Lógicas del deterioro

Intervención en Liter-a-tulia sobre Primer amor, de Samuel Beckett  (2/3/2018)

En la cartografía del alma los caminos no conducen a Roma, en Beckett conducen a Dante. Decir Dante es atreverse a entrar en territorio desconocido dejando atrás las esperanzas puestas en la brújula ordinaria, la que nos guía por nuestras ficciones. Para atravesar el umbral tenemos que aceptar otra, la que nos ofrece el texto, aunque de entrada se nos muestre como escacharrada. Será ésta, entonces, la apropiada para nuestro recorrido, la que confunde, como el narrador, el norte con el sur, el este con el oeste. Nuestro objetivo será discernir, en la medida de lo posible, su mecanismo, y para ello no hay como dejarse llevar. Él lo hace. El narrador de Primer amor empieza asociando libremente. ¿Qué hacer con ello? No queda otra que descender con él a los infiernos. Aprovechémonos, que sea nuestro Virgilio. A fin de cuentas, si leemos, como él hace consigo mismo, nos llevará a escribir el texto con él. Es sobre todo a esta experiencia de la escritura, de creación del lenguaje en cada recodo, a la que Beckett nos conduce.

Todo se juega pues en el desvío, en la curva, en el recodo. El punto de partida, interrogar los vacíos que se abren en la significación. Si nos ponemos dramáticos, la imagen de un perro expulsado de su canasta, mirando las estrellas, incapaz de encontrar la Osa mayor. Pero mejor no ponerse demasiado dramático. Descendamos sin gravedad al lugar donde leer rompe la literatura. ¿Qué encontramos? Algo sencillo, un narrador que se lee, que se lee obsesivamente para dejar que esa experiencia construya, desde la primera palabra, una escritura. Eso dice, Asocio. Dice que asocia, que asocia delante de un otro, de un lector cualquiera, tú o yo, pero que si se queda en mero lector es un gilipollas. Porque se trata de hacer la experiencia de la escritura.

¿Y qué es esto? Para Beckett, encontrarse con lo imposible y continuar: “No hay nada que expresar, nada con que expresar, nada a partir de lo que expresar, no hay capacidad para expresar, ni deseo de expresar, todo ello unido a la obligación de expresar”. Por lo tanto: “Ser un artista significa fracasar, como nadie más se atreve a fracasar, que el fracaso es su universo y rehuirlo desertar”. Lo que inevitablemente colocará al propio autor en una más que delicada posición: “Soy consciente de que mi incapacidad para llevar esto a cabo me sitúa a mí, y tal vez a un inocente, en la que creo que sigue llamándose situación nada envidiable, con la que están familiarizados los psiquiatras”.

Así se expresaba Beckett apenas dos años después de haber escrito Primer amor, paradójicamente, o más bien no, en el momento de mayor expansión de su escritura. ¿Entonces? Lo dicho, si asocio, si escribo, encuentro mi basura. O mejor decir que la basura me encuentra a mí, lo que es peor, pero más verdadero. Como veis, ya me estoy mimetizando un poco con el narrador de Primer amor, que es un título bien irónico, pues se describe la única experiencia amorosa del protagonista… ¡y qué experiencia!

Beckett escribe Primer amor en el otoño del 46. Lo escribe en francés. Han pasado pocos meses desde su abandono de la lengua materna, el inglés, un acto que se inscribe en la necesidad de desprenderse de eso que llaman estilo. Todo ello como consecuencia de lo que fue para él una revelación, ocurrida en Irlanda al acabar la guerra, cuando comprendió que aquello que le horrorizaba de sí mismo, y a lo que llegó a calificar de su locura, podía convertirse en su mejor aliado, su lugar en la escritura. Primer amor forma parte de una serie de textos cuyo destino será, de momento, el fondo del cajón. Hay varias razones. La principal, el Rubicón que representa para Beckett la escritura de Molloy y todo lo que a partir de entonces sucede. El hito que marca para la literatura francesa su publicación vendría a reforzar la actitud propia de Beckett, mirar sólo hacia delante, hacia el abismo que representará cada nuevo texto, intentando arañar, como él decía, unos milímetros a lo inexpresable. Y será sólo cediendo a la presión del editor, tras recibir el nobel, 24 años después, que autorice su publicación.

Probablemente hubiera también otras razones. Beckett le dijo a su amigo, el actor Patrick Magee, que al menos entonces su publicación no le haría daño a ella, la prostituta dublinesa reflejada en el texto, pues ya había muerto. Y por aquí podemos deslizarnos hacia el trabajo de escritura a partir de retales de memoria, algo que dio bastantes quebraderos de cabeza al joven Beckett, y a los que el narrador de Primer amor llega a aludir intentando exorcizarlos. ¿Queremos saber más sobre ello? ¡Qué peligro! ¿Nos interesa saber que Beckett fue a analizarse con Bion a Londres, a mediados de los años 30, aquejado de una terrible depresión tras la muerte de su padre? ¿Nos interesa saber que fue entonces cuando leyó los textos psicoanalíticos de la época sobre el yo y el no-yo, en un proceso de introspección en el que se descubriría, él, como no propiamente nacido? ¿Nos interesa saber que fue al regresar a Dublín cuando se sucedieron una serie de encuentros con prostitutas, conociendo a una que se quedó embarazada, aunque no de él, y a la que al parecer ayudó financieramente? Pues depende de la brújula que nos guíe. Si es la inapropiada, la que anula el recodo haciendo de la curva una recta, mejor borrar todo lo anterior, o seremos nosotros los estrábicos.

Olvidémonos entonces de todo esto y vayamos a la lógica de la escritura, al modo que tiene Beckett de construir a partir de la imposibilidad. ¿De qué imposibilidad se trata? La del relato, la de la literatura. Desde un presente un narrador en primera persona escucha sus rotos y los asocia. Un fracaso llamado padre, un fracaso llamado amor. De esta manera encadena lo que son dos exilios desde donde recibe meras postales del paraíso que nunca existió. Y desde este exilio, que remite al de su ser, el narrador está en una posición obligada: debe escribir, debe someterse a unas normas de transmisión. ¿Qué hace con ellas? Un acto de sabotaje tras otro. ¿Es cierto lo que cuenta, me refiero a lo que ocurre dentro de la propia historia relatada? Sí y no. Es escritura. Por eso, si al narrador le viene bien inventarse una lluvia, se la inventa. Está ofreciendo su creación al lector. ¿Hace ello falsa a la lluvia? Para nada. La lluvia ya ha caído. Además, ha cambiado de tema y ha retrasado el desenlace. Porque no se trata de escribir bien, sino de escribirlo, de volcar su encuentro con lo inenarrable. Hacer de eso una escritura.

Descendamos un círculo más. Si por la boca muere el pez, nuestro narrador muere por el oído. Escucha mucho más de lo que le gustaría, y con ello tiene que hacer o, al menos, registrar. Así, leemos cómo intenta recortar el nivel de inadecuación con lo expresado, precisar lo que se escapa, rectificándose una y otra vez. El ritmo del texto lo marca este padecimiento introspectivo, que será la base que empuje una lógica, o unas lógicas, que se desplegarán de múltiples maneras. Por ejemplo, exitosamente, cuando dice: “Le dije que viniera menos veces, muchas menos veces, que no viniera en absoluto de ser posible, y que si eso no era posible que viniera las menos veces posibles”. Otras, acaba tirando la toalla, como cuando encuentra tan insatisfactorio decir que el agua del canal fluye, o que el cielo era o no es siempre el mismo. Pero da igual, se trata de mostrar el juego de la narración. A veces acude a la lógica clasificatoria, tipos de heces, tipos de amor, tipos de sufrimiento. Y va salpicando el texto con sus pequeños desacatos, religiosos, escatológicos, hasta que se decide a asaltar directamente la norma, como cuando se cansa del nombre Loulou y lo cambia, o cuando se le alarga en demasía una frase y la corta en seco, dejándonos el rasguño en el papel. En mi lectura, el humor que alcanza con ello es indescriptible, aunque sea un humor que linde con el horror. El narrador intenta diferenciar, pero en su cabeza, con razón o sin ella… todo se mezcla. Y el orgulloso escapismo de su epitafio se queda en un anhelo, él huye de algo que siempre lo alcanza.

A estas lógicas que trabajan el texto en su continuidad, se vienen a agregar dos elementos ordenadores, los paralelismos y la circularidad. El paralelismo más impresionante es el que organiza el texto alrededor de los sonidos que no se pierden, esos sonidos que bailan entre dos registros distintos. Aparecen primero en forma de canción que no cesa, o que sólo puede acallar el narrador en su cabeza cuando le aplica, en su huida, el sonido de sus pasos. Vemos cómo vuelve a desplegar ahí su lógica, si volver o no al banco donde ella canta, para cerciorarse de la veracidad del mismo, esto es, si el canto sigue viniendo de ella o está sólo de su cabeza. Y la misma dificultad rematará la narración, y de paso también a él. Fue la imposibilidad de desprenderse de los berridos del bebé, nos confiesa, lo que acabó con él. Y esta vez no habrá marcha atrás posible. Ningún alejamiento espacial o temporal podrá detener nunca ese llanto: “Me puse a jugar con los gritos, un poco como había jugado con la canción, avanzando, deteniéndome, si es que a eso se le puede llamar juego”.

Divaguemos un poco. ¿Es ese juego la tortura sobrevenida como resultado del más alto crimen cometido, la traición a los benefactores, el crimen que se castiga en la cartografía de la Divina Comedia en la Judeca, que es el centro del noveno y último círculo del Infierno, donde se halla Lucifer, sometiendo en sus fauces a devoración eterna a Judas, a Bruto y a Casio? Es sólo una suposición, pero el narrador nos confiesa cómo le comen los remordimientos por abandonar una casa sin que lo expulsen, traicionando así a su benefactora.

Este paralelismo del quehacer del narrador con el exceso auditivo, que desemboca en la salida de un hogar inexistente, nos rebota a la salida inicial del primer hogar, aquejado también de inconsistencia, el que tenía en vida de su padre. Hemos ido de un fracaso de padre a otro. No habrá paternidad posible. Ni padre por encargo, ni amor por encargo. Pero, además, constatamos que también en esto se ha ido a peor. Porque si entonces logró apresar las temidas miradas de los ocupantes de la mansión en un relato imaginario, después no podrá detener por más tiempo la emergencia de la voz, el llanto infinito del recién nacido. Quizás no otra cosa que él mismo en forma de estallido.

La suma de paralelismos nos ha llevado al segundo elemento señalado, la circularidad. Una circularidad que es, en realidad, mucho más compleja de lo que parece, no sólo porque afecte tanto al conjunto como a los pequeños detalles, sino porque termina transformándose en deriva. Señalo sólo alguno de sus elementos. El narrador no tiene la identidad de un personaje construido a partir de un relato, con eso acaba Beckett en su trilogía, que es una auténtica demolición de esa concepción realista de la novela. De ahí que los personajes puedan cambiar de nombre, incluso mutar ellos mismos, pasando de uno a otro. Lo vemos en Primer amor, de Loulou a Anne, pero también se refleja en ciertos fenómenos de transitivismo que afectan al narrador. Por ejemplo, cuando Anne se desnuda, el peligro de explosión del cuerpo (excitado) de él es trasladado al cuerpo (no excitado) de ella. Y lo mismo ocurre con el estrabismo, pues lo lógico sería pensar que es él quien no puede poner sus dos ojos rectos en ella. Unos detalles que se vuelven estructurales si observamos cómo la peculiaridad del tarareo de ella, interrumpiéndose con fragmentos de otras canciones que abandonará después para retomar el hilo de la primera, se reproduce tal cual en el discurso del narrador. Esta característica de ella, que hará pensar al narrador en un ser poco consecuente, que abandona los proyectos nada más iniciados, y que arrancará su elogio de ser la forma menos cabreante de habitar este mundo, es la que define igualmente el vaivén que afecta al conjunto del relato, interrumpido con las continuas divagaciones del narrador.

En fin, el texto nos ofrece todo este material, alucinación incluida, al que podemos someter fácilmente a nuestras interpretaciones, pero lo fundamental, creo, es no quedarse ahí, o no disfrutar demasiado. Beckett nos previene contra su improcedencia. Sólo si llevamos la lectura a la escritura podremos apreciar la lengua Beckett. Se trata de ver cómo despoja cada frase para llevarla a lo real. Cada pincelada del cuadro contiene ese vaciamiento. La escritura intenta atrapar, sin someter, lo que está en fuga, alcanzarlo en el recodo por donde transita y construir, musicalmente, la lógica de su deterioro.

Zacarías Marco, febrero de 2018