Límites de la interpretación, lo que Rossellini nos enseña en Europa 51

Intervención en la sede la ELP de Madrid en el Curso Lengüajes VIII (10/07/2019)

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La extrañeza dibujada en un rostro. Irene. Primer plano, el desconcierto de Irene.

Partiremos de un primer plano que muestre una verdad desconocida. Filmaremos eso, en un rostro su verdad desconocida. Dejaremos que el desconcierto de Irene nos mire. Después, su cuerpo se pondrá en movimiento y la cámara le seguirá mostrando la escena. La elección es sencilla. El entorno no precede al personaje. No empezamos con un plano general, descriptivo, donde se ubicará el personaje. Sería una forma de imponer un entendimiento sobre la acción. Se evita ese saber, el del modo clásico, con sus parámetros y sus estrategias, y se elige la extrañeza. Se va a su encuentro. No es cuestión de estilo, la elección es moral. A esto se le llamó neorrealismo.

Sólo después podemos dar nombres que aspiren a tocar lo irrepresentable. Diremos, por ejemplo, que Irene es Europa en el presente del año 51. Una mujer que vive en un acomodo social y familiar que no la representa. Tenemos la impostura de Europa en la impostura de Irene. Ahora nos olvidamos de Europa.

Una escena nos escoge, nos mira. En ella Irene pide que se la disculpe. Está confundida, no recuerda el lugar de cada uno en la mesa. Irene no sabe distribuir los lugares, dónde se sienta cada uno. Y no es porque esté desconcertada, viniendo como viene de discutir con su hijo, no, la oímos decir que nunca lo ha sabido. El ordenamiento social no es lo suyo. Hay que saber dónde uno está para poder colocar a los otros, y ella no lo sabe. Menos aún lo que le espera.

De eso se trata, de filmar esa espera, cómo se fragua el acontecimiento.

El hijo, Michel, está empeñado en levantar a su madre de la mesa social, de poner en evidencia ese no lugar, la atopía de la madre. ¿Será ésta la verdad desconocida? ¿Desvelar el goce que desubica a la madre en el mundo? Ni qué decir tiene que el niño, a su manera, lo logrará. Una manera disruptiva. Poco importa que ese niño haya escenificado su muerte frente al espejo, en el dormitorio de su madre. Poco importa que recordemos cómo Rossellini había hecho algo parecido unos años antes, en Alemania año cero, con ese otro hijo que juega con la muerte antes de precipitarse al vacío. Dejemos en suspenso que Rossellini está trabajando el trauma… Que empezó haciéndolo con el trauma de la guerra y ahora lo hace en la figura del hijo muerto… Aunque introduce aquí una variación, el acto en dos tiempos, del suicidio a la embolia… Dejemos también en suspenso que es un asunto personal, que su primer hijo, Romano, murió de apendicitis cinco años antes, provocando en él, en Rossellini, “una desesperada búsqueda de respuestas”. Sabemos que lo personal, lo biográfico, irrumpe en las películas de esos años. Trabaja con lo que tiene y con lo que ve. Llama a eso la realidad. ¿Cómo entenderlo? Cuenta Truffaut que Rohmer le dijo un día que el genio de Rossellini radicaba en su falta de imaginación. Quedémonos con esto.

El acontecimiento es aquello para lo cual nunca estamos preparados. En Alemania año cero toda la película parece conducir al protagonista, Edmund, al borde del precipicio. Pero la brutalidad del acto es igualmente inasumible. Su muerte no repara el crimen cometido, y esa herida abierta, que es Edmund, que es Berlín, que es la culpa por la guerra y el exterminio, es ofrecida al espectador sin ahorrarle un ápice de su escándalo. En cambio, en Europa 51 el acontecimiento desdoblado en suicidio y muerte no se ofrecerá a la visión; y se producirá al inicio, para que funcione como motor de toda la película. Una falta de representación que desplaza la interrogación al rostro de Irene, convirtiendo su devenir en el verdadero acontecimiento.

Podemos adelantar que no veremos en ese rostro los efectos de una toma de conciencia, sino de un rapto, o más bien de una serie consecutiva de raptos en la aventura del descubrimiento de sí. Porque Irene, esa figura de extranjera absoluta, irá a la deriva, no pudiendo encontrar acomodo en ninguna de las propuestas que le ofrecen. Y asistiremos con ella al encuentro con un exceso que la invade, y que terminará materializándose en una entrega absoluta. La imagen es inequívoca, rostro con rostro. Una fusión que opera, en aparente paradoja, allí donde el otro concreto ha soltado para ella todo amarre. Como dirá al final, necesita de ese total desasimiento de sí para alcanzar el encuentro con el otro universal.

Una serenidad que está anunciada como horizonte cuando, ahogada por la culpa, Irene demande a Andrea las palabras de Michel en el hospital. Unas palabras que por ser dichas bajo los efectos de la anestesia adquirieron tintura de verdad. Pero tampoco hará aquí concesiones Rossellini. No las oiremos. “No se atormente, Irene, las cosas son como son”, le dice Andrea. “¿Es entonces el destino?”, pregunta ella. “¿Quién ha hablado de destino?”, responde él “Entonces, la culpa es mía”, insiste Irene. “No, la culpa es de esta sociedad que permite tantos horrores”, concluye Andrea. Un desplazamiento de la responsabilidad que no evita que la duda persista: ¿hasta qué punto le servirá a Irene?

No parece que el hilo salvador de Andrea vaya a sacarla de su laberinto, al menos no como él se imagina, pero dejemos las palabras y fijémonos primero en el marco elegido. La conversación tiene lugar en la Plaza del Campidoglio ante la estatua ecuestre de Marco Aurelio, el emperador estoico, inmortalizado en el momento en el que sosiega a sus tropas bajando levemente el brazo. Es la imagen de la serenidad, el horizonte que espera a Irene cuando sea ella la que salude a los suyos, a los desheredados de la tierra, desde la ventana de su celda. Su trayecto será ir de una imagen a la otra.

Un inciso sobre el rechazo de Andrea a la figura del destino. La historia es conocida. Estamos ahora en el otoño de 1808, en Erfurt, donde tuvo lugar el encuentro entre Napoleón y Alejandro I de Rusia. Pero el que ha pasado a la historia es el que se desarrolló entre bambalinas, entre Napoleón y Goethe. En aquella entrevista, emperador y poeta discutieron sobre la tragedia griega, que había vivido durante el neoclasicismo un revival. Se entiende que la defensa de la tragedia incomodara el ego de Napoleón, poco proclive a ceder protagonismo a los dioses, hasta arrancarle su famosa sentencia con la que fulminó al poeta: “el destino es la política”.

Parecía que le tocaba al mundo vivir ahora, tras la muerte de los dioses, la versión política de la tragedia, algo que no tardaría en perder su grandeza. Así al menos lo observó Marx, añadiendo a ese primer acto heroico uno segundo, en forma de farsa. Una creciente desconfianza en el papel directivo del hombre que tomaría, en adelante, las más variadas formas. El cine lo certificará como caída del padre a la salida de la segunda guerra mundial. Recuérdese la escena final de la película de Vittorio de Sica, El ladrón de bicicletas, cuando es el hijo el que sostiene al padre ofreciéndole su mano. El neorrealismo es la aceptación de esa caída, un duelo imposible que abre otra forma de filmar. Ahora el niño ha tomado posesión de la cámara para dejar entrar la realidad rota, no escrita, una realidad que emerge sólo en colaboración con el espectador.

¿Podríamos deducir de esta partición que todo el cine posterior es neorrealista? Sigo aquí las distinciones que hace Jacques Darriulat, quien reconoce un neorrealismo estricto, que no duraría más de siete o nueve años, pero también, y quizás con mayor razón, un neorrealismo prolongado, porque la nueva sensibilidad había venido para quedarse.

El cine moderno nace cuando los cineastas del neorrealismo dan el segundo paso y se aplican a sí mismos la ruptura que operaron con el cine clásico. Filman entonces, no la caída del padre, sino el día después. El emblema lo pondrá Rossellini rodando sin guión la crisis de la pareja en Viaggio in Italia, aunque la metáfora más brillante quizás la diera Antonioni cuando resumió su posición diciendo que ellos ya habían eliminado “el problema de la bicicleta”. A la caída del padre había sucedido la caída del objeto, de su representación, abocando a los directores a llevar su vacío a la pantalla.

André Bazin decía que el adjetivo neorrealista era más apropiado que el sustantivo para definir una ética de la mirada que funciona a un nivel ontológico. A diferencia de la concepción artística clásica, donde el sentido está dado a priori, (la casa en el ladrillo), el nuevo modo de filmar se abre a una verdad por venir, subvirtiendo la relación del espectador con la obra. Si antes se asistía pasivamente a la exposición de un producto acabado, vehículo de una verdad ya dada, ahora la película requiere del espectador para alcanzarla.

Por eso hay una obvia correlación entre el modo de filmar y lo que provoca. No es que Rossellini no tenga la idea del conjunto en la cabeza, pero la concibe como ritmo, como una partitura de jazz. El guión es un estorbo. Están las ideas, el tono, el ritmo. A partir de ahí, las palabras vendrán, la imagen vendrá. Yendo a la caza del alma del personaje, Rossellini confía en la improvisación y prefiere actores no profesionales.

¿Cómo entender entonces el trabajo con su mujer, Ingrid Bergman, una actriz tan profesional, curtida además en el odiado Hollywood? Sus disputas en los rodajes todavía se recuerdan. “Nos peleábamos continuamente, dice Rossellini, porque yo improvisaba y ella quería racionalizarlo todo. Hazme comprender, me decía. No hay nada que comprender. Ve. No pienses.” Parece lógico que no coincidieran tampoco en la lectura del resultado, pero el recuerdo de Ingrid es verdaderamente chocante. Escribe en sus memorias que Roberto no sabía escribir un guión para ella, y se culpa del fracaso de sus películas por haber quebrado con su llegada la prometedora carrera del director.

Vamos de una extrañeza a otra. ¿Comprendemos ahora por qué el espectador no puede dejar de experimentar extrañeza al ver una película moderna? Creo que se entiende que la mayor parte de las películas que se hacen hoy siguen siendo, en ese sentido, clásicas. El espectador es vago por naturaleza y se siente más a gusto si le dirigen sus emociones. Decía Rossellini que al público se le respeta tan poco que cuando se le respeta se siente perdido. Pues bien, éste es el sentimiento lógico que se tiene viendo cualquiera de sus películas, especialmente las que filma con Ingrid. Stromboli, Europa 51, Viaggio in Italia, La paura. Todas aceptan el riesgo de estar a un paso de deshacerse. Pero el real que tocan las mantiene frente al paso del tiempo misteriosamente sin arrugas. Un real, ya lo veremos, del que cada generación se defiende como puede. Y las interpretaciones no escapan a esta regla.

No debemos olvidar, por tanto, la lógica del fracaso que afectó a todas sus películas. Pasados unos años, los insultos de la crítica y la indiferencia del público tornaban en alabanzas. Un retraso que Rossellini observaba impertérrito. Era un tipo peculiar, nunca cometió el despiste de considerarse un artista. Su obstinación por no darle al espectador un bello producto, de significación precisa, partía de una exigencia moral.

De ahí que, viendo una película moderna, la pregunta ‘¿qué quiere decirme el director?’ sea totalmente inapropiada. El cine alcanza en ese momento, y con apenas 50 años de existencia, lo que para la literatura conceptualizaba entonces Barthes como “el grado cero de la escritura” y Blanchot como “el libro por venir”. El modernismo en literatura trata de acercarse a ese límite mediante un despojamiento. Por eso no nos chocará que por una cuestión ética que devino estética las películas neorrealistas abrieran también el cine por venir.

Pero volvamos de nuevo a la paradoja Ingrid-actriz de Hollywood en las películas de Rossellini. No podemos dejar de disentir con su interpretación. Ingrid no se da cuenta cómo su presencia acentúa los contrastes, trabajando secretamente en la concepción estética de su marido. Ella es la extranjera, el elemento heterogéneo que se introduce para hacer estallar un guión, una historia, un acomodo. Se trata de llevar al celuloide lo que Rossellini llamaba la realidad, que era lo real troceado de la experiencia, previo a toda aprehensión por un discurso. El objetivo, mostrar al espectador esta riqueza fragmentaria para que sea él quien genere su discurso. Nunca darle la interpretación. A Rossellini le encantaba repetir aquella vieja fórmula de Marx: “Lo concreto es la síntesis de determinaciones múltiples”. No le tocaba a él dar la síntesis sino la multiplicidad.

Por eso, que no encaje Ingrid en Italia y sea recibida con todo el escándalo imaginable no deja de favorecer el proyecto de Rossellini. Ella es lo extranjero acentuando el carácter salvaje de lo autóctono, de los pescadores de Stromboli o de los pobres de los suburbios romanos. Nadie como ella para desvelarnos lo que la fábrica es, una máquina de tortura. Rossellini convierte su silueta nórdica en fuerza de la naturaleza, y la pone a prueba con lo que está más allá de todo límite. El resultado: Ingrid, lugar propicio para la revelación.

Además, ¿quién podría rechazar a este precioso meteorito, venido del extraño planeta hollywoodiense, después de depositarse a sí misma en forma de carta de amor el 8 de mayo de 1948, justo el día del aniversario del director? Está claro que Rossellini no busca, encuentra. Cito algo de la famosa carta, estas cosas gustan. Ingrid, que en ese momento es ya una de las actrices más cotizadas, le muestra la admiración que siente por el director de Roma, città aperta y Paisà, y le dice que si necesita de una actriz sueca que domina bien el inglés, que no ha olvidado el alemán, que chapurrea el francés y que en italiano sólo sabe decir “Ti amo”, volará a Italia a hacer una película con él.

Ni qué decir tiene que Rossellini respondió afirmativamente, pero volvamos a Europa 51.

Si mi guía ha sido la extrañeza, el objetivo se revela ahora más claramente: comprobar los límites de la interpretación. Me serviré para ello de las disputas que esta película, desde el mismo día de su estreno, ha venido generando. Con dos bastará.

La primera fue la que enfrentó a André Bazin con la lectura de un grupo de críticos italianos, liderados por Guido Aristarco en torno a la revista Cinema Nuovo. Estando próximos al Partido Comunista, habían interpretado inicialmente el neorrealismo como un cine al servicio de la clase obrera, inspirado por el cine soviético, y arremetieron después, a finales de los años 40 y principios de los 50, contra las últimas películas de Vittorio De Sica y de Rossellini. Este ensañamiento ideológico terminó por provocar la respuesta de André Bazin, que escribió a Aristarco una carta que se haría célebre, “Defensa de Rossellini”, donde exponía, con toda la exquisitez y generosidad que le caracterizaba, su radical oposición: “¿Me atreveré a decir, querido Aristarco, que la severidad de Cinema Nuovo con relación a algunas tendencias consideradas por ustedes como involuciones del neorrealismo, me hace temer que están cercenando, a pesar suyo, la materia más viva y más rica de su cine?”

El resultado de esta disputa fue empujar a los críticos franceses de Cahiers du Cinéma a exponer su propia visión del neorrealismo, influyendo de manera decisiva en la recepción posterior de estas películas y, sobre todo, aportando la base teórica con la que a continuación harían las suyas.

La segunda disputa que me gustaría señalar la realiza un autor consigo mismo en un bellísimo texto titulado “Un niño se mata”. El autor que se desdobla en dos es Jacques Rancière, que escribe, a finales de los años 90, este capítulo de su libro Breves viajes al país del pueblo para desmontar lo que escribiera sobre Europa 51 en los años 70. Como aquella primera lectura se enmarcaba dentro de la militancia izquierdista de la época, la crítica actual tendrá por diana su ceguera ideológica.

El joven Rancière había ambicionado concebir dentro del marco del nuevo marxismo althusseriano el realismo cinematográfico, donde cada película podría leerse como una red de gestos articulados según un registro de significados ideológicos. A partir de estas premisas calificaría Europa 51 como “la mitad de un gran film realista”, juzgando que la película descarrilaba justo en el momento en el que Irene sube las escaleras de la Iglesia, eligiendo el camino de la santidad en lugar del compromiso social. Pero como también era innegable la parte “realista” de la película, Rancière llegó a una hábil, aunque falaz, solución de compromiso: el materialista Rossellini lograba contradecir al idealista-católico Rossellini mostrando algo distinto a lo que éste quería decir, pues la opción ganadora, la santidad, se revelaba finalmente como locura.

El desmontaje de esta primera lectura, y con ella de todo el exceso ideológico que impregnó aquellos años, resulta admirable. Una vez desprendida de esa carga, Rancière accede al funcionamiento interno de la obra. La dialéctica simplista de su primera lectura se vuelve estructural y puede observar cómo Europa 51 indaga las expresiones del trauma, del escándalo, del acontecimiento, por oposición a lo que haría todo el cine posterior, más hedonista. Y mostrando lo imposible de decir Rossellini hace una obra. Una obra que no reculará hasta haber accedido a un gesto que sobrepase el marco simbólico. Así puede percibir ahora cómo la película desmonta, en realidad, cualquier aprehensión ideológica, y por eso nadie, ni el intelectual comunista, ni el comisario, el juez, el médico o el cura, pero tampoco el pueblo, acierta a nombrar la deriva de Irene. Todos fracasan en su intento de asir un real que se les escapa.

Su primera crítica había reducido su ámbito a una oposición simbólica entre el cineasta materialista y el idealista-católico, mientras que ahora, la oposición que Rancière detecta está entre los elementos cortantes de la película y los discursos simbólicos. Llama a los primeros “figuras de lo irremediable”, efecto puro de lo traumático, cuyo filo expresarán las imágenes que torturan a Irene, las máquinas y el ruido en la fábrica, el agua de la presa, los destellos lumínicos en la clínica. Y califica a los segundos, a los discursos sociales, como mera “filosofía de escritorio”.

Pero el acierto de su crítica se comprueba todavía mejor en la elección de las imágenes. Porque Rancière se ha dejado mirar por la película y puede transcribirnos los hitos icónicos que la jalonan. Señalo tres. Uno: el extravío de Irene, justo cuando sus ojos se van tras los niños que juegan en los arrabales. Momento en el que ella se pierde, y tras ella el director, la película y el espectador. Dos: los sucesivos encuentros de cabeza de Irene con cabeza de sufriente (hijo, prostituta, loca). Tres: el gesto que atrapará su nueva posición en el mundo, quizás el mayor hallazgo de Rancière, que detecta el paralelismo entre el gesto del brazo del emperador con el gesto de Irene en la escena final, cuando bendice a los pobres. La película culmina en ese gesto soberano, liberador del encierro que supone la confrontación irresoluble entre el trauma y su interpretación.

¿Cómo responder hoy a este desmontaje de sí mismo con el que nos obsequia Rancière? Parece que va siendo hora de someterme yo también a la prueba y soltar mi propia interpretación.

Rancière supo encontrar la manera de salir del atolladero del discurso ideológico para dejarse alcanzar por la mirada de Irene, pero incurrió también en un olvido notable: la intimidad entre madre e hijo. Es algo ciertamente llamativo, pues no puede negarse que dicha intimidad está en el origen del acontecimiento, en el ‘un niño se mata’. Leemos al principio cómo Rancière alude de soslayo a un drama psicoanalítico, pero corre después la cortina, velando la incomodidad de la escena. Mi interpretación descorre esa cortina.

Veamos. Del lado del hijo los hechos son claros: el reproche que hace a la madre es reiterado, mostrando el alcance de sus celos cuando ésta atiende a los huéspedes. Michel, que está en el lugar de amante despechado, la ve desnuda y actuará en consecuencia. Sus palabras y sus pasajes al acto no ofrecen lugar a dudas. En cambio, lo que es expresado con la mayor de las sutilezas es la actitud de la madre. Intuimos que si el hijo presiona es porque percibe bien el lugar incierto de ella, la debilidad de su inserción social. Lugar que decantará a su favor en el encuentro cabeza con cabeza que tienen en la cama. Recordemos cómo le promete su madre que no le abandonará jamás. En cierto sentido cumplirá su promesa.

Ese cabeza con cabeza tras el intento de suicidio es la primera escritura del goce de la madre. La expresión de una verdad negada que el acontecimiento de la muerte del hijo va a dejar a la intemperie. Con eso tendrá ella que hacer. A partir de ahí, toda posibilidad de escribir el acontecimiento en el lazo social fracasará, y su texto deberá ajustarse a la particularidad de su goce.

¿Cómo entenderlo a un nivel estructural?

El hijo se mata para desvelar la verdad de su madre. Eso es todo.

Hay un plano real, de verdad entendida como modo de gozar, operando en Irene frente a todo discurso. En la película este plano se impone, vence. Es la verdad de una pasión que ha tenido éxito en excluir intermediarios, que son todos aquellos que se dejan representar por un discurso, el que sea. La expresión que alcanza es un estado de gracia, de beatitud.

¿Qué podemos decir de ella, en tanto escritura?

Cada uno puede leerla como quiera, pero si Irene accede a escribirse en beatitud, lo hace por no renunciar a lo absoluto de su modo de gozar, donde todo lazo social sobra. Al horror de sí responde con una entrega sin matices, sin ley. Va al encuentro puro, ilimitado, donde alegría y sufrimiento se funden. Irene está en el lazo universal, tras el fracaso de los particulares.

Procedamos por último al desmontaje de mi lectura.

Toda interpretación tiene un límite que remite a la acción misma de interpretar. Rossellini buscó siempre mantenerse al margen de esa problemática, colocándose del lado de quien la provoca, no de quien la soluciona.

Toda interpretación intenta nombrar la verdad en juego como algo único, y utiliza la lima del sujeto, la de su posición inconsciente, para ajustar ese cierre imposible. Es una operación honorable, pero mejor sería no tomarla como definitiva. Mi lima ha ajustado la verdad al modo de gozar, pero está claro que ese cercenamiento de una parte de la realidad Rossellini lo hubiera juzgado intolerable.

¿Qué vendría para él al lugar de esa verdad? Ya lo avanzamos: lo que Rossellini entiende como la realidad de las cosas. Un material en bruto, previo a toda inclusión en un discurso. He preferido no traducirlo a un lenguaje lacaniano. Lo acepto como me viene. Traducir los conceptos desde una pretendida superioridad de registro es una mala costumbre. Empobrece la lengua. Sigamos. Es preciso reconocer, por tanto, que su concepto de realidad necesariamente excederá cualquier interpretación. Su tiempo es previo al recorte que supone toda interpretación, lo que le permite mostrar a Rossellini las múltiples caras del prisma, dejando a los personajes retratarse a sí mismos con total honestidad. Y manteniendo la puerta abierta a ese material disruptivo llamado realidad, la película no hará propiamente un todo, una “obra”, que es precisamente lo que afirmamos con nuestra interpretación. Está bien que juguemos nuestra parte interpretándola, es lo que nos toca, pero seamos conscientes de la clausura que provocamos.

Volvamos entonces al momento cero, al establecimiento del diálogo con la realidad. ¿Qué elementos de ella se colaron en la probeta Rossellini para hacer Europa 51?

Resumo. Uno. Mientras le contaba al actor que interpretaba a San Francisco lo que el santo hacía, el actor le dijo que el santo estaba loco; y tras un silencio su secretaria sentenció: absolutamente loco. Dos. La noticia sobre un vendedor de paños en el mercado negro que un día se autoinculpó ante la policía. De repente, una mañana lo vio claro y no pudo continuar. Fue la solución que encontró para parar las discusiones con su mujer, que sí pretendía continuar con la ilícita ocupación. La policía lo mandó al psiquiatra y éste lo hizo internar. Rossellini fue a hablar con el psiquiatra, quien le dijo: “Como experto, debo discernir si alguien se comporta como la media, en caso contrario lo mando al asilo”. Tres. Un amigo comunista francés le regaló un libro de Marcuse. Quedó impresionado. Cuatro. La experiencia de Simone Weil trabajando un año en una fábrica.

A estos cuatro elementos, Rossellini añadió lo vivo de sus experiencias personales, y agitó la probeta para mostrarnos no tanto el precipitado sino la reacción.

Quizás no haya nunca interpretación correcta, sólo un work in progress infinito. Rossellini no buscaba que sus películas la tuvieran. Pensaba que la vida corría el riesgo de apagarse si uno la encierra en una ideología. Bienvenida entonces esta incomodidad. No dejemos que un regocijo del pensamiento nos impida la aventura.

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Zacarías Marco, 10 de julio de 2019