Artistas ready-made y huelga humana

Artistas ready-made y huelga humana. Algunas precisiones  

Así pues, en lugar de añadir una película a miles de películas cualesquiera, prefiero exponer aquí las razones por las que no haré nada semejante. Esto equivale a reemplazar las aventuras fútiles que cuenta el cine, por un tema importante: yo mismo. Guy-Ernest Debord, In girumimus nocte et consumimus igni, 1956

Mi propia inmolación era un cohete oscuro y mojado. No era moderna desde luego; sin embargo, la reconocía en los demás, y desde la guerra la había reconocido en una docena de hombres decentes y activos. Francis Scott Fitzgerald, La fêlure, 1931

Sólo vivo aquí y allá en el interior de una pequeña palabra en cuya inflexión pierdo, por un instante, mi cabeza inútil. Franz Kafka, Journal, 1911

No pensamos hacerles una vez más el truco de la muerte del autor. ¡No, nada de eso! En absoluto nos vamos a pronunciar acerca de este tema, ni a favor del encarnizamiento terapéutico, ni sobre la oportunidad del masaje cardíaco o de la eutanasia. Vamos a abordar la cuestión desde otra perspectiva muy distinta, la de los procesos de subjetivación y su relación con el poder. Hoy ya no se trata de saber si el paradigma del dj puede ampliarse a la situación de cualquier creador contemporáneo o si cualquier espectador/lector, soberano de su atención volátil, de su zapping, es comparable a cualquier artista ensalzado por la crítica. La crisis de la que tenemos que hablar es más amplia y, sin duda, más antigua; alcanzó su momento álgido en el siglo veinte pero sus convulsiones siguen sacudiéndonos hoy en día. Nos referimos a la crisis de la singularidad. Foucault lo había explicado claramente: el poder produce más que reprime, y su producto más relevante son las subjetividades. Nuestros cuerpos están atravesados por las relaciones de poder y nuestros devenires están orientados en función de los medios con los que nos oponemos a ese mismo poder o con los que abrazamos sus flujos. La construcción del yo ha sido desde siempre una cuestión colectiva, una cuestión de injerencia y de resistencia, una cuestión de distribución y de división de las tareas y de las competencias. Las marcas de la inferioridad, la sexuación, la raza y la clase están inscritas en uno mismo mediante una serie de intervenciones perfectamente dirigidas por parte de los principales estamentos del poder, que actúan en profundidad y a menudo dejan huellas indelebles. Negra, francesa, mujer, heterosexual, bonita, universitaria, por debajo del umbral de la pobreza… todos esos parámetros, y otros que «introyectamos» sin dificultad, son el resultado de una negociación social a la que, la mayoría de las veces, no hemos sido invitados. El desposeimiento que sentimos con respecto a nuestra presunta identidad es, pues, el mismo que el que sentimos frente a la historia, en la que parece que ya no podemos participar de ninguna manera. Sin duda, este sentimiento de indigencia resulta intensificado, como dice Agamben en La communauté qui vient, por la conciencia del hecho de que la ficción hipócrita relativa a la irremplazable singularidad del ser en nuestra cultura sólo sirve para garantizar su representatividad universal. Ya hablemos de singularidades cualquiera o de hombres sin cualidades, hoy resulta casi innecesario enumerar a los que hicieron el diagnóstico del empobrecimiento de la subjetividad occidental en literatura, sociología, psiquiatría, filosofía y demás campos. De Joyce a Pessoa, de Basaglia a Lang, de Musil a Michaux, de Valery a Duchamp, de Walser a Agamben, pasando por Benjamín, a través de los distintos relatos, constatamos cómo la sutura que la democracia debería haber practicado en las vidas mutiladas por el trascurso de la historia reciente ha terminado por producir una infección hasta ahora desconocida. Los grandes heridos de la modernidad, en lugar de ver cicatrizarse sus heridas y poder volver al trabajo, descubrieron todo tipo de desórdenes identitarios, se vieron de nuevo «tocados», tanto de los nervios como del cuerpo; y cuanto más proliferaba el «Yo» en todos los productos de consumo para el espíritu, menos se era capaz de encontrar su consistencia en la vida. So pretexto de una promesa de igualdad general, durante los últimos cincuenta años, el poder democrático no ha hecho sino producir una equivalencia entre unos seres a los que antes separaba todo (la clase, la raza, la cultura, la edad, etc…), y no lo ha hecho conforme a una u otra ética compartida —la cual hubiera terminado por producir o bien la igualdad efectiva, o bien un verdadero conflicto—, sino simplemente en nombre de un universalismo de grandes superficies. Por supuesto, este universalismo fue concebido desde el principio como una mentira a corto plazo, con el fin de distraernos del hecho de que el desarrollo del Capital iba a acuchillar a la sociedad civil y excavaría unas fosas de desigualdad tales que ninguna tendencia política podría salir airosa de ese desastre y aún menos ponerle un remedio. Las revueltas de los años setenta y en particular el 77 italiano irrumpieron de golpe en escena, sacando todo tipo de trapos sucios que ya ninguna familia política o biológica sabía lavar: el colonialismo, cuya herencia racista, seguía, a fin de cuentas, viva y coleando, el machismo, que después del 68 iba viento en popa, los espacios de «libertad» de los grupúsculos extra-parlamentarios que se habían convertido en incubadoras de micro- fascismos, la «emancipación» por el trabajo que era una versión postmoderna de la esclavitud de papás y papitos, y así sucesivamente… Triunfaba el sentimiento de haber sido engatusados y de haber recibido en una Europa campesina y subdesarrollada el pack caducado del American way of life de los años 50, mientras que en ese momento en Estados Unidos se escupía sobre la familia y el consumo y se luchaba por traer la guerra del Vietnam a la casa. Aquellos movimientos tenían la particularidad de no entrar en las casillas de las categorías sociológicas que se suelen emplear para mistificar los levantamientos. En Italia se hablaba de «irracionalismo difuso» porque los jóvenes rechazaban el trabajo, se enfrentaban a la naciente pequeña burguesía planetaria y no creían en lo que la sociedad decía de ellos ni en el futuro que se les ofrecía. El hecho de que aquellos años, que fueron extraordinariamente fértiles en cuanto a la creación colectiva, tanto desde el punto de vista de las formas de vida como de la producción intelectual, hayan pasado a la historia como los «años de plomo» nos dice mucho acerca de lo que quieren que olvidemos. El movimiento feminista fue el desencadenante de esta transformación que vino a disolver todos los grupúsculos que canalizaban las energías desde el 68. «Basta de madres, basta de mujeres, basta de hijas, destruyamos las familias» se escuchaba gritar en la calle; la gente ya no exigía los derechos al Estado o a los empleadores, sino que lo que se oía era una afirmación de extranjería en relación con el estado del mundo: no se quería ser incluido para que luego resultara más fácil ser discriminado. Aquellos movimientos eran manifestaciones de huelga humana.

Mi mejor obra maestra es mi empleo del tiempo.     Marcel Duchamp, Conversations avec Pierre Cabanne, 1966

— ¡Hola! ¿Qué tal? — Bien, ¿y tú? ¡Ya hacía tiempo que no nos veíamos! — Pues desde la de Frieze… — ¡Cómo pasa el tiempo! ¿Vas a Basilea? — Sí, ¡allí nos vemos! Conversación entre dos personas no identificadas, oída en los aseos en la inauguración del pabellón escocés en la Biennale de Venecia de 2005.

En el arte, estos síntomas se habían manifestado con cierto adelanto. El Dadaísmo, el urinario de Duchamp y demás ready-mades, el pop art, el détournement y ciertas manifestaciones del arte conceptual constituyen todas ellas vacilaciones luminosas del posicionamiento soberano clásico del artista, por citar sólo los ejemplos más evidentes. Pero no vamos a relatar aquí de nuevo la genealogía de las transformaciones que tuvieron lugar en la producción de objetos de arte, pues lo que nos interesa es lo que pasó en cuanto a la producción de artistas. La manera en la que los más brillantes de entre ellos se sumaron al flujo de un capital todavía fordista mediante el principio de los «múltiples», la manera en la que empezaron a querer desmaterializar la producción y la exhibición, sin duda revela algo acerca de la nueva relación que aún hoy sigue atándonos a los objetos, los objetos de arte inclusive. Pero esas primeras olas de transformación de la relación entre el artista y su práctica, de apariencia anodina (para museos, galerías y coleccionistas sólo se tratará de buscarse nuevos criterios de mercantilización y de exposición) o amablemente contestataria (esta vez para los críticos se tratará de demostrar que, más allá de la provocación, existe un valor), abrían el camino, en realidad, para metamorfosis más amplias. No nos referimos aquí a la reproducibilidad mecánica de la obra de arte sino a la reproducibilidad de los artistas en la era de las singularidades cualquiera. En una época calificada de post-fordista, en la que la producción inmediata, a la carta, ha sustituido al almacenaje de existencias, los únicos bienes que se siguen produciendo en cadena (la del sistema educativo), sin saber ni por qué ni para quién, son los trabajadores, incluidos los artistas. La extensión del mercado del arte, sobre la que ya hay mucha literatura, ha producido sobre todo una masa considerable de gente —como productores/consumidores— que se desplaza por las grandes capitales de inauguración en inauguración, de residencia en residencia, de feria de arte en bienal. Esta misma masa compra más o menos la misma ropa, conoce las mismas referencias musicales, visuales y cinematográficas, piensa su producción dentro de los marcos previstos por el mercado, unos marcos con los que están previamente familiarizados a través de las escuelas de arte y de las revistas. No se trata aquí de moralizar sobre los gustos, las actitudes o las aspiraciones de aquéllos a quienes se denomina «artistas». Se trata más bien de comprender qué consecuencias tiene este tipo de mercado en las subjetividades de los que deberían de abastecerlo. Ahora bien, está claro que el aumento de la circulación de las obras, de sus imágenes y de sus autores ha terminado creando un banco de datos visuales y teóricos, así como unas agendas más bien uniformes, al tiempo que ha conservado intacto el mismo tipo de discriminaciones y de desigualdades que caracterizan al resto de la sociedad, conforme al protocolo habitual de cada proceso de democratización. Ese tejido auto-reproductivo llamado «mundo del arte» ha llegado a una fase en la que el hecho de interrogarse sobre el término «creatividad» ya no tiene verdaderamente sentido. Nada «nuevo», en la acepción más ingenua del término, puede ver la luz en ese espacio, por la sencilla razón de que tales singularidades cualquiera, que conocen bien los criterios de juicio y los gustos del gran público, que están sometidas a procesos análogos de estimulación de la creatividad, en un contexto fuertemente normalizado, producirán obras similares. Aunque la novedad del trabajo ya ni siquiera es necesaria para el mercado y los consumidores, esta uniformización masiva produce, sin embargo, verdaderas disfunciones en el espacio social que genera el arte contemporáneo. La razón por la que insistimos sobre esto no tiene que ver con la superstición de que el trabajo artístico, a diferencia de otros trabajos, nacería supuestamente de una conexión profunda y directa con la singularidad de su autor. Se ve claramente que si siguiéramos el sueño de Foucault y si, durante un año o más, conservásemos solamente las producciones y sus títulos, eludiendo los nombres de los autores, nadie podría distinguir la paternidad de un trabajo u otro. Es éste un debate que Fluxus y muchos otros ya deberían haber zanjado, porque, teniendo en cuenta la transparencia relativa de los protocolos productivos adoptados por los artistas y la accesibilidad de los medios técnicos empleados, resulta que un número sin duda considerable de personas está haciendo «lo mismo», sin saberlo, en talleres situados a miles de kilómetros de distancia. Lo extraño sería lo contrario. Cuando en una cena regada con buen vino, te digan que el fulano con quien has estado charlando durante una hora y que tomaste por un camionero es un artista de fama mundial, no podrás evitar comparar tu impresión con la que te dejó dos semanas antes un joven brillante, culto y leído, hasta que visitaste su sitio web y viste lo que él llamaba su trabajo artístico. Los dos problemas, que son diferentes, por un lado, el de la eterna discordancia entre las cualidades de los seres humanos y las calidades de su trabajo, y por otro, el de la crisis del carácter singular de las producciones artísticas, tienen una raíz común: el espacio social que los alberga, la ética de los que lo pueblan, el valor de uso de la vida que se maneja en él. O, en otros términos, la posibilidad de vivir en unas relaciones sociales compatibles con la producción artística. El problema que se plantea aquí, y que puede parecer escandalosamente elitista, dice en realidad algo de las políticas aplicadas a la creación artística y su relación con la política en general. La única forma de ayudar a la creación consiste en proteger a aquellos y a aquellas que no crean nada y que ni siquiera se interesan por el arte. Porque toda relación social extraída de la miseria capitalista no es necesariamente una obra de arte en sí misma, ella es efectivamente la única condición posible para que la obra de arte tenga lugar. Los artistas contemporáneos tienen las mismas exigencias que cualquiera: vivir una vida apasionante donde los encuentros, la vida cotidiana y la subsistencia estén ligadas de una manera sensata. No necesitan que los patrocinen las mismas multinacionales que les arruinan la vida, no necesitan ir a hacer talleres o dar seminarios a los cuatro rincones del planeta, donde nadie los quiere y donde no saben qué hacer con sus días, salvo turismo. Sólo necesitan un mundo liberado de las relaciones sociales y de los objetos generados por el Capital.

fornique en alta velocidad Manipulación del eslogan de la publicidad para Bouygues Telecom «Comunique en alta velocidad», estación de Metro Chátelet, noviembre 2005.

…lo que no puede comercializarse está abocado a desaparecer. Nicolas Bourriaud, Esthétique relationnelle, 2001.

«Rikrit Tiravanija organiza una cena en casa de un coleccionista y le deja el material necesario para la preparación de una sopa tai. Philippe Parreno invita a gente a practicar sus hobbies favoritos el 1 de mayo en la cadena de montaje de una fábrica. Vanessa Beecroft viste a una veintena de mujeres más o menos con el mismo atuendo y les pone una peluca pelirroja, mujeres que el espectador sólo puede ver desde el umbral de la puerta. Maurizio Cattelan…» todo el mundo habrá reconocido en esta lista truncada el principio de la obra de Nicolas Bourriaud que tiene por título Esthétique relationnelle. El propósito del autor es presentar aquellas prácticas «revolucionarias» de un determinado número de artistas que deberían ayudarnos a oponernos a la uniformización de los comportamientos mediante la creación de «utopías de proximidad». No juzgaremos aquí la pertinencia de los ejemplos escogidos para apoyar esta tesis que parte de la constatación compartida de la homogeneización de nuestras condiciones de vida. El libro ha soportado mal el paso del tiempo. La historia y los críticos han demostrado hasta qué punto era ingenuo aquel sueño, y, sobre todo, la experiencia ha mostrado a los visitantes/actores que esas pequeñas utopías acumulaban tal cantidad de inconvenientes que terminaban por ser grotescas. Además de incorporar todos los fracasos ya registrados por el teatro participativo —que al menos durante los años setenta se desarrolló en un clima de exceso y de generosidad social ahora inimaginables—, esas prácticas se presentan con la arrogancia de la obra maestra, inmaterial y efímera, y reivindican el principio, caduco y dudoso, de la «creación de situaciones». Si el sueño infantil de las vanguardias era transformar la totalidad de la vida en obra de arte, ellas tan sólo transforman momentos separados de nuestras vidas en terreno de juego de algunos artistas. Para utilizar otra metáfora, si, por ejemplo, tomamos en serio la lectura tradicional del Movimiento Moderno que quería que la abstracción de la pintura fuese un retorno a la primacía del soporte, en el caso de esos artistas, es como si nos pidiesen que fabricásemos nosotros mismos los bastidores y los lienzos con un plano de montaje tipo IKEA. La estética relacional nos expone las condiciones de producción más básicas de la creatividad: la sociabilidad alrededor de una copa o de un almuerzo. Pero dado que las singularidades de los autores se han empobrecido, estas condiciones no se presentan ya en la distancia aurática de la autobiografía de los grandes. Son meros objetos, muebles totalmente prosaicos, de los que hay que servirse. Y si seguís sin creernos, os recordamos de pasada que uno de los trabajos de Tiravanija consistía en exponer el coche que le había llevado desde el aeropuerto hasta el lugar de la exposición. ¡Coche usado, «tocado por la gracia» del artista, pero, ay, un coche cualquiera, un ready-made justificado simplemente por su valor de uso! ¡Exactamente lo contrario del concepto del ready-made! (¡Como si el botellero o las cajas Brillo fuesen obras de arte por el hecho de haber sido utilizados por los artistas!) Las obras de la estética relacional, que tienen todas en común el hecho de hacer un uso inapropiado del espacio del museo o de la galería, terminan extrañamente por producir en nosotros una sorprendente impresión de familiaridad. (Queda fuera de lugar aquí evaluar, según un criterio platónico, la calidad de esos trabajos en cuanto simulacros de la vida o de la liberación controlada de ésta, en ambiente semicerrado. El arte siempre fue más experimental que representativo y, por consiguiente, siempre necesitó un laboratorio, un ambiente separado, donde poder llevar a cabo esa experimentación, con el fin de contaminar, o no, el mundo exterior.) La sensación de familiaridad que nos embarga, para volver a nuestra inquietud, es la misma que la que sentimos frente al Capital y su cotidianeidad. No hay ninguna diferencia sustancial entre esas zonas consagradas a la experiencia relacional del arte y la librería del museo o la cena de después de la inauguración, los afectos y los preceptos que emergen son en todo similares a los de los lugares comerciales. Desde luego, cabe preguntarse si el público que vio aparecer por primera vez el urinario de Duchamp no habrá reaccionado de la misma manera. Después de todo, ¿existe objeto más familiar, más trivial que ése? Pero la operación del ready-made de Duchamp no pretendía desconcertar por lo que mostraba, sino por la posición en la que colocaba al espectador, lo cual era exactamente lo contrario de una invitación a la interactividad. Mostrar objetos a los que se les ha extraído de una vez por todas el valor de uso para conferirles un valor de exposición nos indica que el valor de uso es un concepto que concierne a la vida y no al arte (la broma de la Gioconda y la tabla de planchar sólo son una prueba más). Lo que hoy se tacha de impropio ya no es el objeto que el artista descontextualiza, ni la instalación que fabrica con elementos ordinarios, sino el lugar que ocupa él mismo como artista. El gesto de querer producir un trabajo «original» es lo que transforma a los autores en «múltiples de singularidades cualquiera». Pero no aludimos aquí únicamente a esos pobres artistas llamados relacionales. En las condiciones de producción de la subjetividad artística que acabamos de describir, todos somos artistas ready-made, y nuestra única esperanza es comprenderlo lo más rápido posible. Todos somos tan absurdos y deplazados como un objeto vulgar destituido de su uso y decretado obra de arte. Singularidades cualquiera supuestamente artísticas. En las condiciones presentes nos han expropiado el uso de la vida, como a cualquier otro proletario, porque en la mayoría de los casos el único uso que podríamos hacer de ella se reduce a nuestro trabajo artístico. Pero el trabajo no es más que una parte de la vida y con diferencia no la más importante.

Uno necesita diez años de curro para pagarse un coche nuevo y te caen dos meses de cárcel por haberlo quemado. Pierre, 48 años, pintor en la construcción, Libération, 7/11 /05

El concepto de régimen estético de las artes, creado por Rancière, nos ilumina acerca de la legitimidad filosófica de exponerlo todo hoy y acerca de la imposibilidad de hacer valer argumentos éticos en su contra. En el régimen estético «todo está en un plano de igualdad, todo es igualmente representable», las jerarquías y las interdicciones que heredamos del viejo mundo de las representaciones han quedado abolidas para siempre. Nuestra experiencia cotidiana y su transcripción artística pertenecen al «encadenamiento paratáxico de las pequeñas percepciones»; la promiscuidad de todo y de cualquier cosa aparece claramente en la sintaxis de la literatura donde «la libertad absoluta del arte se identifica con la pasividad absoluta de la materia sensible». En un texto titulado S’il y a de l’ irreprésentable, Rancière yuxtapone a Antelme y a Flaubert:

«Fui a mear —leemos en La especie humana—; todavía era de noche. Otros orinaban a mi lado; nadie se hablaba. Detrás de la letrina estaba la fosa donde se cagaba, que tenía un murete sobre el que estaban sentados otros tipos con los pantalones bajados. La fosa estaba cubierta con un tejadillo, pero la letrina estaba al descubierto. Oíamos detrás de nosotros pisadas de gente calzada con galochas, toses, a otros que llegaban. El cagadero nunca estaba vacío. A esa hora flotaba un vapor por encima de las letrinas […] La noche de Buchenwald estaba en calma. El campo era una inmensa máquina adormecida. De vez en cuando los proyectores se encendían en las torres de vigilancia. El ojo de los SS se abría y se cerraba. Las patrullas hacían su ronda en los bosques que rodeaban el campo. Los perros no ladraban. Los centinelas estaban tranquilos».

«Se sentó otra vez y volvió a su labor, una media de algodón blanco que estaba remendando; trabajaba con la cabeza inclinada y sin hablar. Charles no hablaba tampoco. El aire, al pasar por debajo de la puerta, levantaba un poco de polvo sobre las losas; él lo miraba arrastrarse y no oía más que los latidos de su propia cabeza por dentro, y a lo lejos el cacareo de una gallina que estaba poniendo un huevo en el corral.»

Si bien la yuxtaposición de estos dos fragmentos está orquestada para interpelar al lector, y si bien el análisis crítico y semiológico de este cotejo podría ocupar todo un libro, nosotros la tomaremos como un efecto más, entre otros, de la sintaxis paratáxica, aún cuando éste sea especialmente significativo, pues nuestro propósito se limita a defender una hipótesis que Rancière recusa abiertamente en su argumentación. Según él, el gesto de Antelme, que en medio del desastre utiliza la sintaxis flaubertiana, debería interpretarse como un acto de resistencia y de re-humanización de su experiencia-límite. Ahora bien, el mutismo de los seres descritos en esos dos fragmentos y la relación entre su silencio resignado y los objetos hostiles que los rodean, plantea otra cuestión: la de la continuidad de los afectos de los campos de concentración con los de la vida cotidiana en tiempos de «paz» e incluso de aquella paz que precedió la existencia de los campos de concentración. Una vez localizada en la forzada intimidad entre los seres humanos y toda clase de objetos vulgares y odiosos que constituye el día a día de la gran mayoría de nosotros en el capitalismo avanzado, esta continuidad ha producido unos efectos mucho más perniciosos en nuestras subjetividades que todos los que Marx pudo describir. La reificación, la subsunción real y la alienación no nos dicen nada acerca de la falta de palabras que nos aflige frente a nuestra evidente familiaridad con la mercancía y su lenguaje, frente a nuestra incapacidad para nombrar los hechos más sencillos de la vida, empezando por los acontecimientos políticos. Sin duda, la sorprendente eficacia de la máquina de exterminio durante la segunda guerra mundial se debió a esa capacidad de hacer coexistir todo en un día, y a llamar «trabajo» a cualquier cosa. Fue sin lugar a dudas una banalidad paratáxica del mal la que transformó al empleado X en Eichmann: a fin de cuentas él sólo redactaba listas, tan sólo hacía su trabajo. Pero más allá de la apariencia de fragmentación que caracteriza el ensamblaje de las actividades abstractas e inconexas del qué hacer de nuestros contemporáneos, cada uno de nosotros participa en la construcción permanente de continuidad a fin de seguir viviendo juntos, en una labor de colaboración con el sistema en vigor, hecha de gestos menudos y de pequeños cuidados. La movilización total no ha cesado desde los años treinta, seguimos permanentemente movilizados en el flujo de la «vida activa». Singularidades cualquiera, somos como páginas en blanco sobre las que podría escribirse cualquier historia (la de Eichmann, la de un gran artista o la de un empleado sin vocación), vivimos rodeados de objetos que podrían convertirse en un ready-made, seguir siendo una cosa vulgar o atravesar estos dos estados. Pero frente a esa potencia que dormita, inquieta bajo la superficie de lo real, un despliegue de mensajes publicitarios y una cantidad de tareas estúpidas saturan el tiempo y el espacio. Mientras no se produzca una interrupción, seguiremos siendo «extranjeros» para nosotros mismos, seguiremos siendo «parientes» de las cosas.

Una imagen es eso en lo que el Antaño se encuentra con el Ahora en un relámpago para formar una constelación. En otros términos, la imagen es la dialéctica detenida. Porque mientras la relación del presente con el pasado es puramente temporal, continua, la relación del Antaño con el Ahora presente es dialéctica: no es algo que se desarrolla sino una imagen sofrenada. Walter Benjamín, Paris Capitale du XIXéme siècle, 1940

Por consiguiente, bajo un régimen que se dice democrático, la parataxis es la forma misma de nuestras existencias. La diferencia de clase permanece en ella prudente, el racismo se esconde, la discriminación se práctica en medio de una multitud de otros hechos, todos allanados en el mismo plano horizontal de un presente amnésico, senil. Las informaciones, las imágenes, las impresiones que recibimos son una sucesión de «chismes» que nada diferencia ni organiza. El collage, el zapping dejan de ser actividades separadas, son la metáfora de nuestra percepción de la vida. Por eso creemos que ya no es necesario pronunciarse sobre la muerte del autor, pues aunque el autor como «convención» sigue siendo más necesario que nunca, en las luchas sin sentido por la defensa del copyright y en las entrevistas que llenan las páginas de la prensa, ya ni siquiera hay que preguntarse si acaso fue alguna vez algo más que una convención. El pensamiento ha procedido siempre mediante ensamblajes, montajes y yuxtaposiciones, pero por encima de todo, como sostiene Deleuze, la imagen en movimiento es el más fiel espejo de la actividad del pensamiento. Y, si no se toma esta afirmación sólo como una simple metáfora, sino como una figura de lo real, sin duda habría que preguntarse cuál sería la función ontológica del «congelado de imagen» en el seno de la movilización total. Raymond Bellour señalaba claramente en 1987, en un texto titulado L’interruption. L’instant, que la historia del «congelado de imagen» no se ha escrito nunca. En cierto modo, podemos detectar huellas de esa ausencia en la obra de Benjamín, e imaginar que la definición que da de la imagen dialéctica responde en parte a nuestras preguntas: «la inmovilización de los pensamientos —escribe— forma parte del pensamiento, tanto como su movimiento. Cuando el pensamiento se inmoviliza en una constelación saturada de tensiones, aparece la imagen dialéctica.» Producto al mismo tiempo de una parada y de una saturación, la imagen dialéctica es ante todo un lugar donde el pasado se encuentra con el presente, pero lo encuentra como en un sueño y también como si estuviera depurado de la contingencia y se ofreciera en el movimiento puro del tiempo y de la historia. Lo encuentra como un posible. Las razones por las que Benjamin analizó detenidamente los procesos de suspensión y de detención en el teatro brechtiano son indisociables de su visión de la historia y de la función que el arte puede asumir en ella. Gran parte de su pensamiento se nos aparece como una zona de obras para la construcción de un saber al mismo tiempo verbal y visual, que funciona como puente entre la imagen y la vida, la imagen fija y la imagen-movimiento. En el centro de sus investigaciones siempre aparece el cambio de ritmo, ya sea debido a una conmoción, ya sea debido a cualquier otro tipo de interrupción.

Cuando en el teatro épico Brecht insistía en los procesos que producen la «mirada del extraño» que venía del público tanto como de los mismos actores, la suspensión parece ser el dispositivo técnico empleado para desencadenar ese afecto. En 1931, Benjamín describe así el procedimiento:

«una escena de familia. De repente entra un extraño. En este preciso momento la mujer estaba haciendo un nudo con una almohada para asfixiar a su hija; el padre estaba abriendo la ventana para llamar a un agente de policía. En ese instante, aparece el extraño en el umbral. «Cuadro», solía decirse en 1900. Lo cual significa que el extraño se encuentra entonces confrontado a la situación: sábanas arrugadas, ventana abierta, mobiliario destrozado. Ahora bien, existe un tipo de mirada conforme a la cual las escenas más habituales de la vida burguesa no ofrecen un aspecto muy distinto. A decir verdad, cuanto mayores sean los estragos de nuestro orden social (más afectados estaremos nosotros mismos, así como nuestra capacidad para percibirlos), y más se marcará la distancia del extraño.»

El prisma del extranjero, del extraño, en el pensamiento de Benjamín nos permite captar lazos lógicos y políticos que tienden a permanecer ocultos. Uno se vuelve extranjero tras una parada, una interrupción, porque cuando se reanuda el movimiento es como si la evidencia paratáxica de la continuidad de las cosas apareciera como desligada, como si en esta interrupción se labrase un intersticio que mina el orden instituido a la vez que nuestra pertenencia a él. En un comentario sobre los poemas de Brecht de 1939, Benjamín escribe que «cualquiera que lucha por la clase explotada es un emigrante en su propio país». El devenir extranjero, que se produce mediante paradas sucesivas de las imágenes mentales, así como por el abandono del «yo», se manifiesta en una interrupción seguida de un contra-movimiento. Este proceso de extrañamiento, de exilio saludable, que nos permite ganar lucidez parece estar en estrecha relación con el arte, pero justamente con el arte como fuente, como dispositivo, y no con el arte como lugar de realización de los afectos despertados. Y esto se explica porque el arte es un espacio de desfuncionalización de las subjetividades. Las singularidades surgen en él emancipadas de toda utilidad. Como espacio puramente estético, el mundo del arte entraña una crítica potencial de la organización de la sociedad en general y de la organización del trabajo en particular. El proceso del devenir extranjero como acto revolucionario aparece mucho antes en Benjamín, en un texto de 1920 titulado Critica de la violencia, que no trata en absoluto del arte. En este texto puede leerse que «los trabajadores organizados son hoy por hoy, aparte de los Estados, el único sujeto de derecho que posee un derecho a ejercer la violencia.» Pero ¿puede llamarse «violencia» a la huelga? ¿Puede una simple suspensión de actividad, «una no-acción, que es lo que es a fin de cuentas una huelga», ser asimilada a un gesto violento? Después de todo no, contesta Benjamín, porque equivale a una simple «ruptura de relaciones». Y añade: «Según la concibe el Estado (o el derecho) lo que se concede a los trabajadores con el derecho a la huelga no es tanto un derecho a la violencia como un derecho a sustraerse a la violencia que ejerce indirectamente el patrón contra ellos; sin duda puede que haya, aquí o allá, algún caso de huelga que se corresponda con esta perspectiva y sea meramente una manera de ‘desviarse’ del empleador y devenirle ‘extranjero’.» ¿Qué sucede, pues, en ese momento singular de desviación que nos hace perder familiaridad con las miserias de la explotación corriente y nos vuelve de repente capaces de decretar que, por un día, el patrón no es el patrón? Lo que ocurre es una interrupción del curso habitual de las cosas, una movilización que sigue a una desmovilización previa, y esto se produce gracias a una parada que nos transforma en atónitos espectadores de acontecimientos, pero listos para intervenir. Foucault señalaba que la reivindicación implícita de toda revolución es «tenemos que cambiarnos nosotros mismos». El proceso revolucionario se convierte, pues, en medio a la vez que en meta de ese cambio, dado que esta transformación tiene que crear para sí un contexto posible de persistencia. En este sentido, Benjamín dice que una huelga verdaderamente radical sería un medio sin fin, un espacio donde toda la organización jerárquica ligada a la burocracia política se derrumbaría frente a la fuerza de los acontecimientos. La irrupción de la discontinuidad acabaría con la parataxis. Pero ¿existe hoy alguna forma de llevar a cabo una huelga que no sea ni corporativista ni sindical, sino más amplia y ambiciosa? El asunto es complejo, pero tal vez, precisamente a causa de nuestra carencia de singularidad, seamos los primeros ciudadanos de la historia para quienes la afirmación metafísica del ser humano como ser sin destino profesional o social tiene un sentido muy inmediato. «Decididamente, el hombre tiene que ser alguna cosa —escribe Agamben—, pero esa cosa no es una esencia, no es ni siquiera una cosa: es el mero hecho de su propia existencia como posibilidad o potencia.» Ya en los años setenta algunas feministas italianas habían soñado con una huelga que fuese una interrupción de todas las relaciones que nos identifican y nos esclavizan mucho más que cualquier actividad profesional. Sabían lo que era comprometerse en una política que no se definiera como tal. Durante las luchas por la penalización de la violación, la legalización del aborto y la aplicación de la política de las cuotas, pedían el silencio de la ley sobre sus cuerpos. En 1976, el colectivo que luchaba en Bolonia por el salario doméstico escribía: «Si nos pusiéramos en huelga, no dejaríamos unos productos inacabados o unas materias primas sin transformar; al interrumpir nuestro trabajo, no paralizaríamos la producción, sino la reproducción de la clase obrera. Y eso sería una huelga real incluso para los que normalmente hacen la huelga sin nosotras.»

Este tipo de huelga que interrumpe la movilización total a la que todos y todas estamos sometidos y que nos permite cambiarnos a nosotros mismos, la llamaremos huelga humana, porque es más general que la huelga general y porque tiene como meta la transformación de las relaciones sociales informales que están en la base de la dominación. El carácter radical de este tipo de revuelta es que no conoce ningún resultado reformista con el que podría satisfacerse. Bajo esta luz, la racionalidad de los comportamientos que adoptamos en nuestra vida cotidiana aparece como totalmente dictada por la aceptación de los principios económicos que los regulan. Cada gesto y cada actividad constructiva a la que nos entregamos implican a su vez a la economía monetaria o a la economía libidinal. La huelga humana decreta la bancarrota de estos dos principios e instaura otros flujos afectivos y materiales. No tiene ninguna solución brillante que proponer a los problemas producidos por los que nos gobiernan, a no ser la consigna de Bartleby: I would prefer not to.

Deja un comentario