Decimoprimer aforismo: «Un significante representa a un sujeto para otro significante»

Cada cual intenta sus imposibles. Aquí, salir con un mapa no sólo claro sino también vivo del bosque teórico donde uno corre el riesgo de perderse cuando se interna en el territorio Lacan. Vivo, en cuanto aspira a ir más allá de la representación, no quedarse en un esquema, en un papel descifrable a partir de sus signos; vivo, por apuntar al objeto mismo, a las marcas que deja un encuentro, a la respiración que empaña una escritura, al latido que hace vibrar un texto. Reconocemos en los desasosiegos ante lo inasible la fuente de donde brotan las palabras. Con ellas se entra en relación, una en particular. De eso se trata. Recogerlas y dejarlas caer hasta que arruguen el papel, hasta que sacudan la lectura. Si no hubo esa conmoción, abandonar, renunciar a ese saber entendido como poder. Y si la hubo, que sea para devolver al aforismo la vida que nos dio, y no meramente lo que nos contamos de ella.

El sonido de un silbato nos dice que hemos llegado a nuestra próxima estación. Su letrero, un significante representa a un sujeto para otro significante. Tan habituados estamos ya a toparnos con el misterio, que esta vez nos sorprende la nitidez con la que parecen trazarse las primeras líneas del mapa. Bajamos del tren recordando la pista del acceso al inconsciente que Freud siguió, los síntomas, los lapsus, los sueños, los olvidos y los chistes, a los que llamó formaciones del inconsciente. Menudo atrevimiento, entró en él por esta puerta trasera de la ciencia para hacerla su vía regia, sometiendo a estudio lo hasta entonces despreciado. Allí descubrió que el mecanismo de la represión había velado el lugar oculto desde donde emergían las vergüenzas del sujeto, aquello que desde su ideal, desde su identificación, el sujeto no podía asumir. Y trazó con destreza los mecanismos que observaba, la sustitución, la condensación y los desplazamientos que operaban en estas formaciones, constatándose su obedecimiento a las leyes del lenguaje. Esta evidencia, que le hacía sin saberlo precursor de Saussure, saltó de inmediato a los ojos de un Lacan que partía a su encuentro como el inspector Dupin en el cuento de La carta robada, un sabueso que corroboraba con su agudeza la lógica del atrevimiento freudiano: lo desaparecido era justamente lo que estaba a la vista de todos. Identificó aquellos mecanismos como los de la metáfora y la metonimia, y dejó caer su primer gran aforismo, el inconsciente está estructurado como un lenguaje, para a continuación doblar la apuesta. También el inconsciente se aclaraba siguiendo el mismo acercamiento: no era algo oculto, estaba en la superficie del texto, en los dichos del paciente, hablando en él desde su literalidad.

Esta visión Dupin permitía a Lacan acercarse como nadie a las obviedades más esquivas. Pero entremos ya en detalle. Bastará que escojamos un ejemplo cualquiera. ¿Qué es un lapsus? ¿Qué ocurre en el más simple de los lapsus? La emergencia de un significante que surge de improviso para representar a un sujeto en la cadena significante en la que él se perdía. Lo que viene a ser la fórmula estricta de nuestro aforismo, aplicable también al resto de formaciones del inconsciente. A través del enlace de esta sencilla triangulación tenemos la escritura de una evidencia, que el sujeto es un efecto del significante. Un sujeto sometido a la marca de un significante que, viniendo del Otro, lo nombra, pero en discontinuidad con respecto a cómo él se pretendía representar. Es esta división constitutiva, apuntando al inconsciente, la que vemos surgir en el lapsus. Efectivamente, en él aparece un significante insospechado rompiendo el velo de una verdad incómoda que hasta entonces el sujeto engañaba en una cadena de sentido. En medio de ese discurso el sujeto estaba en sfumato, difuminado, impreciso, hasta que el significante que lo representa traza bruscamente su verdadero contorno y queda tan estupefacto como Dorian Grey ante su retrato. No puede reconocerse: contempla su división, se contempla sujeto.

Lacan decía que al entrar en el juego del lenguaje éste nos la juega, pasamos a ser hablados por él. Morder el anzuelo del significante es decir sí a ese dejarse representar. El Otro primordial nos lo ofreció como traducción a nuestro llanto, a nuestro grito, también a nuestro júbilo, y lo aceptamos. Nos reconocimos ahí, en ese ahí que nos daba un lugar para él. De otra manera no habríamos aceptado la pérdida que la marca del símbolo conlleva, el fin del sueño de una comunicación directa, carnal, con quien nos trajo al mundo. Pero aceptar la representación, entrar en el régimen de la palabra que nombra, nos coloca ante una elección imposible. Por un lado, esa palabra del Otro que viene a definirnos, que viene al lugar de nuestro ser, tiene un estatuto doble, una exterioridad interna que nos paraliza. ¿Qué es eso que nos nombra, eso que fuimos para él? ¿Cómo hicimos nuestra la expresión de su deseo? Nos identificamos a esa palabra, somos eso, sí, pero desde un lugar extraño, desconocido para nosotros. ¿Cómo subjetivarlo entonces? A través de la otra posibilidad que ofrece el lenguaje, la que nos permite entrar en el régimen del sentido, en el torrente de las palabras. Allí podemos dar cuenta de nosotros mismos, o eso imaginamos, disfrutando del guion que nos escribimos. Creerse tal maestría es parte del juego del lenguaje, y razonamos y razonamos, pero en el fondo hasta el más idiota se levanta un día herido por una sospecha, ¿soy eso en realidad?, ¿soy lo que me digo ser?

Detengámonos un poco más en esta elección imposible, que Lacan denomina alienación, y que articula el primer momento lógico de ‘la causación del sujeto’, de su devenir sujeto. Porque entrar en el juego del lenguaje implica para el sujeto una disyuntiva obligada: tener que elegir entre el ser, identificándose a la marca significante primera que le nombra, pero al precio de su parálisis, pues allí él no puede decirse; o bien, elegir el lugar desde donde puede traducirse en articulaciones de sentido, escribiendo su guion, pero al precio de engañar su ser, de desvanecerse en un fading, como lo llama Lacan. Esta perspectiva, ciertamente alienante, marca la división constitutiva del sujeto: allí donde se piensa, no es; allí donde es, no puede pensarse. Y donde no puede pensarse ello habla en él. La palabra, que vehiculó el deseo del Otro a través del significante que le nombra, habla en él frente al resto de significantes, esforzaditos todos ellos en correr el velo para mantener el hilo del discurso. (Por lo demás, no se escapará el diálogo que está estableciendo Lacan con las concepciones clásicas de sujeto, de ahí que la partición que describe pueda leerse como la respuesta del psicoanálisis al optimismo del cogito cartesiano).

A continuación, Lacan va a mostrar la alienación de dos maneras distintas, discursiva y matemática. La discursiva, con el ejemplo de la falsa elección que resultaría de tener que escoger entre la bolsa o la vida, donde sólo una opción nos garantiza no perder la vida, pero al precio de una merma importante, ser cercenado de al menos una parte de lo necesario para vivir. En resumen, o bien morimos, o bien la vida resultante sería un sinvivir. Un poco como si el maligno –en este caso el lenguaje– le propusiera a la cría humana el conocido juego del ‘o pierdes tú, o gano yo’.

Vamos con la segunda, la manera matemática de mostrar la división del sujeto en su primer momento fundacional. Lacan recurre a la teoría de conjuntos, concretamente a la operación llamada reunión. En dicha operación, dos conjuntos diferentes de objetos tienen en común alguno de sus elementos. Estos elementos comunes son dibujados, reunidos en la parte compartida entre ambos, para que no sean sumados separadamente. Los dos conjuntos están por tanto enlazados, teniendo en ese interior-exterior compartido lo que siendo del otro es también de uno. Para nuestro caso, tendríamos: el conjunto sujeto, vacío todavía de inscripción; y el conjunto del Otro, la lengua Madre, de donde le viene al sujeto la palabra especial que le nombra, donde ha leído el deseo del Otro, además de todo el tropel de articulaciones del sentido. Ambos conjuntos están enlazados por esa palabra privilegiada que se inscribe en el entremedias compartido. Pero, ¿cuál es esa palabra puente y la naturaleza de ese territorio donde se encuentra? Lacan denominará Significante amo (S1) a esa marca que viene del Otro para representar al sujeto en un más allá del sentido. Un significante privilegiado, que ocupará un lugar diferente, un lugar otro, atópico, mixto y desplazado, al que llamamos inconsciente. En resumen, el inconsciente sería el corte en acto que une y separa sujeto y Otro.

Empezaba diciendo que cada uno intenta sus imposibles, lo que quiere decir que elige perdiendo. Aquí optamos por no dibujar los circulitos de la teoría de conjuntos para movilizar la palabra más allá de lo simbólico. Su cometido es aproximarse a lo real, ambicionando tocarlo. Naturalmente, quien quiera gozar con ellos puede hacerlo, no le costará encontrarlos. Por nuestra parte, ceder ese gustito quizás nos permita destacar mejor aquello en lo que se juega el devenir sujeto, que no es otra cosa que la posibilidad de subjetivar la identificación. Una identificación cuyo núcleo es el enigma del deseo del Otro hecho palabra. Éste es el problema que resulta de aceptar que el dicho materno le dice al sujeto, y que le dice en un interior-exterior del que no puede dar cuenta. Sólo dispone de la traducción que le presta el sentido, que le vela aquella marca originaria, S1, en la cadena de su discurso, S2.

De ser fieles a los límites de nuestro aforismo deberíamos detenernos aquí, pero no tendría sentido hacerlo sin avanzar antes por el extrarradio al que nos ha conducido, la articulación del segundo movimiento del sujeto, la operación denominada separación. Pasaremos de las calles ordenadas por los significantes al barro de la pulsión, pero previamente es preciso que aclaremos alguno de los malentendidos habituales. El primero, que Lacan separa estos ámbitos para investigar la especificidad de determinados elementos clínicos, lo que no quiere decir que lo que ocurre en el viviente lo haga separadamente, o sea, que lenguaje y pulsión actúen sin encontrarse. El segundo malentendido atañe al carácter lógico y no cronológico de estos dos momentos de causación del sujeto. Quiere esto decir que no se derivan el uno del otro en un tiempo lineal, el segundo no es ni después ni consecuencia del primero, por lo que la separación no corrige ni soluciona la alienación. No olvidemos que fue Freud quien subvirtió la concepción lineal del tiempo con el descubrimiento de la retroactividad, resignificando con el síntoma actual la marca de la vivencia pasada, haciéndola trauma. Después, su alumno aventajado la desarrollaría in extenso, acabando de paso con la concepción de fases, de progreso, de evolución madurativa. Por último, tercer malentendido, tampoco debemos dejarnos engañar por los atajos de la intuición, que son los atajos del sentido, pues nos llevarían a pensar que la separación liberaría al sujeto de la alienación primera, de aquel sometimiento al Otro materno. Debemos desprendernos del sentido filosófico de estos conceptos, Lacan les da otro, y por ahí se justifica que recurra a la teoría de los conjuntos para mostrar topológicamente la división del sujeto en el momento de su constitución.

Bien, superadas estas zancadillas, contemplemos lo que ocurre en el extrarradio. Es preciso que lo experimentemos, que salgamos de la cuadrícula significante y nos hundamos en el barro. ¿Cómo entender la existencia de este segundo movimiento, la separación? ¿Qué se juega en ella? ¿Y qué elementos convoca? Si en el primero, en la alienación al lenguaje, se trataba de mostrar la dificultad para subjetivar la identificación ligada al significante recogido en el campo del Otro, habida cuenta la falsa elección que se le presentaba al sujeto; en el segundo, en la separación, se va a dar cuenta de los avatares que sufre el sujeto para subjetivar el deseo, un deseo que surge en réplica al deseo del Otro. Allí donde antes señalábamos la marca del significante que viniendo del Otro mordía el ser mismo del sujeto, veremos ahora surgir el objeto de la pulsión, aquel que movilizará su deseo coagulándolo en una fórmula, pero de la que tampoco podrá hacerse cargo. En consecuencia, la separación presenta una nueva versión de la división que constituye al sujeto, otra modalidad de escisión interna nacida de la relación con el Otro. De ahí el paralelismo en la formación de estos dos elementos, el S1 y el objeto a, pero tan heterogéneos entre sí que justifica estudiarlos como operaciones diferentes. Veamos cuales son los términos de este nuevo diálogo del sujeto con el Otro, ahora no en su versión lengua materna sino en su aspecto carnal.

En el ser hablante el deseo se constituye como respuesta al deseo del Otro. Lo concretaba Lacan en otro famoso aforismo, el deseo es el deseo del Otro, que podría entenderse de una manera bastante banal si no involucrara el elemento pulsional, el objeto, ese chapoteo en el barro cuya articulación constituirá para el futuro sujeto la fórmula inconsciente de su deseo. Encontramos aquí una curiosa reciprocidad que mueve a Lacan a ilustrar la operación de separación utilizando también la teoría de conjuntos, pero bajo la forma de una intersección, entre el conjunto sujeto y el conjunto Otro. Vimos cómo, en la operación de reunión, venía a inscribirse un elemento del conjunto del Otro, el significante amo, S1, en un lugar vacío; sin embargo, ahora, en ese nuevo entremedias de la operación de intersección, cada uno va con lo suyo, con sus pulsiones, la del sujeto y la del Otro, que se convocan mutuamente para dar origen al objeto a. ¿Cómo se produce este alumbramiento, el nuevo modo de alienación del sujeto, ahora por la vía de la pulsión? En el espacio de la intersección se va a superponer la relación de cada uno al deseo del otro. Una relación por lo demás bien compleja, al estar vinculada a la asunción de la propia falta. En ese lugar ambas faltas entrarán en diálogo, la propia y la del Otro. Su estructura no será, por tanto, aquella de la elección engañosa (o, o), sino la acción conjunta de ambas faltas, la una sobre la otra (y, y).

Naturalmente, dicho en frío, todo esto no tiene el menor sentido. Para orientarse es necesario embadurnar las palabras, recurrir a elementos imaginarios y pasarlos después por el túnel de lavado de la clínica cotidiana. Sólo este proceso justifica la utilización de unos conceptos que tienen su propia historia, como ‘el deseo del Otro’ (Hegel), para permitirnos hacer con ellos otra cosa. Así, en este territorio clínico podemos observar la indisoluble articulación del deseo del Otro a la falta en el Otro, al punto de volver ambos indiscernibles. Recurriendo al apoyo imaginario, hablamos de la incógnita que el bebé pretende desvelar –qué es él para el Otro–, aspirando a colocarse, a poco que el Otro esté en posición deseante, como objeto de su deseo, el objeto que colmará su falta.

Pero para responder al secreto del deseo que anima al Otro hay que descubrirlo primero. Lo vemos en los niños, en cómo rascan en el lugar incómodo del padre o de la madre. Incómodo, porque desvela que también ellos son sujetos divididos por la pulsión. Es cierto, en el terreno del deseo es la pulsión quien tiene la palabra, o, más bien, la que marca las cartas, la que arrebata el cuerpo. Por eso, para llegar a ella partimos del deseo, de cómo el niño se pone a interrogar el deseo del Otro desde la propia falta, incluso al punto de convocar su propia desaparición. Caso extremo donde se ve la articulación central del deseo a la existencia. El niño es capaz de jugarse a sí mismo en la apuesta. Vemos entonces el vaivén mortal que le liga al Otro. Cómo el niño trata de derivar y controlar el vínculo de su pasión, lo que finalmente será el objeto a. Un tesoro extraído del Otro que le aleje del peligro de quedarse en la posición de objeto.

Recordemos, para terminar, las dos operaciones. Si la primera daba cuenta del intento de subjetivar la identificación, resultante de hacerse cargo de la marca significante que viene del Otro, quedando dicho significante privilegiado como el inconsciente del sujeto; la segunda operación lógica intenta subjetivar el elemento pulsional, el recorte de un objeto proveniente del cuerpo del Otro, que responda a la huella pulsional activada en el cuerpo propio. El resultado será su fórmula deseante, el fantasma, que es la relación inconsciente del sujeto a ese objeto éxtimo, el objeto a. La cura analítica buscará la manera de deshacer ambas fijaciones, donde el sujeto se encuentra apresado, dominado por su inconsciente.

Me detengo. Estoy lejos de mi parada. Bajaré a estirar las piernas. Hemos excedido los límites de nuestro aforismo al incursionarnos en un territorio distinto. Le hemos entrado desde el anterior, pero pide algo más, un tratamiento propio, otra cartografía capaz de dibujar el borde exterior del significante. ¿Qué haremos? ¿Por qué no cambiar de perspectiva, a una más abiertamente clínica, antes de retomar los problemas de la constitución del fantasma?

Zacarías Marco