Introducción
Siguiendo la propuesta que me brindó Sergio Larriera para hablaros de algún material sugerido a partir del trabajo que desarrollé en El tejido Joyce[1], se me ocurrió que podía relacionar las epifanías con los murmullos y, de esta manera, aprovechar para ampliar partes anteriormente trabajadas con el fin de poder ofreceros un material adicional al mismo. Pensé que las epifanías y los murmullos podían ser entendidos estando ubicados topológicamente en banda de Moebius, dos aparentes caras que no son tales pues existe una continuidad entre ellas. Hoy desarrollaré el tema de las epifanías en Joyce entendidas como un trabajo sobre los murmullos. En síntesis, la epifanía sería el ejemplo princeps de toda pirueta artística en Joyce, su matriz artística, resultado de su particular hacer con los murmullos para frenar una deriva francamente invasiva y que tendría un alcance devastador. Este modo de hacer con lo que queda escindido de la realidad sufrirá una evolución, pero aun cuando la abandone, su núcleo esencial seguirá funcionando como motor operativo en sus sucesivos saltos artísticos, incluido Ulises, incluido Finnegans Wake.
Lo que expondré hoy de alguna manera servirá de complemento a lo desarrollado en el capítulo tercero titulado De la fobia al arte. Allí estudio primero tres vaporosas y virginales fantasías de encuentro sexual que tiene el adolescente Stephen para, sobre esta base, poder analizar la concepción artística tal como es desplegada en la conversación que mantiene con Lynch en Retrato del artista adolescente[2], la conversación donde expone su manifiesto artístico, paralelo en importancia al alumbramiento del manifiesto ideológico que vendrá a continuación, en la conversación con Crany, poco antes de abandonar Dublín. Pero la novedad es que no partiré hoy de la conversación con Lynch sino del excepcional trabajo que realiza Umberto Eco en su libro Las poéticas de Joyce[3], concretamente a lo desplegado en su primer capítulo, El primer Joyce. Veremos entonces a Joyce desde Eco, yendo de la mano de su conocida erudición, con el objetivo de analizar no sólo los conceptos fundamentales, como la claritas, y el anclaje medieval, tomista, de Joyce, sino también para deducir la lógica que guía el trabajo de Eco. Confieso de entrada que nuestro objetivo será intentar entender la guía rectora por la que se decanta, para desmontarla después, o para ofrecer al menos otra lectura, valiéndonos del abordaje que hace Lacan en el Seminario 23. Considero a Eco imprescindible para situar las referencias dentro de una perspectiva epistemológica, pero no así dentro de la perspectiva del sujeto confrontado a la emergencia de un real, aquí entendido como encuentro traumático con algo descarnado de la lengua. Por ello iré insertando comentarios a la lectura de su texto. Mi manera de trabajar –de la que sólo me doy cuenta a posteriori– creo que obedece a dos lógicas distintas, por un lado sigue un análisis estructural para desentrañar la lógica interna del texto pero, por otro lado, creo que hace funcionar una lógica del no todo, una sensibilidad hacia el goce o, como decimos, hacia lo real. Desvelar esto creo que es importante para no llevarse a engaños sobre los resultados obtenidos.
Decía epifanías y murmullos en banda de Moebius porque, desde la perspectiva que seguimos, que es la de un sujeto que responde a las fracturas que lo constituyen, no podemos desprendernos del aspecto clínico, intentando aprehender lo que el poeta anticipa. Para desarrollar la parte más clínica traeré mañana a Louis Wolfson y su hacer con los murmullos que se le imponen. Wolfson, un escritor esquizofrénico, nos servirá de referencia fallida, fracasada, en ese hacer suyo intentando matar la lengua materna. Se trata entonces de tener presente un horizonte que podemos llamar ontológico. Allí situamos claramente a Descartes en un momento de cambio entre una concepción medieval y aquella que tras él marcará la modernidad. Se produce con él un modo de pensar que escinde el sujeto del objeto, que tendrá no sólo las conocidas repercusiones en el nacimiento de la ciencia moderna, sino también en las áreas más dispares. Baste como apunte una reflexión de Fernando Colina señalando ese momento histórico como el comienzo de la escisión mental que dará a luz a la patología esquizofrénica. Para Colina, la esquizofrenia no es pensable antes de la edad moderna, antes de que el hombre decidiera entregar media cabeza a la ciencia, resultado de abrazar una concepción que condena al ostracismo los sistemas de pensamiento que acogían la indiscernibilidad[4]. Resumiendo, la escisión sujeto objeto traerá consigo la escisión esquizofrénica. Dejaremos para mañana el fracaso artístico y científico del “protocolo” Wolfson y continuaremos ahora con las aportaciones del gran medievalista que es Eco. No olvidemos que realizó su tesis doctoral en 1956 sobre la teoría estética de Santo Tomás. De su mano intentaremos despejar la concepción artística de Joyce tensionada entre el mundo medieval y el modernismo. Veremos por cuál se decanta Eco.
Encuadre y tesis de Umberto Eco
“Nadie como Joyce –nos recuerda Eco al arrancar su trabajo– ha hecho hablar tanto de poética y de estética a sus propios personajes”[5]. Un aspecto cuantitativo que no es en ninguna medida azaroso pues está anclado en una particularidad sobre la que se edificará toda su obra y que reside en el hecho de que “para comprender el desarrollo de su poética es necesario remitirse constantemente a su desarrollo espiritual o, mejor dicho, al desarrollo de ese personaje que vuelve una y otra vez en el curso del inmenso fresco autobiográfico de sus obras, llámese Stephen Dédalus, Bloom o H. C. Earwicker”[6]. Magnífico, parece que empezamos en plena sintonía con Eco, que tiene el indudable acierto de destacar de entrada este aspecto capital, el enlace en un único tejido de vida y obra.
Entramos ahora en el despliegue de Eco siguiendo las tres grandes líneas de influencia que destaca a lo largo de toda la obra de Joyce: por un lado, la influencia filosófica de Santo Tomás, aunque algo puesta en crisis por las lecturas que hace de Giordano Bruno; por otro la de Ibsen, poniendo en relación el arte con el compromiso moral; y por último, la influencia de las poéticas simbolistas y decadentes de fin de siglo, que comparten el ideal estético de una vida dedicada al arte y la visión de un arte sustituto de la vida, unas poéticas que colocan al lenguaje en el disparadero para resolver los grandes problemas del espíritu. (Como a Vico no lo lee hasta que tiene 40 años lo dejamos hoy de lado).
Joyce nos va a ofrecer una manifestación temprana de sus preocupaciones cuando escribe, a los 16 años, “The Study of Languages”, donde ya encontramos algunas de las ideas que vendrán a ordenar el desarrollo posterior de su poética: la teoría de la impersonalidad, el lenguaje como máximo exponente de la verdad, y la historia de las palabras como base para conocer la historia de los hombres[7]. Observamos nosotros la firmeza con la que se agarra, con necesariamente escasas lecturas, a posiciones que va a mantener de por vida, algo que viene a poner algo entre paréntesis el papel de las influencias. Parece indudable que hay una elección precoz de Joyce sobre las mismas.
Eco no va a demorarse en ofrecernos con total transparencia cuál va a ser el hilo conductor de su libro. Éste no será otro que desvelar “la oposición entre una concepción clásica de la forma y la exigencia de una formulación más dúctil y abierta de la obra y del mundo, una dialéctica del orden y de la aventura, un contraste, nos dice, entre el mundo de las summae medievales y el mundo de la ciencia y de la filosofía contemporáneas”[8]. Retengamos la visión de una problemática entendida como oposición entre dos concepciones donde termina decantándose por la segunda pero sin perder el ropaje de la primera. En el borne entre un mundo y otro encontramos dos figuras clave, dos pasadores. Joyce utilizará a Giordano Bruno (con su idea de la dialéctica terrestre de los contrarios) y a Nicolás de Cusa (con su coincidentia oppositorum) para introducir de contrabando en el pensamiento escolástico un planteamiento moderno del arte. Añadimos nosotros que Eco no se fija en la simpatía de Joyce por Bruno como hereje, no es esto lo que le interesa. Queda entonces despejada la tesis de Eco en el sentido en que Joyce no termina eligiendo entre las dos sino que mantiene activa la polaridad de esta dialéctica, de esta oposición entre lo medieval y lo moderno, porque aunque su concepción se decante por lo moderno no abandona nunca la herencia medieval de la que parte[9].
Unas páginas más adelante leemos que “la búsqueda de una obra de arte que constituyera un equivalente del mundo se movió en Joyce siempre en una sola dirección: del universo ordenado de la Summa, que le había sido propuesto en la infancia y en la adolescencia, al universo que se extiende en el Finnegans Wake, un universo abierto, en continua expansión y proliferación, que al fin y al cabo debe tener un módulo de orden, una regla de lectura, una ecuación que lo defina, una forma”[10]. Se trata de una nueva formulación, pero sin dejar de plasmar la tensión interna que ya veíamos, si bien mostrando ahora cómo recorre la obra de Joyce en su diacronía. Recordamos nuestra impresión: Eco detecta una problemática fundamental, reflejo de algo irresoluble, y que explica acudiendo a una dialéctica. Para nosotros la problemática es reveladora de un tropiezo en otro orden de cosas.
A continuación Eco se pregunta por el significado de esta persistencia de la mentalidad medieval, de este ropaje que era fruto de su educación con los jesuitas, para adentrarnos en los principios básicos de lo que es el pensamiento medieval. Entresacaré sólo los aspectos fundamentales.
Los orígenes medievales de la poética de Joyce
Para el pensador medieval la obra de arte, en la que incluye lo que nosotros llamamos artesanía, es la forma que el hombre encuentra para reproducir las reglas del orden cósmico, reglas que no pueden ser sino universales. Reproducir. En este sentido, el arte viene a reflejar no la personalidad del artista sino precisamente su impersonalidad. El arte es pues un analogon del mundo. La idea del artista como creador es ajena al mundo medieval. Eco nos recuerda que la noción de impersonalidad también le viene a Joyce de la mano de autores más modernos, como Flaubert, pero es evidente que el atractivo que siente por esta noción tenía orígenes medievales.
La operación que hace Joyce sobre esa concepción medieval se resume en una sustracción de la figura de Dios, suprime la trascendencia divina. Una operación donde encontramos como antecedentes a los que Joyce toma como maestros, Bruno y Nicolás de Cusa. La figura geométrica simplificada que correspondería al esquema medieval sería necesariamente el triángulo, con Dios en la cúspide organizando jerárquicamente el universo. Una vez sustraída la trascendencia del Padre como garante, la figura resultante que domina la obra de Joyce es, para Eco, el círculo, o bien una espiral cuyos extremos se unieran[11]. Yo tiendo a imaginármelo como una sucesión de espirales que se conectan, pero conservando una fractura entre ellas, para dar cuenta de los saltos artísticos marca de la casa, los saltos en el telar de la fábrica Joyce. Por ello, para mí, el inicio no se termina enlazando sin más con el comienzo. Sin duda esto está, pero también se manifiesta un empuje constante hacia lo abierto, un punto de fuga que se insubordina ante la lógica circular existente, una diseminación que no se deja atrapar por mucho que Joyce lo intente a base de multiplicar las redes simbólicas.
Yendo a lo concreto de la plasmación estética del modelo medieval, encontramos un ejemplo claro en la técnica del inventario, término que fue acuñado por el crítico Hugh Kenner[12] para dar cuenta del modelo enciclopédico medieval, y que en términos retóricos clásicos se conoce como la enumeratio. En este caso, lo medieval recoge toda una tradición que no solamente es clásica, –recordemos la descripción enumerativa presente en la Ilíada–, sino también la del llamado pensamiento primitivo, tal como explica Lévi-Strauss en La pensée Sauvage. Esto es cierto, y sin duda a todo lector de Joyce la enumeración en lista le resultará familiar, pero volvemos a tener problemas a la hora de explicárnoslo en términos de elección. Hay algo en la aplicación de esa técnica que nos convence de ser genuinamente Joyce. Todavía no sabemos decir por qué. Tratemos de avanzar. No sólo encontramos esta técnica en numerosos pasajes del Ulises, observamos que guarda también una afinidad con el concepto primero de epifanía. Se trata de un punto insoslayable sobre el que gravitará buena parte de lo que queremos desarrollar hoy. Recordemos primero cómo queda definida en la clásica cita de Stephen, el Héroe:
“Por epifanía entendía una súbita manifestación espiritual, bien sea en la vulgaridad de lenguaje y gesto o en una frase memorable de la propia mente. Creía que le tocaba al hombre de letras registrar esas epifanías con extremo cuidado, visto que ellas mismas son los momentos más delicados y evanescentes.”[13]
Si pensamos la enumeratio como una caja registradora, le toca al hombre de letras hacer esa labor, una labor en la que no añade nada de su cosecha: no interpreta, no transforma, no elabora. En este estadio primero del concepto este registrar es equivalente al medieval en cuanto a la no intervención del artista y, sin embargo, algo nos dice que es Joyce y sólo Joyce. Recogemos la argumentación epistemológica de Eco para dar cuenta de la permeabilidad de Joyce hacia otras influencias que no fueran medievales. Como decíamos, no ponemos ninguna pega dentro de ese plano, pero ofrecemos a continuación otra lógica para dar cuenta de las insuficiencias que surgen cuando esta lectura se estrecha demasiado. A partir de un punto soltamos ese lastre para alcanzar otro tipo de comprensión. Si Joyce hace suya la enumeratio no es por haber leído a Santo Tomás, sino porque algo en él se reconoce allí. Lo que escribe con seis años en su cuaderno para ubicarse en el Universo[14] ya es una lograda enumeratio, creada aparentemente ex nihilo por él. Pero también es algo más. La acompaña de un uso bien particular. Apunta a algo más que la buscada ubicación, que la inserción en una jerarquía de lugares, es una respuesta ante la cosa en la palabra, ante la cosa en la palabra que es extraída y colocada como cosa, más allá del sentido. Esta problemática, para nosotros absolutamente fundamental, es por completo ajena al planteamiento de Eco. Lo que, por supuesto, no impide que aprendamos y nos sirvamos de sus desarrollos. Sigámosle pues un poco más para ver cómo argumenta que Joyce haga pasar de contrabando una estética original casi como si fuera un comentario a las ideas de Santo Tomás[15].
Una vez que Joyce se sacude la ortodoxia puede abrirse a nuevas influencias, ahora agrupadas por Eco en dos corrientes: por una parte, los simbolistas y los poetas del renacimiento céltico, Pater y Wilde; por otra, Ibsen y el realismo de Flaubert. Van a ser cuatro los textos fundamentales que produzca en esos años –recordamos que Joyce tiene entre los 18 y los 20: Drama and Life (1900), el ensayo Ibsen’s New Drama (1900), el panfleto The Day of the Rabblement (1901) y el ensayo sobre el poeta irlandés James Clarence Mangan (1902). Influencias que se resolverán bajo los parámetros de esa tensión destacada por Eco entre la oposición y la continuidad. Eco nos advierte que los cuatro textos ofrecen en realidad líneas algo contradictorias entre sí, pero representativas de las aspiraciones opuestas que seguirán en toda su obra. Y será justo a partir de entonces que se observe una asombrosa convergencia de tres actitudes muy distintas, –la preocupación realista, la concepción romántico-decadente de la palabra poética y la forma mentis escolástica– tal como quedarán plasmadas en Stephen, el Héroe y en Retrato del artista adolescente. En estas obras se nos ofrece una estética decantada y teorizada, paso previo para que podamos abordar el tema de la epifanía.
Los cinco temas principales de la estética del primer Joyce
Resumimos la clasificación que nos ofrece Eco[16] sobre la estética de Stephen. Nos detendremos algo más en los puntos dos y cinco, que me parece que guardan una conexión particular, concretamente entre la impersonalidad de la obra y la interpretación que hace Stephen de la claritas tomista, para alumbrar su concepto de epifanía.
Primero. La subdivisión del arte en los tres géneros: lírico, épico y dramático. La discusión sobre géneros es bastante escolástica y procede de Aristóteles. La novedad es que Stephen la desarrolla de manera ascendente, de tal manera que la forma dramática sería para Joyce la verdadera forma de arte.
Segundo. La objetividad y la impersonalidad de la obra. Cuando elabora esta teoría ya conoce concepciones bastante próximas, sobre todo de Mallarmé, aunque se diferencia de ésta en cuanto en Joyce la obra aspira a ser el sucedáneo de la vida y no el medio hacia una vida perfeccionada. Mallarmé, más platónico, está interesado por la ausencia. Joyce es, en cambio, más aristotélico, le interesa sobre todo la presencia. Pero también encontramos en este punto una sintonía con Baudelaire, con Flaubert –cuyos comentarios sobre Madame Bovary, donde el artista es presentado como el Dios de la creación, invisible pero todopoderoso, tienen algo más que un aire de familia–, incluso con el compatriota Yeats, con el que tendría a los 20 años uno de los más comentados encuentros literarios. En definitiva, está claro que responde a una idea extendida en su época, que será posteriormente sistematizada por Pound y Eliot.
A esto se sumarían las influencias de las formulaciones estéticas de Santo Tomás que, siendo medievales, no podían ir en la línea de expresar la personalidad del artista sino todo lo contrario. La obra, como objeto bello, expresaba su propia legalidad y no la de su artífice[17]. Pero no cabe duda que Joyce utiliza las influencias a su antojo, como venimos subrayando, y buena prueba de ello la encontramos en la conversación con Lynch cuando Stephen se dispone a hablar del papel del artista, precisando entonces que necesita una nueva terminología inexistente en el corpus escolástico.
Tercero. La autonomía del arte. Aquí Eco vuelve a insistir en su tesis. Stephen hace pasar una teoría moderna del arte por el arte a través de las fórmulas de Santo Tomás. Un ropaje que deja en realidad de lado aspectos básicos del mundo medieval que, además de no distinguir arte y artesanía, tiene una visión unitaria y jerarquizada, donde la belleza de la obra está ligada tanto a su calidad formal como a su finalidad.
Cuarto. La naturaleza de la emoción estética. Ajena al juego de los instintos tanto como a los principios éticos, la emoción estética es concebida como un éxtasis, un detenerse de la sensibilidad, provocado, prolongado y disuelto, como dice Stephen, por el ritmo de la belleza[18]. Su concepción es, pues, estática. Añadiremos nosotros lo significativo que resulta excluir de su concepción estética el dinamismo de las pasiones. Por mucho que esto tenga una arraigada tradición filosófica, que no ha sabido nunca qué hacer con el exceso pulsional que nos desubica como sujetos, los argumentos que expone Stephen sobre el cuerpo como un mecanismo que reacciona pasivamente a estímulos internos son llamativamente pobres. Stephen muestra a lo largo de Retrato su permanente incomodidad ante el surgimiento del deseo. Cada vez que aparece sobreviene un impasse del que sólo se sale en fuga: ¡Partir! Esto lo corrobora también su interpretación sobre la katharsis aristotélica, donde se abandona el sentido dionisíaco, de purificación realizada a través de la explicación cinética de las pasiones, para entenderla escuetamente como cesación de los sentimientos de piedad y terror. De esta manera Joyce objetiva las pasiones dentro de la estructura dramática de la obra, en la línea que veíamos antes de despersonalización conducente a la stasis y al sentimiento de alegría.
Cinco. Los criterios de la belleza. Llegamos aquí a la parte que ha sido más extensamente comentada. Iré a lo fundamental. Stephen desarrolla en la conversación con Lynch lo que la tradición llama los criterios formales de belleza, tal como aparecen en la Suma Teológica que redactara Santo Tomás en el siglo XIII: la integritas o perfectio, la proportio o consonantia y la claritas, que Stephen traduce como wholeness, harmony y radiance (integridad, armonía y luminosidad).
Eco explica que los tres criterios son, para la concepción escolástica, las condiciones de perfección de una realidad existencial, de una estructura que se enfoca mediante una visio y se aprecia en cuanto estructuralmente completa, capaz por ello de satisfacer nuestras exigencias de equilibrio y de acabamiento[19]. Curiosamente, Eco empieza por la proportio (proporción matemática, ritmo, relación y armonía), de cuyo concepto dependería la integritas, al ser ésta la adecuación a lo que la cosa debe ser (satisfacción de sus estructuras subyacentes). Por último, la claritas, más allá de términos físicos de luz y de color, debe entenderse como capacidad autoexpresiva del organismo que se disponga a aprehender la cosa como hermosa antes que como verdadera.
Stephen hablará en Retrato de etapas sucesivas de la aprehensión estética, esto es, un proceso de la mente destinado a aprehender las relaciones de lo sensible. Parte de un concepto de imaginación que proviene más bien de la tradición romántica, además de otro de percepción, ligado a lo sensorial, que podemos remontar al obispo Berkeley pero no antes. Teniendo esto presente, su idea de integritas no podemos decir que se ajuste a la tomista, que era un hecho de perfección sustancial (más ontológica) y no de mera delimitación espacial vía sentidos, según se desprende de lo dicho por Stephen cuando aísla el objeto como una sola cosa. Su idea de proportio o consonantia es, en cambio, plenamente coincidente con Santo Tomás. Se trata de sentirla como una cosa.
Pero el concepto que resulta ser crucial en el ordenamiento de Stephen es, sin duda, el de claritas. Stephen corrige una inicial interpretación del término en una línea platonizante por la que Santo Tomás habría pensado en una especie de idealismo por la que la suprema cualidad de la belleza sería una luz extraterrena, de cuya noción la materia no sería más que una sombra. Tacha esto de literatura e interpreta a continuación la claritas como quidditas, como esencia del ser. Es una genialidad. El pasaje de Retrato donde Stephen pone el ejemplo de la cesta, primero aprehendida como una sola cosa (integritas), luego como cosa (proportio) hasta que, siguiendo esta ascesis, “ves entonces que aquella cosa es ella misma y no otra alguna”[20] (claritas) es espectacular. Eco subraya lo sutil y acertado que resulta Joyce dando esta interpretación, un terreno en el que no pocos expertos patinaron. No obstante, a pesar de haber dado en el blanco de lo sostenido por el de Aquino, Stephen pasará a aplicar la claritas en un desarrollo más personal, e interpreta ese momento como stasis de la delectación estática, hablando en términos de encantamiento del corazón[21].
Como vemos, la dificultad para dar una interpretación satisfactoria sobre la formalización del conjunto de elecciones que sostienen la poética de Joyce –aun la del joven Joyce–, es manifiesta. Trataremos de avanzar un poco más en el siguiente apartado, que es propiamente el tema que me gustaría tratar hoy, tanto en su sincronía como en su diacronía, en la evolución del concepto. No deja de ser significativo que, mientras en Stephen, el Héroe la epifanía se identifica directamente con la radiance, en Retrato Stephen este término ni lo nombra.
El concepto de epifanía y su evolución
Nos metemos ahora en el conjunto de influencias más recientes que utiliza Joyce en la elaboración del concepto de epifanía. Es lo que desarrolla Eco en el apartado que anuncia el paso de la escolástica al simbolismo. Tenemos que diferenciar primero entre concepto y término. Joyce recibe el concepto de Walter Pater, figura clave del esteticismo inglés de la segunda mitad del siglo XIX, que tuvo una influencia decisiva en la cultura anglosajona de fin de siglo. Pater fue un ensayista, crítico literario e historiador de arte, además de ejercer como profesor en Oxford, donde fue maestro y mentor de Oscar Wilde. De sus libros destacan especialmente dos: el que se consideró la biblia del esteticismo, la novela Mario el epicúreo (1885), de la que Yeats dijo que había sido el único libro sagrado de su generación; y sus Estudios en la Historia del Renacimiento, cuya primera publicación data de 1873, pero con sucesivas ampliaciones en los años siguientes hasta alcanzar su configuración definitiva en 1893. Allí se encuentra descrita su posición ante el arte y ante la vida, que llegó a producir una verdadera conmoción en la época. Es famoso, por ejemplo, el escándalo con el que fueron recibidas algunas de sus líneas por parte del obispo de Oxford. Yendo a las que aquí nos conciernen leemos, por ejemplo, que “la pasión poética, el anhelo de belleza y el amor del arte por el arte, poseen en grado sumo esta sabiduría (para la vida). Pues el arte llega a nosotros con el fin único de aportar a nuestra breve existencia una cualidad sublime, simplemente por amor a ese momento fugaz”[22]. Pero es en su famosa Conclusión de dichos Estudios donde encontramos los fragmentos que mejor describen esos momentos epifánicos que sin duda dejaron su huella en Joyce, y aunque se discute su importancia, –hay al menos un libro dedicado a explorar la influencia de Pater en Joyce[23]–, se tiende a dar casi por un hecho probado. Allí leemos pasajes tan significativos como el siguiente: “Mientras todo se licúa bajo nuestros pies, es posible que podamos aprehender alguna pasión exquisita o alguna contribución al conocimiento que parezca liberar por un momento el espíritu al ensanchar el horizonte, o bien alguna conmoción de los sentidos, extraños matices, extraños colores y olores curiosos, o bien la obra de las manos de los artistas o el rostro de un amigo.”[24]
Esta predisposición artística hacia la vida resumiría a la perfección el esteta inglés de fin de siglo, dedicado por entero a edificar su vida sobre la magia del instante fugaz. Joyce filtrará y rechazará la languidez propia del esteta quedándose con el resto, la unión arte y vida. Tampoco le va a interesar la descripción de la realidad que da Pater. Diríase que Pater tendría una influencia heracliteana que le haría representarse el mundo en un estado de fugacidad permanente donde el artista tendría a su alcance promover aquellos momentos de éxtasis encargados de dar una firmeza a la vaporosa realidad, mientras que para Joyce el objeto es más bien estable, incluso demasiado estable[25]. Por nuestra parte, añadimos a este fino análisis de Eco la percepción de una lógica interna que creemos que sustenta ambas decisiones de Joyce. Por un lado, su fragilidad fálica impide cualquier investimento narcisístico del cuerpo. Estamos bien lejos del dandismo, eso está claro. Y por otro, Joyce no tiene que ir a buscar, ni tampoco fabricar esos momentos exquisitos puesto que están ahí. Se le imponen. Y que se le impongan quiere decir que el registro de la realidad no es sólo imaginario para él, está cargado de un real que brota, que le llama, que le hace mueca, unas veces del lado sublime y otras desde su reverso del horror.
A continuación, Eco aprovecha la influencia de Pater para volver a incidir en su tesis principal. Es una cita magnífica: “Nos damos cuenta entonces que todo el armazón escolástico que Stephen, arteramente, había erigido como soporte de su perspectiva estética no servía sino para sostener una noción romántica de la palabra poética en cuanto revelación y fundamento lírico del mundo y del poeta como único ser capaz de dar una razón a las cosas, un significado a la vida, una forma a la experiencia, una finalidad al mundo.”[26] La epifanía vendría a ser para Eco el procedimiento por el cual lo real se descubre, al mismo tiempo que es definido y encauzado en el discurso. Perfecto. Convergencia casi total con Eco, sólo los acentos cambian. Naturalmente eso real que se descubre, que para Eco es lo verdadero, es donde nosotros vemos la emergencia de un exceso, un real en el sentido lacaniano, que es tratado por Joyce con el lenguaje, ciertamente, pero como recorte de discurso, rompiendo el lazo del sentido, ofreciéndolo como un ready-made de la lengua porque para él lo es. Y lo es, no de manera buscada como el esteta, sino porque se le impone, como decíamos, en momentos precisos de desconexión con el fluir de la realidad, como por otra parte no se cansa de repetir Stephen.
Hasta aquí lo referido al concepto de epifanía. Nos queda, como anunciábamos, el término en sí. Parece que podemos dar por válido el origen que Eco aventura[27], y que es referido a la lectura que hace Joyce del novelista y poeta italiano D’Annuncio, concretamente a su novela Il Fuoco (1900), de la que se tiene constancia del gusto que Joyce le profesaba y cuya primera parte se titula, precisamente, Epifania del Fuoco. Sólo añadir por nuestra parte que Joyce hace valer con ello lo que es una constante en toda su obra, la utilización de términos religiosos para sus propios fines, ésta es una de las maneras en que se plasmará su non serviam.
Eco despliega a continuación –y con ello entramos en la última parte que quería desarrollar hoy– el progreso, la evolución del concepto de epifanía, desde su origen en el famoso cuaderno Epifanías, aquella primera tarjeta de visita del joven artista, a Stephen, el Héroe y Retrato, pasando por Dublineses. Dicha evolución iría del mero recorte de realidad original a la inserción de la epifanía en el cuento –en el caso de cada uno de los cuentos de Dublineses– haciendo que todo él se articule y funcione para dar alcance a ese momento único. Esto es, se trata del paso del registro de un momento emotivo a hacer de éste aquello que organiza el conjunto de la obra y, con ella, la vida misma. De esta manera el artista termina siendo, según dice Stephen en Retrato, el “sacerdote de la eterna imaginación, capaz de transmutar el pan cotidiano de la experiencia en materia radiante de vida imperecedera.”[28]
No perdamos de vista, por último, que aquello que leemos en Retrato no pretende ser enteramente un manifiesto estético sino que está también al servicio del retrato de un Joyce que ya no existe, lo cual no impide que muchos de sus principios estéticos sigan siendo válidos para definir también sus siguientes obras[29]. Todo parece indicar que aquello que motivó el proceso de cambio de la epifanía no es ajeno a aquello que la produjo –una sensibilidad frente a algo en la palabra que tiende a desconectarse e imponerse–, y tampoco diferente en esencia de lo que va a producir en Joyce sus sucesivos saltos artísticos, de Retrato a Ulises, de Ulises a Finnegans Wake.
La epifanía de la muchacha pájaro y alguna conclusión
El ejemplo por excelencia de epifanía tardía sería, para Eco, el que aparece en un momento cumbre de Retrato conocido como el de la niña-pájaro, donde Joyce da el último paso en su proceso de formalización activa por parte del artista al llevar al límite la estrategia de la sugestión verbal que produzca el milagro de la epifanía. Recordemos cómo lo logra. Stephen venía de rechazar definitivamente el camino del sacerdocio, que era el sueño de su madre. Se había quedado falto de referencias y emprende un inquietante paseo por un lugar fóbico para él, la playa. Allí tendrá –no me detengo en ello– la primera visión del día, la que le otorga su apellido artístico vía el creador del Laberinto (Dédalo). La figura alada va a buscar su alma gemela, su compañera de vuelo. Y sigue paseando, con esta primera nominación, hasta que el encuentro que desencadenará la epifanía se produce. Se detiene y describe lo que ve. Primero enmarca la escena angelicalmente. Después se fija en la figura de la niña. Y la segunda visión se produce. “Parecía que un arte mágico le diera la apariencia de un ave de mar bella y extraña”. Para entregarnos a continuación su prodigiosa descripción del cuerpo de la muchacha. Unas cuantas líneas para tocar el cielo. Su belleza es extraordinaria. Las palabras acarician sus muslos de marfil hasta llegar al fino encaje de su prenda íntima. Se produce entonces la metamorfosis de su cuerpo en paloma, como si el joven Stephen no pudiera albergar de otra manera sus emociones –diríamos, no tuviera herramientas para sublimarlas– sino a través de un salto en el orden de la realidad, la metamorfosis, y sólo después, una vez superado el obstáculo por sobrecarga de intensidad de las braguitas como objeto fetichista y del torso de la niña, puede retornar a la descripción ya humana de su cabeza. En esa detención del universo se va a producir el último movimiento, el que desencadena el milagro. La niña ha percibido su adoración y se vuelve para mirarle, sosteniéndole una mirada que no es ni provocadora ni vergonzosa. Y así permanece largo tiempo antes de volver la vista a nuevos e infantiles quehaceres. Nada más. Nada más necesita ser dicho para provocar el prodigio que haga exclamar a Stephen en un estallido de pagana alegría: “¡Dios del cielo!…” Lo dejo aquí. Os puedo remitir para un estudio más ampliado al análisis de las tres fantasías de mi libro[30], donde, no obstante esta maravilla, decanto mi preferencia por la tercera fantasía, la de Mulier cantat, creo que porque la epifanía en sí no es producida por una visión o por una mirada, sino por el efecto de la palabra latina, ofreciendo magistralmente la desconexión salvadora con respecto a cualquier significado posible. Además, intento ofrecer una visión del conjunto de las tres fantasías, donde destaca ese aire virginal y vaporoso, que contrastará con la potente carnalidad ofrecida en Ulises, particularmente a través del Sí pleno de goce de Molly Bloom.
He dejado para el final los exquisitos trabalenguas que utiliza Eco para afinar la sutileza de la concepción joyceana de la epifanía en su estadio más evolucionado, separándose por tanto del modelo tomista, puesto que el objeto no se revela por sí mismo sino por convertirse en un emblema del momento interior de Stephen. Una explicación de la que ya he ofrecido el matiz de mi discrepancia, pero sobre la que incluso me atrevería a afirmar que el mismo Eco también discrepa captando, como se verá, el corazón de lo que está verdaderamente en juego. De esta manera interpreto los siguientes malabares lingüísticos de nuestro inspirado erudito: “El objeto que se epifaniza no tiene, para epifanizarse, otro título que el de haberse epifanizado. (…) Y notamos siempre que el hecho nunca se epifaniza porque sea digno de epifanizarse, sino que, por el contrario, resulta digno de haberse epifanizado porque, en efecto, se ha epifanizado.”[31] La magnífica sensibilidad de Eco da aquí en el blanco, creo que yendo más lejos de lo cernido por su, por otra parte, exquisito desarrollo teórico, al romper la temporalidad lineal, abriéndose al régimen de la retroactividad. Desgraciadamente creo que no saca las consecuencias de este acierto. Creo que, movido por una concepción de sujeto que decide sobre las influencias que están a su alcance o que las busca para sus propios fines, Eco limita el alcance de lo que está en juego. Joyce cogió las influencias que le valieron para lo suyo, llevado por un hacer frente a una fractura y adecuado a esa fractura. Ese hacer particular es lo propio de Joyce. Ahí, él, no transformó: inventó.
En resumen, Joyce reacciona a una emergencia por fuera de la realidad que tiene la potencia de transformarla por completo. Obviamente es el lado que destacamos como escapando –al menos parcialmente– a la voluntad del artista, aquel que queda elidido en la argumentación de Eco. Por ello, la explicación de Eco según la cual la doctrina de la epifanía se encontraría finalmente en oposición con lo que fue su origen tomista de la claritas, –recordemos, ahora un desarraigar el objeto de su contexto por parte del artista creador donde en el medievo era un rendirse al objeto y a su esplendor–, se nos termina quedando corta. Para avanzar teóricamente necesitamos echar mano de las nuevas concepciones de la temporalidad abiertas en el pensamiento contemporáneo, así como a otro concepto de autoría distante tanto de la concepción de Eco como también de la teoría de la muerte del autor de Barthes y de Foucault, por no atender ninguna de ellas al goce del sujeto, un goce no subsumible en su dependencia al Otro.[32]
Richard Ellmann señala en su biografía que lo que hace Joyce es transformar lo ordinario en extraordinario[33], algo que es cierto, pero que quizás podríamos afinar un poco más. Éste es el detalle, tan mínimo como esencial, con el que me gustaría que nos quedáramos, y que nos servirá de punto de partida en la siguiente intervención sobre los murmullos. No se trata, estrictamente, que Joyce transforme lo ordinario en extraordinario porque lo ordinario ya es para él, de entrada, otra cosa, ya es extraordinario. No operando el registro fálico, algo ha parasitado lo ordinario con sus destellos. Dicho de otra manera, en Joyce lo extraordinario (lo real en Lacan) se manifiesta en lo ordinario (lo imaginario-simbólico). Joyce trabaja exitosamente sobre esa imposición o con esta confusión de registros. Veremos mañana el fracaso que representa Louis Wolfson.
[1] MARCO, Z: El tejido Joyce, Arena Libros, Madrid, 2015.
[2] JOYCE, J.: Retrato del artista adolescente, Alianza, Madrid, 1989.
[3] ECO, U.: Las poéticas de Joyce. Lumen, Barcelona, 1993. Una primera redacción del texto fue publicada como parte integrante de Obra Abierta (1962) y posteriormente revisada, ampliada y publicada como obra independiente en 1982. En el libro las poéticas están divididas en tres partes, el primer Joyce, Ulises y Finnegans Wake.
[4] Cfr. COLINA, F: Melancolía y paranoia, Síntesis, Madrid, 2011, p. 18.
[5] ECO, U.: Las poéticas de Joyce, op. cit., p. 7.
[6] Idem, p. 8.
[7] Cfr. Idem, p. 10.
[8] Idem, p. 11.
[9] Cfr. Idem, p. 12.
[10] Idem, p. 19.
[11] Cfr. Idem, p. 21.
[12] KENNER, H.: Flaubert, Joyce y Beckett: los comediantes estoicos, F.C.E., México, 2011.
[13] JOYCE, J.: Stephen, el Héroe, Lumen, Barcelona, 1978, p. 216.
[14] “Stephen Dédalus, Clase de Nociones, Colegio de Clongowes Wood, Sallins, Condado de Kildare, Irlanda, Europa, El Mundo, El Universo.” Una lista que Stephen lee en ambas direcciones hasta desprenderse del sentido de las palabras. (JOYCE, J.: Retrato del artista adolescente, op., cit., p. 16).
[15] Cfr. ECO, U.: Las poéticas de Joyce, op. cit., p. 24.
[16] Cfr. Idem, p. 31 y sig.
[17] Cfr. Idem, p. 35.
[18] Cfr. JOYCE, J.: Retrato del artista adolescente, op., cit., p. 232.
[19] Cfr. ECO, U.: Las poéticas de Joyce, op. cit., p. 40.
[20] JOYCE, J.: Retrato del artista adolescente, op., cit., p. 240.
[21] Cfr. Idem, p. 241.
[22] WALTER, P.: El Renacimiento. Estudios de arte y poesía, Alba Ed., (col. Pensamiento/Clásicos, 7). Barcelona 1999. Apartado La escuela de Giorgione.
[23] MOLITERNO, F.: The Dialectics of Sense and Spirit in Pater and Joyce, Elt Pr., London, 1998.
[24] WALTER, P.: El Renacimiento. Estudios de arte y poesía, pp. 179-183. Apartado Conclusión.
[25] Cfr. ECO, U.: Las poéticas de Joyce, op. cit., p. 46.
[26] Idem, p. 47.
[27] Idem, p. 51.
[28] JOYCE, J.: Retrato del artista adolescente, op., cit., p. 250.
[29] Cfr. ECO, U.: Las poéticas de Joyce, op. cit., p. 58.
[30] MARCO, Z: El tejido Joyce, op., cit., pp., 68-81.
[31] ECO, U.: Las poéticas de Joyce, op. cit., pp. 52-3.
[32] Cfr. MARCO, Z: El tejido Joyce, op., cit., pp., 99-101.
[33] Cfr. ELLMANN, R.: James Joyce, op. cit., p. 5.