La palabra que escribe al sujeto por venir

Sin saber muy bien a qué nos referimos hablamos de leer, de escribir, de obra, de autor, o del lugar desde donde el artista crea. Un no saber que no se soporta y que enseguida rellenamos con estos usos, que nos sirven para sostener una comprensión compartida, fenomenológica del asunto. Pero aquí nos vamos a detener en un estadio previo, que desmonta el uso mismo. Leído como una defensa, el uso es puesto en cuestión.

Como pensamos en el lenguaje (Benveniste), y no con él, no podemos describir con acierto lo que ocurre. No somos exteriores ni anteriores al mismo, sino el producto de una relación que parte de un lugar mítico donde el objeto y los afectos se hicieron expresables. Pero ese pasaje no terminó de domesticarlos. De ahí que nos defendamos de las palabras que nos hacen por lo que nos hacen, siendo portadoras de un más allá. Un hacerse en las palabras, además, incompleto. Porque siempre estamos en el siendo y en el hacerse (Blanchot), movilizados por esta inadecuación constituyente que nos deja en estatuto de respuesta. Lo que convoca una exigencia ética insoportable.

Es lógica, pues, nuestra defensa, que se va a expresar en los usos y en las explicaciones que nos damos. Quiere decir que el garabato que teje nuestro ser no coincidirá con ellos. Por eso no es fácil pensar el estado antes de la defensa, el lugar del encuentro con lo que nos dice antes de asumir una identidad portadora del dicho. Pero es ahí, y no en el yo, donde se hace nuestra escritura. Una escritura en presente continuo, con la vista puesta en un horizonte inalcanzable. Quizás esto, lo más obvio, nos lo ocultamos, que vivimos en un presente ligado por afecto a la palabra. Que toda palabra es acompañada de un indecible, sinónimo de afectación. El lenguaje lleva este más allá que lo impulsa, sin poder concretar ninguna esencia. Lo intenta, fracasa, no obstante se escribe. Un impulso que carga las palabras de ese afuera que es la vida con un peso que el uso intentará volver liviano. Pero aquí buscaremos volver al lugar incómodo, previo al uso, previo a las articulaciones y a los discursos, incluidos los del saber. Aunque no será sin ellos.

Identificamos ese lugar como aquel donde la creación se vuelve necesaria. Es el origen de la obra, de la metáfora, pero también, en el plano del pensamiento, del concepto. ¿Por qué separar una creación de otra? Nos interesa el ‘desde dónde’, ‘desde qué afectación’. De entrada, no sabemos. Nos imaginamos que da por resultado un texto, pero, ¿no sería más bien un autor? ¿Y qué entenderíamos por tal? Antes de otorgarle ningún contenido, quedémonos con el proceso. Es lo que tenemos una vez despegados del discurso común, que es la defensa que nos aleja del encuentro.

Dejamos aquí la filosofía, o la literatura para leer la escritura (incluida la nuestra). Un leer que otorga a la lectura el lugar del encuentro. Si se acepta, la lectura hará al sujeto. No solo el libro está siempre por venir, como escribió Blanchot, lo está la lectura, toda lectura, y con ella el sujeto. El problema es que, por muy buenas razones, evitamos el encuentro. Al menos, los que pueden. A los otros, los que aguantan sin alternativa ese vacío, y responden, los llamamos creadores.

La palabra afectada

El sujeto se hace como respuesta al encuentro con la palabra que lo dice, que lo afecta. En ese sentido, lectura, escritura y sujeto comparten nacimiento, el sujeto adviene al hacerse escritura. Una escritura que implica leerse en el lenguaje, asumirse como huérfanos dentro de una representación imposible. De ahí el empuje a pasar el afecto a la palabra. Benveniste fue capaz de reducirlo al mínimo, al ‘buenos días’ que al representar a un sujeto crea cada mañana la lengua. Si no pasa, la lengua está muerta. Diríamos aquí que funciona la defensa, restando el afecto a la palabra. Son las palabras que explican, un poco de sociología, de historia, un yo por aquí, una conciencia por allá, todos los relatos que queramos. Palabras insulsas con las que se hacen los relatos que nos contamos. Es el relato-defensa que, siguiendo la famosa sentencia de Mallarmé (“todo sucede por hipótesis, evitamos el relato”), aquí evitamos. Nos interesa el otro, el que no pudo evitar el encuentro. Lo que de ahí surge.

El encuentro es nuestro momento fundante, la “memorable crisis” (Mallarmé) que hace que las palabras se vuelvan a afectar colocando en línea lectura, escritura y sujeto. Antes, son como aquellas palabras desafectadas de los discursos, aquellas “palabras, palabras, palabras” en las que Hamlet no podía reconocerse más, una vez sido tocado por una experiencia verdadera. ¿Cómo responde? Incapaz de engañarse, da testimonio, ofrece otra descripción del mundo. No la del consenso, sino la poblada por sus espectros. Y señalando la vacuidad de los discursos provoca un acontecimiento. Pasa a ser Hamlet. Adviene en el preciso momento en que la palabra se le atraganta. Por tanto, lugar de creación: lugar sin defensa.

El innombrable, de Beckett, lo dirá a su manera, que su composición está hecha de palabras; pero palabras de otros, para más inri. Una boca las murmura mientras las lágrimas chorrean rostro abajo sin saber por qué. Vivencia de radical desconocimiento donde la palabra, cuerpo extraño, habla. Solo se recoge. No se sabe quién la recoge. Asistimos a este extrañamiento que nos dice, a esta relación con lo otro que nos dice sin acceder a una identificación. Hamlet buscaba defenderse de la insignificancia del lenguaje, pero esta de repente pesa, infinitamente. Se ha quebrado el espejismo que sostenía al mundo y se descubre como puro reflejo de su descomposición. Ha caído el lenguaje que comunica, que relaciona, que sostiene los cuerpos, y llega el momento en que se dibuja un sujeto por venir.

También autor, libro y lector son lugares que se hacen en continuidad, en un espacio y tiempo por venir. No hay nada más engañoso que pensar que un autor es aquel que escribe un libro para deleite de un lector. Se olvida la insatisfacción que siente el que escribe, o el que lee, ante la obra que no llega, y que habla de lo único que importa, la exigencia por hacer pasar una verdad, sin saber cuál, y la impotencia para conseguirlo. El resultado puede alegrar corazones, pero, si nos quedamos ahí, el impulso se pierde y no queda otra cosa que manierismo, lugares comunes. El libro por venir hace lector y autor por igual, sin conclusión, que quedan atrapados en la escritura que los dice y que se estrella en ellos en forma de poema.

Hallazgo y desvío

Podemos rastrear el atractivo de expresiones como “el fin del arte” (o de la historia), “el grado cero de la literatura”, “la muerte del autor”…, para ver qué queda hoy de ello, y, sobre todo, tratar de devolverlas al encuentro que las fundó. Porque todo hallazgo deviene ruina cuando se aleja de su abismo.

De cada encuentro se sale con un hallazgo y un desvío. El plano de la singularidad que hace excepción al universal es inevitable. Cada uno (léase “uno” como sujeto por venir) afronta el resultado de una travesía donde textos y vivencias han entrado en relación. La forma, cualquiera sea, va más allá de una interpretación, configura en este caso un sujeto del pensamiento, algo que no tenía precedente. Pero no hay hallazgo sin desvío, sin una manera de esquivar algo de lo insoportable, porque una vez alcanzada, la forma es leída como domesticación, poniendo en fuga el real que lleva en su seno. Por eso, el problema es tomar estos desvíos como posesión, evitando el estado previo, que es la perplejidad que propició la respuesta. El desvío olvida la pregunta. Para él, tan atractiva es la respuesta como insoportable era la pregunta.

Del lado del hallazgo puede leerse la fórmula de Barthes “el grado cero de la literatura”. Por algo resulta hermosa. Se refiere a la consecución de una escritura blanca, inocente, amodal, finalmente neutra, fruto de una lectura que pone en cruz al escritor y a la sociedad en un devenir histórico. Tenemos la fórmula y la explicación, hallazgo y desvío. Barthes levanta el vuelo para hacer comprensible la historia de la Literatura hasta el momento presente, aquel de su libro, año 1953. Barthes ofrece un marco para entender la respuesta, por la vía del lenguaje, una vez reventado el modelo clásico, el que continuaría hasta terminado el romanticismo, hacia 1850. A partir de ese momento, nos dice, el escritor dejó de ser testigo universal para transformarse en una conciencia infeliz, una conciencia desenfocada con respecto a su propia época. Tuvo entonces que asumir el compromiso con la forma, aceptando o rechazando la escritura del pasado, lo que haría estallar la escritura clásica, transformándola en una problemática del lenguaje.

Resultado, fin del consenso de lo bien escrito. La escritura, leída por Barthes como respuesta al desgarramiento social, ha dejado de ser vehículo y pasa a implicar una moral del lenguaje. La modernidad tiene para él este inicio que la pone a la búsqueda de una Literatura no perdida sino imposible. Y el arco que cubre lo lanza también hacia el futuro, donde vislumbra una homogeneización total de la sociedad. Esta nueva escritura, que nacería con El extranjero, de Camus, y su conquista de la desnudez de lo hasta entonces literario, vendría a ser para Barthes la forma neutra anticipada del callejón sin salida social… ¡Esto es curioso! La interpretación, no de un fin de época, sino de la historia misma, donde ya no tendría ningún sentido hablar de autor. ¿Sería entonces, esta escritura, el (mero) anuncio de un desastre?

La propuesta que hacemos aquí es leerlo como respuesta a su propio encuentro, deshaciendo el nudo Barthes 53. Leerlo del lado hallazgo, pero también del lado desvío. Tanto el suyo como el nuestro, cuando nos dejamos seducir por el registro del saber, de la explicación, de la interpretación, y pasamos bien a adherirnos, bien a rechazar cada uno de sus “argumentos”. Quizás nos sería hoy más fácil rechazarlos, pero perderíamos también la gracia del texto. Incluso los desvíos nos hablan de lo insoportable que trató. ¿Cómo acercarnos a su empeño por hacernos comprensible, ¡fatalmente comprensible!, la escritura? ¿Cómo leer esa destrucción de la Literatura que habría inaugurado Mallarmé, colocado en el lugar de antecedente de esta escritura sin autor, donde es ella misma el único centro, sin adorno alguno, en una ausencia ideal de estilo?

No se trata de que esta lectura social transparente un modelo explicativo que ha dejado de atraernos, sino de que Barthes no parece terminar de hacerle justicia a la escritura misma. Es ahí donde detectamos el desvío. Podemos recordar su posterior ensayo sobre la lectura, una conferencia del año 75 que recoge más directamente la experiencia, el cuerpo afectado, su hacerse en ella. Un texto donde Barthes se entrega, quiere decir que se deja escribir, en otro nivel. Sin embargo, en el año 53 está más preocupado por anudar una historia de la literatura que llega a su fin, así lo ve él, y quizás no puede leer, en una escritura que es en realidad naciente, el desgarro de la propia escritura, de toda escritura. En su texto, esa escritura no sale bien parada. No la lee, simplemente, como escritura. Lo que no nos impide rescatar su lado hallazgo, la proximidad a unas relaciones que empujaron a Barthes a situar la centralidad de la relación al lenguaje del escritor moderno.

El sujeto y la obra siempre estuvieron por venir

En ese mismo año, Blanchot escribe un artículo, “La búsqueda del punto cero”, donde le rinde honores, –hay que reconocer que las referencias lo invitaban–, pero lo hace desde otro lugar. Y ese otro lugar se va acentuando en los siguientes años, en los que va escribiendo los textos que serán recogidos en libro seis años después. Para ser breves, Blanchot vuelve a la escritura. Leer a Blanchot es una experiencia impactante. Entra en la desnudez. No va a lo social, lleva la lectura directa al encuentro. Blanchot detecta la “memorable crisis” y, tras recoger el testimonio de la escritura beckettiana, vuelve de otra manera a Mallarmé, un escritor clave también para él, al que dedicó numerosos trabajos, antes y después.

Un inciso. En ese año 1959 en el que se publica El libro por venir, de Blanchot, se publica La última cinta (Krapp’s Last Tape), una pieza capital del teatro de Beckett. Esta obra, que se ríe del opus magnum, es, por tanto, posterior a la escritura de Blanchot, quien no pudo leer entonces la versión de Beckett de la crisis de la que nace la escritura. Es una pena, nos perdemos su reacción… aunque pareciera que los textos se bastaban para entrar en comunicación. Esa versión Beckett de la crisis se halla en el episodio conocido como el “memorable equinoccio”, grabación del protagonista de aquel momento fundador de la escritura, pero descrito tras la pérdida del entusiasmo por la escritura. Beckett deja, dramatizado, un desmontaje de la posición del escritor. Deja la escritura del desmontaje, el sueño del apresamiento del lugar escritura. Muestra la ilusión del sujeto, su nacimiento y su búsqueda de continuidad. Muestra “la revelación”, que fue cierta, vivida por él al terminar la guerra, pero lo hace del lado de su insuficiencia. Y lo muestra en acto. Es la escritura misma, fragmentada con sus mil cortes, rebobinando cinta hacia delante y hacia atrás, que da una vuelta de tuerca a aquella neutra de la que hablaba Barthes. Aquí son restos, ruinas de la memoria donde se acaba colando el otro naufragio, el momento de la pérdida del amor. Y al final, será este lugar el que gane la partida, llevando al protagonista a aquella barca donde hizo aguas su ser, antes incluso del sueño del escritor. Sin duda una descomposición que convoca al espectador a que haga su propia travesía.

Volvemos a Blanchot, quien suspende la lectura temporal y sociológica de Barthes para quedarse con sus acercamientos a la escritura, por ejemplo, su noción de “neutralidad”, que más tarde elevará a concepto filosófico de primer orden, “lo neutro”. Pero no recoge este hallazgo para edificar sobre él, sino para volver al vacío originario, a la noche de donde surge la escritura. Blanchot vuelve al modo encuentro, el suyo, para asistir a una inversión de “los valores habituales que otorgamos a la palabra hacer y a la palabra ser”. Blanchot plantea, en esa parte cuarta de su libro titulada ¿A dónde va la literatura?, la nueva concepción del arte que se abre a partir de Mallarmé, siendo su poema, Un golpe de dados, donde se inaugura “un arte aún por venir y el porvenir como arte”. Nos encontramos, nos dice, ante la “afirmación sensible de un nuevo espacio” que será “el espacio convertido en poema”. Y este nuevo espacio del arte, el poema, se anuncia en su imposibilidad. Un arte que se hace en el no poder hacerse.

Este desvelamiento de la creación artística afecta también al pensamiento, y de manera especial al filosófico, una vez vaciado el núcleo de lo que hasta entonces se entendía por ser, que ahora es puesto en dependencia con el Afuera. Una dependencia que no es exactamente causal, a falta de autonomía de esos lugares (interior/exterior…), que se hacen en relación. A partir de ese momento, el amparo con el que el amigo del saber recubría las construcciones pierde consistencia, y el edificio, que tendía a esencialista, se desmorona. Pasamos a verlo como sometido al espejismo tranquilizador que evita los encuentros, y las consecuencias no se detienen ahí.

En efecto, podemos preguntarnos si la lectura temporal no adolece de la misma plácida ilusión, si la lectura histórica de un momento de quiebro no nos oculta el siempre amenazante pasaje por lo desconocido. Pues, para el artista, este pasaje no puede no hacerse. De él deriva todo acto creativo. Un encuentro del que es él, a la par que la obra, el fruto, y solo en la medida en que se asume como inalcanzable.

Ahora soltamos la mano de Blanchot y ampliamos la consecuencia temporal al pasado. Porque pensado desde la playa donde arriba el náufrago, puede que no importe tanto si la actividad es esta o aquella, o hecha en tal o cual momento. Lo diferencial está en otro lugar. Frente a lo conocido desconocido (Freud), que para todos es tanto particular como epocal, unos tienen a mano paracaídas y otros no. Distinguimos la labor creativa como proveniente de los que no lo tienen. Son los que afrontan el imposible sin él, quizás porque no les quede otra elección. La obra será hasta cierto punto su paracaídas, o bien su balsa que los devuelve al mundo. De ahí el atractivo para el resto, que en vez de crear lleva la obra de arte a discurso. Lo utilizará para defenderse, para entrar en consensos. Pero ello no cambia las cosas, pues la jugada se realiza para todos a un nivel ontológico.

Si la vida en la grieta en tanto inadecuación esencial del ser nos es constitutiva, no hay razón para cernirla temporalmente. Siempre estuvo ahí, siempre estará. Entonces, la escritura por venir, aquí sujeto por venir, se extiende al pasado. Siempre estará y siempre estuvo por venir.

Podemos leer toda la historia del arte, de la literatura, del pensamiento, desde aquí. Belleza, idea, poema, son frutos, no de la elaboración rigurosa de los discursos, sino, precisamente, de lo que en estos no encaja. Frutos de la búsqueda por plasmar una verdad imposible. En esa confrontación desesperada surgen esas respuestas que después serán leídas como cánones, sistemas, corpus, perspectivas, representaciones, etc., ocultándonos que nacieron de la precipitación de un encuentro con lo que no se dejaba atrapar. Su brillo, la fascinación que provocaron y siguen provocando, proviene de ahí, de creerse que lo atraparon. Brillo que los destina a convertirse en el adorno de la vida, en la imagen de culto o en la referencia de un pensamiento a debatir. Y es entonces cuando adquieren la nominación, el estatuto de arte, de literatura, de filosofía, entrando en el uso común.

¿Significa que el espectador ha construido frente al abismo una puerta que cree poder abrir o cerrar a su antojo, obviando el conflicto del ser? Eso parece. A cambio, las obras como posesión. Un éxito del que el academicismo se empacha. Pero no podemos engañarnos, la obra devenida utilidad deja de respirar y los debates se vuelven peor que estériles, pesados.

Por esta vía se estaría dando la razón a aquello pronunciado por Hegel, mirando de soslayo a Goethe al final de sus Lecciones de estética de 1823: “El arte es para nosotros cosa pasada”. No se trata, como decía antes, de juzgarlo. Hay que valorar su genialidad, la que proviene de afrontar los imposibles del pensamiento… y retornarlo a la fractura. O sea, aceptar que no hay salida, superación, o como se llame. Que no es posible acceder a una concordancia, a una adecuación. Que no hay modo de cancelar el encuentro. Que no hay reunión, vuelta a lo Uno. Que lo Otro sigue siendo Otro, y que, como Otro, forma también el núcleo de uno mismo. No hay, pues, fin del arte, querido Hegel, querido Danto. El Espíritu no es el relevo. El pensamiento no es el relevo. La historia no explica nada.  

Los “motivos rítmicos del ser”

Encuentro es entrar en relación. No la relación de lo Uno con lo Otro. No existe tal dualidad, ni dialéctica, al menos entendida al modo simple, porque lo Otro es el Afuera que anida y teje el corazón del ser. Lo aprendemos de la pluma del poeta (Rimbaud), Je est un autre, dejándonos el tejido de su encuentro. No desertó, como diría Beckett. Después, nos toca jugar a nosotros, equivocarnos a nuestra manera. Nos toca aprender a convivir con esa extrañeza propia: que el corazón del ser (siempre por venir) se teje con las palabras del Afuera. Unas palabras afectadas que recoge cuando entra en relación.

Pero retomemos la lectura de Blanchot, la que hace de la mano de su Virgilio particular, para acercarnos al momento de la creación. ¿Con qué trabaja el poeta, o qué lo trabaja? Percibe el funcionamiento en la realidad humana de unas relaciones. Mallarmé nos dejó en su Crayonné au Théâtre su disfrute descubriendo “en todas partes” lo que llama “los signos reconocibles del ser”. Parece que nos autoriza, pues, a hacerlos extensibles a toda creación. Leamos lo que nos dice, a modo de confesión:

“No existe en la mente de quien haya soñado a los humanos e incluso a sí mismo nada más que el recuento exacto de puros motivos rítmicos del ser.”

Curiosa expresión esta de la mente de quien haya soñado a los humanos e incluso a sí mismo, que nos introduce la naturaleza de una materia inaprensible como núcleo de lo humano. Una naturaleza que no se concreta salvo por unas relaciones, unos motivos rítmicos del ser, cuyo desciframiento le provoca gran satisfacción. Blanchot sacará probablemente de aquí una expresión que se hará célebre, atribuida al propio Mallarmé, “la escansión rítmica del ser”. Dice Blanchot:

“No se crea nada ni se habla en una forma creativa, sino mediante la aproximación previa del lugar de extrema vacancia en el cual, antes de ser palabras determinadas y expresadas, el lenguaje es el movimiento silencioso de las relaciones, es decir, “la escansión rítmica del ser”. Las palabras nunca están allí sino para designar la extensión de sus relaciones.”

¿Qué son estas misteriosas relaciones? Hemos leído el encuentro de Mallarmé en su confesión. Podemos recordar también el encuentro de Giacometti, que él identificó un día como su lugar en la pintura, la que haría después, la que estaba siempre por venir. Veremos que su naturaleza no difiere en lo esencial. Él lo describe como un momento fundador. Estaba viendo una película en el cine y las imágenes fueron, de repente, solo eso, imágenes, imágenes dislocadas que habían perdido el pegamento de la historia que hasta entonces las unía en la narración. Un fenómeno de extrañeza, de perplejidad, que fue vivido, no con pánico, como le hubiera ocurrido a cualquiera, sino como su acceso a una verdad desconocida. Percibe que esas imágenes le hablan de su visión. Diríase que lo miran, mientras soporta su mirada. Funcionan, y es su hallazgo, en una relación fuera de la relación. Ve por primera vez las imágenes como formas puras, como elementos aislados, y aun así, en relación. Pero una relación singular, fuera del discurso. Giacometti tiene entonces una revelación, él se reconoce en esa mirada. Giacometti es, o será, esa mirada que sostiene el juego de las relaciones. Aunque no se puedan atrapar. Y en adelante no pintará ni esculpirá otra cosa que esas relaciones.

 “La muerte del autor”, del hallazgo al desvío

En modo imagen o en modo palabra la experiencia es la misma, la de la creación. Para la cual hay un encuentro que parte de un vaciamiento abierto a una escucha, a una mirada. Podemos llamar a esa afectación resultante que no puede clausurarse “ser”, o “sujeto”, o como queramos, siempre y cuando se mantenga esta apertura a lo Otro que lo funda. Podría aceptarse como noción válida “la muerte del autor”, que enterraba una idea de sujeto-autor que esquivaba lo fundamental de este juego de relaciones. Pero creo que esta noción vuelve también a esquivar, a continuación, un orden de afectación que no es ni puede ser impersonal, más allá de que las palabras no alcancen a describirlo. Con toda lógica no alcanzan. Es gracias a esta imposibilidad que existe la creación.

Por eso, leer la expresión “muerte del autor” como hallazgo no nos impide leerla como desvío, tanto en Barthes como en Foucault. Cada uno lo hace a su manera en sendos textos (texto y conferencia) de finales de los años sesenta, que fueron escritos en un escenario de provisionalidad, pero que han quedado canónicos para la historia. Una vez leídos en su historicidad, aquí los volvemos al encuentro. Se trata, en todo caso, de no escatimar respuesta, de provocarla en nosotros. Tras el hallazgo, el desvío.

En Barthes, por cuanto cancela la inadecuación que había propiciado su hallazgo, aquel que resquebrajó la figura del autor, cuando nos deja su propuesta final, que pasa a entronar a una nueva figura, “el lector”, donde se reunirían todas las lecturas. Es cierto que es otra versión de la apertura a las relaciones, que se recogen ahora en las lecturas, pero a las que imprime un cierre, una idealización. Barthes se cargó, con fundamento, la figura del autor basado en una esencialidad previa, en un dominio, pero para poner en su lugar a otro dios, el lector. Lo dice con todas sus letras, que sustituye un mito por otro. Pero nos tememos que el lector sería tan atractivamente encarnable en el nuevo mito como antes lo era el autor.

En Foucault, leemos cómo el impulso inicial lo lleva a alumbrar “la función autor”. Sin duda, un gran hallazgo. Se ve bien su sensibilidad para percibir un juego de relaciones que no había obtenido hasta entonces un fruto semejante. Foucault la despliega con argumentos poderosos, haciendo emerger unas figuras, los creadores de discursividad (Marx y Freud), con las que entender lo que opera en ese circuito… pero, finalmente, también encuentra su desvío. Hacer del sujeto “una función variable y compleja del discurso”, otorgándole además la perspectiva ética a seguir, por más que abra al infinito el campo del estudio, tiene su contrapartida, someter a ello la subjetividad. Utiliza además para ello a Beckett, su “qué importa quién habla”, que aparece en Textos para nada, III. Comete un exceso, rebaja el texto de Beckett. Otros pasajes de la misma obra lo desmentirían (“estoy aquí, es todo lo que sé, y que aún no soy yo, con esto hay que arreglarse”). Porque en su propuesta el problema del afecto no encuentra lugar si no pasa por el severo filtro del discurso y su epocalidad. Un desvío demasiado atractivo como para no tener una legión de seguidores… que no por ello hacen justicia a Foucault.

Como vemos, permanecer en el encuentro es imposible. Es lógico, por tanto, el aura que envuelve ese acontecimiento que es la creación, pero idealizarla es ir directos al desvío. Mejor seguir la pista de las relaciones. Leer desde ahí, prescindiendo de esas plantillas temporales destinadas a integrar en un discurso los hallazgos. La matriz es la escucha del ritmo donde se anuda un proyecto de ser en una interlocución conflictiva con el mundo. Seguir la incomodidad de un dejarse decir cuando se escuchan las relaciones. Contrariamente al dicho, no solo implica nadar, también perder la ropa.

La palabra-síntoma

Aunque distingamos entre el ser y sus ropajes, toda pregunta ontológica incita clausura, nos lleva a desvío. Quedémonos en la zona náufraga de no resolución. No sabemos qué es un texto, qué es un autor, y puede que no importe. Tenemos, en cambio, como señala Didi-Huberman (referido a la imagen), qué nos hace. ¿Qué nos hace un texto al leerlo? ¿Qué nos hace al escribirlo? Respondemos, simplemente, que nos hace; con un añadido, que nos hace en modo inacabado. Pensar, escribir, sería estar abiertos a eso que nos dice. Un empuje a la palabra o a la imagen abierto a una memoria donde se manifiestan, como dice Beckett en El mundo y el pantalón, unas “oscuras tensiones internas”. Beckett conecta ese empuje creativo con lo que vienen a ser las pulsiones y sus conflictos. Y por aquí llegamos al siguiente paso, la pirueta final. Estas “tensiones internas” serían otro nombre de lo que hemos recogido genéricamente como “las relaciones”, esas que no entendemos y de las que somos su síntoma. Nuestra apuesta es que ello implica bajar a personal lo que tanto para Mallarmé como para Blanchot se quedaría en una esfera impersonal.

Somos síntoma, con este extraño aparejo que tanto impide como define nuestro ser. Síntoma es la palabra afectada. Es palabra-síntoma, recogiendo en el nivel de la palabra el gran hallazgo de Didi-Huberman al tomar la imagen como síntoma para dar un vuelo inesperado a la lectura que se hacía de las imágenes. Didi-Huberman, tirando del hilo de Freud y yendo de la mano de Benjamin, hace del síntoma teoría. En vez de esquivarlo por incómodo, lo retoma como ineludible. Sin duda, un hallazgo nacido de la propia escucha, que él mismo confiesa y acerca a la escritura para dejar que la palabra lo diga. Así impide la clausura. Una posibilidad, por lo demás, abierta a todos.

Esto último puede resultar paradójico porque la apertura no se busca, más bien se evita. La diferencia está en las posibilidades de éxito. Todos buscamos la calma, también el que no encontrándola en el discurso establecido se ve llevado a crearla. La obra sería eso, otro modo de defensa, pero que fracasaría en eludir el contacto con lo real (Lacan), con lo que hace síntoma, con eso en bruto que anida en la palabra o en la imagen. Y que, no eludiéndolo, crea una forma que recoge el juego de relaciones que lo afectan. O sea, que una vez perdida la ropa se confecciona otra con el material marino de su travesía.

Esta relación a la palabra que actúa en el lugar de la herida, creando una operatividad distinta a la que acogen los discursos, es lo que emerge, en mil variantes, en los textos de Beckett. Sus sucesivos narradores la desarman ante lector, y ante el narrador mismo, que una vez disuelto crea, o se crea, en la narración del texto. Leemos cómo el recurso a una historia, la que sea, es invocada con la esperanza de que acompañe al personaje en la interminable noche, en espera de esa otra desorientación que vendrá con la llegada del alba. Se nos muestra el encuentro desnudo con las voces, de imposible descripción. Voces que llegan a ese personaje más o menos innombrable que no acierta a identificar, ni a enlazar con él. ¿Son suyas? ¿No lo son? ¿Dicen de él? En todo caso, con ellas hay que arreglarse. Y en contraposición a esta invasión surge a veces la necesidad de amparo de un relato. ¡Contarse una historia! Que no es exactamente una ficción, sino una recitación. La necesidad de una recitación que diga al sujeto. Un aliento verbal que le dé forma, aunque sea imposible.

Beckett –aquí sinónimo de escritura– escarba su relación a la palabra-síntoma buscando tallar en ella su calmante, también hecho de palabras, con el fin de limitar los efectos de una disgregación. Porque todo él es afectado, en todos los órdenes, empezando por el físico, no habiendo imagen que devuelva al cuerpo unicidad. Siendo esta inalcanzable, le quedan las palabras, que no alcanzan, pero no tiene otra cosa (“Bon qu’à ça”).

El calmante

La palabra como calmante atraviesa toda la escritura de Beckett. Se podrían seguir sus pasos en muchos de sus textos, tanto en prosa como en teatro. Sin embargo, su estatuto es ambiguo: buscada para frenar el desgarro, ella misma desgarra. Es el vaivén que lo trabaja, respondiendo con la palabra a la palabra-síntoma. De ahí la complejidad que moviliza un sistema de interacciones que se cristaliza en cada texto en una nueva propuesta formal. Cada una, un anudamiento de relaciones donde los diferentes órdenes y escalas emanan del propio texto. Cada una, un artilugio donde se recogen los motivos rítmicos del ser en su encuentro con lo insoportable. Pero hay un texto en particular que quizás nos ilustre lo que aquí se va componiendo. Se titula, precisamente, El calmante. Un relato escrito en francés en las navidades de 1946 donde el narrador, cuyo estado inacabable es el de una pudrición después de la muerte, permanece no obstante en actividad para anunciarnos, ya al principio del texto, su propósito:

“Voy, pues, a contarme una historia, voy, pues, a intentar contarme una vez más una historia, para intentar calmarme.”

Poco después encontramos un pasaje que recoge un material memoria (confesado a su biógrafo James Knowlson) que no dejará de resonar después en otros textos de Beckett. Por favor, que no nos salgan sarpullidos por decir que Beckett trabaja –más bien, se trabaja– a partir de un elemento autobiográfico. Un amigo suyo, el pintor Bram Van Velde, dijo una vez que toda la escritura de Beckett partía de elementos autobiográficos. No es un recurso, o un método, es la escucha con la menor defensa posible de sus propios fantasmas, de su locura, como él mismo llegó a reconocer. Beckett acepta que él es eso, si fuera algo, y lo escucha. El asunto es qué se hace con ese material, cómo ser fiel a esa escucha y dejar que pase a escritura.

Está, entonces, lo que sabemos, que el pequeño Sam fue presa habitual de terrores nocturnos. Un pánico que solo conseguía calmarse con la lectura de un cuento que le recitaba su padre. La escena es relatada en este texto (con ecos en otros posteriores) precedida por una apelación, que es dirigida al propio relato. (Son las distintas escalas que trabajan el texto):

“Pero soy yo esta noche a quien debe suceder algo, a mi cuerpo, como en los mitos y metamorfosis…”

A continuación, la demanda al relato:

“Sí, esta noche es necesario que suceda como en el cuento que mi padre me leía, noche tras noche, cuando yo era pequeño y él repleto de salud, durante años me parece esta noche, y del que no he retenido gran cosa, salvo que se trataba de las aventuras de un tal Joe Breem, o Breen, hijo de un farero, mozo de quince años, fuerte y musculoso, ésa es la frase exacta, que nadó durante millas, de noche, con un cuchillo entre los dientes, persiguiendo a un tiburón, ya no sé por qué, por puro heroísmo. Este cuento, hubiera podido simplemente contármelo, se lo sabía de memoria, yo también, pero así no me hubiera calmado, tenía que leérmelo, o simular leérmelo, noche tras noche, pasando las páginas y explicándome las imágenes, que ya eran yo, noche tras noche las mismas imágenes, hasta que me amodorraba sobre su hombro.”

La lectura es escritura. La lectura de este texto nos escribe, como le escribía a Beckett. Un hacerse sin conclusión cuyo resultado es el texto mismo, o lo que llamamos Beckett. La obra es el acontecimiento, la aventura de la palabra que reta a lo imposible para hacerse sujeto. Con palabras sencillas, apelando desde su más directa afectación. ¿Qué relación puede componerse para frenar la disgregación del yo, la rotura del espejo, y producir la metamorfosis buscada? ¿Cuál es el pegamento que superponga al miedo del niño la imagen del arrojo juvenil?

Es preciso que se obre la transformación, fruto del trabajo con la palabra-síntoma. En este caso, doblemente. Porque el texto opera primero el ajuste de una imagen sobre otra: la inaudita heroicidad nocturna del hijo del farero, cuchillo entre los dientes, sobre el pánico del niño. Casa ambas imágenes gracias a la intermediación del relato, una vez reproducido en su estricta formalidad. Recordemos que el texto nos lo aclara después, que la mínima variación habría provocado en el niño una violenta reacción, o sea, habría impedido ese ajuste especular necesario. Y opera después el ajuste de este relato en el texto, como respuesta a la actualización de los miedos del narrador que el propio texto pretende exorcizar. Se demanda al relato actual la misma transformación, que calme. Para ello, es preciso llevar a cabo el traslado de la escritura al lugar recitativo del padre. Hacerla padre. Una función, tan imposible como necesaria, que se escribe. Un calmante que se escribe nadando sobre la ola hasta alcanzar el motivo rítmico del ser.

Leemos en ese precioso pasaje la exigencia de escritura a la que llamamos Beckett. Después, no la separamos, no diluimos nuestra experiencia. Es lo que hacía Mallarmé leyendo el ritmo en todo texto, no estableciendo esas diferencias superficiales entre prosa y poesía. De ahí que hayamos optado aquí por lo mismo en relación a la literatura y a la filosofía, identificando el lugar de la creación, provocado por la falta de defensa frente a lo que Lacan llamaba lo real. De ese telar salen poeta y filósofo, que son modos de imprimir lo efímero que ocurre cuando se deja que se escriba una relación. Otra cosa es que uno u otro puedan soportarla y se dejen escribir, respondan a su palabra-síntoma, o bien opten, como el común de los mortales, por la defensa.

Zacarías Marco, julio-agosto de 2023