Octavo aforismo: «La mirada es la presencia del otro en tanto tal»

Los ojos, sí, si estos recuerdos son míos, tuve que creer en ellos, por un momento, creer verme en ellos, oscuramente, en el fondo de sus perspectivas. Me veo, con los de aquí, sellados desde hace mucho tiempo, escudriñar con los de entonces, debía tener doce años, a causa del espejo, redondo, un espejo para afeitarse, de dos caras, una de aumento, la otra fiel, escudriñar uno solo de los otros, de los verdaderos, de los verdaderos de entonces, y verme en ellos, imaginar verme en él, agazapado al fondo de las velos azulados, que me miraba sin verme, a los doce años, a causa del espejo, giratorio, a causa de mi padre, si era mi padre, en el cuarto de aseo, desde donde se veía el mar, y los barcos-faro de noche, y el disco rojo del puerto, si estos recuerdos me miran, a los doce años, o a los cuarenta, puesto que el espejo sigue ahí, mi padre partió, pero el espejo sigue ahí, donde él tanto había cambiado, mi madre se peinaba frente a él, con manos temblorosas, en otra casa, desde donde no se veía el mar, desde donde se veía la montaña, si es que era mi madre, qué buen soplo de vida en el mundo.

Beckett, Textos para nada, VI (1950)

La vivencia es extraña. Algo me descubre, me asalta cuando creía estar viendo un objeto. Entretenido en los juegos de la visión, una mirada me alcanza. Es mejor no proceder por vía explicativa. Déjate ver viendo. ¿Qué ocurre? Estás todavía en el espejismo de la visión, creyendo en un ojo máquina con el poder de descifrar los signos de una exterioridad. Nada más lejos. La transparencia de la visión no retiene nada. Lo que vemos sólo tiene valor para nosotros si algo ahí nos mira. Y nuestra visión no se detiene hasta que ese cristal que es la visión no se empaña. ¿Con qué? Con lo nuestro que no vemos. Tranquilo, la defensa es lógica, entenderlo lleva su tiempo. Creemos que es la presencia del otro lo que nos inquieta al escuchar detrás el susurro de unos pasos, lo que nos avergüenza si nos sorprende espiando, como escribió Sartre, pero el temor despertado es propio. Del mismo modo, creemos que es el objeto lo que ha despertado nuestra mirada, cuando ocurre al revés, el objeto sólo tiene valor por lo que nos mira. Ahí está el encuentro con una presencia. Y no cualquiera, precisamente. El encuentro con ese otro en tanto tal, que es la presencia de lo tuyo en lo que miras. De lo mío que me mira. Podemos llamarle mi otro por ser desconocido para mí, y de ahí el efecto de exterioridad. Es el encuentro con mi otro mirándome a través de mis ojos, fuera del campo de lo visible.

Tal vez podamos evitar el espejismo que provoca lo óptico acudiendo a la experiencia de la lectura. Cuando aprendemos a leer, la mecánica decodificadora de letras también puede empañarse. Algo amenaza con perturbar la técnica, el aprendizaje. El niño puede tener un extraño encuentro con el signo, y sólo aprenderá a leer cuando consiga extraerle esa carga añadida, dejando la letra como mero signo. En ese momento empezará su manejo, el de devenir máquina lectora de signos. Y diremos, un poco apresuradamente, que ha aprendido a leer. Porque lo que después llamamos lectura es otra cosa. Hasta ahí, era el niño extrayendo algo privado para aprehender una mecánica, pero todavía no entiende lo que lee, no ha accedido a su encuentro. Cuando éste se produzca, lo que lea le dirá algo. Eso es la lectura. Cuando leemos vamos sin darnos cuenta al encuentro de ese Otro que en el texto nos dice algo. Después, cuando ese encuentro no se produzca, el texto se nos caerá de las manos. Habremos dejado muy atrás el lado máquina lectora. Nos interesará otra cosa. La posibilidad del encuentro. Y es preciso percibir aquí la dimensión ética para que lo que entonces nos guíe sea precisamente lo que nos descoloca. Porque podemos mantener ese eco resonando en nosotros el tiempo necesario, o acallarlo, y seguir protegiendo a nuestro yo de sus encuentros.

Doy un ejemplo. Me dejaré leer en un texto de Beckett, el texto para nada número seis. Se trata de un breve fragmento del mismo, de apenas unas líneas, donde una mirada se cuela furtivamente alcanzando los ojos del que escribe. Dejo que los espejos se dupliquen, se multipliquen incluso, para después romperlos. Empezaré con la duplicidad de la mirada en el texto, después con la que surge en la lectura. Son dos encuentros, el del escritor y el del lector. Si es que esta separación puede mantenerse, como diría Beckett.

Leo en el texto cómo unos ojos, cerrados desde hace tiempo, se encuentran a los cuarenta años con los abiertos del niño que fue, de doce años, mientras escudriñaba su propio ojo en un espejo redondo de dos caras, la una de aumento, la otra normal, llamada fiel. Un encuentro actual con el recuerdo de un descubrimiento. Y leo en “si estos recuerdos son míos” el propósito del autor de hacer transparentes los espejismos del yo. Bien. Es lo que nos interesa. El narrador sabe que el yo es otro. Estamos en la experiencia ética del que se atreve con el encuentro. Sigamos con el recuerdo, con lo que viene a vernos cuando cerramos los ojos. Se describe un juego muy ambicioso. El niño de doce años jugaba a ver su ojo, uno solo, en ese espejo. Entendemos que en la cara de aumento, que era la utilizada por el padre para afeitarse. Este pequeño detalle es crucial: el niño, en el lugar del padre, viéndose en el objeto que le fascina. ¿Pero qué veía? Su mirada quería atrapar al ser, a su ser, como un verse en el fondo del espejo. Verse viendo, a través de los velos azulados de su propio ojo, del cristal azul de su pupila. Aquí hay una dificultad añadida, porque ese azul es el ojo Beckett, una realidad que el narrador no puede modificar. Pero como el texto nos advierte suficientemente contra las atribuciones yoicas lo dejamos ahí. Lo importante es lo que representa la escena, el juego solitario del niño tras el misterio de la visión, pero atrapado como una mosca en ese espejismo óptico.

El recuerdo abre esta primera puerta, la escena del niño atrapado en esa tela, pero lee ese momento desde un encuentro posterior. Lo lee desde una herida. En el fondo de aquel ojo suyo en el espejo va a encontrar la presencia del ojo del padre, del ojo que lo mira. El ojo del padre es el espejo entero, ese espejo doble donde el niño ha ido a buscar la naturaleza de la visión y ha encontrado, sin saberlo, la de la mirada. El ojo que a los cuarenta años se ha enlazado con el de los doce años para encontrarse en el camino con este intruso, la mirada del padre. La escritura se ha topado con su objeto, porque, en realidad, todo el recuerdo es padre. Eso es lo que la escritura descubre, el niño fue como una mosca a esa luz.

Hasta aquí, en resumen, cómo la curiosidad óptica del niño fue invadida por la presencia del padre. Por ese padre cuya muerte sorprendería al que escribe años después, cerrándole también a él los ojos, pero para que pudiera ver. Esto es, sometiéndolo al encuentro con su mirada. De ahí la necesidad del rescate, de la escritura, porque esa presencia quedó entonces velada.

Ahora la vuelta de tuerca, la mirada en la mirada. Así es, el breve pasaje concluye con una nueva partición, con una nueva esquicia que complica un poco las cosas. Se trata del reflejo de la madre en ese mismo espejo, entendemos que utilizando la otra cara, la fiel, no la de aumento. Es increíble la utilización de este movimiento rotatorio en el texto, esta función del espejo que lo duplica todo. Porque su reflejo en el texto es también doble, aunque por otra razón. Estamos en la cara que refleja a la madre, pero ésta es también doble, la que tenía antes y después de la muerte del marido, vista a través del doble uso que ella le daba: el uso cotidiano antes de su muerte, primero; el empañado por su melancolía, después. Vimos cómo el niño mirándose en el espejo encontró, ya adulto, la mirada del padre. Ahora el texto puede proseguir introduciendo la otra cara del espejo. Cómo, con esa llaga que es la mirada padre, el hombre de cuarenta años mira ahora las dos escenas, el antes y el después del devenir familiar, las dos casas que albergaron aquel espejo rotatorio y los paisajes que desde ambas casas se veían. El tiempo es ahora el que gira, ofreciendo las distintas ventanas para mirar. Las líneas que el narrador ha trazado con su recuerdo han ido tejiendo su tela. Los objetos que ve en su recuerdo los ha creado la mirada padre en él. Es mi primera apuesta de lectura. Pareciera que toda la escritura es esa mirada, que parte de esa herida. Es el ojo que ve, con este pathos que es la mirada padre, el objeto exterior e interior que lo mira a él, su espejo universal. Pero claro, el espejo giró e introdujo la otra cara, su más allá. Hay que reconocer que la inclusión de la madre ha abierto otra perspectiva. Una vez reduplicado el espejo, ha incluido una nueva mirada, la mirada madre.

¿Cómo entender este funcionamiento? Al pathos de la primera se le ha venido a sumar el pathos de la segunda. Si el mero recuerdo era mirada padre, lo es ahora doblemente, toda vez que ésta se ha visto preñada por la mirada madre, la mirada melancólica. Quizás porque desde ese lugar madre, desde ese padecimiento insoportable, la llamada al padre se ha vuelto más imperiosa. Es mi segunda apuesta, la hipótesis de lectura que me elije a mí. El encuentro con esa llaga primera convoca el encuentro con la segunda. Pero no se trata de pensar que Beckett esté en ese duelo imposible, lugar madre en él, por cierto que pudiera ser, y lo era, sino que se atreve a abordar la escritura desde el encuentro, esto es, con el menor engaño posible. Y este encuentro termina siendo la escritura misma.

Decía que cada lector, cuando lee, no puede dejar de toparse con encuentros imprevistos, con ese objeto que trastoca su lectura porque le dice a él en lo que lee. Y cuando alzamos la vista del texto es, precisamente, para recibir su eco, el eco de lo que nos mira en el texto. Dejaré entonces, para concluir, mi tropiezo, lo que me hizo levantar la vista. Es la prueba de la mirada que encontré. Ocurrió así. Leí en ese fragmento algo que no estaba escrito. Literalmente, lo vi. Esto es, encontré en el texto lo que empañaba mi visión, lo que me miraba. Tuve que leerlo una y otra vez para extraer por fin esa mirada, para extraer mi Otro en lo que leía. Una cierta ambigüedad en la traducción levantó el velo de mis fantasmas. Me imaginé que el niño de doce años se ocultaba en el rincón de la habitación mientras su padre se afeitaba, justo en un lugar desde el que podía ver, a través del espejo, el ojo del padre. Me imaginé la fascinación ante este encuentro imposible, ante ese espejismo infantil, destinado a romperse: poder ver el ojo del padre, viendo sin ver el ojo del niño; y viceversa, el ojo del niño viendo, él sí, el ojo del padre, pero sin su mirada hacia él. Este dominio de la situación, más allá de la mirada del padre. Por alguna razón se realizó en mí esta escritura.

Sólo añadir que quizás los espejos no se hayan roto como anuncié al principio. O que se rompan no impide que surjan otros nuevos, todo el tiempo. Es lo que tiene que sean el soporte de la tentación imaginaria, y que no haya tal sujeto organizador de su experiencia. El sujeto es lo que emerge en el encuentro con lo que tropieza. Por eso el yo es su mentira, una ambición unitaria que pretende evitar el encuentro con el objeto, con lo que dice en él lo que no quiere ver, su verdad.

Zacarías Marco