Ponencia en el Congreso J. Joyce 2015

El tejido Joyce, un nudo que hace de suplencia.

portada libro 3Quisiera primero dar las gracias a la organización de este congreso por la generosa invitación que me habéis hecho para presentaros el resultado de un trabajo que ha sido realizado, me gustaría decir, en compañía de Joyce o, al menos, surcado, tejido y vibrado a partir de sus textos y de algunas de las compañías que él ha generado.

Introducción.

Haré una breve síntesis de mi recorrido por Retrato antes de adentrarnos en lo que será la segunda parte, donde intentaré resumir los desarrollos lacanianos que la obra de Joyce ha provocado. Pero antes me parece necesario intentar desmontar un clásico malentendido sobre la interpretación que suele bloquear cualquier comprensión hacia el trabajo realizado desde el campo analítico. El acercamiento del psicoanalista francés, Jacques Lacan, a la obra de Joyce no se hace para interpretarlo sino para aprender de él. En esto Lacan es freudiano y, al mismo tiempo, deja de serlo. Es freudiano en cuanto coloca al artista y a la obra de arte en el lugar del maestro, puesto que, cito a Lacan, “en su materia, como decía Freud, el artista siempre le lleva la delantera, y no tiene por qué hacer de psicólogo donde el artista le desbroza el camino.” Y deja de ser freudiano al separarse de la traducción de la obra artística en términos de inconsciente. Se llamó a esto psicoanálisis aplicado, una popularizada y desgraciada manera de acabar con la riqueza inabarcable de toda obra, que constituyó un pesado lastre para el psicoanálisis hasta que Lacan empujara la nave en otra dirección. Desgraciadamente esta nueva dirección no tuvo el mismo eco que la anterior y todavía hoy resulta casi por completo desconocida. Como sabéis, Joyce no tenía gran simpatía por el psicoanálisis, ni falta que le hacía. El reduccionismo interpretativo no era aplicable a su obra y él se despachó como correspondía. Bastará citar su famoso “Jungfraud’s Messongebook”. Y si no tenía simpatía por Freud, todavía menos por Jung, aunque tuviera que solicitar su ayuda cuando el preocupante estado de Lucia le empujó a ello, eso sí, después de haber consultado una veintena de opciones previas. No obstante, hay que reconocerle a Jung la impecable metáfora con la que describió a Ellmann la situación del padre y de la hija diciendo que en las aguas donde él era capaz de bucear ella se hundía irremisiblemente. Pero para lo que hoy nos interesa, Jung resulta ser un buen ejemplo de las limitaciones del abordaje exclusivamente simbólico y de cómo la búsqueda infatigable de la comprensión puede ahogar por completo el estudio de una obra de arte. Prueba de ello es el título mismo de su trabajo, Ulises, un monólogo, de cuya obra dijo que no comunicaba nada al lector, hastiado como estaba tras una fatigosa búsqueda de las llaves de su esquiva urdimbre. La respuesta de Joyce, como sabéis, fue bien significativa: para qué perder el tiempo con quien no era capaz de reír leyendo su obra. Jung fue incapaz de disfrutar y de reír con Joyce. Pues bien, es aquí precisamente donde va a aportar Lacan otra lectura, aquella que privilegia, por encima de todo, no el aparataje simbólico sino el goce de la escritura. En el caso de Joyce, el modo particular en el que teje su vida y su obra tiene el atractivo de unas hebras que brillan con especial intensidad desde el momento en que el artista las aísla y recoge, antes incluso de que haya sido hiladas por el ritmo de la belleza, como diría Stephen. El fruto de la lectura de Lacan de la obra de Joyce revolucionaría el campo del psicoanálisis a partir del año 1975, embarcado en una dirección más topológica, centrada en las invenciones de cada sujeto para tratar con lo traumático.

El Recorrido por Retrato del artista adolescente.

El Recorrido que hago por Retrato abarca dos terceras partes del libro. Lo que viene a continuación es la Adenda Lacaniana, que ocupa aproximadamente el último tercio. La Adenda funciona como un anexo al Recorrido por Retrato. Me gustaría remarcar esto porque si bien mi aportación hoy aquí apuntará más bien a esta última parte, para mí lo prioritario fue en realidad lo primero. Acompañar a Joyce en Retrato, sobre todo en Retrato. El doble reto que me propuse fue que un no joyceano pudiera leer la parte primera y un no lacaniano la segunda. El editor de Arena Libros, Isidro Herrera, que sigue una línea para nada afín al mundo lacaniano, quedó entusiasmado por el afecto de alegría que recorre, según él, la primera parte, que le pareció escrita por diferente pluma que la más austera y estudiosa Adenda Lacaniana. Amante de las apuestas imposibles me dio, no siendo yo Bloom, un sí entusiasta a su publicación. Y por mi parte no le hice, no siendo tampoco Molly, repetir la oferta.

Este Recorrido salió en forma de tiradas sobre las distintas casillas por donde va recalando Stephen. Pero el recorrido no es lineal. No sólo en relación a la estructura de Retrato, puesto que empiezo casi por el final, sino también porque los avances implican la posibilidad de tratar el material precedente con nuevos instrumentales, lo que le añade un aspecto cíclico.

Comencé la Primera Tirada con la frase “Más él nunca había recibido la invitación de unos ojos de mujer”, que aparece justo antes de la conversación con Cranly, el amigo que provoca el parto del manifiesto ideológico del artista (aquel te voy a decir lo que haré y lo que no haré, etc…). A partir de ahí los dados me llevaron hacia el inventor del Laberinto y la ambición creadora. Stephen sobrevuela su laberinto hasta encontrar de dónde viene su nombre, qué visión lo ilumina. Stephen se encontró a sí mismo un día en la playa, cuando fue adoptado por un apellido artístico. El joven que fue educado con los jesuitas busca a alguien que le saque de su laberinto. Y lo encontrará en él, y precisamente construyendo laberintos.

En una Segunda Tirada se le sigue paso a paso en sus contradicciones, religiosas y simbólicas, culpabilizado por no poder atender las peticiones de su madre. Este sentimiento planea a lo largo de toda la conversación. Por eso me detengo en el movimiento que hace para evitar el contacto con sus deseos, algo que va a constituirse en su principal impulso creador. No obstante, no podrá eludir ciertas consecuencias que, en forma de cadáveres, dejará por el camino.

En la Tercera Tirada se analiza, a través del ejemplo de sus tres principales fantasías, de un erotismo más o menos sublimado, el salto que da de sus fobias al arte. Es el momento de analizar la teoría estética que Stephen desarrolla en la conversación con Lynch, paso previo necesario para abordar el concepto de epifanía, aquel primer descubrimiento de nuestro tomista adolescente. Aquí echo mano sobre todo de la compañía de Eco, aunque termino problematizando con alguna de sus conclusiones.

En la Cuarta Tirada se intenta mostrar qué repara la fábrica de Joyce. Para ello se encienden las luces de las casillas donde aparece retratado el padre: la cena de Navidad que termina con sus ojos anegados en lágrimas, como huérfano del padre de la patria perdido; el viaje a Cork, donde Stephen muestra su profunda desubicación cada vez que su padre se empeña en confraternizar; y la hilarante lista de profesiones con la que Stephen responde a Cranly. No hay que olvidar que con la voz del padre se inicia el libro y es también a un padre mítico al que Stephen se encomienda antes de partir. Stephen cree reparar la ausencia de una función trazando mapas y dándose misiones salvadoras.

En la Quinta Tirada se mira a Stephen desde fuera de Retrato, un Stephen a la espera del encuentro con la mujer. La nueva etapa, la de la madurez, será encarnada por el errante Leopold Bloom, un entre-dos-muertos, padre e hijo, expresando así una herida profunda en la transmisión de la filiación. Por ello intentará, sin éxito, ser un padre para Stephen, ser eso que Stephen califica de ficción legal haciendo eco a la conocida carta de James a Stannie al nacer Giorgio. Por otro lado, la innovación que aplica Joyce al estilo va también a liberar al autor para que pueda escribir un libro inundado de fantasía. Nos asomamos a él para rescatar sólo dos aspectos, el deambular de Stephen sin padre y la nueva imagen de la mujer, la carnal Molly. Como contraposición a las litúrgicas ensoñaciones del joven Stephen, Molly es un torrente irrefrenable de toda expresión de deseo. Con ello concluye nuestro recorrido por Retrato, una obra clave para entender la aventura joyceana y sus dos siguientes vueltas de tuerca: Ulises, con el despliegue de lo que Sérgio Laia llamó el lenguaje de las flores; y Finnegans Wake, con su lenguaje del flujo, donde Joyce vuelve a hacer saltar el puente, eso sí, como recogiera Mercanton, no sin antes haber hecho pasar por él sus regimientos.

El impulso nodal que desarrolla Lacan en compañía de Joyce.

Cambiando de tercio hacia el mundo topológico desarrollo esquemáticamente algo sobre lo que quizás no estéis tan familiarizados. Bajo el epígrafe de Adenda Lacaniana, introduzco la utilización que hizo Lacan de Joyce para explicar cómo mantuvo, mediante el doble anudamiento que le proporcionó su escritura y la relación con Nora, una suerte de estabilidad que le permitiría acometer el más difícil todavía. Se analizan allí las enseñanzas que el “saber hacer” joyceano nos ha deparado y de cómo Lacan supo extrapolarlo, generalizando el concepto de sinthome, para constituirse en una lección para todos. El sinthome sería el buen uso que podemos construir del inevitable encuentro con lo traumático. Fijaros en la increíble paradoja, Lacan escoge a alguien que no ha pasado por el diván para recibir de él la enseñanza de su “saber hacer”.

Como veis, el concepto central que Lacan articula fruto de su encuentro con la obra de Joyce es el concepto de sinthome. Desde dicho encuentro la clínica lacaniana queda inundada por este nuevo concepto cuya grafía en francés corresponde a una escritura arcaica de la palabra síntoma, pero que no se confunde con ella. El psicoanalista francés dedica su Seminario 23 a Joyce con la esperanza de dar un nuevo impulso a la clínica psicoanalítica. Ahora, con la perspectiva de casi 40 años podemos afirmar que las interpretaciones que actualmente se hacen superan con creces tales expectativas, hasta tal punto que dicho Seminario es considerado hoy como un momento decisivo de renovación tanto en el terreno de la teoría como de la clínica. Me centraré hoy en la formulación quizá más importante que hizo Lacan ese año: la carencia paterna en Joyce y de cómo supo suplirla con su arte dándose un nombre. Todo el curso de 1975-6 gira en torno a los dos polos de este eje: una carencia básica, el hallazgo de una suplencia. A esta suplencia la llamó sinthome, un modo de reparar una falla estructural que le permitió a Joyce vivir sin desencadenar una locura.

Lacan teorizó al inicio de su enseñanza el mecanismo de exclusión radical de un significante particular, soporte privilegiado del propio orden significante, lo que se conoce como la forclusión del Nombre del Padre. Dicha exclusión deja potencialmente inoperante a la estructura simbólica misma frente al encuentro con lo traumático. Cuando la brecha de ese desamparo radical se abre, aquello que mantenía al sujeto en el lazo social cede y decimos que una psicosis se ha desencadenado. El sujeto neurótico es aquel que puede relativizar el murmullo de las palabras en su cabeza. El psicótico, en cambio, aquel que, como dijo humorísticamente Joyce, tiene problemas con las abejas en su gorra. El neurótico relativiza el murmullo y gracias a ello éste es percibido como interior, no sumergiéndolo en un estado de perplejidad. La palabra se manifiesta para el neurótico despojada de esa materialidad, su lenguaje es simbólico, no cosa en sí, no tiene astillas, no tiene, en expresión de Lacan, esquirlas de real. En cambio, el psicótico se ve enfrentado a una experiencia con el lenguaje que lo deja perplejo. La herida que la palabra le produce ya no es metafórica, es real, de ahí que intente darle una significación. Si no lo consigue, entra en el marasmo, en la catatonia, en el ocaso del mundo. La salida suele consistir en la creación de un significado que intente dar sentido a aquello que lo ha sumido en la perplejidad, pero al no poder estar regido por aquel significante organizador del que carece deviene una construcción delirante. También puede acudir a vías exteriores al sentido. Una consiste en desarrollar un procedimiento que minimice la devastación de verse invadido por la palabra en tanto cosa. Un clásico ejemplo de este proceder lo encontramos en el escritor esquizofrénico Louis Wolfson, cuya obra Le Schizo et les langues se hizo famosa en los años 70. Allí describe Wolfson su lucha por aniquilar la insoportable lengua materna, el inglés. Por ejemplo, cuando su madre irrumpe en su habitación lanzando una temida frase, Wolfson siente que la vibración de las cuerdas vocales de ella está en radical continuidad con la de su tímpano, esto es, que su cuerpo es accionado por el de su madre, triunfando sobre él, según dice. A partir de ahí Wolfson se sumerge en un procedimiento lingüístico de sustitución de aquellos fonemas que matan por otros extraídos de lenguas extranjeras, que se afana por estudiar día y noche. Pero, como dice Deleuze, su procedimiento no pasa del protocolo, se queda en un simulacro de ciencia y en un simulacro de arte.

Lacan aísla en los años 50 el mecanismo que impide al psicótico evitar esta materialidad mortífera de la palabra. Este hallazgo, que permitió disponer de una herramienta fundamental para guiarse en una clínica diferencial, continúa teniendo su validez, pero ahora, gracias al impulso que Joyce inspira a la teoría de los nudos, no es nuestra única herramienta. El resultado del cambio de perspectiva es una visión de la clínica más activa al permitir detectar las posibilidades de producir anudamientos que sostengan al sujeto, y de acompañarlo en la fabricación de ese tejido. Es justo en este punto donde se observa la divergencia entre el acercamiento de Jung y de Lacan a la obra de Joyce. A Jung le resultaba un misterio el éxito del Ulises. Será Lacan quien pueda variar sus propios planteamientos iniciales y pensar la palabra no tanto en términos de comunicación, sino como vehículo de goce. No se trata entonces de descifrar los enigmas que Joyce disemina sino de acercarse a su articulación, aquella que, constituyéndolo a él como enigma, consigue suplir una falla en su propia nominación, fabricándose un nombre con su arte. Un arte que consigue hacer algo con aquello del lenguaje que amenaza con imponérsele, con las palabras cargadas de un exceso que está fuera de la significación, algo que ya Stephen describe con extraordinaria nitidez. Joyce utilizará la producción de este pequeño milagro para nominarse frente al mundo, mostrándonos de paso el vasto territorio donde se adentra, un país de las maravillas casi ajeno hasta entonces a la consideración artística, aquel de la relación del sujeto con la palabra antes de devenir lenguaje estructurado.

El 16 de junio de 1975 Lacan interviene a petición de Jacques Aubert en la apertura del V Simposio Internacional James Joyce que se celebra en la Sorbona de París. Allí anuncia el uso de Joyce en su próximo curso para dar un nuevo impulso a la conceptualización del nudo borromeo, último de sus recursos topológicos para pensar la complejidad del psiquismo humano. El llamado nudo borromeo es una cadena formada por tres anillos de manera tal que, seccionando cualquiera de ellos, los otros dos quedan libres entre sí, esto es, sin interpenetraciones. Los tres anillos van a ser utilizados para representar las instancias de la tríada lacaniana por excelencia: lo imaginario, lo simbólico y lo real. Y su engarce va a ser la manera de ilustrar, en un principio, el funcionamiento de la estructura neurótica, aquella que ha tenido éxito en la articulación del inconsciente. A esta formulación del nudo borromeo de tres cuerdas va a agregar este año una cuarta, el sinthome, del que dice haberse inspirado en la utilización particular que hace Joyce de su apellido para mantener estable su estructura.

Lacan desarrolla esta topología para permitirnos precisar cómo puede el sinthome evitar el desencadenamiento. Veíamos cómo Lacan pone el acento en lo que llama una radical carencia paterna en Joyce. Lo representa topológicamente como un lapsus en el nudo, un error de anudamiento en el cruce entre el anillo de lo simbólico y el de lo real. Joyce no puede valerse de la función simbólica para tratar el goce pues ésta es desfalleciente. De este lapsus del nudo se derivan dos resultados: primero, simbólico y real se interpenetran, impidiendo así un anudamiento de tipo borromeo; segundo, el tercer anillo, el de lo imaginario (I), queda suelto. A estas consecuencias del lapsus se corresponden según Lacan las dos manifestaciones sintomáticas a las que el sinthome de Joyce hace frente.

A la primera corresponde la confusión entre lo simbólico y lo real, entre palabra y cosa, lo que viene a materializarse en la importancia del murmullo. El sentido no adormece, no disuelve. Su texto trabaja con los grumos de real. Esto es lo que resulta ser, precisamente, lo más maravilloso de su escritura, el constante y necesario empuje innovador tratando estos grumos de real. Esto se pone de manifiesto en la epifanía, un recorte por fuera del campo del sentido con el que Joyce operaba. La epifanía mostraría esta relación con algo proveniente del exterior que en un primer momento era sólo registrado. Joyce marcaba así una dislocación intrínseca a la propia estructura de la realidad, una fractura que no sería posteriormente eliminada por mucho que las epifanías fueran trabajadas dentro del conjunto del cuento o de la novela. Inevitablemente la dislocación iba a aparecer en otro punto, más radical incluso, como ocurre en Ulises, y todavía más en Finnegans Wake. Esta dislocación va en la línea, como dice Lacan, de destrozar el significante, de descomponerlo y tratarlo de manera autónoma; pero no a la manera de Wolfson, sino enseñándonos el carácter fragmentario que verdaderamente lo constituye. Digamos que Joyce, al poner entre paréntesis la venda imaginaria del sentido, nos destapa el funcionamiento en bruto de aspectos de la estructura del lenguaje. No obstante, el empuje artístico no evita la casi permanente apelación a una instancia que sustituya al padre. Esta apelación se realiza en múltiples planos. Retrato termina con el conocido “ampárame…”. No pudiendo servirse de él, no puede tampoco prescindir de él. No viniendo al mundo con un mapa en el bolsillo, él hace mapas sin parar. No siéndole válida una brújula, fabrica un sinfín de ellas, cada una apuntando a un Norte diferente. No siendo guiado por un faro, Joyce produce el deleite de un maravilloso caleidoscopio. De ahí que Joyce conciba el Laberinto como un work in progress, un laberinto hecho de laberintos donde el brillo de la palabra, el sonido de la palabra, juega en un nivel distinto del de la geometría. En ausencia del predominio de un enlace, el Laberinto nos reenvía de un plano de significación a otro, y de un sonido a otro, formando constelaciones que espejean sus imágenes.

La segunda manifestación sintomática que la topología nodal ilustra a partir de la interpenetración de lo simbólico y lo real es que deja suelto lo imaginario. Lo propio del registro imaginario es la construcción del cuerpo, de la idea de cuerpo como un conjunto, como una totalidad. En el caso de Joyce vemos que el cuerpo queda amenazado de desprendimiento. Lacan lo ilustra con el episodio de la paliza. Recordemos cómo Stephen describe el inmediato desvanecimiento del odio: “había sentido una fuerza oculta que le iba quitando la capa de odio acumulado en un momento con la misma facilidad con la que se desprende la suave piel de un fruto maduro.” Lacan interpreta que la descripción de Stephen “metaforiza la relación con su cuerpo”. Stephen no hablaría de desprendimiento del odio si no fuera por su peculiar relación con su cuerpo, relación marcada por un cierto desapego, que en el caso de Joyce podía llegar al franco abandono. Por eso Lacan habla de que el verbo que conviene al cuerpo es tener y no ser, se tiene un cuerpo, y dejar caer esta relación es siempre sospechoso, “porque la idea de sí mismo como cuerpo tiene un peso, es precisamente, dice Lacan, lo que se llama el ego.”

Joyce corrigió este lapsus del nudo mediante el sinthome evitando la fuga del cuerpo, pero no pudo evitar que se viese afectado por serias insuficiencias como se puso especialmente de manifiesto cuando distintos hechos amenazaron a principios de los años 30 la sujeción que suponía para él su familia (muerte del padre, esquizofrenia de Lucia). Todavía medio año después de la muerte del padre escribe a Harriet Weaver sobre el estrago que produce en su cuerpo la voz del padre: “me parece que su voz, de algún modo, entró en mi cuerpo y en mi garganta. Últimamente más que nunca, especialmente cuando suspiro.” Aquí vemos un peligroso paso en la dirección descrita por Wolfson que Joyce pudo finalmente evitar. Leemos en Retrato significativos pasajes que ilustran el sentimiento omnipotente de dominio, de volar como un pájaro, de haber escapado de las redes que le atrapaban, cuando consigue neutralizar algo del orden de la imposición de la palabra. Pero también otros que expresan el alcance de la dificultad que tiene que afrontar.

Un ejemplo de los primeros podría ser:

“Y se encontró, de pronto, mirando las palabras casuales que a su derecha o a su izquierda surgían, y estúpidamente maravillado de que se hubieran desposeído en silencio de todo sentido actual, de tal modo, que hasta el más insignificante letrero de tienda llegaba a aprisionar su espíritu como si se tratase de las palabras de un ensalmo. (…) Su propia conciencia del lenguaje estaba refluyendo de su cerebro y condensándose en simples palabras que se ponían a enlazarse y desenlazarse con ritmos traviesos.”

Un ejemplo de los segundos podría ser:

“Las letras del nombre de Dublín las tenía grabadas en su cerebro, y allí se entrechocaban furiosamente de un lado a otro con una insistencia ruda y monótona. Su alma se estaba tumefactando y cuajándose en una masa sangrienta que se iba hundiendo llena de oscuro terror en un crepúsculo amenazador y sombrío; y, mientras tanto, aquel cuerpo suyo, laxo y deshornado, buscaba con ojos torpes, huérfano, humano y conturbado, un dios bovino en quien poder fijar la mirada.”

Conclusiones.

Resumiendo, el éxito del sinthome de Joyce viene a reparar un fallo en el anudamiento entre lo imaginario, lo simbólico y lo real que no se efectuaba de manera borromea. De esta manera consigue nominarse mediante su arte, mediante su particular concepción artística a la que fusiona su vida, marcada y subrayada por el golpe de timón que es su exilio y su unión con Nora. Entendido de esta manera, la creación del sinthome expresa un logro muy notable. Sérgio Laia propone llamarlo “el espíritu de la letra”, que nos apunta el camino por el que Joyce “supo responder al goce impuesto por la palabra sin permanecer enredado como objeto de sacrificio”. Lacan lo pone en equivalencia con lo que sería aspirable al final de una cura analítica, entendiendo que en el final del análisis se produce una invención personal decantada hacia otro modo de gozar. Joyce se convierte por ello en la guía utilizada por Lacan para ilustrar el necesario movimiento del final de un análisis. Si éste tiene éxito, ha de alumbrar una invención sobre el tratamiento de lo irreductible traumático, por fuera de las redes engañosas de lo imaginario, del sentido. Dicho de otra manera, la invención ha de ser poética, siendo el buen hacer de Joyce su inspirador.