MURMULLOS (DE JOYCE A WOLFSON)

(en construcción)

JJ_man_rayEn el siguiente enlace se puede ver la grabación en video de la intervención El tejido Joyce: murmullos, que se llevó a cabo en la sede de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis de Madrid el 8/7/15  en el curso Lengüajes IV, organizado por Sergio Larriera.

A continuación está el artículo base de la intervención. No es la transcripción de la misma.

Enlace de la grabación en videoClase segunda: murmullos

Artículo base de la intervención:

 

En el plan de trabajo que me propuse presentaros, –que tiene por orientación general intentar introducir una lógica distinta en el diálogo con otros discursos, una lógica que no sea reacia a pensar el problema del goce–, ayer nos ocupamos de desplegar la tesis epistemológica de Umberto Eco sobre la poética de Joyce, una perspectiva que nos enseña mucho sobre la posición estética del joven Joyce, sobre el origen de la epifanía y su evolución. Recordamos que Eco sostenía que Joyce hacía pasar de contrabando un concepto modernista del arte y del artista creador manteniendo los ropajes medievales de su formación escolástica. Pero aprender de Eco en ese nivel no nos impide, paralelamente, hacer un trabajo de desmontaje partiendo de la concepción de sujeto fracturado que es la nuestra. Recordamos que no se trata de invalidar a Eco, hacia él tenemos un profundo reconocimiento, incluso llegamos a proponer que su gran sensibilidad se acerca a otras concepciones de la temporalidad por completo afines a las nuestras –el après-coup, la retroactividad– pero de las que no saca partido al restringir su ámbito al del saber. Hoy seguiremos un camino más clínico, paseando por la aparente otra cara de esa relación en banda de Moebius que hemos establecido entre lo que sería un hacer sobre la desconexión en la palabra y la actividad de unos murmullos embarazados de peculiares destellos. Si veíamos ayer el hacer artístico de Joyce caracterizado en esa primera gran invención, la epifanía, que consideramos la matriz de toda creación posterior suya, en la reunión de hoy pasearemos de la mano de alguien que, pese a su espectacular esfuerzo, el éxito obtenido es, ciertamente, mucho más limitado. Se trata del escritor esquizofrénico Louis Wolfson, un escritor que provocó una notable sacudida en pensadores de la talla de Deleuze y Foucault, especialmente sensibles a la relación entre escritura y locura. Pero antes de mostrar el fracaso, tanto artístico como científico, del protocolo Wolfson, tal como magistralmente lo denominó Deleuze, recogeré el trabajo exitoso de Joyce a partir de la lectura de unas citas de Retrato del artista adolescente[1].

Para entender el variado ámbito de los murmullos ofreceremos primero un intento de clasificación que nos permita entender las posibilidades sobre las que se asientan los distintos procedimientos empleados.

¿Qué queremos decir cuando hablamos de murmullos?

He escogido esta palabra y no otra por ser genérica, por la amplitud de su uso en el lenguaje coloquial y también por ser la más comúnmente empleada en los escritores que más admiro, en Joyce y en Beckett. Me refiero aquí por murmullo a lo que uno escucha sin que haya un otro que lo diga, sin que haya emisor alguno en la realidad. Atendiendo a la vivencia que se tiene del murmullo, a su escucha particular, a su percepción, podemos clasificarlos en dos grandes grupos. Por un lado estarían los murmullos percibidos como provenientes del exterior, como voces que se dirigen a nosotros. Hablamos entonces de voces, o de palabras impuestas, emitidas por otro exterior, cuando asignamos una autoría a las mismas, propia de una entidad que se impone a nuestra percepción. Se trata de una vivencia impregnada de un importante grado de certeza, que deja perplejo al sujeto que las escucha al entrar éstas en radical competencia con la realidad. Son voces dirigidas a él de manera sorpresiva, por lo que tiende a hacer un trabajo de interpretación de su intencionalidad. El caso más claro sería el de oír mandatos o injurias dirigidas al sujeto. Cuando esto se produce, estamos en el registro de la locura, donde a una perplejidad inicial le sigue la certeza y, eventualmente aunque no siempre, la interpretación delirante.

Tendríamos después un segundo grupo para el que los murmullos no entrarían en competencia con la percepción de la realidad, y que podríamos designar como la conversación interna que acompaña nuestra soledad. Estos murmullos no son percibidos como provenientes del exterior, no los llamamos, por tanto, voces, y constituirían la cháchara interior o el pensamiento de cada cual. Lacan nos dice que la diferencia entre el psicótico y el neurótico estriba en que el neurótico no le da valor a eso que escucha. Digamos que eso que escucha no entra en competencia con la realidad que vive en ese momento, no lo desubica con respecto a ella. En la cordura, en la neurosis, no se producirían fenómenos que atenten directamente con la realidad, aquella en la que el sujeto queda como envuelto, protegido. Este manto protector de la realidad forma parte de la ensoñación en la que vive el neurótico, que hace su lectura de él y de los otros, del mundo en general, interpretando a partir de aquello de lo que dispone, a partir de lo que llamamos su fantasma, que es el modo en el que se ha ubicado con respecto al aparato de significación. Esta veladura sobre lo real nos muestra que un significante primordial, Nombre del Padre, está operante. Sin él no hay sustracción de cosa en la palabra, y es el fracaso en esta extracción de goce lo que retorna al sujeto como voz impuesta.

También observamos una serie de fenómenos de borde que, sin llegar a imponerse sobre la realidad, nos producen una momentánea distorsión. Por ejemplo, cuando tras la muerte de un ser querido la percepción de la realidad se trastoca y nos parece verlo en los andares de otro. Decimos entonces que tiemblan las identificaciones que sostienen al sujeto, que está debilitada su posición fantasmática en el mundo. Analizando el fenómeno del duelo en Hamlet en el Seminario 6 Lacan decía[2] que nadie está preparado para la muerte de un ser querido, y los rituales que se ponen en marcha son la prueba del esfuerzo del sujeto por poner a funcionar todo el aparato simbólico para, al menos, amortiguar el impacto de ese real. No hay aparato simbólico que no sea deficitario a los embates de lo real, y en este contexto de dislocación pueden aparecer fenómenos próximos a la alucinación, que más o menos rápidamente desechamos aferrándonos a nuestro sueño de realidad.

Un tercer grupo: Joyce

Pero el caso de Joyce es bien distinto. No se trata de un acontecimiento momentáneo sino de un proceder con un murmullo particular que conllevaría la amenaza de la palabra impuesta, como en el primer grupo (psicosis), pero dicho proceder no sigue las coordenadas distanciadoras de la realidad empleadas por el segundo grupo (neurosis). Hablaríamos entonces de la existencia de un tercer grupo donde, si bien no se puede hablar directamente de la existencia de estas voces “exteriores”, percibimos que resulta problemático adjuntarlos en el grupo que posee la herramienta que desvaloriza los murmullos impidiendo que incidan en la realidad. Su procedimiento es otro. No puede ser una coincidencia que fuera precisamente Joyce el inventor en la literatura de la traslación directa del fluir de la conciencia, del monólogo interior, por más que se lo atribuyera generosamente a otro, vendiéndolo como si fuera un ready-made.

Ya desplegamos algo ayer sobre su relación, bien particular desde la temprana infancia, con la palabra y con el orden de la significación. Pero esta relación no se expresó mediante una dificultad en el aprendizaje, muy al contrario, lo suyo fue una extraordinaria facilidad para absorber todo lo relacionado con las lenguas. No obstante, sí se puso de manifiesto una dislocación en el orden de los significados, percibidos desde muy pronto como algo que se podía pegar a las palabras o no, que se podía tomar en serio o no. Esta insistente preocupación que recorre Retrato tiende a ser llamativamente olvidada por buena parte de lectores y estudiosos. Aquí las recogemos para sumarlas a su dificultad en el encuentro con los deseos, que añadimos a las perturbaciones producidas por la falta de consistencia de su cuerpo, también de temprana aparición, por ejemplo, a través de una debilidad en la vista. Este cierto desapego con relación al cuerpo impregna lo que serían los registros fálicos, aquello que debido a la radical carencia de función paterna Lacan llamó falta de empuje fálico en Joyce[3]. Pero Joyce compensará esta carencia paterna por medio de su escritura, por medio de su arte. Algo de lo que nos da tempranas muestras como muestra el hecho de que ganara un concurso literario a escala nacional siendo un joven estudiante. Lo suyo era algo más que facilidad con las palabras y con las lenguas, algo que venía acompañado de una confianza ciega en sus posibilidades. Llegó a pensar que podía hacerlo verdaderamente todo con el lenguaje.

Esta manera de compensar la insuficiencia del registro fálico –el encargado de evitar estragos en el orden de la significación gracias al éxito de la metáfora paterna–, se puede ilustrar con un ejemplo. Cuando, a la muerte de la madre, el segundo de los hermanos, Stannie, descubre las cartas de amor de la pareja de los padres, previas al nacimiento de los hijos, reacciona con absoluta indignación. La falla abierta con su padre es ya total y el descubrimiento del amor que una vez existió entre sus padres le produce un dolor insoportable. Stannie está decidido a quemar esas cartas pero pide antes la opinión del hermano mayor, James. Joyce las lee y le dice que por él puede quemarlas, que literariamente no valen gran cosa. Joyce dispone de otro recurso por fuera de la rivalidad edípica para pasar ese trago. Es capaz de confeccionar un tejido artístico con los desastrados hilos de su vida.

La manera que encontró Lacan de explicar la ausencia de desencadenamiento de la locura en Joyce fue a través del concepto de suplencia, al que dio el nombre de sinthome. Como veíamos ayer, es el arte lo que tiene para él un efecto de nominación. Joyce había encontrado otra vía, una vía personal, para evitar ser invadido por el murmullo. Trabajando desde la falla de una desconexión, Joyce fue encontrando la manera de reconducirlos mediante su arte, lo que le permitió otorgarles un alcance salvador. Lacan utiliza a Joyce para dar un definitivo impulso a la topología del nudo borromeo donde un cuarto nudo, el sinthome, vendría a reparar un lapsus en su anudamiento que hacía no borromea la cadena de tres. El lapsus, en el caso de Joyce, hace que los registros simbólico y real se interpenetren, se eslabonen, dejando suelto el nudo de lo imaginario, el cuerpo. La reparación sinthomática de Joyce se produce en el lugar del lapsus impidiendo la fuga del cuerpo (I) pero no impidiendo que R y S queden interpenetrados. Ésta es la manera de ilustrar cómo lo simbólico está cargado en Joyce de real, no habiéndose producido una suficiente extracción de goce. El resultado es una situación de proximidad a la imposición de la palabra, que evita con su arte. No hago más que una breve pincelada para poder avanzar después en lo que sobreviene en el campo de la psicosis cuando la suplencia no alcanza a detener la invasión de la palabra.

Antes de pasar a ello os leo las citas de Retrato del artista adolescente. Evitaré comentarlas hoy para poder pasar a Wolfson. La mayor parte están trabajadas o bien en mi libro[4] o en otros trabajos posteriores[5]. Leeré primero cuatro citas donde se aprecia la dificultad de Joyce frente a los murmullos. Se ubican todas en la crisis de la adolescencia, que él muestra como la imposibilidad de hacer compatible los impulsos de su carne con la educación religiosa:

 

Sentía una presencia oscura que venía hacia él entre las sombras, una presencia sutil y susurrante como una riada que le iba anegando completamente. Era un murmullo que le cerraba los oídos: tal el murmullo de una multitud dormida. Ondas sutiles penetraban todo su ser. Las manos se le crispaban convulsivamente y apretaba los dientes como si sufriera la agonía de aquella penetración.”[6]

Las letras del nombre de Dublín las tenía grabadas en su cerebro, y allí se entrechocaban furiosamente de un lado a otro con una insistencia ruda y monótona. Su alma se estaba tumefactando y cuajándose en una masa sangrienta que se iba hundiendo llena de oscuro terror en un crepúsculo amenazador y sombrío; y, mientras tanto, aquel cuerpo suyo, laxo y deshonrado, buscaba con ojos torpes, huérfano, humano y conturbado, un dios bovino en quien poder fijar la mirada.”[7]

Había caras allí, ojos: le estaban esperando y acechando. (…) Caras que murmuraban le estaban esperando; voces murmurantes que llenaban la cóncava oscuridad de la cueva. (…) Y pensó que aquellas palabras que le habían parecido levantarse como un murmullo de la oscuridad, carecían totalmente de sentido. Y se dijo que todo era simplemente su habitación, su habitación con la puerta abierta.”[8]

Pero, ¿cómo sujetar los sentidos del alma?; que aunque sus ojos estaban fuertemente cerrados, veía los lugares donde había pecado; y oía, aun con los oídos bien tapados. Deseaba con toda su alma dejar de oír y de ver, y lo deseó tanto, que por fin la armazón de su cuerpo se puso a temblar bajo la fuerza de su deseo y los sentidos de su alma se cerraron. Se cerraron por un instante, pero se abrieron en seguida. Y vio.[9]

A continuación, leo dos citas, también de Retrato, donde se aprecia su éxito frente a los murmullos. En su libro corresponden a un momento posterior, justo después de que la vía del arte haya sido validada por las dos experiencias epifánicas de la playa, aquella que le otorgó la identificación con el apellido artístico y aquella que validó sus impulsos carnales a través de la mirada aprobadora de la muchacha pájaro:

Su pensamiento era como un crepúsculo de duda y de desconfianza propia, alumbrado acá y allá por los relámpagos de la intuición, pero relámpagos de tan diáfana claridad, que en aquellos instantes el mundo se deshacía bajo sus pies, como si hubiera sido consumido por el fuego; después su lengua se anudaba y sus ojos permanecían mudos ante las miradas de los demás, porque se sentía envuelto como en un manto por el espíritu de la belleza y en contacto, aunque sólo fuera en sueños, con todo lo noble.”[10]

“Y se encontró, de pronto, mirando las palabras casuales que a su derecha o a su izquierda surgían, y estúpidamente maravillado de que se hubieran desposeído en silencio de todo sentido actual, de tal modo, que hasta el más insignificante letrero de tienda llegaba a aprisionar su espíritu como si se tratase de las palabras de un ensalmo. (…) Su propia conciencia del lenguaje estaba refluyendo de su cerebro y condensándose en simples palabras que se ponían a enlazarse y desenlazarse con ritmos traviesos.”[11]

Louis Wolfson y sus tiritas fonéticas en lengua extranjera

Hagamos primero un poco de historia de lo que supuso el descubrimiento de Louis Wolfson. Partiré de un trabajo por entregas que he titulado Cuando el murmullo en vez de habitarnos retorna desde afuera[12]. Dos de los más importantes filósofos franceses del siglo pasado,  Guilles Deleuze y Michel Foucault, intercambian a lo largo de la década de los 60’ varias reflexiones sobre los procedimientos de escritura marcados por una fractura esquizofrénica. Aunque su interés por el fenómeno de la locura es distinto, convergen de manera notable en su acercamiento a Raymond Roussel, Jean-Pierre Brisset y Louis Wolfson. Hablan ambos de tres procedimientos de escritura claramente emparentados en su estructura. En 1962 Foucault escribe una reseña sobre Brisset titulada El ciclo de las ranas. En 1964 se publica en Temps Modernes un largo extracto de un libro que hará época, Le Schizo et les langues, de Wolfson, sobre el que Deleuze elaborará sucesivos trabajos tras ser invitado a escribir su famoso prefacio, que aparecerá junto con el libro en 1970. Justo después Foucault escribe un prólogo para la edición del libro de Brisset Gramaire logique titulado Siete sentencias sobre el séptimo ángel, en el que retoma el análisis de Deleuze a partir de esta apreciación fundamental: “La psicosis y su lenguaje son inseparables del procedimiento lingüístico, de un procedimiento lingüístico. El problema del procedimiento, en la psicosis, ha reemplazado al problema de la significación y de la represión”.

Este diálogo se enmarca a su vez en el debate que ambos filósofos mantienen con los planteamientos psicoanalíticos, desde la cercanía inicial a un alejamiento no exento de ambigüedades. Leemos en los textos citados cómo Deleuze y Foucault asumen el criterio lacaniano diferenciador de la psicosis, la forclusión, que impide la adquisición del registro de la significación. La quiebra de lo simbólico desata pulsión y cuerpo, y el murmullo indiferenciado es ahora el que comanda. Resulta hoy llamativo que Deleuze fuera, apartándose del psicoanálisis, más kleiniano que Lacan, y no se pudiera hacer cargo de la parte de mensaje lacaniano que, a su pesar, transmite. Me gustaría dar algunas pistas hoy de esta singular paradoja. Habiendo un núcleo entre ambos pensadores que parece irreconciliable, en lo fundamental, en la percepción sobre lo real, –aquí Deleuze diría “una lengua extranjera dentro de la lengua”–, ambos son compañeros de viaje.

Nos centraremos primero en lo que supuso el mencionado primer libro de Wolfson, en su intento de ofrecer al mundo su peculiar procedimiento lingüístico para limitar la hemorragia abierta al escuchar la lengua materna, el inglés. Se ha llegado a hacer incluso un paralelismo entre lo que representó en su día la publicación de las Memorias de Schreber, junto con el posterior trabajo de Freud sobre la paranoia, y la publicación de libro de Wolfson, al que Deleuze añade su primer exquisito estudio. Allí donde Schreber nos desplegaba su construcción delirante, su exitoso desarrollo de un rico y elaborado sistema de pensamiento por el que Freud llegó a otorgarle, al menos en su aspecto formal, la altura de sistema filosófico, Wolfson nos describe lo que Deleuze llamaría su protocolo. La razón deriva de una doble incapacidad, tanto en el plano artístico como en el científico. Su hacer con la lengua no alcanza el rango artístico como podemos leer la escritura de Brisset o la de Roussel, que poseen y despliegan un juego interno, evocador, con aquel material primigenio de la lengua, la charca croante, antes de devenir lenguaje estructurado. Wolfson se queda en lo meramente defensivo: tapar la boca que habla, como dirá Foucault. Se trata del trabajo de descomponer cada palabra y de reconstruirla a partir de fragmentos de otras lenguas, se trata de evitar la hemorragia vital provocada por tal o cual consonante que actúa sobre el cuerpo despedazándolo. Y al fracaso artístico se suma el científico, pues el procedimiento seguido, las reglas fónicas que Wolfson inventa son, como señala Deleuze, ilegítimas. No obstante, ese fracaso en las expectativas planteadas por Deleuze no nos debe hacer olvidar la importancia del procedimiento empleado por Wolfson, introduciendo una castración en lo real, a falta de la simbólica. Madre y lengua materna se enlazan sin corte alguno al cuerpo de Wolfson y esta incestuosa penetración, como ha escrito recientemente Žižek, ha de ser extirpada.

El prefacio de Deleuze para Le Schizo et les langues, de Wolfson, fue publicado con el título de Schizologie. Reescrito posteriormente, aparecería finalmente bajo el título Louis Wolfson o el procedimiento como segundo capítulo del último libro de Deleuze, Crítica y clínica, en 1992. Antes de entrar en las reveladoras diferencias entre uno y otro texto, que dan cuenta de dos momentos en el pensamiento de Deleuze, vamos a detenernos en aquellos aspectos comunes que constituyen el núcleo de su aportación decisiva. Se trata del análisis del procedimiento de escritura y la conclusión que extrae. Para entenderlo partiremos del estado de las cosas sobre el que se aplica. Es porque el campo de la significación no se encuentra organizado para atajar un murmullo que se impone, que se recurre a un procedimiento para tratar los fragmentos, el lenguaje hecho astillas. Aparentemente se trata de un desmenuzar la lengua en sus unidades sonoras, pero no, ésta es una percepción equivocada, pensada desde el que no es golpeado por los fragmentos, herido por las astillas, penetrado por las esquirlas de una lengua. Es ésta una percepción pensada desde una configuración donde el aparato simbólico actúa con más o menos éxito, donde el registro de la representación funciona separando cosa y palabra. Aquí estamos en otro campo, con otros resultados. La voz de la madre, dice Wolfson, debe ser detenida porque produce la insoportable vivencia de una vibración en las cavidades de su oído, como si éste fuera una prolongación del cuerpo de ella. Él no es, entonces, sino un mero objeto receptor, vibrátil. Y cada vez que esto ocurre triunfa ella sobre él, sobreviniendo un sentimiento de culpa aniquilador. Por eso, dice, ha de matar la lengua materna. ¿Cuál es su procedimiento? Taparse los oídos y emitir sonidos no es suficiente, tiene también que leer en voz alta un diccionario de lengua extranjera que llevará siempre consigo e intentar tratar el objeto voz de una manera científica, fonema a fonema. Wolfson introduce así una composición de saber que permita la sustitución de las palabras que dañan por otras que funcionen como equivalentes, construidas a partir de recortes de palabras de otras lenguas. Por lo tanto, lo que busca sustituir no es en realidad una palabra por un constructo lingüístico, sino una esquirla sonora, una pulsión mortífera, por un saber.

Veamos cómo lo entiende Deleuze. En los párrafos finales del texto de 1992 leemos que “todas las palabras cuentan una historia de amor, una historia de vida y saber”, pero esa historia no está designada ni significada por las palabras, es más bien lo que hay de “imposible” en el lenguaje, su afuera. El procedimiento lingüístico, inseparable de la psicosis, es el que establece de manera directa esta conexión, esta relación de amor entre vida y saber. El procedimiento, destrozando los significados, empuja al lenguaje a un límite. Traspasarlo significa acceder a las nuevas figuras, “atravesar como vencedor la sinrazón”. Pero Deleuze acaba constatando el fracaso de Wolfson al no saber traspasar ese límite, confinando sus figuras de saber y verdad a la prisión de su procedimiento psicótico.

Desgraciadamente, allí donde Deleuze coloca la palabra “vida” encontramos, en el caso de Wolfson, lo insoportable, el órgano desatado, lo real que hace invivible la vida. Por ello nos parece Deleuze portador de un optimismo difícil de entender. No todas las palabras cuentan esa historia de amor. Allí donde el saber no ha podido adquirir un mínimo de eficacia simbólica, queda una vida muy menguada, reducida a astillas y procedimientos de extracción.

¿Cuál es el movimiento que podemos detectar en el pensamiento de Deleuze a partir de la comparación de la reescritura que hace en 1992 sobre su histórico texto sobre Wolfson de 1970? ¿Cuáles son las Variaciones Deleuze? Deducimos fácilmente que no se trataba en 1992 de hacer un nuevo acercamiento al escritor sino de incluir su prefacio al libro de Wolfson en la serie de artículos sobre escritores que componen su libro Crítica y clínica. Bien pudo entonces volcarlo tal cual, sin embargo, pese a mantener intacta su estructura y algo más de la mitad del texto original, introduce una serie de cambios significativos. Algunos son coyunturales, otros son de escritura, otros, por último, muestran las mencionadas variaciones en su pensamiento. Nos detendremos hoy sólo en éstas.

Las Variaciones Deleuze, –que derivamos a partir de las supresiones, sustituciones y añadidos que realiza–, dan cuenta de unos desarrollos no tan marcadamente kleinianos que buscan levantar el vuelo y dejar atrás, muy atrás, el ancla psicoanalítica. Los extensos desarrollos sobre los objetos parciales del primer texto daban cuenta de un Deleuze profundamente imantado por Melanie Klein. La importancia de la fragmentación originaria de los objetos en su relación con el cuerpo de la madre y su confrontación con el (deseable) advenimiento de lo simbólico impactó a Deleuze, como ya había impactado a Lacan. Ambos se hacen buen eco de esa fragmentación, fuertemente resistente al avance de lo simbólico, y elaboran teoría a partir de la misma. Lacan dispone de una herramienta excepcional, la tríada (estructural) de lo imaginario, lo simbólico y lo real. Deleuze empieza asumiendo alguno de los fundamentos lacanianos, como la forclusión, para dar cuenta de la falla simbólica (primer texto), pero acaba abrazando los caminos de lo real en busca de nuevas categorías. Dirá (segundo texto): “El psicoanálisis sólo tiene un defecto, el de reducir las aventuras de la psicosis al mismo estribillo del eterno papá-mamá, ora representado por unos personajes psicológicos, ora elevado a funciones simbólicas. Pero el esquizofrénico no está en categorías familiares, deambula por categorías mundiales, cósmicas, motivo por el cual siempre anda estudiando algo.”

Hasta aquí la crítica. Veamos ahora los cuatro pasos que da Deleuze. Primer paso. Dirá: “Lo que se llama Madre es la Vida. Y lo que se llama padre es lo extranjero.” Un desmontaje de lo imaginario mediante lo simbólico que hubiera firmado Lacan sin problemas. Segundo paso. Dirá: “[El psicótico] está enfermo de lo real, y no de símbolos.” Es cierto, ¡precisamente porque los símbolos ya no son tales! Tercer paso: ambos también de acuerdo en que el “hacer con ello” no queda restringido al campo de lo simbólico. Se universalizan así las enseñanzas que el psicótico puede aportarnos sobre las otrora reinantes categorías simbólicas. Por último, el divergente cuarto paso: el hacer con lo real de Deleuze conserva un irreductible fondo de optimismo que tiende a ver alegría constructiva allí donde la hazaña no es más que un pequeño alivio en medio de tanta devastación. Y cuando ésta es grande, las nuevas categorías no llegan a ver la luz. Más allá de las desavenencias personales entre Deleuze y Lacan, subrayamos aquí el notable fondo de convergencia que los impulsa, con la excepción hecha del “optimismo” deleuziano. Sólo desde mentes atravesadas por el análisis estructural, que han sabido después darle a éste una vuelta de tuerca y arribar al entendimiento topológico de los conceptos, es entendible la insobornable apuesta por el trabajo sobre lo real, una apuesta que la infatuación de las categorías simbólicas deja de lado.

[1] JOYCE, J.: Retrato del artista adolescente, Alianza, Madrid, 1989.

[2] Cfr. LACAN, J.: El Seminario. Libro 6: El deseo y su interpretación,  p. .

[3] Cfr. LACAN, J.: El Seminario. Libro 23: El sinthome, Paidós, Buenos Aires, 2006. (primeras páginas)

[4] MARCO, Z: El tejido Joyce, Arena Libros, Madrid, 2015.

[5]

[6] JOYCE, J.: Retrato del artista adolescente, op. cit., p. 110.

[7] Ibidem, p. 124.

[8] Ibidem, p. 152.

[9] Ibidem, p. 153.

[10] Ibidem, p. 198.

[11] Ibidem, p. 200.

[12] https://zacariasmarcopsicoanalista.com/personal/articulos/cuando-el-murmullo-en-vez-de-habitarnos-retorna-desde-afuera/

Nos hemos detenido primero en los detalles sobrecogedores del procedimiento lingüístico que opera en el hacer de un esquizofrénico, Louis Wolfson, a partir de los notables comentarios que inspiró. (No hubieran sido posibles sin la entusiasta acogida dispensada en la editorial Gallimard por Raymond Queneau y J.-B. Pontalis. Un libro reciente, Dossier Wolfson[1], recoge dicha peripecia). Pero antes de continuar con ello echemos una ojeada a la perspectiva general en la que insertamos toda la problemática: no hay pathos sin ethos.

Ya en 1946 Lacan corrige al eminente psiquiatra Henry Ey que entendía la locura como un insulto a la libertad. “El ser del hombre, dice Lacan, no sólo no se lo puede comprender sin la locura, sino que ni aun sería el ser del hombre si no llevara en sí la locura como límite de su libertad”

[5]. Un planteamiento radical que no se ampara en un saber sino que busca adentrarse sin prejuicios en el territorio ignoto, aquel donde es el loco el que enseña.

Por eso volvemos aquí a Wolfson. A su procedimiento lingüístico, aunque no llegue más que a protocolo, como apuntaba Deleuze. Seguiremos con él un poco más, volviendo otra vez al detalle, al mundo de los matices sonoros antes de utilizarlo para entender el éxito con mayúsculas del arte de Joyce.

[1] V.V.A.A.: Dossier Wolfson, SIMONNET, T. (ed.), Gallimard, Paris, 2009.

[4] Wolfson, L: Le schizo et les langues, Galimard, París, 1970, pp. 190-1.

[5] LACAN, J.: Escritos 1, Siglo XXI, México D. F., 2003, p. 166.

¿Cuál es el alcance de la operatividad de lo simbólico en un sujeto esquizofrénico como Wolfson? ¿Cómo pensar lo que él nos transmite? ¿Tiene el recurso lingüístico por él empleado el alcance de una suplencia? ¿Consigue hacer un nudo o va simplemente tirando el lazo a aquello que se desamarra cada vez que surge el conflicto? No precipitemos respuestas. Volvamos al detalle de lo que ocurre cuando las palabras se ponen a vibrar desbaratando el cuerpo. Volvamos al horror de Wolfson ante la frase en lengua inglesa que él se esfuerza por todos los medios de evitar y, no pudiendo, la intenta sustituir por sonidos extranjeros. No olvidemos también que lo percibido como una victoria de la madre afecta tanto a la lengua materna como a la ingesta de comida. Ambas constituyen para él indigestiones en extremo culpabilizadoras. Los “alimentos” que la madre le deja (en bolsas o en la nevera) son evitados a veces durante días pero finalmente devorados en una irrefrenable orgía, –así la llama él–, ante la que también despliega, no obstante, su instrumental minimizador. A los procedimientos lingüísticos les suma, en este caso, la ayuda de cálculos matemáticos que exorcicen la cantidad exacta de calorías por él calculada repitiendo, por ejemplo, una frase extranjera un número equivalente de veces según tal o cual fórmula matemática. El fonema inglés y la comida son, en tanto madre-en-él, una continuidad mortífera que estalla en su fragmentada reunión de órganos. Por ello, una separación ha de introducirse. Un hueco, una alteridad, algo extranjero ha de hacer barrera. Recordemos cómo lo consigue. Una palabra extranjera, recuperada fundamentalmente entre las lenguas que la generación de la madre ha olvidado, ha de sustituir a la palabra en lengua materna. Pero no es algo eminentemente simbólico (palabra extranjera por palabra inglesa) lo que aquí se produce. ¿Es algo real? Constatamos, en principio, que trabaja con algo real. La sustitución no trabaja con la palabra como un todo sino con sus fragmentos, con los fonemas específicos que hieren, de ahí que haya que recurrir a injertos de fragmentos cuando la mera sustitución no alcanza.

¿Y este trabajo, podemos calificarlo de simbólico? No cabe duda de que estamos ante un simbólico dislocado: un sonido ha devenido astilla y ha de ser sustituido por otro (extranjero) que ha de coincidir lo más posible, tanto en sonido como en significado. Lo que implica un trabajo y la adquisición de un saber. Esto es esencial. Sólo este afuera, esta compañía constante de lenguas extranjeras, impedirá la invaginación del mundo. ¿Pero podemos otorgarle a este trabajo la categoría de acción de lo simbólico sobre lo real? Parece que no, por estar centrado en la materialidad fónica (real), lo cual no implica que todo el esfuerzo esté en hacer trabajar algo del orden simbólico. Wolfson intenta someter algo de lo real al plano significante pero la lógica que opera está por fuera de los parámetros de aquella que sería la privilegiada, aquella diestra en morder lo real, la lógica fálica. En Wolfson la lógica funciona de otra manera, si las piezas del puzle no entran, ¡se las corta con la tijera! Lo que importa es evitar que la astilla se clave. Y ahí parece que se detiene, no crea nada, sólo sustituye palabra a palabra lo que daña. ¿Conseguirá así tejer una red de tiritas que abarque el conjunto de la lengua?

Debemos a Piera Aulagnier el primer estudio importante sobre Louis Wolfson proveniente del campo psicoanalítico. Aulagnier redacta Le sens perdu (ou le “schizo” et la signification)[1] en 1971, apenas un año después de la publicación de Le “schizo” et les langues.

Partes biográficas. Lo primero que hay que destacar es que Wolfson, desde que recuerda, siempre percibió una fractura en relación al mundo. Apunta claramente a una psicosis infantil, inicial, sin momento específico de desencadenamiento. Consecuentemente, su relación al lenguaje fue difícil desde el comienzo. Adquiere el habla a los cuatro años y tras un penoso esfuerzo. El significado de las cosas está rodeado de un misterio para él. Pero no tira la toalla, lo suyo es esforzarse y así consigue ir pasando de curso. A los doce años la profesora queda estupefacta ante la imposibilidad de Wolfson de deletrear tres de cada cuatro palabras. Ni madre ni hijo aceptan un diagnóstico de deficiencia y el hijo responde redoblando esfuerzos. Si su problema es el campo del lenguaje, ese será también su campo de batalla. Entrará en el liceo añadiendo como materia el estudio de una lengua extranjera y lo mismo volverá a hacer cuando llegue su ingreso en la universidad. Así trascurrirán sus años universitarios hasta el momento de su primer ingreso psiquiátrico, en el cuarto curso. Este es el señalado momento de desencadenamiento, del que parece que no se dispone de la mínima información que permita hacerse una idea de qué pasó. Más que de un desencadenamiento psicótico estaríamos quizás ante un brusco agravamiento o ante la ruptura del apaño que le protegía de los efectos de la imposición de la palabra. A partir de ese momento oír la lengua materna se le hace insufrible y toma la decisión de dedicarse por entero al estudio de lenguas extranjeras como paraguas protector.

[1] AULAGNIER, P.: Le sens perdu (ou le “schizo” et la signification), en V.V.A.A.: Dossier Wolfson, SIMONNET, T. (ed.), Gallimard, Paris, 2009, pp. 63-107.

Tras diez años sufriendo internamientos forzados con todo tipo de tratamientos agresivos, tanto eléctricos (electroshocks) como químicos (insulina-shocks), Louis Wolfson decide iniciar su trabajo sobre la fonética de las lenguas que terminaría siendo publicado en 1970, un poco antes de cumplir 40 años. Echando cuentas, llevaba entonces casi diecisiete años dedicado a su increíble esfuerzo lingüístico con las lenguas extranjeras. ¿Cómo no saludar, incluso con júbilo, la divertida y azarosa compensación que la vida le depara cuando su compulsiva y loca dedicación de descifrar los mecanismos del azar del más trivial sistema de apuestas se ve recompensada ganando en 2003 dos millones de dólares en la lotería americana? Parece que mientras Wolfson viva será capaz de sorprendernos. Decía Deleuze que, por primera vez en la historia, el invento de un esquizofrénico, el walkman, –que sólo debido al uso puramente personal y no comercial impide a Wolfson ser reconocido como su inventor natural–, tan útil para él, corría sin embargo el riesgo de volver esquizofrénico a todo el planeta…

Hasta aquí el acento ha sido puesto en el lado esquizofrénico, aquel que remite a una fragmentación originaria, tanto en la construcción del cuerpo como en la construcción del lenguaje. Ensayemos también otra vía, la del lado paranoico y las posibilidades que ofrece. ¿Nos permite el “caso Wolfson” hablar de la construcción delirante como un factor de estabilización? ¿Han proporcionado sus tiritas fonéticas extranjeras la armazón mínima necesaria para afrontar su lugar en el mundo? ¿Hay un progreso en ello? Vayamos por partes. Ha habido interpretaciones que apuntan a que Wolfson ha ido en la línea de conseguirlo. Sus tiritas fonéticas habrían permitido un desarrollo delirante pacificador. El pilar de este éxito estaría en lo que pudo desarrollar con la escritura y publicación de su primer libro, pese a las innumerables dificultades a las que sometió al editor. El libro vendría a signar un éxito en su procedimiento y la voluntad de hacer lazo con el otro a través del mismo. Leemos en el último capítulo adjuntado poco antes de su publicación cómo adviene a la revelación tranquilizadora que ya comentamos. Este pilar, siguiendo esta línea argumentativa, le permitiría a su vez ulteriores desarrollos en la línea de integrar al otro. No puede cambiar el mundo, nos dice, se trata entonces de adaptarse de forma menos sufriente…

Veamos ahora el lado delirante. ¿Permite su trabajo lingüístico desarrollar su terror a ser infectado por parásitos evolucionando hacia el delirio como ya daba cuenta Deleuze en su texto de 1992? El texto clave que nos permitiría avanzar en ello es ahora su segundo libro, Ma mère, musicienne, est morte…[1] A raíz de lo que allí se lee, podríamos interpretar que los parásitos y los gusanos de antaño, aquel esbozo de sistema delirante, de miedo al envenenamiento, han podido evolucionar para alcanzar plenamente la figura del otro, del diferente, lo que desembocaría en el desarrollo de pensamientos y actitudes racistas. Temor y odio hacia el negro, hacia el judío. Es su manera de incluir en su representación del mundo al otro malvado, de sacarlo fuera. Por eso, que él sea judío no es propiamente contradictorio. De esta manera la contaminación, la excrecencia que su locura manifiesta, pasa al mundo. Un modo explicativo que también es aplicado para afrontar la enfermedad de la madre, el cáncer. El útero generador de células cancerígenas le ha producido también a él. La raza humana infecta el planeta. Sólo la bomba atómica puede limpiar su progresión mortífera. Se apela al Dios-bomba. Para completar el sistema delirante sólo faltaría ubicarse con relación a este Dios-bomba, dotarse de un destino o ser señalado por Él para llevar a cabo una misión.

¿Podríamos colocar este delirio del lado del éxito? ¿Previene un nuevo ciclo de previsible desamarre provocado por la terrible contingencia de la enfermedad mortal de la madre? ¿Es ésta su respuesta a la prueba de esta verdadera castración en lo real? El segundo libro vendría a corroborar el anclaje en la escritura para abordar la terrible prueba de la separación con respecto a la madre, que morirá de un cáncer de útero poco después. Pero el éxito vuelve a parecer relativo. Este libro da buena cuenta de la extensión de sus bizarros comportamientos: de su aplicación en las bibliotecas públicas al estudio del cáncer (a través de libros extranjeros, naturalmente); de las irrenunciables visitas cotidianas a los diferentes hipódromos para desarrollar “infalibles” sistemas que permitan ganar en las carreras, aunque le lleven a conductas cuasi suicidas como lanzarse a atravesar la ciudad en pleno invierno con ropa de verano; de sus pensamientos racistas y sus temores paranoicos; y, en general, de toda su locura razonante y su locura a secas. Un prodigioso despliegue, es cierto, pero que no consigue abrirse camino como sistema. Wolfson no encuentra un elemento organizador que opere y abra un proceso de construcción. La tierra prometida de las otras categorías, aquellas de las que valerse en un mundo por fuera de la ley edípica, como soñaba Deleuze, no están a su alcance.

[1] WOLFSON, L.: Ma mère, musicienne, est morte …, Attila, Paris, 2012.

Terminábamos la última entrega con el increíble título del segundo libro de Wolfson.  Un título que sería corregido en el texto revisado y ampliado de 2012, pero manteniendo intacto lo esencial[1]. Todo el abanico sonoro posible a partir del fonema “m” es desplegado como una producción inagotable. Un cáncer fónico como el mismo cáncer de la madre, un cáncer hecho lenguaje. Al menos ésta es la interpretación de Wolfson: “mi madre ha elegido morir de manera aliterativa”. Pero es también una construcción personal, la suya, la construcción de un nuevo laleo. El título parece retornar o recrear el laleo en lengua extranjera, describiendo, escribiendo, sustituyendo aquel infinito materno (canceroso) que ha encontrado en la muerte su nueva imposible inscripción.

Encontramos en este segundo libro una exposición mucho más clara que su precedente aventura literaria, un lenguaje más suelto, salpicado de elementos de fina ironía que resulta por momentos brillante, pero que no puede dejar de dar cuenta de la imposible inserción de Wolfson en el mundo, un mundo para el que no se desea otra cosa que la desintegración total mediante radiación atómica. El planeta Tierra debe hacerse justicia y estallar. Debe, sencillamente, exterminar la proliferante raza humana con todos sus miles de millones de seres que como células malignas crecen sin fin. La madre Tierra debe ser radiada. Las simpatías políticas de Wolfson se dirigirán, como es natural, a aquellos políticos favorables a la extensión del armamento atómico, desatando su rencor contra aquellos obstaculizadores de sus magnos propósitos, los pacifistas y ecologistas. Nos planteábamos la pregunta sobre si el desarrollo de su paranoia y el esbozo delirante venían a paliar en algo la fragmentación esquizofrénica.

Podemos deducir de lo hasta ahora expuesto que por mucho que Wolfson logre perfeccionar sus múltiples dispositivos, y que con ellos logre a veces, puntualmente, parchear su escindido cuerpo, la fórmula de la vacuna no está a su alcance. Wolfson la busca y es capaz de abrir nuevos continentes lingüísticos que permitan puentes de conexión, pero no puede encontrarla, quizá porque sencillamente no la produce.

Comentábamos al principio de esta serie que el neurótico es aquel que pone una distancia con respecto al murmullo de su cabeza, devaluando la autonomía de este murmurar. El psicótico, en cambio, no puede dejar de darle una importancia, lo que nos indica que él está operando con algo de otro orden, con la cosa no expurgada de la palabra. Esto da cuenta de un fracaso inicial que ha impedido un vaciamiento de goce, con el resultado de lastrar y menguar el registro de lo simbólico de una operatividad estructural. Debido a ello, allí donde el neurótico dispone de un adormecedor mecanismo de significación (fálico), el psicótico se ve confrontado a la experiencia de la perplejidad, que puede desembocar, o no, en la elaboración de una significación delirante (no fálica), paliativa. Nos hemos detenido en el trabajo de Wolfson, un trabajo ejemplar para precisamente paliar las astillas de la lengua materna mediante tiritas sonoras provenientes de lenguas extranjeras. Un intento por incrustar el orden simbólico que, al no partir de un vaciamiento originario, no es plenamente operante y no conseguir evitar por ello las esquirlas de real, la cosa en la palabra.

Utilizando el caso de Louis Wolfson hemos venido comentando el destrozo producido por el murmullo que retorna desde afuera ante el fracaso de un mecanismo simbólico que transforme la letra-astilla en algo liviano para el cuerpo. Cuando este aparato de significación funciona introduce al neurótico en el sueño de la realidad y de la representación donde adquiere su estatuto de sujeto. Ha producido el velo que le distancia del goce mortífero de la cosa en sí –llámese madre, lengua, sustancia o naturaleza– y se sirve de él para incluirse y diferenciarse dentro del colectivo social. Hablamos entonces de éxito, en comparación con el fracaso de Wolfson, pero corremos el riesgo de simplificar en exceso puesto que el éxito no puede ser sino relativo. Pensando mejor en modalidades de fracaso, lo que nos interesa es la respuesta al fracaso. Por eso Joyce nos fascina, porque consigue tratar la herida de la letra en el cuerpo sin apelar al mecanismo de la significación, donde él percibe una falla desde la tierna infancia, falla que lo aleja de la colectividad. Leíamos en alguno de los fragmentos de Retrato la euforia que le produce ese hallazgo que le encamina a un modo nuevo de zurcir con su arte su vida deshilachada, creándose una nueva consistencia, otro tipo de cuerpo al que Lacan llamará en la última lección del Seminario 23 “el ego de Joyce”.

[1] JOYCE, J.: Retrato del artista adolescente, Alianza, Madrid, 1989.

[2] MARCO, Z: El tejido Joyce, Arena Libros, Madrid, 2015.

[3]