Artículo publicado en la página del Círculo Lacaniano James Joyce, descargable en PDF pinchando aquí.
RESUMEN
Se desarrolla en presente artículo las modalidades que empleó Louis Wolfson para limitar la devastación producida por la vibración de la palabra en lengua materna, tal como expuso en su primer libro, Le Schizo et les langues. Nuestro enfoque parte del análisis del fracaso inicial de la operación simbólica destinada a regular el orden de la significación. No habiéndose realizado este primer vaciamiento de goce, la distancia entre palabra y cosa se ha efectuado de manera precaria, dejando fragmentos de real, las astillas sonoras. Después de analizar sus famosos procedimientos lingüísticos en la perspectiva del debate que mantuvieron Foucault y Deleuze sobre la locura en los años 70’, en especial la polémica que sostuvo el segundo con el psicoanálisis, se analiza el cambio de perspectiva que sugiere la publicación de su segundo libro, Ma mère, musicienne, est morte… La expansión de la paranoia en alguien que se ha llegado a considerar paradigmático de una esquizofrenia pura nos permite plantear la siempre difícil cuestión de las relaciones entre los distintos polos de las psicosis y la posibilidad de efectos compensatorios.
PALABRAS CLAVE: Wolfson, esquizofrenia, Deleuze, procedimiento lingüístico.
Introducción
El origen de este trabajo sobre Wolfson se remonta al intento de ofrecer un contrapunto desde el lado de la locura al exitoso proceder artístico de Joyce con los murmullos que lo habitaban. Aunque de muy diferente manera, ambos estarían afectados de una des-conexión, de una falla inicial que volvió a las palabras portadoras de una carga ajena al mundo de la significación, al mundo de la representación. Pero allí donde Joyce alcanzaba a inventarse un manejo particular con aquello de la lengua que ha esquivado la extracción de goce propia del funcionamiento del orden simbólico, allí donde el dublinés mantenía el tipo ante los grumos de real adheridos a las palabras, Wolfson parece mostrarnos, a través de su éxito, su fracaso.
El estrago que le produce la vibración de la palabra en lengua materna parece incontenible. Sin embargo, desde muy temprano se aplicará a un denodado esfuerzo por introducir un elemento tercero que limite esa materialidad de la palabra, –esa moterialité, por emplear el neologismo de Lacan–, una investigación tendente a introducir un saber lingüístico, fonético, a partir del estudio de lenguas extranjeras. El objetivo será sustituir, una a una, cada palabra cargada de la vibración insoportable por aquella equivalente en lengua extranjera, y aportar mediante la extraña química de un saber impersonal su personalizada vacuna que vacíe de virus la lengua materna, el inglés.
A primera vista no se escapa cierto aire de familia en el resultado obtenido por Wolfson, con la extravagancia de los juegos creativos a los que Joyce se entrega en Finnegans Wake, la obra que empujaría a Umberto Eco a calificarla, con un humor insuperable, como “el documento de inestabilidad formal y ambigüedad semántica más aterrador del que jamás se haya tenido noticia” (Eco 1993: 105). Pero no debemos dejarnos engañar por las similitudes del corta y pega fonético y babélico de Wolfson con la aspiración joyceana a una lengua universal. La equiparación es solo aparente, pues la distancia que los separa es inmensa. Allí donde uno crea nuevos parámetros artísticos que van a producir una conmoción en la historia de la literatura, el otro no consigue salir de lo meramente paliativo, del tratamiento puntual que no puede engarzar con un imaginario artístico, tampoco científico, por delirante que fuese.
Esta visión del hacer artístico de Joyce a la luz de la estereotipia esquizofrénica de Wolfson tuvo un primer acercamiento en la parte final de mi libro El tejido Joyce (Marco 2015: 164-166), que fue desarrollado en algún trabajo posterior[1]. Se trataba en un principio de contraponer las calificaciones que desde una perspectiva simbólica vertió Jung sobre el Ulises a principios de los años 30’ (Jung 1994: 36), con un hacer con la lengua que fuera verdaderamente esquizofrénico. El buen ojo clínico de Jung al nivel estructural mostraba ser un lastre para percibir y juzgar la sensibilidad artística de su época, en plena ruptura vanguardista. Habría que esperar al corte que produjo Lacan pensando la problemática del sujeto desde la locura y desde lo real, universalizándolos, viendo las estructuras como distintas modalidades de defensa ante el trauma del encuentro con la lengua, para poder apreciar el verdadero trabajo del arte.
Una vez abierta esta perspectiva se hizo evidente que Wolfson requería de un tratamiento independiente. Aprovechando las polémicas que sus textos han ocasionado, intentaremos adentrarnos en ellas siguiendo las guías que nos proporcionan sus dos libros publicados, Le Schizo et les langues (1970) y Ma mère, musicienne, est morte… (1984).
Si podemos ubicar el primer libro en el debate sobre la locura en los años 60’, lo que provocaría un ambiente especialmente propicio a la acogida de los testimonios escritos de los locos, el segundo nos orientará hacia los problemas clínicos de las psicosis, en particular hacia el debate sobre las relaciones, pasajes y posibles compensaciones entre sus tres polos, el esquizofrénico, el paranoico y el melancólico.
El artefacto lingüístico de Wolfson conquista París[2]
Empezaré con una cita ya clásica de Jacques Lacan que resume un cambio fundamental en la concepción de la locura, un cambio que había empezado quizás en Nietzsche y del que figuras como Bataille y Klossowski por una parte (Acéphale), y Breton y las vanguardias artísticas por otra, se habían hecho herederos durante el período de entreguerras. Este viraje es esencial para entender las posiciones de los pensadores posteriores, aunque en el caso de Lacan se inserte más específicamente en el debate psiquiátrico de su época, en este caso con una de sus más eminentes figuras, su colega Henry Ey. A la visión de la locura como insulto a la libertad sostenida por Ey en 1946, Lacan responderá:
“El ser del hombre no sólo no se lo puede comprender sin la locura, sino que ni aun sería el ser del hombre si no llevara en sí la locura como límite de su libertad.” (Lacan 2003: 166).
Un planteamiento radical que no se ampara en un saber sino que busca adentrarse sin prejuicios en ese territorio ignoto donde es el loco el que nos enseña. Esta particular orientación y sensibilidad creo que atraviesa toda la enseñanza de Lacan y no deja de dar, aquí y allá, sus más variados frutos.
Con esos precedentes entenderemos mejor el impacto que tuvo Wolfson en la década de los 60’ sobre dos de los más importantes filósofos franceses del momento, Gilles Deleuze y Michel Foucault, que quedaría plasmado en un fructífero intercambio de reflexiones sobre una serie de procedimientos de escritura marcados por la fractura esquizofrénica. Aunque su interés por el fenómeno de la locura es bien distinto, convergen de manera notable en su acercamiento a Raymond Roussel, Jean-Pierre Brisset y Louis Wolfson. Hablan ambos de tres mecanismos escriturales claramente emparentados en su estructura.
En 1962 Foucault escribe una reseña sobre Brisset titulada El ciclo de las ranas y un año después, casi simultáneamente a la aparición de uno de sus libros de referencia, El nacimiento de la clínica, redacta un extenso ensayo sobre Raymond Roussel.
Con este preludio llegamos a 1964, la fecha de la publicación en la revista que dirigen Sartre y Beauvoir, Temps Modernes, de un largo extracto de un libro que hará época, Le Schizo et les langues, de Wolfson, sobre el que Deleuze elaborará sucesivos trabajos tras ser invitado por Pontalis a escribir su famoso prefacio, que aparecerá junto con el libro unos años después, en 1970. Justo después Foucault escribe un prólogo para la edición del libro de Brisset Gramaire logique, titulado Siete sentencias sobre el séptimo ángel, en el que retoma el análisis del prólogo de Deleuze a partir de una apreciación de herencia lacaniana, que resume magistralmente nuestro problema:
“La psicosis y su lenguaje son inseparables del procedimiento lingüístico, de un procedimiento lingüístico. El problema del procedimiento, en la psicosis, ha reemplazado al problema de la significación y de la represión.” (Foucault 1970: 23).
La interlocución inicial entre Deleuze y Foucault sobre los locos literarios, deudora del interés de Breton y de la pasión compartida por Antonin Artaud, domina esta primera etapa, paralela a la aparición del primer libro de Wolfson.
Podríamos distinguir después una segunda etapa, hasta principios o mediados de los 90’, con la aparición de numerosos trabajos, además del segundo libro de Wolfson y de un segundo artículo de Deleuze, que analizaremos más adelante.
Por último, tras un relativo olvido, parece que ha habido un cierto revival a raíz de la publicación en 2009 del libro Dossier Wolfson, que incluye una recopilación de textos entre los que figuran las firmas de Paul Auster, Le Clézio, Piera Aulagnier –a quien debemos el primer estudio importante sobre Wolfson proveniente del campo psicoanalítico–, Max Dorra, Michel Foucault, etc. Un libro que tiene además el atractivo de recoger la aventura editorial de Wolfson, su increíble peripecia desde que enviara su manuscrito a Gallimard a finales de 1963, contada por el director de la colección Connaissance de L’Inconscient, J.-B. Pontalis, que aporta una valiosa correspondencia con Wolfson, con Deleuze y también con Roman Jakobson, quien desgraciadamente declinó la oferta de redactar el segundo prefacio que debía acompañar al de Deleuze.
Hay que señalar, finalmente, que nada de esto hubiera sido posible sin la entusiasta acogida dispensada en la editorial Gallimard por Raymond Queneau. El azar quiso que el manuscrito cayera en las mejores manos ima-ginables. Desde el primer momento Queneau tuvo claro el alcance del testimonio en tercera persona del joven esquizofrénico y movió todos los hilos imaginables. Nadie como este ilustre patafísico para interesarse e interesar a la vanguardia del pensamiento francés por el bizarro procedimiento lingüístico del no menos extravagante Wolfson.
La lectura de Deleuze y el debate con el psicoanálisis
El diálogo entre Deleuze y Foucault se enmarca a su vez en el debate que ambos mantienen en esos años con los plantea-mientos psicoanalíticos, desde su cercanía inicial a un posterior alejamiento no exento de ambigüedades. Leemos en los textos citados cómo Deleuze y Foucault asumen como punto de partida el criterio lacaniano diferenciador de la psicosis, la forclusión, que impide la adquisición del registro de la significación. De ahí que se haya elaborado como respuesta la necesidad de crear un procedimiento lingüístico por fuera de la norma. ¿Pero qué ocurrió? La quiebra de lo simbólico ha desatado el cuerpo y la pulsión, y el murmullo indiferenciado saltó por los aires volviéndose intrusión mortífera. Una ineluctable invasión de goce, que sigue anidada en la palabra materna, lleva a Wolfson más allá de lo soportable, eventualmente al alarido. Wolfson aullará ¡enema! cada vez que la situación lo desborde por completo.
Dejaremos a partir de ahora un poco de lado a Foucault para poder centrarnos en Deleuze, cuya pugna con el psicoanálisis se acerca más al debate clínico que aquí nos interesa. Su posterior enemistad me sigue pareciendo llamativa y, en cierta medida al menos, paradójica, pues, apartándose del psicoanálisis, resulta ser más kleiniano que Lacan. ¿Qué repulsión encuentra para no poder hacerse cargo de la parte de mensaje lacaniano que, a su pesar, transmite? Me gustaría dar hoy algunas pistas de esta singular paradoja. Aun habiendo un núcleo entre los dos pensadores que parece irreconciliable, me gustaría sostener que, en lo fundamental, en la percepción que tienen sobre lo real –aquí Deleuze emplearía, siguiendo a Proust, la afortunada expresión una lengua extranjera dentro de la lengua–, ambos son compañeros de viaje.
Nos centraremos primero en lo que supuso el mencionado primer libro de Wolfson, Le Schizo et les langues, en su intento de ofrecer al mundo su peculiar estrategia lingüística para limitar la hemorragia abierta al escuchar la lengua materna, el inglés. Se ha llegado a hacer incluso un paralelismo (Aulagnier 1971: 66, 71) entre lo que representó en su día la publicación de las Memorias de Schreber, junto con el posterior trabajo de Freud sobre la paranoia, y la publicación de libro de Wolfson, al que Deleuze añade su primer exquisito estudio. Allí donde Schreber nos desplegaba su construcción delirante, su exitoso desarrollo de un rico y elaborado sistema de pensamiento por el que Freud llegó a otorgarle, al menos en su aspecto formal, la altura de sistema filosófico, Wolfson nos describe lo que tan acertadamente Deleuze llamaría su protocolo (Deleuze 1996: 14, 20). Un calificativo que expresa una doble incapacidad, tanto en el plano artístico como en el científico. Su hacer con la lengua no alcanza el rango artístico, tal como podemos leer la escritura de Brisset o la de Roussel, que poseen y despliegan un juego interno, evocador, con aquel material primigenio de la lengua, la charca croante, antes de devenir lenguaje estructurado.
El mecanismo de Wolfson se queda en lo meramente defensivo: tapar la boca que habla, como dirá Foucault (1999: 41-2). Se trata del trabajo de descomponer fonéticamente cada palabra y de reconstruirla a partir de fragmentos de otras lenguas, se trata de evitar la hemorragia vital provocada por tal o cual consonante que actúa sobre el cuerpo despedazándolo. Y al fracaso artístico se suma el científico, pues el procedimiento seguido, las reglas fónicas que Wolfson inventa son, como señala Deleuze, ilegítimas. No obstante, ese fracaso en las expectativas planteadas por Deleuze no nos debe hacer olvidar la importancia del procedimiento empleado por Wolfson, introduciendo una castración en lo real de la letra astillada, a falta de la simbólica. Madre y lengua materna se enlazan sin corte alguno al cuerpo de Wolfson, por lo que esta incestuosa penetración ha de ser extirpada (Žižek 2013: nota 176).
Veamos antes de continuar dos ejemplos del mecanismo de corte y pega empleados por Wolfson. Citaré primero el famoso ejemplo escogido por Deleuze, la transformación de la frase Don’t trip over the wire (Wolfson 1970: 205-13), “No tropieces con el hilo”, –viene al caso señalar que se trata de una advertencia repetidamente proferida por la madre mientras hacía la limpieza–, frase que termina convirtiéndose en Tu’nicht trebucher uber eth he Zwirn, utilizando palabras del alemán, francés y hebreo. Y aun así, tras un complejo ajuste de sustitución fonética para cuya descripción precisa de ocho páginas, la alemana Zwirn no termina de convencerle, optando finalmente por la rusa prolovoka.
Por mi parte escogeré un ejemplo más sencillo en cuanto a la composición aunque de más amplias resonancias. Se trata de la frase Good Night Ladies! (Wolfson 1970: 59-63), proveniente de la melodía de una canción que su madre tocaba al piano. Tenemos aquí todos los elementos reunidos en forma de vibración insoportable que recorre toda la casa y todo el cuerpo. Entre ellos no hay diferencia. Las lámparas tintinean, los muros vibran y Wolfson se tapa los oídos. Pero el sonido lo penetra y retumba incansablemente entre las paredes de su cráneo. La palabra imposible esta vez es Ladies. Aunque su madre, al piano, no la emita, él no puede dejar de producirla cada vez que oye la melodía. Y no sólo entonces, recuerda Wolfson que también le atormenta al encontrársela en los urinarios públicos. Sin embargo, Men no le dará problemas, encuentra rápidamente la alemana Männer. Para Ladies será más difícil. Lo intenta primero con la también alemana Leute, pero es una palabra con casi nula declinación y la descarta. Continúa su búsqueda hasta encontrar la rusa Loudi [l y d con cedilla], una palabra con una fonética más próxima pero, sobre todo, una palabra que ofrece una gran complejidad debido a sus numerosas declinaciones, un imprescindible trabajo que le mantendrá exitosamente ocupado cada vez que la palabra inglesa sea suscitada, vista u oída.
Pero todavía pensamos que hay algo más. Además de señalar esta protección lingüística, no nos puede pasar desapercibido un último detalle que quizás ilustre que la palabra femenina precisara, en este caso, una protección suplementaria. Veamos. Ni Leute ni Loudi equivalen en significado a Ladies. De acuerdo a sus explicaciones, ambas significan “gente”, “mundo”, como plurales masculinos tanto en alemán como en ruso. No le importa. Wolfson se justifica diciendo que, siendo las mujeres la mitad de la población, están incluidas en la pluralidad. Asunto resuelto. Estos “éxitos científicos”, obtenidos uno a uno, constituirán su mensaje al mundo.
El prefacio de Deleuze para Le Schizo et les langues fue publicado con el título de Schizologie, un texto que fue posteriormente reescrito y que aparecería con el título Louis Wolfson o el procedimiento como segundo capítulo del último libro de Deleuze, Crítica y clínica, ya en 1992.
Antes de entrar en las reveladoras diferencias entre un texto y otro, que dan cuenta de dos momentos en el pensamiento de Deleuze, vamos a detenernos en aquellos aspectos comunes que constituyen el núcleo de su aportación decisiva. Se trata del análisis del procedimiento de escritura y la conclusión que extrae. Para entenderlo partiremos del estado de las cosas sobre el que se aplica. Es porque el campo de la significación no se encuentra organizado para atajar un murmullo que se impone, que se recurre a un procedimiento para tratar los fragmentos, el lenguaje hecho astillas.
Aparentemente se trata de desmenuzar la lengua en sus unidades sonoras, pero no, esta percepción resulta equivocada, pensada desde el que no es golpeado por los fragmentos, herido por las astillas, penetrado por las esquirlas de una lengua; una percepción pensada desde una configuración donde el aparato simbólico actúa con más o menos éxito, donde el registro de la representación funciona separando cosa y palabra. Aquí estamos en otro campo, con otros resultados.
Entremos en los detalles. La voz de la madre, dice Wolfson (1970: 44, 183), debe ser detenida porque produce la insoportable vivencia de una vibración en las cavidades de su oído, como si éste fuera una prolongación del cuerpo de ella. Él no es, entonces, sino un mero objeto receptor, vibrátil, accionado por su madre. Y cada vez que esto ocurre triunfa ella sobre él, sobreviniendo un sentimiento de culpa aniquilador. Por eso, nos dice, ha de matar la lengua materna.
¿Cuál es su procedimiento? Taparse los oídos y emitir sonidos no es suficiente, tiene también que leer en voz alta un diccionario de lengua extranjera que llevará siempre consigo para tratar el objeto voz de una manera científica, fonema a fonema. Utilizará además una radio de onda corta que le suministre a voluntad las palabras extranjeras inyectadas sin pérdida mediante auriculares a sus oídos. Un mecanismo que perfeccionará con el tiempo hasta convertirse en el (no reconocido) inventor del walkman, a tal punto que hará decir humorísticamente a Deleuze (1996: 24) que, por primera vez en la historia, el invento de un esquizofrénico, tan útil para él, corría sin embargo el riesgo de volver esquizofrénico a todo el planeta.
Tal multiplicidad de medios paliativos da cuenta de su inventiva, es cierto, pero también de su insuficiencia última. Obviamente los recursos más interesantes son los referidos a su hacer lingüístico. Refiriéndose a sí mismo en tercera persona como “el demente”, “el escritor esquizofrénico” o “el estudiante de lenguas extranjeras”, Wolfson se introduce en la composición de un saber absolutamente impersonalizado que permita la sustitución de las palabras que dañan por otras que funcionen como equivalentes, construidas a partir de recortes de palabras de otras lenguas. Por lo tanto, lo que busca sustituir no es en realidad una palabra por un constructo lingüístico, sino una esquirla sonora, una pulsión mortífera, por un saber.
No habiendo palabra simbólica que matara la cosa, no puede haber enunciación sin que el orden se perturbe. Por eso, decir yo es para Wolfson casi imposible. No sólo en inglés, también en las demás lenguas. Para alcanzar un mínimo de enunciación, un saber abstracto ha de anular primero el goce de la letra inglesa, la letra-madre. Confecciona para ello una bastarda tirita fonética y la aplica directamente sobre la herida, introduciendo así un tercero, por precario que sea, entre su madre y él. Un elemento tercero que suspenda el estado de violación, que es el modo imaginario en el que traduce la no separación con su madre.
El constructo fonético extranjero abriga también un denodado intento de suplencia, que no termina de afianzarse al no poder transformarse en un organismo regulador. Allí donde Joyce hace suplencia Wolfson no lo consigue. Vemos cómo intenta ese camino cuando prefiere como material para su peculiar vacuna de un solo uso las lenguas perdidas tras el exilio de los padres, el hebreo y el alemán. Una búsqueda que parece encaminada a la recomposición en lo real de la letra de la rotura que percibe en el orden de la filiación, pero no se nos escapa que echa mano de un simbólico totalmente eslabonado con lo real.
No se trata por tanto de que tenga la posibilidad de crear un tipo de Nombre del Padre efectivo a partir de una rectificada filiación lingüística. Es un intento vano, un imposible. Lo cual no implica un fracaso total, pues consigue al menos frenar la hemorragia. Consigue fabricarse una tirita específica para cada herida. Quizás es todo lo que esté en su mano hacer y es por ello un logro notable, y seguramente el motivo de la búsqueda de su difusión, de su paso a la escritura. Dejaremos para más adelante el análisis de sus esporádicas orgías alimentarias, donde a la devoración le suceden los terrores de contagio y el despliegue de similares matemáticas paliativas.
¿Cómo lo entiende Deleuze? En los párrafos finales del texto de 1992 leemos una interpretación tan bella como sorprendente: “todas las palabras cuentan una historia de amor, una historia de vida y de saber” (Deleuze 1996: 34). Se refiere a la historia que no está designada ni significada por las palabras, tratándose más bien de lo que hay de “imposible” en el lenguaje, su afuera. Una relación entre un excedente (vida) y lo que pretende infructuosamente atraparlo (saber). ¿Pero quién puede abrirse preferentemente a este trato, a esta relación con lo real?
La apuesta de Deleuze parece clara: el procedimiento lingüístico, inseparable de la psicosis, se revela como uno de los medios posibles de establecer de manera directa esta conexión, esta relación de amor entre vida y saber. El procedimiento, destrozando los significados, empuja al lenguaje a un límite. Traspasarlo significa acceder a las nuevas figuras, ése es el objetivo, que sólo es posible para quien consiga “atravesar como vencedor la sinrazón” (Deleuze 1996: 34).
Desde un punto de vista clínico el optimismo de Deleuze nos parece incomprensible, máxime teniendo en cuenta que tampoco él se engaña en cuanto a los resultados obtenidos. Así, acaba constatando el fracaso de Wolfson al no haber podido traspasar ese límite, confinando sus figuras de saber y verdad a la prisión de su procedimiento psicótico. Por eso, donde Deleuze coloca la palabra “vida” leemos nosotros su exceso, en el caso de Wolfson aquello insoportable, el órgano desatado, el orificio corporal inundado de goce, el encuentro con lo real que hace invivible la vida. De ahí que nos parezca Deleuze portador de un optimismo difícil de entender. No todas las palabras cuentan esa historia de amor que veíamos en el caso de Joyce. Y allí donde el saber no ha podido adquirir un mínimo de eficacia simbólica, queda una vida muy menguada, reducida a astillas y procedimientos de extracción.
Variaciones Deleuze
Comparemos ahora los dos textos de Deleuze. El primero, escrito en una época en sintonía con el pensamiento psicoanalítico. El segundo, tras el Antiedipo, habiendo soltado amarras, mostrando su oposición a los planteamientos clásicos del mismo. ¿Cuál es el movimiento que podemos detectar en su pensamiento a partir de la comparación de la reescritura que hace en 1992 sobre su histórico texto sobre Wolfson de 1970? ¿Cuáles serían las variaciones Deleuze? Deducimos fácilmente que no se trataba en 1992 de hacer un nuevo acercamiento al escritor sino de adecuar aquel prefacio a la serie de artículos sobre escritores que componen Crítica y clínica. Bien pudo entonces volcarlo tal cual, sin embargo, pese a mantener intacta su estructura y algo más de la mitad del texto original, introduce una serie de cambios significativos. Algunos son coyunturales, otros son de escritura y otros, por último, muestran las mencionadas variaciones en su pensamiento.
Los cambios coyunturales son esencialmente dos. En 1970 compara el procedimiento de Wolfson con el de Roussel pero no con el de Brisset, no hace por tanto la tríada, cuya paternidad creo que corresponde a Foucault con sus “Siete sentencias sobre el séptimo ángel”. El texto de 1992 introduce el diálogo abierto posteriormente con Foucault y su análisis, muy estructural, por otra parte, de la tríada de escritores. El segundo aspecto a señalar viene determinado por la aparición del nuevo texto de Wolfson en 1984 sobre la enfermedad y muerte de su madre, Ma mère musicienne est morte… Deleuze introduce algún detalle puntual del mismo y alguna nueva fórmula, articulando dos nuevos elementos, el cáncer y un esbozo de delirio sobre un futuro holocausto atómico, el Dios-bomba.
Los cambios de escritura corresponden a un afinamiento en los conceptos empleados, algo que se hace especialmente palpable en el desarrollo más minucioso y acabado de las fórmulas que emplea y en la sustitución de párrafos enteros por frases lapidarias. Todo ello en la dirección de imprimir al nuevo texto un tono mucho más decantado, conclusivo, algo que se acentúa según avanza, un aspecto que resulta del todo decisivo en su parte final.
Las variaciones Deleuze, –que derivamos a partir de las supresiones, sustituciones y añadidos que realiza en Louis Wolfson o el procedimiento–, dan cuenta de unos desarrollos, ya no tan marcadamente kleinianos, que buscan levantar el vuelo y dejar atrás, muy atrás, el ancla psicoanalítica. Los extensos desarrollos sobre los objetos parciales del primer texto, Schizologie, daban cuenta de un Deleuze profundamente imantado por Melanie Klein.
La importancia de la fragmentación originaria de los objetos parciales en su relación con el cuerpo de la madre y su confrontación con el (deseable) advenimiento de lo simbólico impactó a Deleuze, como ya había impactado a Lacan. Ambos se hacen buen eco de esa fragmentación, fuertemente resistente al avance de lo simbólico, y elaboran conceptos y teoría a partir de la misma. Lacan se había dotado de una herramienta excepcional, la tríada estructural de lo imaginario, lo simbólico y lo real, con la que además de haber desbrozado la investigación sobre la psicosis, había introducido la relación al falo, desmontando la falsa dualidad madre-niño. Deleuze empieza asumiendo alguno de los hallazgos lacanianos, en especial el de la forclusión, para dar cuenta de la falla simbólica (primer texto), pero acaba abrazando los caminos de lo real en busca de nuevas categorías (segundo texto).
Podemos resumir su crítica principal en el siguiente pasaje:
“El psicoanálisis sólo tiene un defecto, el de reducir las aventuras de la psicosis al mismo estribillo del eterno papá-mamá, ora representado por unos personajes psicológicos, ora elevado a funciones simbólicas. Pero el esquizofrénico no está en categorías familiares, deambula por categorías mundiales, cósmicas, motivo por el cual siempre anda estudiando algo.”[3] (Deleuze 1996: 30).
Veamos ahora los cuatro pasos que da Deleuze. Primer paso. Dirá: “Lo que se llama Madre es la Vida. Y lo que se llama padre es lo extranjero” (Deleuze 1996: 31). Deleuze hace aquí un desmontaje de lo imaginario mediante lo simbólico que creemos que hubiera firmado Lacan sin problemas. Este primer paso es pues un primer malentendido.
Segundo paso. Dirá: “[El psicótico] está enfermo de lo real, y no de símbolos” (Deleuze 1996: 32). Es cierto, no cabe duda, ¡y precisamente por ello!, porque estando enfermo de lo real los símbolos ya no son tales. Aquí Deleuze coincide con el Lacan de la última enseñanza, orientado por lo real, sin ser consciente de ello[4].
Tercer paso: ambos también están de acuerdo en que el “hacer con ello” no queda restringido al campo de lo simbólico. Se universalizan así las enseñanzas que el psicótico puede aportarnos sobre las otrora reinantes categorías simbólicas. Por ello, el segundo y tercer paso de Deleuze entendemos que serían malentendidos parciales.
Y por fin, el claramente divergente cuarto paso: el hacer con lo real del que habla Deleuze conserva un irreductible fondo de optimismo que tiende a ver alegría constructiva allí donde la hazaña no es más que un pequeño alivio en medio de tanta devastación. Y cuando ésta es grande, las nuevas categorías no llegan a ver la luz. Los textos de los locos literarios son en general muy pobres. Son una verdadera excepción los que alcanzan a manejarse o a inventar algo por fuera de las estereotipias.
En resumen, más allá de los malentendidos y las desavenencias personales entre Deleuze y Lacan, lo que nos interesa señalar aquí es el notable fondo de convergencia que los impulsa, con la excepción hecha de lo que aquí hemos calificado de “optimismo deleuzeano”. Creemos que sólo desde mentes atravesadas por el análisis estructural, que han sabido después darle a éste otra vuelta de tuerca y arribar a un entendimiento verdaderamente topológico de los conceptos, es entendible la insobornable apuesta por el trabajo sobre lo real que ambos sostienen, una apuesta que la infatuación de las categorías simbólicas dejaba de lado.
Unos breves apuntes sobre la vida de Wolfson
Louis Wolfson nació en Nueva York en 1931, hijo de padres judíos emigrados de Europa central. Se conocen pocos detalles de sus primeros años de vida. Sabemos que su padre biológico abandona el hogar cuando Louis tiene 4 años, aduciendo engaño por parte de su mujer, Rose. El motivo, o la excusa, es haberle ocultado la existencia de su ojo de cristal. Sí, es un detalle sorprendente pero, más que el hecho en sí, nos interesa cómo consigue ella maniobrar transformando este ojo-en-menos en un ojo-en-más. Aporta al ojo-en-menos un suplemento de astucia, por una parte, pero sobre todo es utilizado como hueco a cubrir con la esquizofrenia de su hijo, como interpretará éste a partir de las repetidas declaraciones de su madre de ser él la única razón de su vida (Wolfson 1970: 142). La madre nos muestra de esta manera su imposibilidad de asumir simbólicamente esa pérdida en lo real (Aulagnier 2009: 81).
Después del divorcio entablará relación con otro hombre, con el que finalmente también se casará, pero que, igualmente, se dará a la fuga. El nuevo marido, además de la repetición, aportará su singular “torpeza” llevándose el brazalete de diamantes de su mujer. Y esta vez Rose Minarsky no lo permitirá. Su nuevo marido es detenido y obligado, bajo amenaza de prisión, a retornar al hogar.
Ya no habrá más separaciones conyugales. El padrastro de Wolfson permanecerá con su mujer hasta su muerte, en 1977. De la precaria entidad de estas dos figuras de padre dará buena cuenta Wolfson en sus textos, calificándolos como hombres fluídicos.
Después de la muerte de su madre y aprovechando la amenaza de imposición de orden por parte del padrastro –“ahora yo soy el patrón”–, Wolfson decidirá independizarse e irse a vivir a lugares algo menos bañados por la lengua inglesa. Vivirá primero en Toronto, donde 7 años después de la muerte de su madre escribirá la terrible crónica de su enfermedad, su segundo libro, Ma mère, musicienne, est morte… Un libro que utilizaremos más adelante para hacer pivotar el problema de los diferentes polos de la psicosis. Por último, tras pasar varios años en Chicago, Wolfson se trasladará a Puerto Rico, donde su locura por las apuestas le depararía en 2003 una increíble recompensa ganando casi dos millones de dólares en la lotería electrónica americana, añadiendo un último y sorprendente detalle a su ya larga lista.
Nos detendremos ahora en los detalles biográficos que nos puedan arrojar algo de luz sobre el problema de los murmullos, sobre la fractura en el lenguaje que deja a la letra con una carga literalmente indigerible. ¿Qué nos puede enseñar Wolfson sobre ello?
Lo primero que habría que destacar es que Wolfson siempre percibió una seria perturbación en relación a su cuerpo y al mundo, algo que entendemos perteneciente al mismo orden pues la adquisición de la imagen del cuerpo como un todo es la se extrapola después al mundo. La entendemos entonces como una fractura que afecta al lenguaje y al cuerpo. Varios pasajes de su primer libro dan cuenta del alcance de esta dislocación originaria que parece apuntar claramente a una psicosis infantil, sin momento específico de desencadenamiento.
Tras un penoso esfuerzo, Wolfson adquiere el habla a los cuatro años, pero el significado de las cosas permanecerá rodeado de un profundo misterio para él. No obstante, ni madre ni hijo aceptarán verse relegados por estas dificultades y Wolfson emprenderá el camino del esfuerzo, un camino que será su guía rectora a lo largo de toda su vida. De momento conseguirá ir pasando de curso hasta que a los doce años la profesora quede estupefacta ante la imposibilidad de Wolfson para deletrear tres de cada cuatro palabras. Vemos ahí manifestarse claramente la acción de las astillas.
El diagnóstico de deficiencia será rechazado de plano por madre e hijo, y Wolfson responderá redoblando esfuerzos: si su problema se manifiesta en el campo del lenguaje, ése será también su campo de batalla. Entrará en el liceo añadiendo como materia el estudio una lengua extranjera y lo mismo volverá a hacer cuando llegue su ingreso en la universidad. Así trascurrirán sus años universitarios hasta el momento de su primer ingreso psiquiátrico, al terminar el cuarto curso.
Éste es el momento de desencadenamiento, del que parece que no se dispone de la mínima información que permita hacerse una idea de lo que pasó. Pero más que de un desencadenamiento psicótico estaríamos ante un brusco agravamiento o ante la ruptura del apaño que le protegía, aunque fuera parcialmente, de los efectos masivos de la imposición de la palabra. A partir de ese momento oír la lengua materna se le hace insufrible y toma la decisión de dedicarse por entero al estudio de lenguas extranjeras como paraguas protector. A sus ya avanzados estudios del francés y del alemán añadirá el hebreo y el ruso. No serán las únicas, pero es sobre todo con esas cuatro lenguas con las que construirá sus tiritas fonéticas.
En los diez años que siguen a su primer internamiento se sucederán los ingresos forzados en instituciones psiquiátricas, donde es diagnosticado de esquizofrénico y donde sufrirá todo tipo de tratamientos agresivos, tanto eléctricos (10 electroshocks) como químicos (64 insulina-shocks). Wolfson no perdonará estas consecuencias de su ineludible sometimiento al poder absoluto de la madre, a su capricho.
Será al final de este periodo, coincidiendo al parecer con su última fuga del psiquiátrico, que decida empezar a escribir el trabajo que venía sosteniéndolo: su procedimiento fonético de sustitución de la lengua inglesa. Elaborará entonces el manuscrito que enviaría a París en 1963 –poco antes de cumplir 40 años–, y que terminaría siendo publicado en 1970, no sin atravesar durante esos años un delirante proceso de añadidos, retoques y sugerencias de modificaciones escriturales del francés, que ambicionaban nada menos que readecuar la lengua para hacerla coincidir con su fonética estricta.
¿De la esquizofrenia a la paranoia?
Pasaremos finalmente a intentar exponer algunas preguntas que suscita el segundo libro de Wolfson, Ma mère, musicienne, est morte… Concretamente en lo que se refiere a la relación entre esquizofrenia y paranoia y las posibilidades de compensación entre los distintos polos de las psicosis. Pero antes retomaremos del primero, Le Schizo et les langues, un aspecto que pasamos un poco por alto, la no menos loca relación que Wolfson tiene con la comida. No nos extendimos en ello por entender que la comida está sometida a la misma lógica que la lengua materna, una y otra son madre para él y forman parte, por igual, de la irresistible llamada al goce mortífero, un canto de sirena enloquecedor que no cuenta, en su caso, con la posibilidad de un mástil al que atarse. Por eso, en ausencia de verdadera operación simbólica, ambas constituyen indigestiones en extremo culpabilizadoras. Los “alimentos” que la madre le deja son evitados a veces durante días pero finalmente devorados en una irrefrenable orgía.
¿De qué instrumental minimizador dispone? El que ya conocemos, con alguna variarte. Se trata de los mismos procedimientos lingüísticos –tapón sonoro extranjero contra la acción del taladro materno–, a los que suma la ayuda de cálculos matemáticos que exorcicen la cantidad exacta de calorías por él calculada repitiendo, por ejemplo, una frase extranjera un número equivalente de veces según tal o cual fórmula matemática. El fonema inglés y la caloría materna son, en tanto madre-en-él, una continuidad mortífera que estalla en su fragmentada reunión de órganos y que requiere de parecidos protocolos de actuación: la barrera del saber. De un saber sólo tímidamente razonante, como el del niño que copia mil veces una escritura de la que ignora el significado.
Hasta aquí, ninguna novedad, pero sobre la comida aparece también una elaboración suplementaria donde asoma una mínima construcción delirante. Se trata del pavor a ser infectado por los millones de invisibles parásitos, gusanos, larvas, bacterias, que corre paralelo al miedo, a la sospecha de ser envenenado por la madre.
Habíamos puesto primero el acento en el lado esquizofrénico, aquel que tanto en la construcción del cuerpo como en la construcción del lenguaje remite a una fragmentación originaria. Una afectación sin duda masiva en lo que se refiere a lo relatado en el primer texto, lo que llevó a Fernando Colina a calificarla de esquizofrenia pura, habida cuenta la escasez de la construcción delirante (Colina 2011: 30). Ensayemos también la otra vía, la del lado delirante y paranoico, y las posibilidades que ofrece. ¿Nos permite el “caso Wolfson” hablar del esbozo de construcción delirante como un factor de estabilización? ¿Han proporcionado sus tiritas fonéticas extranjeras la armazón mínima necesaria para afrontar su lugar en el mundo? ¿Hay un progreso en ello?
Vayamos por partes. Siguiendo los señalamientos de Deleuze, redoblados por un optimismo todavía mayor, ha habido interpretaciones apuntando a que Wolfson hubiera ido en la línea de conseguirlo. Sus tiritas fonéticas habrían permitido un desarrollo delirante pacificador. El pilar de este éxito estaría en lo que pudo desarrollar con la escritura y publicación de su primer libro, pese a las innumerables dificultades a las que sometió al editor. El libro vendría a signar un éxito en su procedimiento y la voluntad de hacer lazo con el otro a través del mismo. Leemos también en este sentido la alabanza de Aulagnier (1971: 89) sobre la originalidad del libro: “el tiempo de la escritura es aquel durante el cual se construye el tiempo del après-coup y que lo vuelve posible.”
Parece que estas interpretaciones se verían además reforzadas en un viraje producido en Wolfson al terminar la redacción de los añadidos finales de su libro, allá por 1969-70, donde leemos cómo adviene a una revelación aparentemente tranquilizadora. Este pilar, esta adquisición de un saber pacificador, siguiendo esta línea argumentativa, le permitiría a su vez ulteriores desarrollos en la línea de integrar algo del Otro… ¿Qué hay de cierto en todo esto?
Veamos primero qué es lo que Wolfson expone. El capítulo anterior, el que iba a ser el último del libro, terminaba con el reconocimiento de la imposibilidad de cambiar el mundo, –al menos no puede hacerlo, nos dice, a través de sus locuras–, se trata, entonces, de adaptarse al mismo de forma menos sufriente (Wolfson 1970: 247-256). Después, en el capítulo añadido, nos cuenta sus rituales masoquistas, el goce al que se entrega y las ideas sobre el dolor y la vida con las que intenta frenarlo, sus alocadas obsesiones. Quizá dolor y vida no sean incompatibles puesto que se nace con dolor… ¿Pero deshonra uno con estas conductas masoquistas a los que de verdad han sufrido?… ¿Qué hace que pese a tanto sufrimiento merezca la pena vivir?…
Piensa primero en sostener la existencia en un pensamiento químico de la vida, buscando fórmulas salvadoras. Piensa después en honrar a los muertos llevando una vida puramente intelectual. Y a continuación describe sus conductas masoquistas y cómo, aplicándose una de sus duchas frías y pensando melancólicamente en la ironía de la vida, “logra entrever intelectualmente e incontestablemente la verdad de las verdades” (Wolfson 1970: 252). Una certeza sobre la compatibilidad de la vida y el sufrimiento que relativiza de golpe la existencia y que, como logro que es, espera que no le abandone jamás. ¿No era inútil, de ahora en adelante, quemarse la piel o exponerse a temperaturas gélidas o aguantar al máximo la respiración, con la esperanza –vana, según su iluminación– de probarse que el sufrimiento no era tan horrible, ni que la existencia de la humanidad era un fenómeno criminal?
Reflexiones encaminadas a aceptar una inutilidad tan personal como cósmica que, apaciguando algo sus ansias destructoras, dan pie por primera vez a una suerte de encantamiento optimista, dejando abierta la posibilidad –quién sabe, nos dice– de acceder por esta vía a su libertad perdida… Con este esperanzado final concluye Le Schizo…
Ensayemos ahora el lado delirante. ¿Permite su trabajo lingüístico abrir su terror a ser infectado por parásitos y su cosmovisión masoquista de la existencia hacia una construcción de delirio pacificador? Hemos visto cómo la experiencia del goce mortífero le lleva de la perplejidad a la elaboración, una elaboración que se asemeja en un primer momento a los protocolos lingüísticos, paliativa entonces, sin anclajes organizadores, pero donde ha terminado surgiendo, con la señalada revelación, una nueva y prometedora herramienta.
¿Qué podemos aventurar de sus frutos posteriores? ¿Los hubo? Es preciso señalar primero una laguna importante en la documentación manejada. Wolfson reescribió Le Schizo et les langues titulándolo Point final à une planète infernale, un texto –cuyo título es de por sí orientativo– que terminó de escribir poco antes de la muerte de su madre y al que no he tenido acceso. De todas formas Wolfson dejará pistas del mismo en su segundo libro publicado, Ma mère, musicienne, est morte…, escrito en 1984, siete años después de la muerte de su madre[5]. ¿Nos permitirá avanzar este texto en los problemas que planteábamos?
Debemos arrojar primero un jarro de agua fría ante expectativas demasiado optimistas. En la segunda página del texto señala que su esquizofrenia sufrió un agravamiento tras la publicación de 1970. Además de la expansión de su irrefrenable alarido –¡Enema!, la palabra mágica, como él la llama–, relata a continuación un revelador episodio, su paranoica y megalómana interpretación de la fecha escogida por Pontalis para el lanzamiento del libro. Le Schizo apareció justo antes de una visita oficial del presidente francés, Pompidou, a Estados Unidos, y Wolfson, naturalmente, pensó que Pontalis había retrasado la publicación para hacerlo coincidir con esa fecha, convencido de que él no podría impedirse atentar contra Pompidou. Sin duda, una artera trampa del editor para disparar las ventas de su libro (Wolfson 1984, 15).
Numerosos pasajes de su segundo libro atestiguarán de esta alianza entre el delirio paranoico con la creciente megalomanía, que él mismo se diagnostica, exhibiendo su solución cósmica a través de un suicidio planetario nuclear. Otra modalidad de la imposible separación del objeto, que pudiera surgir como reverso de los momentos de profundo abatimiento melancólico, como ya señalara Freud (1992: 250-251), y que nos ilustraría el tercer polo de la psicosis, la melancolía.
Ma mère, musicienne, est morte de maladie maligne à minuit…
El 13 de octubre de 1975 Rose, la madre de Wolfson, acusa los primeros dolores abdominales de lo que ya era su mortal enfermedad, el cáncer de ovarios y sus imparables metástasis. Lo relatado en Ma mère, musicienne, est morte… seguirá, paso a paso, cronológicamente, el desarrollo de los dieciocho meses de su enfermedad. Un período en el que su hijo se dedicará principalmente a dos actividades, las apuestas hípicas y la lectura de libros sobre el cáncer, naturalmente en lengua extranjera. Ya no nos sorprende tampoco la intensidad de la obsesión a la que se entrega. Pero para lo que ahora nos concierne tendremos que dejarlas de lado.
Si seguimos la pista paranoica, podríamos interpretar a raíz de lo que allí se lee que los parásitos y los gusanos de antaño, aquel esbozo de sistema delirante, de miedo al envenenamiento, ha tenido enormes desarrollos hasta alcanzar plenamente la figura del Otro, del diferente, lo que desembocará en el expansión de pensamientos y actitudes abiertamente racistas, muy abundantes en el texto. Temor y odio hacia el negro, hacia el judío. Parece su manera de incluir en su representación del mundo al otro malvado, de sacarlo fuera. ¿Es esto cierto? ¿Es un logro? ¿Consigue así Wolfson que una parte de la contaminación, de la excrecencia que su locura manifiesta, pase al mundo? ¿O se trata, más bien, de una multiplicación de medios, de defensas, ante el permanente empuje de su locura?
Situaremos en un primer nivel las representaciones directas del Otro malvado. A sus odios raciales se suman otros muchos, en especial los médicos y las enfermeras (violadoras rectales), además de editores, pacifistas… Pero más interesante todavía es la aplicación de este polo paranoico a su reacción ante la enfermedad de la madre, el cáncer. Estaríamos aquí en un segundo nivel de elaboración, más cercano a la construcción delirante. Veamos qué es para él la fatídica enfermedad.
Los ovarios y el útero materno, esos órganos generadores imparables de células cancerígenas, le han producido también a él. La humanidad misma es, en sí, cancerígena. El planeta Tierra padece la misma contaminación, ha producido, como madre, la raza humana que infecta exponencialmente los cinco continentes. ¿Cuál es la solución? Sólo la bomba atómica puede limpiar su progresión mortífera. Sólo el Dios-bomba puede detener la plaga humana. A estas ideas se entrega Wolfson una y otra vez. Pero para completar el sistema delirante quizás faltaría un tercer nivel de elaboración: ubicarse con relación a este Dios-bomba, dotarse de un destino o ser señalado por Él para llevar a cabo una misión.
Hay que decir que afortunadamente no va más allá del esquema delirante primario, una concreción relativa que, por otra parte, no parece calmarlo. Y no se vislumbra un camino mejor –una misión reconciliadora, digamos–, por lo que Wolfson odiará a muerte cualquier planteamiento pacifista, aunque no llegue a verse señalado por Dios para cumplir ese tipo de misiones.
Como se ve, nos movemos entre conjeturas. Sin duda la enfermedad de la madre introdujo un trastorno adicional. Los años posteriores a su muerte están rodeados de misterio. Siete años después, en 1984, otra vez la escritura. ¿Le llevó todo ese tiempo la redacción? ¿Cuándo empezó a escribirlo? No sabemos. Pero es cierto que su lectura esta vez nos sorprende. Encontramos en este segundo libro una exposición mucho más clara, un lenguaje más suelto, salpicado de elementos de fina ironía que resulta por momentos brillante. Sus descripciones son impactantes, Wolfson maneja el ritmo de manera notable y las repeticiones y el relato de sus manías están lejos de ser estereotipadas. Y aun cuando no pueda parar de hacer añadidos, el conjunto no pierde su composición orgánica ordenada.
Escogeré el detalle creativo que me parece de mayor alcance, también es el más evidente, el increíble título del libro, que leemos ahora en toda su extensión: Ma mère, musicienne, est morte de maladie maligne à minuit, mardi á mercredi, au milieu du mois de mai mille977 au mouroir Memorial à Manhattan. Todo el abanico sonoro posible a partir del fonema “m” es desplegado como una producción inagotable. Un cáncer fónico como el mismo cáncer de la madre, un cáncer hecho lenguaje. Al menos ésta es la interpretación de Wolfson. Dirá que su madre eligió morir de manera aliterativa (Wolfson 2009: 288-289).
Pero es también una construcción personal, la suya, la construcción de un nuevo laleo. El título parece retornar o recrear el laleo en lengua extranjera, escribiendo, describiendo y sustituyendo aquel infinito materno (canceroso) que ha encontrado en la muerte su nueva imposible inscripción. Un laleo en “m” de diecisiete compases. Probablemente el título más aliterativo de la historia de la literatura. Se trata de un logro ciertamente notable. Bien lejos, al menos aquí, de aquella estrechez del protocolo lingüístico.
¿Pero viene a paliar este esbozo delirante del desarrollo de su paranoia la fragmentación esquizofrénica? ¿Podríamos colocar este delirio del lado del éxito? ¿Previene un nuevo ciclo de previsible desamarre provocado por la terrible contingencia de la enfermedad mortal de la madre? ¿Es ésta su respuesta a la prueba de la verdadera castración en lo real? El segundo libro vendría a corroborar el anclaje en la escritura para abordar la terrible prueba de la separación con respecto a la madre, es cierto, pero el éxito vuelve a parecer muy relativo. Este libro también da buena cuenta de la extensión de sus bizarros comportamientos: de su aplicación en las bibliotecas públicas al estudio del cáncer siguiendo todo tipo de teorías delirantes; de las irrenunciables visitas cotidianas a los diferentes hipódromos para desarrollar “infalibles” sistemas que permitan ganar en las carreras, aunque le lleven a conductas cuasi suicidas, como lanzarse a atravesar la ciudad en pleno invierno con ropa de verano; de sus pensamientos racistas y sus acechantes temores paranoicos; y, en general, de toda su locura razonante y su locura a secas.
Un prodigioso despliegue, es cierto, pero que no consigue abrirse camino como sistema. Wolfson no encuentra un elemento organizador que opere y abra un proceso de construcción. La tierra prometida de las otras categorías, aquellas con las que valerse en un mundo por fuera de la ley edípica, como soñaba Deleuze, no está a su alcance.
Para concluir
El neurótico es aquel que pone una distancia con respecto al murmullo de su cabeza, devaluando la autonomía de este murmurar. El psicótico, en cambio, no puede dejar de darle una importancia, lo que nos indica que él está operando con algo de otro orden, con la cosa no expurgada de la palabra. Esto da cuenta de un fracaso inicial que ha impedido un vaciamiento de goce, con el resultado de lastrar y menguar el registro de lo simbólico de una operatividad estructural. Debido a ello, allí donde el neurótico dispone de un adormecedor mecanismo de significación (fálico), el psicótico se ve confrontado a la experiencia de la perplejidad, que puede desembocar, o no, en la elaboración de una significación delirante (no fálica), paliativa.
Nos hemos detenido en el trabajo de Wolfson, un trabajo ejemplar para detener, mediante tiritas sonoras provenientes de lenguas extranjeras, la acción de las astillas de la lengua materna. Un intento por incrustar el orden simbólico que, al no partir de un vaciamiento originario, no es plenamente operante, no consiguiendo evitar las esquirlas de real, la cosa en la palabra.
Podemos deducir de lo expuesto que por mucho que Wolfson logre perfeccionar sus múltiples dispositivos, y que con ellos logre a veces, puntualmente, parchear su escindido cuerpo, la fórmula de la vacuna no está a su alcance. Wolfson la busca y es capaz de abrir nuevos continentes lingüísticos que permitan puentes de conexión, pero no puede encontrarla. Quizá porque sencillamente no la produce.
Utilizando el caso de Louis Wolfson hemos comentado el destrozo producido por el murmullo que retorna desde afuera ante el fracaso de un mecanismo simbólico que transforme la letra-astilla en algo liviano para el cuerpo. Cuando el aparato de significación funciona introduce al neurótico en el sueño de la realidad y de la representación donde adquiere su estatuto de sujeto. Ha producido el velo que le distancia del goce mortífero de la cosa en sí –llámese madre, lengua, sustancia o naturaleza– y se sirve de él para incluirse y diferenciarse dentro del colectivo social. Pero si hablamos entonces de éxito, en comparación con el fracaso de Wolfson, corremos también el riesgo de simplificar en exceso puesto que el éxito no puede ser sino relativo. Pensando mejor en modalidades de fracaso. Lo que nos interesa es la respuesta al fracaso.
Por eso Joyce nos fascina, porque consigue tratar la herida de la letra en el cuerpo sin apelar al mecanismo de la significación, donde él percibe una falla desde la tierna infancia, falla que lo aleja de la colectividad. Se lee en alguno de los fragmentos de Retrato la euforia que le produce ese hallazgo que le encamina a un nuevo modo de zurcir con su arte su vida deshilachada, creándose una nueva consistencia, otro tipo de cuerpo al que Lacan llamará en la última lección del Seminario 23 el ego corrector de Joyce.
Notas
[1]https://entrelazosblog.wordpress.com/2016/01/15/cuando-el-murmullo-en-vez-de-habitarnos-retorna-desde-afuera-xi-ultima-entrega/
[2] Lo que sigue a continuación amplía la síntesis que se redactó para la segunda parte del artículo El tejido Joyce (II): Murmullos. Puede encontrarse en la sección Otros operarios de lalengüa de www.cilajoyce.com.
[3] Este pasaje es justo posterior a una nota reconociendo la importancia trabajo psicoanalítico de Piera Aulagnier de 1971, que mencionamos anteriormente.
[4] Seguramente falte todavía una investigación sobre la influencia de las críticas (Deleuze, Derrida, etc.) al estructuralismo de Lacan y su relación con el deslizamiento operado desde una orientación más marcada por lo simbólico hacia otra marcada por lo real. ¿Hasta dónde contribuyeron a precipitar el camino que, por otra parte, ya estaba en marcha desde el Seminario sobre la ética del psicoanálisis?
[5] Un título que sería también corregido en el texto revisado y ampliado de 2012, aunque esta vez mantiene intacto lo esencial, salvo en la supresión del subtítulo “ou Exterminez l’Amérique” y la doble autoría “par Rose Minarsky & Louis Wolfson”.
Bibliografía
AA, VV. 2009. Dossier Wolfson. Gallimard, Paris.
Aulagnier, Piera. 1971. “Le sens perdu (ou le “schizo” et la signification)”. En Dossier Wolfson. Gallimard, Paris.
Colina, Fernando. 2011. Melancolía y paranoia. Síntesis, Madrid.
Deleuze, Gilles. 1970. “Schizologie”. En Le schizo et les langues. Gallimard. “Connaissance de l’inconscient”, Paris.
Deleuze, Gilles. 1996. Crítica y clínica. Anagrama, Barcelona.
Eco, Umberto. 1993. Las poéticas de Joyce. Lumen, Barcelona.
Foucault, Michel. 1999. Raymond Roussel. Siglo XXI, México D. F.
Foucault, Michel. 1999. Siete sentencias sobre el séptimo ángel. Arena Libros, Madrid.
Freud, Sigmund. 1992. Duelo y melancolía. Amorrortu, Vol. XIV, Buenos Aires.
Joyce, James. 1989. Retrato del artista adolescente. Alianza, Madrid.
Jung, C. Gustav. 1994. Ulises, un monólogo. En Estudios Psicoanalíticos II. Locura: Clínica y suplencia. Eolia, Madrid.
Lacan, Jacques. 2003. Escritos 1. Siglo XXI, México D. F.
Lacan, Jacques. 2006. El Seminario. Libro 23: El sinthome. Paidós, Buenos Aires.
Lacan, Jacques. 2013. Le Seminarire. Livre VI. Le désir et son interprétation. Champ Freudien, Paris.
Marco, Zacarías. 2015. El tejido Joyce. Arena Libros, Madrid.
Wolfson, Louis. 1970. Le Schizo et les langues. Gallimard, “Connaissance de l’inconscient”, Paris.
Wolfson, Louis. 1984. Ma mère, musicienne, est morte de maladie maligne à minuit au milieu du mois de mai mille977 au mouroir Memorial à Manhattan ou Exterminez l’Amérique, par Rose Minarsky & Louis Wolfson. Navarin, Paris.
Wolfson, Louis. 2012. Ma mère, musicienne, est morte de maladie maligne à minuit, mardi á mercredi, au milieu du mois de mai mille977 au mouroir Memorial à Manhattan. Attila, Paris.
Žižek, Slavoj. 2013. El resto indivisible. Ediciones Godot, Buenos Aires.