imposible: realizar como adulto el sueño del niño, materializar como hombre el encuentro amoroso. Como en Vértigo, un límite pone fin a la transgresión, no sin haber efectuado una ganancia de saber sobre su lugar en el mundo.

Saltemos la trama de la “fotonovela” y quedémonos con que el guion se pone al servicio de la transgresión. Para salvar el destino del planeta, el soñante es obligado a recrear la imagen de su recuerdo. Los ecos de Vértigo son claros, también aquí se trata de franquear las Puertas del Pasado –y ya puestos también las del Futuro–, que nos habla del grado de transgresión que opera en la fantasía. Tenemos además guiños explícitos, el moño en el pelo de la amada, el hogar fuera del tiempo plasmado en los anillos de la secuoya, etc. Y si en Vértigo hay dos resurrecciones, en La jetée habrá dos despertares. Nos fijaremos también en el segundo. Los momentos mágicos vuelven a ser cuando la amada acepta la comunicación, cuando se consuma la conexión ideal de la pareja, provocando implosiones. El proceso no es lineal, avanzar produce sus interrupciones, pero el soñante persevera en su empeño hasta llegar a la escena que dialoga con la de Vértigo, donde se materializa el segundo despertar, el verdadero.

Destaquemos una vez más que la apuesta deviene formal: es arte por haber sacudido nuestra estructura simbólica, por haberse dejado fecundar por aquello que la excede. Lo fue en Vértigo, donde más allá del argumento se trata de ver, de que el espectador asista a la resurrección que se realiza en la pantalla; y lo es también en La jetée, donde el milagro sucede literalmente, produciendo un momento sublime en la historia del cine. Lo inaccesible acontece en un furtivo pasaje de la foto fija a la foto en movimiento, llevando a cabo como transgresión el milagro del propio cine. Observemos la diferencia. Allí donde Hitchcock manipuló los gestos, los colores y el montaje de los fotogramas para plasmar el milagro de la vuelta a la vida de la amada muerta, Marker simplemente encadena los fotogramas del despertar de la amada, con el único acompañamiento del cantar de unos pájaros. Es apenas perceptible, lo hace con toda la sutileza del mundo. La foto fija del rostro de la amada salta de una a otra, un rostro se superpone a otro, repitiendo entrecortadamente el parpadeo del despertar de la muchacha; y, de repente, se produce el milagro, las imágenes encadenan el movimiento y los ojos de la muchacha nos miran.

Tan solo un cristal separa ahora sus ojos de los nuestros. Es el momento de pura transparencia en que los suyos, que están vivos por nosotros, nos roban nuestra mirada. Porque también nosotros hemos entrado en relación, y participando en ese imposible hemos devenido parte de la obra. Una escena ejecutada con una economía extrema de medios: la ley que hasta entonces regía el metraje, la foto fija, ha sido transgredida sin utilizar nada más que lo que el cine permite, el movimiento. Entonces, los instantes detenidos[10] se mueven. Ya está. El encuentro de las miradas ha quedado ahí. Marker nos ha concretado en este mínimo efecto cinematográfico la obsesión de su vida, la memoria entendida como reescritura, como recreación[11]. Ninguna creación se entiende en el plano de la decisión. Por eso la explicación no alcanza. Dejémoslo así. Chris Marker confesó que las piezas de su película, las fotos que tomó en un descanso de rodaje, se pusieron a hablar y encajaron sin su participación: “Simplemente ocurrió, eso es todo.”[12]

Escena de Deseando amar, la relación de la no relación

Veamos para terminar cómo responde Wong Kar-wai. Si La jetée explora Vértigo dando vida mediante el sueño a una imagen de la memoria, para dejarnos ese momento único, animado, latiendo sutilmente en mitad de una película fragmentada; Deseando amar explora Vértigo desde el extremo opuesto, el del artificio de la interpretación, para hacernos saborear por partida doble la posibilidad de encarnar la fantasía del otro. Pero si para Judy resultaba frustrante estar condenada a no ser amada por lo que es, teniendo que interpretar el personaje de la fantasía de Scottie, una mujer muerta, que era además el fantasma de su propia y malhadada interpretación, ese forzamiento interpretativo es el juego que va a tejer toda la trama de la película del director hongkonés, dotado esta vez de un afecto contrario, positivo en extremo. Los personajes Chow y la Sra. Chan crearán un nuevo tipo de relación, también sublime, pero desde la no relación. Ellos no pueden amarse si no es desde la interpretación. También aquí lo inaccesible acontece realizando el encuentro verdadero, pero en vez de ejecutarse exclusivamente en la fantasía, o en el sueño, en Deseando amar la relación se establece a través de la representación, siendo el consentimiento en este artificio lo que los une, la escritura por la que habla su pasión.

Ya avanzamos que la diferencia en el contenido se traslada necesariamente a la forma. Deseando amar trabaja Vértigo desde la segunda parte de la película, extrayendo lo que era excesivo y elevándolo a la enésima potencia. Hitchcock pudo permitirse el recargamiento de la escena después de un complejo proceso. Aunque el maestro del suspense se divierta sacudiendo al espectador, el conjunto ha de mantener un equilibrio, el cine dentro del cine de Vértigo tiene esta contención. Wong Kar-wai, en cambio, transita todo el tiempo por el más allá, por lo sublime, la categoría estética que organiza su obra. Todo se ha puesto al servicio de la pasión, toda imagen es pasión.

Veamos algún ejemplo. Si en la película de Hitchcock hay varias escenas de mujeres (Madeleine, Midge, Judy) caminando como fantasmas en los pasillos, Deseando amar lo convierte en motivo, en leitmotiv. Se extrae el detalle y se lo hace brillar con toda su intensidad, saturando los colores. Cámara lenta y tema musical sacan a bailar nuestra emoción para trasladarla más allá de cualquier límite. En la escena de Vértigo, Judy atraviesa el pasillo y luego la habitación, artificialmente, como quien acaba de aprender a caminar, o mejor, como quien está habitando un cuerpo que no es el suyo, lo que está justificado plenamente en el guion. En Deseando amar, el guion es la película, y su cine dentro del cine lo invade todo, sin contención. Así asistimos al caminar etéreo de Chow y de la Sra. Chan por los pasillos como si fueran las notas musicales de la sinfonía de la pasión, con sus cuerpos suspendidos en el tiempo y en el espacio, como corresponde a sus “identidades flotantes[13]. Figuras estampadas en un cristal transparente produciendo mutaciones la una en la otra, pero sin tocarse. El director se recrea en la imagen y no nos importa, muestra el artificio porque el cauce de la pasión es la propia representación. Y transitando por ese más allá del límite nos invita a sentarnos en su silla, nos ofrece elegir entre las distintas tomas. No se trata de un juego; el artificio lo es todo. No es con el artificio, sino en el artificio que los amantes alcanzan la comunión.

Se entenderá entonces que la escena elegida podría ser cualquiera, la película va de un clímax a otro. Escojo el segundo encuentro en el restaurante por la facilidad con la que introduce el consentimiento de la interpretación. Chow y la Sra. Chan quieren entender la infidelidad de la que son víctimas. Para ello pasan a interpretar a la pareja infiel, al Sr. Chan y a la Sra. Chow. Sin saberlo, su recreación tejerá su unión. Empieza la ceremonia. Piden de comer lo que le gusta a los ausentes –aquí con guiño a Vértigo incluido, pues la Sra. Chan comerá el bistec que pidió Judy en el restaurante Ernie’s–. La escena tiene el detalle maravilloso del picante que le gusta mezclar con el bistec a la ausente Sra. Chow, una dificultad que no detiene a la Sra. Chan, que educa su paladar para poder disfrutarlo. Se observa el redoblamiento en todos los niveles de lo que es la interpretación, de lo que es dar vida a un personaje, pero la clave está en que el acceso a la pasión ha de hacerse sobre este artificio. Y a primera vista resulta sorprendente que funcione, que en vez de distanciar al espectador lo incluya. Quizás porque el espectador se deja transportar a ese territorio inaudito para vivir lo que tampoco él puede vivir en la realidad. Mostrar el artificio en la pantalla no detiene su fantasía. Esa sería la prueba del éxito de la arriesgada apuesta de Wong Kar-wai, que nos hace sentir que solo hay vida en ese desplazamiento. Su modalidad será una transgresión sin acto, o mejor, con un acto in absentia que nos hace gravitar infinitamente sobre él.

Por último, también en Deseando amar la incursión en ese territorio más allá del límite se salda con una reubicación del sujeto en la existencia. Chow encuentra la manera de rescatarse a la vida mediante el mito, tal como vemos en la última escena, en la que se desprende de su secreto susurrándolo en el hueco del muro del templo. El rodaje tuvo su particularidad. Al director se le brindó la oportunidad de rodar en el mayor conjunto arquitectónico religioso del planeta y lo aprovechó, pero el detalle transgresor está en que el motivo se escribió para su siguiente película, 2046. Nos asalta entonces la duda. Si seguimos en los trasvases infinitos de la transgresión, en esa frontera espacial y temporalmente permeable, ¿por qué en Deseando amar la renuncia no se escribe en el lenguaje de la tragedia, en términos de muerte como en las otras dos? Tal vez porque la apuesta a la transgresión permanece, porque no hay renuncia a esa forma sublime de la pasión que se cimenta evitando el encuentro real. Y el precio que se paga es ese flotamiento mismo, no salir del modo melancólico. Por ese margen translúcido de la existencia circulan los personajes de la película y nosotros descubrimos lo que ellos descubrieron, que no somos diferentes.

Zacarías Marco, diciembre de 2021


[1] TRÍAS, E. (2003). El árbol de la vida, p. 114. Barcelona: Destino.

[2] BLANCHOT, M. (2015). La escritura del desastre, p. 68. Madrid: Trotta.

[3] TRÍAS, E. Op. cit., pp. 71-2.

[4] ALEMÁN, J. y LARRIERA,S. (2004). Filosofía del límite e inconsciente. Conversación con Eugenio Trías, p. 40. Madrid: Síntesis.

[5] Cfr. TRÍAS, E. (2000). Los límites del mundo, pp. 309-324.Barcelona: Destino.

[6] Pueden consultarse dos artículos míos sobre La jetée y Deseando amar, publicados en cilajoyce.com en la sección “Otros operarios de lalengüa”.

[7] TRÍAS, E. (2006). Lo bello y lo siniestro, p. 116. Barcelona: Random House Mondadori.

[8] TRÍAS, E. (2013). De cine. Aventuras y extravíos, p. 105 Barcelona: Galaxia Gutenberg.

[9] TRÍAS, E. (2016). Vértigo y pasión, p. 157.Barcelona: Galaxia Gutenberg.

[10] LOSILLA, C. (2006). La espiral es un rostro de mujer. En ORTEGA, M. L. y WEINRICHTER, A. Mystère Marker. Pasajes en la obra de Chris Marker, p. 140. Madrid: T&B Editores.

[11] La voz en off en Sans soleil dice: “Reescribimos la historia como reescribimos la memoria”.

[12] Entrevista en Libération, el 3 de marzo de 2003. En ORTEGA, M. L. y WEINRICHTER, A. (2006). Mystère Marker. Pasajes en la obra de Chris Marker, p. 25. Madrid: T&B Editores.

[13] JOUSSE, T. (2006). Wong Kar-wai, p. 43. París: Cahiers du cinéma CNDP.