La forma de la salpicadura

Una de las cosas que siempre me ronda por la cabeza es qué impulsa la escritura, o más directamente, qué hace que algo sea escritura. Esta pregunta parece convocar a la letra, en la acepción lacaniana, a este oxímoron que sería la palabra viva. Es un anhelo que me imagino que parte del aburrimiento que me invade cuando ese encuentro vida-palabra no se produce. ¿Pero de qué encuentro se trata?

Tenemos por un lado la experiencia (como analizantes, como analistas, como lectores, aquí mismo participando de este evento…) y por otro una cierta aridez que afecta a lo que decimos, a lo que leemos, también a lo que escribimos. Una aridez que proviene, al menos en parte, creo, de someternos a un discurso que sacrifica nuestra subjetividad. Distingo aquí el relato de los sentimientos de la aventura del encuentro. Me interesa lo segundo. Lo primero se integra fácilmente en todo discurso. Me refiero a la excusa que supone ordenarse por lo comunicacional y el peligro, en nuestro caso, de someterse a la égida del saber (un saber que delataría, en este caso, un no saber hacer con lo real). Este saber resulta sumamente atractivo, nos hace abejas de la colmena, impulsando proyectos colectivos. Una parte es sin duda necesaria, pero en ese movimiento algo importante se pierde, y al perderse otras dinámicas no del todo sanas vienen a su lugar.

En este libro, que es para mí un capítulo más dentro del resto, me ha interesado hacer otra cosa que darle vueltas a la misma parva, aventurarme en territorio agreste a la caza de nuevos frutos, y con la ambición de traer esa experiencia a la palabra. No contar la experiencia, o sea, hacer una ficción comunicativa, sino acometer ese imposible que es mostrar la vida, lo que viene a ser el encuentro en las palabras.

Por supuesto, el saber está –como cada uno puede descubrir, hay mucha lectura detrás–, pero no interesa su exhibición, la cita o la referencia. Serán cosas que el lector podrá descubrir por su cuenta, escuchar sus ecos en el texto, leerlos como guiños dirigidos a él. No hay nada malo en ello. Eso está. Otra cosa es el tema de la autoridad, del Otro. He evitado acudir a la autoridad para sostener un pensamiento. Cada vez que ocurre es un fracaso. Por eso digo en el primer texto que Lacan ha sido utilizado. ¿Por qué? Porque sostenerse en la autoridad es todo lo contrario de servirse de ella, y deja fuera lo que más me interesa, que es llevar a acto el discurso analítico. Lo que significa entenderlo como una poética. Fijaros lo ambicioso de mi propuesta que incluso exigiría dejar de llamar discurso al que practica el psicoanálisis en su clínica. No discurso sino poética, porque sólo desde una poética podemos intervenir en lo real.

Es aquí donde se aúna la idea de encuentro con la escritura, donde accedemos a lo vivo que ha fecundado la palabra. Nos incursionamos en lo real para producir una mutación. Navegamos entre esas dos aguas. Pero decir que lo hacemos no es hacerlo. Decir es entrar en el relato, donde nos defendemos, abandonamos las aguas turbias y nos ponemos guantes para evitar su salpicadura. En este libro, he leído los aforismos de Lacan desde otro lugar, para volver al encuentro con lo que hace tambalear nuestro ser, y dejar, en la escritura misma, la forma de su salpicadura.

Zacarías Marco