El nivel infraleve  de la memoria 

Introducción

I   (Publicado en el blog Entrelazos)

Portada Palabras desalojadasEs posible que la extensión acelerada del régimen de lo que Michel Foucault llamó dispositivos –y más aún si los entendemos a partir de la ampliación del concepto propuesta recientemente por Giorgio Agamben– haga pensar que nada ni nadie escapa hoy al engranaje de sus mecanismos. Ello parecería conducirnos a la imposibilidad de toda experiencia por fuera del circuito cerrado en el que, fatalmente, ya estaríamos inmersos. No quedarían ya márgenes, o bien, éstos estarían en función del circuito, trabajando para él, alimentándolo. No entraremos a discutir la pertinencia de este análisis. Lo podemos tomar, incluso, como necesario. Pero aquí seguiremos otra vía, una vía que no se construirá a partir de una argumentación. Haremos que ésta juegue al servicio de otro uso, como un material más, por fuera de la estrechez de la voluntad o de la comprensión. Podremos ver entonces cómo, con tan sólo dejar de buscarlos, los márgenes aparecerán por todos lados. Cuando te haces amigo de lo imposible, éste encuentra su trozo de papel. Desde ese otro lugar del que se partirá, un entremedias cualquiera, surgirá otra lectura. Nos dejaremos arrastrar por ella a partir del recuerdo de un viaje a Irlanda, a partir de los márgenes abiertos hoy entre su memoria, permitiendo allí el trazado de una nueva geografía, a modo de respuesta a un desalojo inaugural que brotó de la pluma aquel agosto de 1991 al escribir las dos primeras palabras.

Por “dispositivo” Foucault entendía un conjunto heterogéneo de prácticas, tanto lingüísticas como no lingüísticas, que se establecen en red y que tienen por función inscribirse en una relación de poder, como ocurre en la prisión, el manicomio, la escuela, la fábrica, el panóptico… Pero el mundo se acelera y se reconfigura hoy a velocidad de vértigo, lo que ha llevado a Agamben a actualizar dicho concepto no dudando en acercarlo a nuestras experiencias más cotidianas, extendiendo su dominio a la escritura, a la literatura, a la filosofía, al ordenador, al teléfono móvil…, alcanzando finalmente al que sería el dispositivo más antiguo y del que el resto depende, el lenguaje. El resultado sería la transformación de la experiencia en un sistema circular cuasi perfecto, sin afuera o con un afuera puesto a su servicio, donde las tradicionales divisiones que nos orientaban, como sagrado-profano, que organizaban el campo de lo simbólico y las posibilidades de acción, tienden a ser hoy indiferenciables. La división se ha hecho interna y, al haberse dinamitado la estructura diferencial de cada concepto, su sentido original ha quedado distorsionado. Se derivaría de ello que habríamos perdido ya la posibilidad genuina del uso, por ejemplo, de poder pasar a territorio profano lo que antes pertenecía al ámbito religioso, puesto que en el estadio del capitalismo en el que vivimos lo profano se ha vuelto indiferenciable de lo religioso. El propio capitalismo, como decía Walter Benjamin, habría venido al lugar ocupado antes por la religión y se comportaría como tal. Ciertamente, todo esto puede ser cierto. Este análisis ilustra bien la masiva retracción del modo de experimentar que se observa por doquier y, como decíamos, no lo vamos a cuestionar, pero la indisposición desesperanzada que a muchos parece abocar, nos parece engañosa. Sobre todo por cuanto elude el territorio que aquí, en nuestro particular viaje, nos interesa. En él experimentamos de otra manera. Sus parámetros no se explican, sólo cabe mostrarlos en acto. Para habilitarlo hay que cambiar de registro. Demos ese paso.

Al noreste del condado de Clare, en Irlanda, se encuentra the Burren, una meseta rocosa cuya legendaria pobreza fue famosamente descrita por uno de los generales de Cromwell, Ludlow, excusando la inutilidad de su conquista porque no tenía suficiente madera para poder colgar a un hombre, ni suficiente agua para ahogarlo, ni tampoco suficiente tierra para enterrarlo. Extraeremos de ese lugar rechazado nuestra enseñanza. Está claro que la medida del conquistador no va a ser nuestra medida. Su memoria histórica no nos interesa. Menos, si cabe, sus usos. Es cierto que el territorio que se asoma a la bahía de Galway desde el sur es casi intransitable, que la roca caliza que lo conforma ha sido agrietada y horadada durante siglos por la acción del agua sin permitir formar en su superficie ni ríos ni lagos. No importa, son subterráneos: el agua se ha colado y ha hecho su trabajo, ha multiplicado sus márgenes. También es cierto que la dureza del terreno la inhabilita para cualquier tipo de aprovechamiento. No importa, su dificultad ha permitido su preservación: tres de cada cuatro especies de plantas de la isla se encuentran escondidas entre medias de su aparente desolación. Es justo en las grietas de su ajada superficie rocosa que se encuentra su extraordinaria mezcla de flores. Conviven, unas al lado de otras, especies mediterráneas, alpinas y árticas. Sí, precisamente aquí, orquídeas y gencianas, dríadas de ocho pétalos y líquenes han olvidado sus latitudes propias y han venido a mostrarse mutuamente entre estas ranuras sus encantos.

Pero no se trata de hablar de la naturaleza, ni tan siquiera de la memoria, sino de permitir que los regueros hagan su trabajo y horaden. Después se hace una lectura desde lo que se ha colado entre las grietas, desde las nuevas compañías, desde los nuevos refugios. He partido de la fisura de la roca. Es posible. La fisura está en todos lados. Es el modo de hacer que ha surgido. Se describe lo que ha surgido. He creído entender el infraleve duchampiano a partir de este modo de experimentar la memoria, pasándola por los sentidos, descubriendo que es inesencial, que no hay que intentar atrapar lo inatrapable. Hay algo que comunica dos recuerdos y transforma la memoria en otra cosa. Es un aprendizaje de lectura. Si nos fijamos en los lugares de tránsito las estancias dialogan. Solas no nos dicen nada. De igual manera un viaje no es un viaje sino muchos viajes. El viaje que hice a Irlanda en el verano de 1991 es más ficción que el nuevo que hago hoy sin moverme de la silla, veinticuatro años después. Pero no es la existencia de los dos viajes con sus recorridos lo que importa sino el resquicio que comunica ambos y que los hace posibles. Su entremedias. De ahí surgen las imágenes. Se las pone a dialogar. Se lee su diálogo. No interesan tanto las estancias como el aire que las recorre. Cada uno de los veinte puntos de esta travesía ofrece un acercamiento propio, variedad de temas, si se quiere, pero con la nariz puesta en la misma fisura.

Todo sucedió tras un primer poema que puso en marcha un viaje de escritura, que era entonces impotencia de escritura, hasta retornar hoy como una lectura siempre en curso, carretera adelante o aguas abajo, pero dejando el trazo de cada recodo. Un ejemplo. El rastro del vuelo de un murciélago ha permitido una conversación entre una serie de retratos en una galería. Posibilitó a su vez otro diálogo, entre la revelación artística que tuvo Beckett, que fue real, y el relato de su epifanía. No hubiera sido posible sin dejar caer del pedestal el objeto artístico, algo que la lectura actual de una afortunada conversación de entonces puso al descubierto. Otro ejemplo. El regente de un albergue me contó sobre su búsqueda de familiares por los cinco continentes. Años después estudiaba los habitantes de una diminuta isla próxima a su casa. Yo veía por televisión concursos de perros ovejeros. Tres movimientos que esperaron hasta hoy para entrar en resonancia y poder ofrecer su paradoja en un único relato. Otro ejemplo. El azar hizo suspender aquel año el camino de la fotografía. La posterior locura en bici terminó siendo sustituida por una deriva musical. Los amaneceres brumosos al pie de un canal en Galway tienen parte de la responsabilidad; el resto corre a cuenta de una extremada sensibilidad por las miradas que se cruzan. Del alegre y desinhibidor torbellino de un ritmo irlandés se pasa a un trabajo musical sobre la nostalgia del exilio de un ídolo punk. Cosas que pasan. Esto no hay quién lo entienda. Se necesita el recorrido que vendrá, pero quedémonos de momento con lo que nos enseña el aire que corre entre las estancias.

II  (Publicado en el blog Entrelazos)

El turismo ha acabado con la diferencia en el planeta. A poco que se considere es preciso convenir en la vertiginosa expansión de lo mismo, de la uniformidad. El paisaje, que nació siendo una acción sobre el medio, una manera de leer y relacionarse, es hoy un objeto más. Hemos perdido la relación, el nivel de la relación. Las experiencias que antes tenía el viajero están hoy totalmente codificadas, introducidas en circuitos, y la distancia que tan saludablemente existía entre lo que se esperaba y lo que se encontraba, poco a poco se fue traduciendo en un acoplamiento cada vez más exitoso entre lo que se ofrece y lo que se consume. Asistimos en la actualidad al entierro de esa diferencia. Bajo el señuelo de lo diferente, se demanda lo que se oferta y ambas cosas devienen lo mismo, en cualquier lugar. Nada escapa ya. Masas de turistas por todas partes teniendo en lugares diseñados para ellos su experiencia ruina romana, su experiencia café vienés, su experiencia azotea de rascacielos, su experiencia barco, museo, concierto…, sin que se libren tampoco las excursiones a la naturaleza, con su experiencia selva, ruta alpina, desierto, volcán o isla virgen, porque todo ha entrado a formar parte de la transformación del planeta en un entramado, en un parque codificado turísticamente. El mundo tiene hoy estructura de mall, de tal manera que los que dicen buscar experiencias auténticas y huyen del gentío no son más que la vanguardia del turismo por venir. Yendo solos anuncian oleadas, el fin de tierras vírgenes, en el caso de que todavía quede alguna. La maquinaria es perfecta. Cientos de millones exigen su derecho de visita al zoo planeta Tierra como necesaria compensación a sus grises actividades laborales.

Un vértigo viajero recorre el mundo. Es un curioso reverso de aquel espectro al que Marx aludía. El de hoy es un vértigo feliz, entusiasmado y propagado al instante por la red virtual. Vértigo exultante que reclama su plus cotidiano. Se define entonces como infeliz el que no viaja, el que no comparte su ingreso en una de esas experiencias tipo, la que sea. Qué triste vida llevas si no puedes exhibir tu disfrute permanente, medible, exportable. Ésta es la huella que queremos dejar: estuve allí, lo vi todo, lo hice todo, fui feliz. Y qué fácilmente nos dejamos convencer que con ello impulsamos un beatífico progreso económico mundial, quejándonos a la vez de aquello a lo que más contribuimos. El resultado de esta fuga hacia la novedad es una curiosa forma de entropía que, más que abrir caminos a la complejidad, vuelve aceleradamente el todo a lo mismo. Deja de haber espacios entre, espacios más allá o más acá, espacios horizonte, espacios fuera de cálculo y previsión. Todo parece colmatarse y hasta el tiempo y la memoria terminan correctamente definidos, toman cuerpo y se espesan.

Una vez insertado en el dispositivo turístico, la unidimensionalidad se ha apoderado del viajero con posibles, aquel que se mueve por placer, por trabajo o por aburrimiento, eliminando el afuera del campo del ocio. ¿Significa esto la desaparición del afuera como tal? No exactamente. Sería imposible. En los movimientos de personas que se viene comentando sin duda su margen se ha estrechado de manera exponencial, pero existe otro campo, otro tipo de desplazamientos afectados por un siniestro retorno del afuera, son los movimientos no voluntarios, los movimientos de todos aquellos que huyen por necesidad. No se discute el derecho a viajar de quien puede viajar. Se discute que, en su caso, sea una cuestión de derecho. El turista ha transformado la posibilidad de viajar en acto. Y el acto en él ha dejado de ser prueba de libertad. Esto se aclara cuando se atiende su afuera, el no turista. Al que no entra en el dispositivo turístico la posibilidad le es impedida. Los desplazamientos por necesidad han devenido clandestinos, son hoy el afuera y la espantosa imagen que ocultamos. Queda señalado el espanto de este cuadro.

No nos interesan aquí los análisis totalizadores, tampoco los desarrollos conceptuales, menos aún la sociología. Vamos a buscar la dinamita para volar ese sistema dicotómico en otro lugar. Se trata de viajar de otra manera y para viajar de otra manera nuestro terreno tiene que ser otro. Es otro. Incluso se duda de que sea un terreno, dado que su superficie es tan fisurada que nos colamos por ella. Dejamos que suceda. Nos interesan los resquicios, recolectar las flores que nacen en sus fisuras, reivindicar el papel de lo ínfimo. Vamos a dejarnos llevar a partir de algo parecido al infra-mince duchampiano, al paisaje construido a partir del nivel infraleve de la memoria, lejos del atosigamiento de la imagen. Un concepto que no cabe definir positivamente pues equivaldría a darle un espesor que rechaza. Su espesor es el espesor de la niebla en la vista cuando se mira hacia adentro. Sin esa niebla la vida se va. Partimos de aquí. Ya se verá qué poesía lo recoge, no hay prisa. De momento se cuela aquí, dando cabida al humo que se va, al calor de la silla al levantarse, al descenso de la marca que deja en el vaso la espuma de la cerveza, al rastro que queda en el aire tras el vuelo errático de un murciélago. También traducido como infradelgado o infrafino, lo importante es que está atravesado por los sentidos y es esto lo que nos hace pasar de una dimensión a otra. Es un concepto táctil, lo experimentamos pero no alcanzamos a rendir cuentas.

Que sea entonces lo infraleve lo que organice. Quizás haya llegado el momento de apartar un poco la vista, de dejar tanta pasión por ver para poder mirar de otra manera. Hay un otro mirar, un mirar que no se satura a sí mismo con la imagen infinita. Existe un afuera a reivindicar, pero ese afuera sólo puede estar dentro y debe acoger su lado siniestro, su espanto, para que no le retorne desde afuera. Admitamos que su riqueza y sus misterios nos asustan. Allí no hay nada escrito, nada que recoger en estado de flor abierta, su escritura está por escribirse. Inútil única escritura. Huir de la palabra densa. Una escritura por hacerse que te espera a ti para su triste realización. En un margen indecible de la memoria. La harás cuando te desembaraces de tus fardos, cuando aceptes dejar la pesantez de lo preestablecido. Es hora de viajar sin moverse de la silla, como decía Deleuze. Viajar con lo que aparece por el territorio infraleve que se cuela entre el pasado y el futuro. Y no lo hagamos con heroísmo planetario, por favor, no es una misión, hagámoslo por el mero disfrute de la diferencia, la que cuesta tanto conseguir, aquella que guiará tu palabra, tu inútil única palabra cuando se escriba.

 

III (Publicado en el blog Entrelazos)

Montaigne nos prevenía al iniciar sus Ensayos sobre la equivalencia entre sujeto y materia a tratar. Un retrato, el suyo, pintado por él. Y nos advierte de su voluntad de llevarlo a cabo sin artificio, sin engalanarse para conseguir el favor del mundo. Una difícil mezcla de humildad y coraje la suya. No es fácil empezar así. Él encontró el modo Montaigne. El ámbito del retrato es un territorio más exigente de lo que parece, por eso me gustaría homenajear aquí la potencia y la honestidad con la que Lévi-Strauss arranca sus Tristes trópicos. Siguiendo la franqueza de su maestro, Lévi-Strauss nos suelta de entrada la paradoja que lo atraviesa: “Odio los viajes y los exploradores. Y sólo tras esta confesión inicial se permite ofrecernos los recuerdos de sus viajes. No quiero ni pensar lo que hubiera dicho hoy de los turistas, setenta años después de la publicación de su libro. Si entonces, a mediados de los años 50, la cifra anual de viajeros a nivel planetario era de poco más de veinticinco millones, hoy se ha multiplicado por encima de cincuenta. Más de mil millones al año. Y lo que nos espera.

Es preciso recordar cómo terminaba Montaigne su advertencia conminando al lector a no ocupar su tiempo en un asunto tan frívolo y vano, dado que lo que venía a continuación era del orden del autorretrato. Pintar el movimiento de su pensar, atraparlo en el capricho de su fugacidad. Qué contraste con la pulsión exhibitoria que nos invade. Vivimos en una época que nos empuja a participar en esta plaga de mostrar al mundo cada uno de nuestros pasos, duplicando nuestra imagen para ofrecer al mundo la aséptica, la de nuestros sueños, la que no nos delata. Pequeños engaños a nuestra soledad.

Pensaba en esta locura retratista y autorretratista que nos posee, tan diferente de la de Montaigne, cuando me vino a la cabeza El retrato de Dorian Gray, la terrorífica descripción que hiciera Oscar Wilde a finales del siglo XIX del reverso clandestino que muestra al protagonista su propio retrato. Su retrato ahonda día a día el abismo que separa su imagen viva, real y actual, –que es en realidad la del cuadro, vale decir la del arte–, de aquella otra bien distinta de su fosilizada belleza, –que es la que ofrece su imagen pública, la que, gracias al faústico pacto, se pasea eternamente bella ante la mirada del otro–. Wilde nos sienta en la silla y nos obliga a asistir a la terrible venganza de la ilusión dicotómica. La sustraída al público hace estallar su verdad a través de su siniestro retorno. Es la imagen que no se muestra a los demás la que en realidad está viva, la que cambia y envejece, mostrando no sólo el paso del tiempo sino, sobre todo, las traiciones del alma. La vida, lo insoportable de la huella de la existencia, se ha alojado en ese espejo del alma que es el cuadro. Como se sabe, esa aterradora réplica de sí termina por hacer estallar la esfera de la contemplación privada y acaba enfermando las relaciones con los demás, mostrando la imposibilidad de establecer una separación clara entre el arte y la vida. Dorian Gray termina pagando el precio de su afán por controlar el paso del tiempo. Los bornes de la vida saltan y el resultado invierte la situación originaria: la imagen bella e inmutable que ofrece a los otros, escindida del devenir, se ha convertido ahora en la imagen verdaderamente insoportable.

En las antípodas de este planteamiento estaría la aceptación del retrato que el otro te pinta, lo que uno es para el otro, pensando que esa imagen que los demás te devuelven es portadora de más verdad que la que nosotros nos fabricamos. Me acordé entonces de un encuentro que tuve paseando por Madrid con un antiguo amigo al que no había visto en muchos años. Me dijo que se le hacía raro verme aquí, que él se había hecho a la idea que yo estaría viviendo fuera, en Londres o en Irlanda. Después de la conversación me vinieron los recuerdos de los viajes de aquella época, pero me resultaba difícil recordar las conversaciones con los amigos a la vuelta. Puede que ese lado placentero no me interesara ahora. Sí recordaba en cambio, a modo de retales imborrables, detalles de aquellos viajes que durante muchos años procuré dejar atrás. Todo recuerdo tiende a envolverme en un manto melancólico que, siendo demasiado atractivo, me parece que debo rechazar. Temo que sus efectos narcóticos me provoquen una fuerte desubicación y los aparto en cuanto puedo. Me ocurre sobre todo en soledad. Pero esta vez me quedé pensativo durante un tiempo, suspendido en esa tierra de nadie que es la memoria, balanceándome en ese hilo, sin saber de qué lado se decantaría.

La atracción hacia la pendiente nostálgica me lleva a preguntarme si habrá cambiado, si será hoy distinto. Le doy vueltas a mi madeja esperando que se deslíe. Me parece que he terminado por darme cuenta que he ido escribiendo de mil maneras diferentes una suerte de convicción interna que tendría la forma más o menos precisa de un no sentirme autorizado. Como si todo lo que hubiera hecho correspondiera al impulso rebelde de intentar abrir una brecha a través de esa desautorización, partiendo siempre de una desautorización originaria. ¿Pero he conseguido así que disminuya? No lo sé. La veo reaparecer aquí y allá, aquí y allá. ¿Es la misma? Tal vez no se presenta ahora tan esquiva como antes. La fórmula se ha aclarado. Y no es que pretenda que el otro, aquel que tuvo en su momento el poder de dictarme un texto, aquel que figura como referente primordial de cada uno, fue el que un día señaló ese camino como rebelde. No, sencillamente ese otro señaló otro camino, otro destino, uno que creo que rechacé, por lo que todo abrirse camino resultó ser contrario a lo esperado, no utilizable, y por ello dejado al margen. De haber aceptado ese otro mi protesta habría debido renunciar él, necesariamente, al interlocutor privilegiado que buscaba, a una anhelada compañía destinada a compensar quién sabe qué. En definitiva, el otro,  algo ciego, pintó antes de tiempo un retrato bastante acabado, incapaz de acoger los movimientos contrarios que su retratado, desde muy temprano, mostraba. Sin duda debí mimetizarme también, todo lo que pude, en esa imagen deseada del otro, pero finalmente el rechazo se impuso.

De esta manera resulta ahora lógico pensar que los andares que emprendí pasada la edad de la adolescencia se dirigieran a tierras extranjeras y en idiomas extranjeros. Y así, siguiendo la misma lógica, también la lengua propia fue sometida a un extrañamiento. La voz propia es siempre una voz dada. De ahí se parte. Es, siendo dada, que uno la hace propia. ¿Con qué contaba? ¿Con qué contaba cuando llegó el momento de dar una respuesta? Tenía como voz propia el rechazo. Y los efectos del rechazo. Y las grandes promesas de los efectos del rechazo… Cada uno se compensa como puede. Pero llegó un día en que tuve que admitir que mis grandes construcciones tenían una capacidad de acogida bien limitada.

Puede que la escritura no sea otra cosa que una compensación. Podría describirse como el marco que hace de soporte para elecciones nominativas. Sería un lugar de acuñación inventado para compensar fracasos en la nominación. Por más abstracto que esto parezca, la traducción en lo concreto puede ser tan sencilla como variada. Pero a cada cual toca darse la suya. Para ello sólo se puede partir del material que se tiene, que cada uno tiene. Aquí se parte del que ha surgido. La fisura de la memoria por la que yo me cuelo ahora me lleva al verano que pasé en Irlanda en agosto de 1991. Desde aquel viaje haré otro. Lo haré desde la preocupación dicha anteriormente: el sentimiento de no sentirme autorizado. Se encadenan ahora las compensaciones creadas en aquella época y la posibilidad de acogerlas hoy. El que no se siente autorizado puede percibir muy bien la riqueza de aquellas voces que se han abierto paso a través de una dificultad primera, aunque esto tampoco autorice necesariamente a la escritura. Puede surgir entonces la tentación, o la necesidad incluso, de hablar desde esas voces, parasitando aquellas voces que son las únicas que parecen tener un halo de autenticidad. El problema es que uno no se da cuenta que esas voces fueron, en esos admirados escritores, un punto de llegada y no pueden servir para nadie como punto de partida. Y no es que parasitar esté mal, podría ser un camino, quién sabe, pero lo malo es no poder extraer las consecuencias. Puede que por eso la escritura condujo, tiempo después, a su propio abandono.