En el poema Kerouac

Os propongo una lectura lápiz en mano, una lectura que vaya a escritura. Leer y anotar. Luego, extraer el funcionamiento, las encrucijadas donde se recoge la particularidad de la lectura y su relación al lenguaje. Un programa que parte de la escucha de un desclasado a otro, que involucra la nuestra, un tercer desclasado. Desde ahí me pregunto dónde pone el oído nuestro lector, Hugo Savino, para tocar la partitura de Jack Kerouac. Y llega la sorpresa. Hugo escucha una construcción en soledad, desde una lengua materna, el francés canuco (québécois), que ha de ser sustituido en la niñez. Una pérdida que da paradójicamente una soltura en el tratamiento de la lengua aprendida, la lengua social, el inglés. ¿Qué tenemos? ¿A qué asistimos? A un pasaje idiomático inconcluso que colocará al sujeto en permanente zona de tránsito: entre lenguas, entre lecturas, entre territorios, entre amigos, entre amantes. Dejemos atrás toda esperanza de atraparlo. Se nos escapa. Mejor acompañarlo en sus visiones, y que dialoguen con las nuestras.

Este origen francés de Kerouac es un detalle crucial que encontró en Hugo una escucha única. Le devuelve a Kerouac su desenfoque originario, a la contra del expandido. Alrededor de él giran toda una serie de constelaciones. Son las formaciones de estrellas con las que Hugo se orienta y nos orienta. Vamos a adentrarnos, pues, con su ayuda, por el bosque, en plena noche estrellada. Por el bosque de Arden. (Esto ya se entenderá). ¿Qué leemos? La necesidad de un desbroce para acercarse al texto, un desbroce que permita olvidar tanto lugar común. Hugo lo va a marcar por medio de antagonismos, son los rechazos necesarios para abrir una lectura. Hagamos con ellos una primera lista. Soledad versus sociedad. Leyenda versus biografía. Instante versus historia. Escritura versus manifiesto generacional. Poema versus poesía. Quizás haya más, irán saliendo.

A partir de aquí, no es preciso ordenar ni inventar nada. Tan solo abrir el cuaderno de notas, el cuaderno de Hugo, donde se lee un diálogo entre cuadernos de notas, Hugo leyendo el de Kerouac, lo que significa que está escribiendo el suyo. Con el oído en el poema Kerouac, Hugo escribe. Eso leemos, una lectura que va a texto para dejarse trabajar por él. A su vez, lo mismo le ocurre a Kerouac con sus lecturas. A su vez, lo mismo le ocurre a Hugo con las suyas, que nutre a su vez con las lecturas de Kerouac. Una suma de lecturas que se hace infinito hasta encontrarse en él, en el poema Kerouac. ¿Para qué? Para producir una metamorfosis. Quien no aguante este vértigo responderá a las preguntas precipitadas. ¿De dónde le viene a Kerouac ese impulso que se transforma en errancia? ¿Se pierde o se encuentra? ¿Puede él guiar nuestra errancia? Preguntas que no tienen en cuenta el registro del flujo, aquel que da cuenta que la vida está en el lenguaje, que la errancia exige un continuo de texto, una frase infinita que recoja cada paso, cada suceso, cada encuentro. Por eso Kerouac no viaja, ni va a conocer sitios, tampoco vaga por ahí para que le imitemos. Y anota Hugo cinco palabras, “Jack Kerouac hace viajes escritos”. (Le haría la broma a Hugo de que esto es sujeto verbo predicado, aunque se ve que encierra una complejidad. Lo dejo como pregunta para luego).

Sí, el sintagma ‘hace viajes escritos’ nos dice que estamos en otro registro. El de una vida en el lenguaje que atrapa en el momento la espontaneidad del gesto. Una palabra que se encabalga con otra, en ritmo trepidante, para que nada se escape. Aplicado a cada conversación, a cada suceso, a cada rostro. Todo irrepetible, transformado en sonido y leído en novedad absoluta. El instante se historiza al hacerse relato, no al revés. Y deja mella, crea surco. Un instante tras otro en una percusión vital que te llega o no te llega. Es cuestión de compartir arrebato, de admitir ese polizón en la palabra que te araña el alma. Llamo aquí polizón a la vida llevada a lenguaje. Rasparse con esas estrías de la palabra. Algo incómodo, creedme. De ahí las opciones contrarias, la lectura defensiva. Por ejemplo, aquella que afirma estilo para negar la manera, la voz. Henri Michaux: “Camina lo suficientemente lejos de ti mismo para que tu estilo no pueda seguirte”. Añado, entonces, a la lista: manera versus estilo.

Esto es lo que Hugo va a denunciar, más bien guerrear, la defensa a la lectura, con todas las armas a su alcance. Resultado del desbroce, Hugo nos descubre a un Kerouac con una manera única de retratar, capaz de recoger el soplo de todos los que se embarcaron en algo parecido. Y es en esa compañía donde la improvisación kerouac impregna con el aceite de la vida cada una de sus notas. Están, por supuesto, los que se ponen guantes, los que se protegen los oídos con el consabido análisis social o generacional. Y están los extravagantes. En la lengua de Hugo, los secuaces. Sólo desde esta extravagancia puede Hugo percibir y anotar algo definitivo: que Kerouac “no tiene el poema escrito, lo va escuchando en lo que escribe”. ¿Se entiende? Quiere decir que, según pinta, la figura va emergiendo de la tela. En modo autorretrato. Y anota Hugo, “Kerouac es un Rembrandt con cuaderno de notas”. Casi por obligación, no pudiendo separar vida y obra –o sea, porque es escritor–, escribe su vida hecha obra, escribe su leyenda, donde cada capítulo es un libro. Una escritura en poema, que leemos a través de este anotador tan particular, que persiguiendo la nota kerouac como una unidad rítmica escribe también en poema.

En un cierto sentido, entender está sobrevalorado, no hay por qué preocuparse tanto. Cuando se prescinde de los encasillamientos se escucha mejor, y la cosa funciona. Digamos algo sencillo: Hugo lee. No va de época a libro, o de sociedad a libro. Y con él vamos aprendiendo sus fobias y sus filias. No aprendió en el conservatorio, en la academia. Digamos que optó por salvar su escucha. De ahí la denuncia. Y no está solo. Lo que significa que lee a solitarios, a los tipos que no forman clase, grupo social, generación. Lee a los que no tienen mensaje ni hacen escuela, a los que no nos piden título para entrar. Hugo lee a los que tan solo leen y escriben, a los que están ahí, en ese hueco en el tiempo que registra lo que hay sin pretender hacer historia, o literatura.

Y según lee, Hugo aprende que escribe, lo que quiere decir que él también se deja llevar por sus propias visiones. Para nombrarlo vienen a su auxilio sus lecturas. Leyendo a Hugo recogemos de Néstor Sánchez la palabra épica. Entonces, leyendo Kerouac, una épica alcanza a Savino. Hay que registrarla. Cuando se lleva a cuaderno no se está solo. Estamos con él en la casa familiar de Kerouac en Queens, al lado de Ozone Park, o le acompañamos en coche o en tren, en un furgón de cola, hasta Montana, California, Nuevo México…, registrando lo que ve, lo que escucha, en modo epifanía. Y leemos cómo se cuelan en Hugo los suburbios de Buenos Aires, Barracas y Avellaneda. A cada lector los suyos. En un anotar que golpea. En una escritura que vive registrando su latido.

Por eso es preciso no engalanarlo. Mejor seco, a golpes certeros y sin tipex corrector. Hugo escribe escuchando el tipear directo de Kerouac y anota una revelación tras otra. Por ejemplo, que “todos los libros de Kerouac son mensajes secretos dirigidos a una mujer”. Se parte de una intuición, de una escucha, y se la permite pasar a texto. Una tras otra. Por ejemplo, “Big Sur empieza en el sonido de las campanas de una iglesia de algún suburbio. Y toda la novela es una variación continua de sonidos que salen de las palabras que se hacen frase. Hasta el Océano Pacífico”. Podemos saltar a la siguiente nota o quedarnos en ella, pero un viento del noroeste ya ha transformado nuestra lectura. En tres líneas lo tenemos todo, pero mejor no explicarlo, que cada uno añada su visión.

Seguiremos aquí, un poco más, en compañía de las de Hugo, para activar las nuestras. Por ejemplo, cuando sentencia: “Improvisación quiere decir no defenderse de la evocación, de lo que surge. De la noche remota de la infancia”. Y el punto que agrega es un punto y aparte. A mí me hace recordar la metáfora de Montaigne cuando se retira a escribir sus Ensayos, esperando encontrarse con su espíritu pacificado, y le asalta como caballo desbocado. Es una cita, famosa, que se encuentra en el capítulo De la ociosidad. Retomo la importancia del punto y aparte para producir estos efectos. Dejar la frase cortada justo en lo que surge de la noche remota de la infancia. Un corte que abre a la evocación. Y nos ponemos a imaginar. Quizás leamos aquí cómo se atreve Hugo a adentrarse en el bosque shakespeariano, ese bosque nocturno de Arden donde él ha encontrado el chapoteo feliz de Kerouac en el francés canuco originario. Una libertad primera, un tanto salvaje, con toda su extrañeza. Quizás le haya acompañado en su visión para llevárselo a la búsqueda de otros secuaces de la lengua, desde los esperados Melville, Twain, Thoreau, hasta los inesperados Joyce, Céline, Balzac…, inesperados para muchos de nosotros, pero no para Hugo, que ya ha tejido con ellos afinidades para atravesar la larga noche de la lengua. Recorridos evocadores que quizás nos conduzcan como lectores hacia otras lecturas, otros despertares, en la mañana sol de limón.

Disculpadme, creo que he caído ya en el diálogo entre secuaces. Voy terminando. Quiero decir que cuando se lee desde ahí se asiste a una sucesión de visiones. Son cosas sencillas: el agua cae, el camino se embarra, una pareja discute en la barra del bar. Cosas que se anotan, o mejor, momentos que se hacen en la anotación. Y quedan ahí. Leemos que la chica se levanta, se marcha, y que al dirigirse a la puerta mira de reojo al pasar. Adónde irá. Un vacío que Kerouac registra, lo registra en esa mirada, esa mirada a Jack Duluoz que de repente nos mira. Leemos esa mirada que nos mira haciendo leyenda, mientras Jack, el personaje leyendado, recibe un codazo de su compañero de viaje, Dean, que no ha dejado de hablarle en todo este rato. Sí, sí, te escucho, le dice Jack. Porque Dean está en lo suyo, pero es preciso registrarlo. Es el contrapunto musical de la escena. Dean está confesando que cada vez que ve a un vagabundo, como el de la calle Larimer, ve en él a su padre. Y Jack anota que siempre está buscando a su padre, en cada vagabundo, sabiendo que nunca lo encontrará. Mientras tanto, la chica, esa otra nota musical, ya ha salido del bar. Tal vez regaló al salir una última mirada. Tal vez. Pero no sabemos adónde irá, tan solo que no acabó su cerveza.

Aunque no se invente nada, no estamos en el plano de los recuerdos sino del texto que se escribe. Es el texto que surge a salto de mata en un presente eterno que pide registro. Lo que lleva inevitablemente a registrar los propios. “Leer a Kerouac –nos dice Hugo– es frotarse a la propia voz ancestral”. Con ella se hace un registro que no es el de la historia, se escribe un relato que no es el de la sociedad. Y se hace por respeto a los sonidos que conmueven, grabando en el surco de la palabra su “movilidad infraínfima”. Un mínimo que lleva a infinito cuando encuentra al otro lado de la mesa un lector que comparta visiones. Escribiendo en ese hueco del tiempo.


Zacarías Marco