… Y la mujer creó al Supermacho

Presentación del libro El Supermacho de Alfred Jarry en Cruce, el 24 de mayo de 2023

Empezaré por el final. Este libro contiene un ensayo de Annie Le Brun, titulado Lo pequeño que es un elefante, que merece ser considerado un libro en sí mismo. Le Brun se atreve a recoger el guante de esta novela moderna, única en la radicalidad de su propuesta, y responde a su altura. El título mismo hace eco de un informe de la trama de El Supermacho, Dios es infinitamente pequeño, y con ello nos abre otra escena paralela, tal como hace Jarry in extenso en su novela. Así es que hoy presentamos un libro que contiene dos, y quería empezar por aquí para que el lector parta con la idea de un horizonte que se le va a abrir cuando empiece su lectura. Este ensayo convoca un diálogo necesario con el que pondremos a prueba nuestra lectura. No para aprender de él, que sería la lectura fácil, legítima, sino para debatir con él. Aunque para eso, naturalmente es preciso haber aceptado que la novela nos trabaje primero, reconocer su huella en nosotros. Dejo a Annie Le Brun que nos abra ella misma esta perspectiva antes de ir al principio, el experimento novelesco de Jarry:

“Hay libros que ya no cerramos porque basta con abrirlos para que con ellos se abra el horizonte. Sin aparentemente cambiar, el paisaje adquiere de repente otra profundidad que remueve poco a poco todas las perspectivas. De este desorden muy particular, cuya esperanza es ella sola uno de los raros motivos para leer, El Supermacho constituye a mi parecer la más hermosa cristalización. Pero, ¿cuál es su verdadera fuerza? ¿Cómo se transforma el amor, piedra escurridiza que rueda por la espuma de los deseos, en proyectil? Y a una velocidad de la que no podemos recuperarnos, como un proyectil que despedaza los personajes, destruye los lugares y petrifica la duración, para llegar y dar de lleno en eso que llamamos literatura.”

Tratemos de dar respuesta, de recoger el proyectil que nos lanza Jarry, cristalizado en esta obra una frase, “el amor es un acto sin importancia, puesto que uno lo puede hacer indefinidamente”. No será la única ni lo único que cristalice. Lo avanzo de entrada, me interesa seguir la naturaleza de lo que terminará siendo una doble cristalización, materializada en una imagen que se desplegará, como todo en esta novela, en dos: una máscara con lágrima líquida del lado femenino, que se contrapone a una máscara con lágrima sólida del lado masculino. Pero que ofrece al mismo tiempo su contrario como verdadero, esto es, que el lado femenino es sólido, es lo que aguanta y resiste más allá de la muerte, mientras que el lado masculino se funde, termina sacrificado para elevarse a mito, el mito creado por la mujer. Tenemos este juego y alternancia de contrarios, que, sin embargo, en ningún momento anula la diferencia entre una fantasía masculina y una fantasía femenina. Porque las cosas no son lo que parecen. Ni del lado de la virgen, que siéndolo, y por ser mujer, es también siete mujeres cortesanas, ni por el lado del Superhombre, que pedalearía en el vacío de no ser por el empuje de esta locomotora femenina tan particular. Resumo: si uno entiende esta contraposición, este diálogo entre máscaras, que es lo que permite el despliegue de dos fantasías sexuales, y con ello nada menos que el Amor, tal vez antes de dar una respuesta le tiemble un poco la voz.

Jarry aúna en un mismo movimiento la destrucción y la proposición, el ajuste de cuentas y la invención. Por ejemplo, en la puesta en escena inicial, donde, a modo del clásico Simposio para hablar del tema del amor (El banquete), el anfitrión detona de entrada el artilugio paradójico que impedirá todo desarrollo banal. Es el modo Jarry, un primer gesto de una subversión tan inaudita que cambia para siempre el orden de las cosas. El Merdre! inicial de Ubu rey, que cambió para siempre la escena teatral contemporánea, es aquí un aforismo que coloca lo imposible del lado de lo necesario. Lo ilimitado, ahora posible y además necesario, es aplicable al acto sexual, extendido al amor mismo, pero también, en la misma lógica expansiva, aplicable a todo acto. Y esta novela moderna va a proceder a su comprobación.

Esto podría muy bien ser un juego de niños, metafóricamente, si Jarry procediera sin más por la vía del relato, pero lo va a hacer por otra, dándole toda la seriedad necesaria. El gesto de Jarry inaugura una irreversibilidad en la escritura, en un grado nunca antes visto. Un gesto que no podemos rechazar y que redefine la realidad más allá de los confines del relato.

Tenemos aquí el problema, obvio, de presentar un libro que necesita haber sido leído. Estamos forzados a hacer malabares. Quizás no conviene describir paso a paso esta apuesta sexual sobre el límite de lo posible. Sería banalizarlo cuando lo que interesa es el más allá que abre. No podemos preparar a los lectores para que digieran fácilmente a Jarry, solo precipitarlos al abismo de su lectura, despeñarlos por unas estrategias que muestran el camino de lo imposible hasta su desenlace… trágico o no, que lo decida el lector. Es lo que tiene tomarse el amor, nos dice Le Brun, –¡y como nunca antes!–, como tema de la revuelta. La cito: “Lástima de todos aquellos cuya infancia, estropeada a fuerza de olvidarse, llegan a perdonar al mundo adulto por ser lo que es. Alfred Jarry no les dirá nada. A lo sumo los distraerá, haciéndoles tomar por petardos los explosivos que lleva en su mano.”

Confieso haber tenido un problema inicial en la lectura, ¿hablamos de amor o de sexo? Aparentemente se trataría de sexo, puesto que el acto al que se alude es el sexual, y la marca que se pretende batir, numéricamente, no parece compatible con el amor. Pero incluye un “y más” que, al elevarlo a infinito, lo trastoca todo. Por tanto, este problema no escapa a Jarry, quien se empeña en mantener el reto dentro de la órbita amorosa. Creo que Jarry lo hace para mantener en su rango de importancia la fantasía sexual y la vinculación singular de ésta, para no caer en su banalización. Esto es claro desde el inicio. De esta manera, la fantasía cobra una entidad de relación, una exclusividad, la altura de un encuentro único entre dos personajes de carne y hueso. En este caso, una joven virgen y el Indio (tan celebrado por Teofrasto, capaz de hacerlo 70 veces y más), que es el mismo personaje central de la obra solo que en versión viril, encarnando al Supermacho. Lo que importa aquí es el diálogo entre dos fantasías: la que introduce en el deseo una problemática de la violencia, y una fantasía femenina que responde, que se permite responder tras la protección que le da su máscara. Y aquí las cosas se vuelven más complejas, más allá, creo, de determinados estereotipos, sin saber a priori cual alimenta a cual, esto es, qué fantasía es la dominante.

Jarry parte de una aparente opereta, que se pone a pedalear, enloquecidamente, hasta que nos vamos dando cuenta que todo movimiento es el reflejo de la relación por venir. El esquema social es llevado a la farsa de la manera más irrisoria para mostrar con el disfraz competitivo y pseudocientífico lo que después se resolverá en lo privado. Así somos introducidos, sin saberlo, en el nivel de la fantasía. De una fantasía que, en la medida en que es Absoluta, como aquí creo que se pretende, será sexual. Dicho de otra manera, está la máscara y está el cuerpo, pero es ella quien va a permitir el pasaje a un más allá de la frontera de la carne. Es decir, la fantasía consigue trascender, llevar a la carne al terreno de lo ilimitado, donde, tras la caída, encontrará el amor.

Finalmente, una vez hecho ese pasaje, habrá un juego muy sutil entre lo ilimitado y lo limitado, para producir un retorno que eleva a mito la fantasía, otorgándole una especie de enseñanza a la protagonista. Paradójicamente, será ella quien resurja de sus cenizas después del diálogo que mantiene con la violencia de la fantasía masculina. Mientras que el chamuscado será él víctima, no de ningún exceso, sino de la incomprensión social, siendo científicamente sacrificado, haciendo de él un Cristo.

Lo moderno tiene aquí este doble sentido, poner en evidencia la irrisión del progreso, pero, sobre todo, introducir lo imposible de decir de la fantasía por un camino directo. Ahí creo que está la mayor subversión del texto, que siendo serio se ríe de todo. O, al revés, que riéndose de todo dice lo indecible, desenmascarando nuestros deseos.

Jarry utiliza este juego de máscaras para desnudar la desnudez. Llega al cuerpo de la pasión, que no es la pasión del cuerpo, sino la de la idea. Introduce una competencia, aspirando a una unión entre contrarios que le permita el acceso a lo ilimitado. Crea las contraseñas para abrir sus puertas, esas frases imprevistas que irrumpen en boca de los dos protagonistas elevando la apuesta más allá de toda banalidad. (“Creo en el Indio”, “Todavía no nos hemos amado… ¡por placer!”, “Lo amo”, “La adoro”). Con estas extrañas perlas en el texto, que el lector sólo entenderá al leerlas, entramos en una nueva época, en el fuera de discurso.

Los referentes obvios posteriores serán el amor loco, de Breton, y toda la obra de Duchamp, particularmente el Gran Vidrio, con sus máquinas solteras, esa gran guarrada en palabras de su autor. Pero ni uno ni otro, les acusa Le Brun, retoman el tema de la violencia. Breton va por la línea de los encuentros y Duchamp apuesta por la disección humorística del acto, dejándonos la evanescencia del rastro –lúbrico, si se quiere– que vendrá a colonizar el objeto. El resultado en Duchamp es ese mixto tan particular, una idea sensible, una captura fría de la pasión, del desnudo y de lo que provoca el desnudo, y liberada de todos los cánones formales de la obra.

(Aquí no termino de coincidir con Annie Le Brun, creo que Duchamp no recorta el plano de la fantasía. Si bien utiliza el humor como arma principal, no evita el tema de la violencia, como se puede apreciar, de varias maneras, en su última obra, Étant données. Ni tampoco la fantasía femenina, tanto alegre, L.H.O.O.Q., como frustrada, Why not Sneeze, Rose Sélavy).

Annie Le Brun dice que Jarry aborda el enigma con una revuelta que nunca antes se había mostrado: que el deseo gira en círculos y que el amor es su máscara escandalosa, su solución imaginaria. Así, Jarry se alejaría tanto del exotismo sensual como del viaje libertino. El camino será la apuesta, aquello en apariencia meramente formal, pero que en realidad será el cauce para hacer frente, sin cortapisas imaginarias, a la fantasía. No la de uno sino la de cada uno, yendo ambos no juntos pero sí por igual. Éste sería el hecho sin precedentes ni consecuentes.

Termino con la apuesta máxima de Jarry, una imagen sublime del más allá de toda realización posible. Es la mujer la que exige en el más allá del acto, pero mediante el acto, el Amor. Y con ello crea al Supermacho, una vez elevado a mito. Éste será el final, que dejo al lector, para quedarme en el momento previo. Una vez traspasado el “y más”, la yaciente Ellen, queda aparentemente muerta, por agotamiento sexual. Está inerme, sujeta por primera vez a la contemplación total, pero esta pasividad ha transformado, necesariamente, a su pareja, haciendo emerger su soledad. Es un momento extraordinario, donde surge un afecto melancólico ante el cuerpo de la joven, en las antípodas de la hasta entonces frialdad maquínica masculina. Se produce entonces un acercamiento a ese cuerpo que no late, observable ahora parte a parte, los senos, el sexo, como si por primera vez hablaran solos. Y se queda aquí el Hombre, en modo interrogativo, ante este descubrimiento de la Mujer, aquella que aguantó el tipo ante la fantasía de él y respondió con la propia, no exenta de su propia violencia.

Me hizo recordar La maladie de la mort, el libro de Marguerite Duras, que ofrece aquí un reverso de esa escena. En ese libro vemos al protagonista en la misma posición interrogativa, pero el hombre no puede amar a la mujer, no puede desear su cuerpo, sólo puede pagar para aprender un misterio que nunca alcanzará. Mientras que en Jarry la voluntad criminal de llegar hasta el final es llevada a cabo por los dos protagonistas, y cada uno la suya, lo que hace que ninguno de los dos esté verdaderamente solo, en Duras el hombre está despojado del deseo, vive en el desierto, sin fantasía propia que lo ampare y, por tanto, sin acceso a ninguna fantasía a la que responder. Ni tan siquiera el placer que da es válido porque es en ausencia de su fantasía. Su soledad es total. Como la prostituta de La maladie de la mort observa bien, él no tiene remedio, no tendrá nunca acceso posible a la mujer, a cualquier mujer, está sentenciado por la enfermedad de la muerte. Así, Marguerite Duras ofrece una imagen de la fantasía que está a la altura de la de Jarry, solo que del lado de la no realización. Son, creo, dos expresiones que tienen la valentía de salvar la fantasía. Una de un lado, otra del otro. Tal vez por eso en El Supermacho estemos ante la exposición de la otra enfermedad, la de la vida. La que se hace cargo de la zona de criminalidad inevitable para entrar sin engaño en relación. Es el imposible necesario que perseguiría Jarry para salir de la soledad. La fantasía femenina ha tomado el relevo a la masculina, y será ella quien se lleve, para siempre, la esencia del otro engarzada en un anillo.

Zacarías Marco