
¿Cuál es el amor más grande? Imaginadlo. Pero ¿sigue siendo amor el amor más grande?
Quizás la emoción te impida darte cuenta de que estás delante de ese misterio al que buscas hacer hablar en las miradas de los protagonistas de esta historia –interpretada por Maggie Cheung y Tony Leung–, capaces de incendiar cada uno de los fotogramas. Quizás no puedas comprender la paradoja del juego de unos ojos que detienen los avances del otro cuando se abren, y le dejan entrar cuando se cierran. Quizás no te hayas dado cuenta todavía de que has quedado atrapado en ese entremedias, en la intensidad de ese momento. Es lógico que pretendas mantener la compostura, da igual, el efecto ya se ha producido. “Un instante dura mucho”, dice ella. Sí, dura tanto que viaja hacia delante y hacia atrás. Viaja dentro de cada película y entre cada película de Wong Kar-wai. No importa que cada una tenga su propio mundo, la creación no conoce barreras, se cuela por todos lados, dentro de cada película y también entre ellas. Al menos éste es el particular modo de amar de un director que se ha atrevido a trabajar el sentimentalismo, tan denostado, haciendo arte con su artificio, poniendo a hervir el celuloide para destilar la emoción que suspende todos los límites. Por eso, aunque hoy miraremos su cine desde Deseando amar, la película que estrenó en el año 2000, hemos empezado por otro momento intemporal, la confesión de esa otra Maggie Cheung en Días salvajes, que nos permite reconocer cómo en Wong Kar-wai no hay inicio ni final, sólo continuación, suspensión en el tiempo, espera en el infinito de lo que nunca podrá realizarse. Sus personajes eligen la eternidad del instante, el modo melancólico.
¿Es posible acotar este arte de los trasvases, este movimiento de intensidades que viajan sin tener en cuenta los límites enlatados que separan cada metraje de Wong Kar-wai? ¿Cómo hablar de Deseando amar dejando de lado su siguiente película, que viene a ser su secuela, o su variación musical, 2046, si ambas forman un dúo? ¿Cómo detenerse en este dúo, cuando pasaría a convertirse en trío poco después cuando ruede La mano, la nueva variación donde el fetiche del vestido alcanza su máxima expresión? ¿Y cómo no sumar también a la lista Días salvajes, el antecedente no sólo de los personajes sino del universo que une a este cuarteto de películas, que es la recreación del mundo de la infancia del director, el Hong Kong de los años 60?
Esta ciudad es el telón de fondo que permite la ensoñación nostálgica de Wong Kar-wai. Vivida desde la soledad de los emigrados de Shanghái que descubrían con asombro esta otra China, entonces colonia inglesa, abierta a otros mundos, pero a la vez impenetrable para los que, como él, un niño de cinco años, sólo hablaban mandarín, y no la lengua oficial, el cantonés. En la increíble densidad de esta ciudad portuaria vivió Wong una infancia reducida a sus escasas posibilidades de relación, yendo al cine de la mano de su madre a ver sólo las películas en mandarín. Un espacio-tiempo sentimental que va a representar después saturando al máximo los colores, los sonidos, los olores y los sabores de un mundo que será su principal fuente de inspiración.
Un detalle nos alerta del nivel de intensidad de esta pasión fijada en el acto de mirar. El director ha confesado que de pequeño le dolían los ojos. ¿Y qué hacía? Los cerraba… para escuchar mejor las palabras. “La voz no miente. Se ve mejor con las orejas”. Escuchando la música de sus películas no lo dudamos, nos dirá la verdad de lo que ocurre. Sin saber muy bien por dónde ir, que es también el modo de trabajar de Wong Kar-wai, voy a dejar que sea este dolor de ojos lo que organice el texto. Lo dividiré en dos bloques. Me fijaré primero en lo que vemos con los ojos y con las orejas, lo que nos llevará a reconocer qué sentimos, antes de pasar al segundo bloque, donde trataré de pensar cómo abrir el cofre de lo que no vemos, de aquello que por sagrado o por prohibido permanece oculto, ese núcleo ausente que determina el trabajo de Wong Kar-wai haciendo que también nosotros nos perdamos deseando amar.
Lo que vemos de la no relación
La película nos empieza mostrando lo que será una constante, una estructuración paralela, simétrica, de planos y secuencias. Este esquema de repetición y diferencia será el que veamos una y otra vez. En este caso inaugural, introduciendo a la pareja que será protagonista, cada uno por su lado, en la búsqueda de piso para vivir con sus respectivas parejas. El primer encuentro se realiza en el pasillo de un inmueble ya atestado de gente, detalle de la densidad de Hong Kong. Ella alquila primero el anunciado y cuando él llega la casera le encamina hacia el piso de al lado, de tal suerte que las dos habitaciones quedarán separadas tan sólo por un tabique. Podemos preguntarnos de entrada cuál es la función de un tabique, si unir o separar. Un arquitecto os daría una respuesta, Wong Kar-wai quizás la contraria.
La siguiente escena es importante simbólicamente. Chow y la Sra. Chan dirigen al mismo tiempo la entrada de los enseres, que se realiza en el apretado pasillo en medio de la confusión. Los obreros no tienen claro los destinos, de tal suerte que los objetos se mezclan haciendo trayectos no permitidos y obligando a continuas rectificaciones. La lectura de la cómica escena resultará clara a posteriori, el tránsito indebido de los objetos anticipa la infidelidad de las parejas. Incluso podemos dudar también de esta separación formal entre objetos y sujetos, porque como enseguida veremos, los objetos han sufrido el contagio humano, se duplican, están en continuidad. Los objetos son flotantes porque los sujetos, o más precisamente las identidades, son flotantes.
Estamos en el inicio de la parte introductoria de la película, donde poco a poco van a ir apareciendo toda una suma de detalles que se reflejan en espejo, arrojando luz sobre lo que ocultamente se está produciendo. Vemos, por ejemplo, el trabajo de la Sra. Chan, haciendo de tapadera –como una tal Dora– de la relación del jefe con su amante. Tenemos ahí un primer cuarteto infiel, y suponemos que esta práctica le dará a ella una posición privilegiada para interpretar los signos. Queda patente en los regalos, tanto en los que su jefe reparte a su amante y a su mujer como en los que traerá su marido de sus viajes. El marido figura aquí como doble del jefe. Pero la situación de ella será más comprometida cuando intuya, en el papel de esposa, que algo se mueve a sus espaldas.
El futuro intercambio de parejas, de sus cuerpos, se muestra y anticipa poco después en una escena cuya importancia recalca tanto la cámara lenta como la banda sonora, empleadas ambas por primera vez. El director nos la ofrece para que nos detengamos. ¿Qué vemos en ella? A la Sra. Chan entrando en la sala donde juegan al mahjong para ir a sentarse junto a su marido. Enseguida entra en escena la mujer de Chow, y la Sra. Chan tiene que levantarse para dejarle paso entre ella y su marido. A continuación sale por ese mismo estrecho paso Chow. Entra ella, sale él. La cercanía de los cruces casi les obliga al roce. Ese instante se hace eterno, escuchando la melodía que establece el vínculo sentimental entre Chow y la Sra. Chan. Estos cruces son la seña de identidad de la película. Cuanto mayor es su lentitud, mayor es también la emoción que transportan. Se repetirán en todos los lugares estrechos, en los pasillos y sobre todo en las escaleras. Podemos preguntarnos sobre la cercanía, sobre la reducción al mínimo del espacio que separa a las personas que les lleva al borde mismo de desvelar su intimidad.
Esto nos da pie para abrir un paréntesis que muestre dos referencias artísticas. La primera es bastante obvia. Wong Kar-wai fragmentando con su cámara lenta a la mujer bajando la escalera. Podemos reconocer la inspiración del cuadro de Duchamp, de 1912, Desnudo bajando la escalera, aunque en este caso sería, Vestido bajando la escalera. ¿Podríamos decir que cuanto más vestida está ella, más la desnudamos nosotros? Creo que no. Se trata más bien de la estructura del fetiche, del velo elevado a la categoría de objeto. Aquí, los 57 vestidos de igual corte y confección, pero con diferente estampado, que van a diferenciar cada una de las escenas donde aparezca la Sra. Chan.
La segunda referencia artística no es tan obvia. Ignoro en este caso si el director fue consciente de trabajar lo mismo que presentaron Marina Abramović y su pareja Ulay en una performance del año 1977, Imponderabilia. Ambos se colocaron desnudos frente a frente en el umbral de la entrada de un museo donde se celebraba una feria de performances. El lugar había sido estrechado previamente para obligar a todos los que querían acceder al museo, a pasar entre medias, rozándose con sus cuerpos. A la pareja de artistas le interesaba apreciar la timidez o el arrojo, y las decisiones que el público tendría que tomar, eligiendo de qué lado se pondrían al pasar y qué parte del cuerpo expondrían al roce. Si me permitís la broma, no creo que ese día entrara al museo ningún japonés. (Esta pareja artística actuaba bajo el nombre El Otro, que aludía al siamés que era el otro para cada uno de ellos, dándose la casualidad de haber nacido ambos el mismo día.)
La parte introductoria de la película culmina con el descubrimiento del engaño al que ambos están siendo sometidos. Un engaño que los lanza primero hacia la soledad, y después al encuentro. Parecen destinados a ello si pensamos que el lenguaje del amor es el de compartir soledades. Pero también es cierto que el nexo se venía tejiendo entre ellos desde el primer momento, y –esto es importante– bajo la forma de una relación de escritura, situada en varios niveles. Porque al inicial intercambio de libros le sucederá la escritura de relatos de artes marciales, que será a su vez el vehículo de la escritura de su propia historia. Se trata de un nuevo juego de confusión –después lo veremos– entre la escritura de la película y la escritura que los personajes hacen de lo que viven. La combinación entre ambas se irá haciendo cada vez más compleja.
La escena que marca el paso a la parte central de la película, al nudo en el lenguaje clásico, es la que se desarrolla en la cafetería-restaurante donde se encuentran por primera vez. Un juego de miradas frente a frente donde cada uno quiere saber qué sabe el otro sin desvelar sus propias cartas. Pero bueno, es inevitable que vayan cayendo, mostrando la increíble coincidencia entre los regalos, los pares de iguales bolsos y corbatas que visten al cuarteto. Naturalmente, demasiada coincidencia. Ninguno de los dos ha sido tan incauto como se mostraba al principio y no les queda otra que admitir ante el otro la realidad. La pregunta ahora sería, ¿qué harán con ese sufrimiento que les une? ¿Qué tipo de unión van a propiciar? Hasta ahora les han escrito su historia, queda por ver si harán un corta y pega o procederán a una reescritura.
A continuación, y sin previo aviso, asistimos a lo que es quizás lo más sorprendente de la estructura paralela que recorre la película, ese dualismo, esa simetría que preside y encarna cada escena, y que es la representación pura del artificio. Después de que ella se pregunte cómo empezó todo, los vemos caminando hasta que él tome la iniciativa y la seduzca, acariciándole la mano. Comprenderemos después que se trata de una escena dentro de la escena cuando se nos muestre la otra posibilidad, ella, en un gesto simétrico, seduciéndole a él. Están en ese juego de identidades flotantes donde al tiempo que interpretan la relación de los amantes se va a ir colando entre ellos todo un torrente de afectos, por muy férreo control que pretendan llevar. De esa ambigüedad fundamental va a nacer una relación sublime que tiene como garantía la no relación.
Este juego de interpretación de la relación desconocida de los amantes tiene un segundo capítulo en la misma mesa del restaurante. Se trata de otra muestra del esquema repetición y diferencia. El descubrimiento de las cartas del otro es sustituido ahora por un ensayo de cita entre los amantes. Una vuelta de tuerca para encarnar, para dar vida a lo que en realidad se perdió, que no puede dejar de hacernos recordar la recreación de la amada en Vértigo, salvo que aquí se hace por partida doble, siendo los dos tanto Scottie como Madeleine, ambos el que busca en el otro una encarnación de la pareja perdida y el que consiente a ella, interpretando el fantasma del otro. El detalle de la Sra. Chan untando la carne en el picante que le gusta a la Sra. Chow es magistral. Vemos la división subjetiva de la Sra. Chan, cómo educa su paladar para que le guste lo que en realidad rechaza. No voy a extenderme en ello pero Vértigo es una fuente de inspiración mayor, reconocida por el director.
La relación de la no relación avanza, facilitada de nuevo por la vía de la escritura, que es lo que va a permitir a Chow dejar de lado su timidez inicial e ir tomando la iniciativa. Mediante la escritura Chow introduce lo que de otra manera no se atrevería. Se trata naturalmente de un nuevo artificio para compartir el tiempo con ella, facilitando la necesidad de un espacio privado, donde ambos construirán a cuatro manos su historia. Digamos que es en y por la escritura que entran en relación, pero lo que los une es también lo que los separa. De momento, dado que la reiteración de sus encuentros puede provocar habladurías, él alquila una habitación y le pide ayuda para escribir. Ella se mantendrá en la distancia hasta que finalmente acepte. Para dar ese paso ha mediado una treta de él, que ha jugado con su ausencia para ver el impacto en ella. Vemos las dos posibilidades: que ella no entre en la habitación 2046, o que ella entre. El desarrollo posterior nos indica la opción ganadora, entró. En ese lugar la escritura transformará el encuentro prohibido en permitido, un mundo compartido que el director retrata en un permanente juego de espejos, fragmentando y duplicando las imágenes, los rostros. Son ellos y también sus sombras, todos los dobles que queramos. Siempre un dos que se multiplica por dos. Son los personajes de su propia historia, una historia que se escribe por duplicado. Por ejemplo, cuando la recreación de posibilidades deja de limitarse al pasado, a lo que ocurrió en el encuentro amoroso de sus parejas, proyectándose también hacia el futuro. Me refiero al ensayo de confesión de la infidelidad, donde la Sra. Chan interpreta una posición doliente que se duplica ante nuestros ojos. En la primera, se sorprende ante la facilidad de la confesión del marido, al que interpreta Chow, y le da un tímido tortazo. En la segunda, le embarga la mezcla de emociones y termina llorando sobre el hombro de Chow. Quizás sólo así, a través de la actuación, se haya atrevido a mostrar su vulnerabilidad. Pero ¿sabe ella por qué llora? ¿Lo sabemos nosotros?
Nos acercamos al final de este nudo de la trama que se ha ido apretando cada vez más. Ha caído la excusa del carácter excepcional de su relación en tanto no relación y Chow va a mover ficha confesando de manera indirecta su amor. Le dice a la Sra. Chan que se creían diferentes a sus parejas pero que no lo son. Ella ha leído bien –en estos asuntos es inteligencia encarnada– aunque se reservará su posición. Chow va a recurrir entonces a la misma estratagema de antes, jugar la carta de su ausencia. Anuncia su partida a Singapur y le pide que le avise de la llegada de su marido. Sólo al final incluirá la invitación para que le acompañe. Todo esto ocurre en la larga secuencia del encuentro bajo la lluvia. Le dice que ha aprendido cómo empezó todo, los sentimientos surgen sin que nos demos cuenta. Chow ha experimentado el surgimiento del amor en tanto víctima de un juego de interpretación, como si la posibilidad de la relación no pudiera tener otro territorio que el de la fantasía, el de la ficción. Por eso volvemos otra vez al artificio, el lugar donde se hace posible lo imposible, mostrando las posibilidades a elegir. La lluvia se detiene e interpretan dos nuevas escenas. Como vemos por sus ropas –las mismas, aunque ahora no mojadas– no ha habido salto en el tiempo. Se trata en realidad del tiempo lógico del artificio, donde la dualidad lo estructura todo, aquí el par seco-mojado. Y lo que se introduce como novedad es que, en vez de interpretar a sus cónyuges, se interpretan ahora a sí mismos en la escena de la separación.
¿Qué vemos? Primero, la Sra. Chan le dice que su marido ha vuelto. Entonces él, a modo de despedida, le roza la mano y se aleja. La escena tiene la intensidad de los momentos especiales, y sólo después, cuando ella vuelva a descomponerse llorando nuevamente sobre su hombro, sabremos que se trataba de una nueva actuación, de un ensayo de separación. Porque estamos asistiendo a algo del todo inaudito: que ellos se pierden en la ficción sin haberse encontrado en la realidad. Sólo se han encontrado en la fantasía, en el territorio restringido donde viven para preservar el amor más grande, que es el que no se realiza. O, dicho en nuestros términos, la pareja no deja de escribir la imposibilidad de su relación sexual, pero –y esto lo cambia todo– lo hace redoblando a tal punto el artificio que será en él donde se escribirá su posibilidad. Digamos que la intensidad del artificio suspende la imposibilidad. Y en esa correspondencia, que es perfecta en tanto que prohibida, Chow y la Sra. Chan realizan la no relación.
El ejemplo máximo de esta ambigüedad fundamental lo tenemos en un detalle casi furtivo que se viene a colar poco antes del cierre del desarrollo hongkonés del año 1962. El director nos va a ofrecer un último encuentro, abierto a la interpretación. Se trata del trayecto nocturno que hacen los protagonistas en los asientos traseros del taxi, una secuencia paralela a otra anterior donde al ir a acariciar su mano él fue rechazado. Ahora ocurre lo contrario, ella reclina su cabeza sobre él y sus manos se juntan, se aceptan. En ese lugar mixto, a la vez público y privado, se produce el único acercamiento real, que, por supuesto, sólo ha sido posible después de haber certificado su separación. La curiosidad nos lleva a preguntarnos qué pasó aquella noche, si esas manos entrelazadas haciendo el amor lo hacen sólo metafóricamente.
El cierre de esta parte lo va a poner la doble secuencia de la oportunidad perdida. Sabemos que se va a producir la separación, pero no quién ofrecerá acompañar al otro en su partida. El director rueda las dos escenas. Primero, la propuesta de él al teléfono. Después, la propuesta imaginaria de ella mientras llora en la habitación 2046. En la primera, Chow la llama por teléfono y le pregunta. En medio del silencio arranca la canción de Nat King Cole, Quizás, quizás, quizás, que viene a expresar de manera insuperable su posición desesperada, colgado a una respuesta que no llegará.
A continuación viene la parte final, el desenlace de la película, en un formato si cabe todavía más fragmentario. Lo veremos desarrollarse en tres momentos sucesivos, Singapur 1963, Hong Kong 1966, Camboya 1966. Destacaré sólo algunos detalles.
En Singapur asistimos a dos modalidades de relación de la no relación, una nueva, otra conocida. La nueva es la presencia furtiva de la Sra. Chan en la habitación de Chow, –es importante aquí la alteración que provoca en Chow esta invasión invisible–, que nos remite a una parte central de la trama de otra de las grandes películas de Wong Kar-wai, Chungking Express. La modalidad conocida es la segunda comunicación telefónica, esta vez en completo silencio, cuya escritura sonora vuelve a estar a cargo de Nat King Cole. Vemos que se trata del reverso simétrico de la primera, ahora quien llama es ella y él la reconoce precisamente por su silencio. ¿Qué nos dice, de qué nos habla ese silencio? Que el hilo imposible que los une se mantiene, que permanecen en el régimen de la continuidad. Aunque el tiempo y el espacio hayan introducido un corte entre ellos, el corte no acaba de inscribirse, de ahí la permanencia de la comunión prohibida ente ambos. Este mismo problema, la dificultad para hacer un duelo y salir de la melancolía, se expresa como imposibilidad de soltar el peso de un secreto. Chow le cuenta a su frívolo amigo Ping una solución ceremonial. Para poder separarse de su secreto los antiguos buscaban un árbol, hacían en su tronco un agujero y susurraban en él su secreto. Una vez tapado con barro, el secreto permanecía allí y podían continuar.
Tres años después, en el Hong Kong de 1966, se producirá el siguiente episodio de un no encuentro cuando la Sra. Chan se instale en la vivienda que fue su hogar. Después llegará al inmueble Chow, también con regalo a su casero, para enterarse que en el piso de al lado vive una mujer con su hijo de cuatro años. Escuchamos alusiones a la situación política, 1966 es el año de la Revolución Cultural en China y el miedo hace emigrar a muchos habitantes de Hong Kong.
Otro hecho político, la visita de De Gaulle a Camboya, introduce la tercera y última parte de este final en diferido, rodado en un lugar excepcional, el templo de Angkor Wat, que es el centro del mayor conjunto monumental religioso jamás construido. En un agujero de sus muros, ante la mirada de un monje, dejará Chow su secreto.
Lo que no vemos de la relación
He de confesaros que tuve que ver la película varias veces hasta conseguir encajar cada una de las piezas del puzle. Me refiero a las piezas que el metraje ofrece, porque hay otras que faltan y queda de nuestra parte intentar localizarlas, acercarnos a ese lugar del misterio que funciona como los silencios entre las notas de una partitura. Sin ellos no habría música. En el caso de la película, creo que es lo no dicho, lo no visto, lo que potencia cada una de las escenas. Es una elección deliberada, cuyo ejemplo más claro es el de sustraernos los rostros de la pareja infiel, el Sr. Chan y la Sra. Chow. El resultado, una densidad que nos atrapa, que nos vuelve moscas pegadas en la superficie emotiva de las imágenes, aleteando en ese goce, pero perdiendo a veces el hilo del conjunto. Podemos preguntarnos por qué no nos importa, por qué al público no le importa perderse en la atmósfera creada por esa multitud de detalles. ¿Será por su lograda melancolía, por ofrecer una obra que por su inacabamiento mismo es capaz de hacer perdurar la pasión amorosa? Es posible, pero no deja de sorprender el grado de aceptación del público hacia una obra que sigue de forma tan entregada los caminos del arte de lo fragmentario, los caminos del arte de vanguardia, una obra que reflexiona en la escritura sobre las posibilidades mismas de la escritura.
Hemos avanzado ya la paradoja sobre la que trabajamos y que podríamos resumir así. No conviene llamar a este amor eterno un amor inmaculado en base a la no realización. Más bien al contrario, la no realización nos habla de una relación verdadera, en el sentido fuerte de la palabra, porque hace existir lo imposible de la relación. La concordancia entre los sexos, que la realidad cotidiana no deja de castrar, se realiza aquí en la fantasía, pero en una fantasía que alcanza tal intensidad que se convierte en la nueva realidad. Este mundo es el real donde los personajes viven, y nosotros con ellos. Una división que se ha duplicado delante de nosotros: la suya, afectados por su propia interpretación (“Esto no es real”, dice Chow); y la nuestra, afectados a pesar de lo manifiesto de su interpretación. Resultado, la ficción se ha vuelto real delante de nuestros ojos, ¡real hasta el dolor!
Se deduce entonces que el director, un buen día, no eligió como modelo el exilio sentimental de la ciudad de su infancia, sino que su modelo lo eligió a él. Los que trabajan en eso que llaman creación, arte, no eligen sus temas, los temas los eligen a ellos. Cualquiera se defendería ante el riesgo de quedar abrasados, pero ellos no pueden. Por eso Wong Kar-wai se entregó a su tema de una manera, digamos, loca. Y aunque es cierto que tuvo la fortuna de contar con dos colaboradores excepcionales que supieron como nadie materializar su mundo, –William Chang, el director artístico y mano derecha de todas sus películas, un lector excepcional que traduce todo lo indecible que pasa por la mente del director; y Christopher Doyle, el director de fotografía, la otra alma gemela a la que debemos la atmósfera de sus películas más emblemáticas–, la locura es la suya. Veamos cómo trabaja.
Wong Kar-wai no puede escribir el guion de una película. Sólo consigue orientarse visualizando el material filmado. Naturalmente, para la desesperación de productores, eso obliga a rodar escenas que jamás se utilizarán. Da igual, es necesario para su proceso creativo. Los fragmentos se van convirtiendo en una lengua que busca cómo abrirse camino. Por eso la historia es móvil hasta el último día de rodaje, ¡y más allá! Es cierto, nadie sabe a ciencia cierta cuándo termina lo que ha pasado a ser un campo de experimentación que se prolonga indefinidamente en el tiempo, y donde el grito ¡Corten!, ha perdido su sentido original. Hemos entrado en el work in progress de Wong Kar-wai, el régimen de la continuidad.
Quizás alguno piense que esta alusión a Joyce ha sido un poco forzada. En absoluto. Dejadme que os haga participar de este descubrimiento tirando un poco más del hilo del proceso de rodaje y montaje de Wong Kar-wai, que es lo que más nos enseña sobre lo que es a un tiempo su goce y su padecimiento artístico. Después del primer período de rodaje, que suele multiplicar el tiempo inicialmente previsto, visualizar el material provoca volver a llamar a los actores una y otra vez para agregar nuevas escenas. La semana prometida se convierte en un mes, y tiempo después, vuelta a empezar. Todo esto porque, entre medias, los fragmentos se han puesto a hablar, multiplicando historias que no queda más remedio que escuchar. Unos toman sus propias derivas, que serán retomadas en futuras películas, a la vez que otros se ponen a dialogar con películas anteriores. ¿Qué tenemos? Que el conjunto empieza a comunicarse de tal manera que termina siendo imposible separar a las criaturas. Un crítico francés, Thierry Jousse, ha tenido el acierto de denominar ‘películas siamesas’ al par Deseando amar–2046, porque, más que nacer la una de la otra, están en continuidad. 2046 nace como una variación posible mientras se rueda Deseando amar, y a su vez, motivos que serán centrales en 2046 fecundan retrospectivamente Deseando amar. El ejemplo más claro es la historia del secreto guardado en el árbol, que fue pensada para la segunda y se convierte también en el cierre de la primera. Unas variaciones que actúan en todos los niveles y abarcan también el resto de sus películas, provocando un juego de espejos donde se reflejan al infinito las identidades. Por ejemplo, el personaje de Chow es tímido en Deseando amar pero conquistador en 2046. Es el mismo… pero no es el mismo, porque no se trata de cerrar ninguna historia, sino de mantener la fidelidad a un juego de intensidades que fluye desde un núcleo oculto, misterioso… donde… donde habita la transgresión.
No será entonces de extrañar que, adecuándose a su proceso creativo, Wong Kar-wai haya ido a frecuentar las malas compañías. Me refiero a los escritores de vanguardia que introdujeron el llamado monólogo interior. Escritores como Joyce, que transgredieron el límite de lo expresable, y no tanto porque arremetieran contra la censura, que también, sino porque subvirtieron el límite formal. Una ruptura absoluta, que provocaron al saltarse la separación que organiza los registros imaginario, simbólico, y real. Podemos leer el monólogo interior como una inquietante apuesta por la continuidad. Pues bien, la película Deseando amar es un homenaje a una de estas ‘malas compañías’, inspiradoras del trabajo del director. En efecto, como leemos tras la última escena, la película está dedicada al escritor Liu Yichang, ¡que es nada menos que el introductor de la literatura de vanguardia en China! De hecho, hemos leído los títulos que enmarcaban la apertura y el cierre de la película, que son citas de uno de sus libros. Pero la cosa no acaba ahí, el personaje mismo de Chow está inspirado en los inicios en la escritura de Liu Yichang, un homenaje que no sería lo que es si no alcanzara a la estructura formal de la película. Porque, finalmente, ¿no es la escritura misma la homenajeada, esa que se desdobla de mil maneras en Deseando amar, que teje la historia de amor, uniendo a los personajes cuando los separa y separándolos cuando los une, en una historia actoral que se duplica en planos y secuencias, ofrecida como un escríbaselo usted mismo? Todo lo que vemos es escritura que gira en espiral alrededor de sí misma, alrededor de su propio secreto.
Decíamos antes que es justo en ese núcleo de intensidad donde se haya la transgresión. Esto podría resultar chocante porque también podría sostenerse que preservando el misterio la película actuaría fundamentalmente desde un plano simbólico, pero no, es preciso reconocer que ese vacío está en realidad demasiado lleno, y que es esto lo que nos atrae y nos atrapa. ¿Cómo decirlo? Wong Kar-wai suspende por completo la división entre lo consciente y lo inconsciente haciendo palpitar a cámara lenta el detalle pulsional para que circule por la superficie de la imagen. Son los momentos donde el goce lo inunda todo. No sólo los cuerpos, todo queda erotizado, el humo, las calles mojadas, la lluvia sobre la lámpara. Pero ¿qué es lo que hace arder esta hoguera? No se trata, como a primera vista pudiera parecer, de que el director nos sustraiga el encuentro amoroso para expandir el deseo. Va más allá. De hecho, no tiene inconveniente en rodar escenas de sexo, pero cuando lo hace, o cuando lo sugiere, las relaciones suelen ser ilícitas, de tipo incestuoso, sea entre primos carnales, entre madre e hijo adoptivo, etc. También rodó una para Deseando amar, que luego no incluyó. La escena del coche con las manos entrelazadas es el resto de la que falta. Podemos interpretar que el director sustrajo así el eslabón que haría predecible la paternidad de Chow del niño alegre de 4 años, hijo de la Sra. Chan, para no desvelar el misterio. Es posible, pero me gustaría sostener que esta tendencia nuestra a las interpretaciones nos desvía de lo fundamental. La transgresión a la que me refiero es otra cosa, lo que antes nombraba como relación de la no relación, una mezcla que ha de verse en la superficie de la imagen, en esos planos a cámara lenta que la música sentimental envuelve. Ahí está el goce que nos engancha, a cada cual el suyo. Un paraíso encarnado por el artificio mismo de la representación que extiende nuestra nostalgia y nos hace disfrutar hasta perder la vista.
Zacarías Marco
Texto correspondiente a una intervención en el Taller de Cilajoyce de Lengüajes X el día 8 de julio de 2021, con una introducción del director del espacio, Sergio Larriera, que fue seguida de una conversación. Se puede escuchar el audio pinchando aquí. También se puede ver la grabación en YouTube en este enlace: https://youtu.be/WWyFqBbhIQQ