Decimotercer aforismo: «El inconsciente está estructurado como un lenguaje»

Sobre este aforismo pesa la condena de su éxito. Su repetición lo erosiona hasta empañar casi por completo su brillo originario. No importa lo acertado del análisis, llega a nuestros oídos como una letanía desprovista de toda gracia, incapaz de reactivar la sacudida que lo caracterizó un día. Incluso pareciera que el mismo Lacan fuera en parte responsable, por haber tallado décadas después formulaciones más enigmáticas, resistentes al desgaste. ¿Cómo acercarse entonces a este aforismo, aspirando a transcribir la novedad de un encuentro?

La trampa proviene siempre de creerse en el lugar de trasmitir un saber. Nada más lejos. Vayamos desde nuestro no saber, un lugar que no elude el saber sino que lo trasciende. Escuchemos desde ahí la lectura que hace Lacan del análisis freudiano de las formaciones del inconsciente. Es la que va a precipitar su aforismo.

Dichas formaciones nos muestran en acto la división del sujeto, la de un sujeto que desde su consciencia no puede dar cuenta de lo que allí le acontece, diciendo de él una verdad desconocida. Son estos retornos de lo reprimido lo que nos apunta la existencia de una operación, la represión, que dividió al sujeto. Freud percibe en ellos la existencia de unos mecanismos que, con el objeto de esquivar la censura, organizan las palabras prescindiendo de su significado. Subrayemos esta desconexión, nos interesa. Significa que Freud filtra el sentido para escuchar la organización significante. Lo hace sin darse cuenta de estar tratando el lenguaje de una forma inédita, anticipándose a los postulados de la lingüística contemporánea. Y desde ahí, ¿qué observa? Por ejemplo, cómo el sueño organiza una serie de imágenes, a modo de caracteres simbólicos de un jeroglífico, para permitir que su sentido cifrado se deslice veladamente por ellas. A partir de esta hipótesis, el Freud Champollion se aventura a descifrar su rosetta utilizando una herramienta inventada para la ocasión, la asociación libre, desde entonces piedra angular de todo análisis del inconsciente. Responde así, con la habilidad de un maestro de judo, a la picaresca con la que el inconsciente introduce la censura: allí donde tú separas al significante del sentido, para que éste permanezca velado, aprovecho yo para demandar al paciente asociaciones que vengan libremente a colonizar ese vacío. ¡Y la estrategia se revela acertada! Freud acaba de penetrar uno de los secretos mejor guardados del inconsciente.

Una viñeta no exenta de comicidad nos lo ilustra: un paciente francófono le cuenta que ha soñado con él, pero con forma de elefante. Sin introducir interpretación alguna, Freud le pide que asocie. El paciente responde con lo primero que le viene a la cabeza: “Usted me engaña” (Vous me trompez). ¡Vaya sorpresa! ¡El soñante dibujó una trompa (trompe) sobre la acción de engañar (tromper)! Como vemos, la mera sustitución homofónica se bastaba para velarnos el sentido del sueño. El que engaña (trompe) es representado con trompa (trompe). Sin duda, el incauto acaba de descubrir un engaño, pero en vez del que le atribuye a Freud, el engaño es el suyo, el que le oculta su propia alienación al significante.

Es cierto que salir del engaño va a implicar una modestia para el yo nada fácil de asumir, pero la apuesta abre la posibilidad a una experiencia singular. Reducido al mínimo, un análisis permite aprender el funcionamiento de esa lengua que uno habla sin saberlo, la lengua de su inconsciente.

La gracia de la incursión freudiana en la cartografía del inconsciente radica en su sencillez. Recordemos que los dos principales mecanismos de la acción del significante para burlar la censura recibirán en La interpretación de los sueños los nombres de condensación y desplazamiento. Freud dirá de ellos que son los verdaderos artesanos del sueño. Por supuesto, el inconsciente no inventaba estas formas, utilizaba las que el lenguaje le ofrecía, pero hubo que esperar a Lacan para estampar su sello en este hallazgo: si el inconsciente utiliza las figuras del lenguaje, en este caso la metáfora y la metonimia, es porque está estructurado como un lenguaje. Naturalmente que Lacan se nutría de los avances de la lingüística moderna, Saussure, Jakobson y Benveniste, pero sólo a él se le hizo evidente la importancia de este asiento, y supo extraer sus consecuencias. Por ejemplo, que los mecanismos descritos eran también observables en el modo en el que el deseo se moviliza y en el que los síntomas se fijan. Por eso, el desplazamiento de la significación (metonimia) viene también a expresar la estructura del deseo, que, nacido en el encuentro con el deseo del Otro, es siempre un deseo desplazado, un deseo de otra cosa. Por eso, la condensación de los significantes (metáfora) la hallamos también en la configuración del síntoma, sustituyendo el significante enigmático del trauma sexual por otro, donde se visualiza en la actualidad el síntoma.

Unos avances que no hubieran sido posibles si Lacan no hubiera, por una parte, afinado la concepción del signo lingüístico saussureano, transformándola en un algoritmo; y, por otra, ajustado después las cuentas con la propia corriente estructuralista. Recordemos primero la doble torsión lógica a la que somete Lacan el diagrama de Saussure en un texto escrito a mediados del año 57, en pleno apogeo estructuralista, La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud. Allí donde Saussure había concebido el significado y su imagen acústica (el significante) formando parte de una unidad indivisible, y con el significado ocupando el lugar predominante, Lacan no sólo invierte los términos, otorgando el privilegio al significante (S), que coloca sobre el significado (s), pues éste es a priori desconocido, inconsciente, sino que los parte, S/s, separándolos mediante una barra que debe leerse como una barrera resistente a la significación. Después, ¡y con suma elegancia!, Lacan le atribuye la autoría del algoritmo al propio Saussure, pero no sin antes haberle aplicado al inventor de la lingüística moderna el rigor de su propia medicina. Veamos cómo lo hace.

Si partimos de la noción saussureana de la arbitrariedad del significante, que apunta a la inexistencia de un lazo que predetermine su relación con un significado específico, y le añadimos la lógica estructural, que nos enseña que el valor de cada significante sólo puede derivar del juego diferencial de los significantes entre sí, esto es, que ninguna significación puede sostenerse si no es por referencia a otra significación, deberíamos también denunciar la falacia que supone atribuir al significante la función de representar al significado. Por ello, Lacan preferirá hablar de relación de contingencia, el resultado de un encuentro, y no de arbitrariedad.

Siendo más estructuralista que el propio Saussure, Lacan limpia su signo de adherencias en favor de una expresión más matemática, el algoritmo, pero cuya frialdad estructural enseñaría a continuación una sorpresa. Porque, puestos a rectificar, la emprende también con la concepción estructural que manejaban sus contemporáneos, esta vez por escamotear el problema del sujeto. Así es, después de haber acompañado a Lévi-Strauss, delegando al sujeto a mero efecto de la estructura, convirtiéndose en maestro de importantes pensadores, como Foucault, Lacan diverge finalmente de su lectura, señalando de nuevo al elemento incómodo, el sujeto deseante. Y lo hace sin contradecirse, pues aquello que determina al sujeto en la estructura, y que tiene su origen en la separabilidad entre el significante y el significado, permite también su participación. Que el sujeto del inconsciente, en tanto no deja de deslizarse por los rieles del lenguaje, se haga representar, ¡no impide que también los fuerce!, expresando la metonimia de su deseo y la metáfora de su síntoma.

Lacan agarraba del cuello a la estructura para hacerle escupir lo que se le atragantaba. Cuando parecía sustanciarse el proyecto que por primera vez daba dignidad científica a las ciencias del hombre, varios de sus valedores señalaban sus fisuras, y lo hacían como resultado de la propia coherencia de sus desarrollos. Por eso, no hay que confundir el estructuralismo, como corriente de pensamiento, con la lectura estructural de Lacan, que fue el modo inicial en el que se expresaba su mente topológica, y que no iba a abandonar. Lacan entiende estructura y topología como sinónimos, lo que no impide que haya una diacronía en su concepción del lenguaje, un desarrollo que llevó aparejado una traslación de preocupaciones. Al principio, éstas se centraron en mostrar la cesión originaria de goce que materializaba la entrada del sujeto al orden simbólico, lo que terminó despejándole el camino para ocuparse de los aspectos ineliminables del goce.

En ese recorrido, Lacan fue dejando afirmaciones opuestas sobre el lenguaje, –de vaciado de goce a vehículo de goce–, hasta que introdujo a principios de los años 70 una nueva denominación, lalengua, para dar cuenta de aquella relación primera, gozosa, con la lengua materna. En adelante, el lenguaje iba a ser visto desde esas turbias aguas originarias, quedando relegado el lenguaje comunicacional a un tiempo segundo. ¿Qué había cambiado? A diferencia de la primera concepción, que separaba goce y lenguaje de manera estricta, esta segunda se fijaba más en los trasvases, porque la depuración de goce no impedía al lenguaje recibir las salpicaduras de lalengua.

Pero antes de abordar estas aparentes contradicciones, que trataremos de despejar en el siguiente aforismo, retrocedamos al momento de la introducción del sujeto deseante en el texto citado. El lugar donde Lacan, separándose definitivamente de sus antiguos compañeros de viaje,  le desabrocha el vestido a la estructura. En cierto sentido, le hace una pregunta estructural a la estructura misma para producir al sujeto como respuesta. Porque no había manera de pensar la estructura sin tener en cuenta esta doble dirección, o sea, que también ella misma era el resultado del empuje de un sujeto que, movilizado por su inconsciente, no dejaba de recrearla con sus artes. Lacan señala que lo que descubre la estructura de la cadena significante es justamente la posibilidad de decir muy otra cosa que lo que ella dice. Una brecha en el lenguaje que va a dibujar el cauce por donde se exprese el sujeto del inconsciente. Un sujeto que, movido por la inadecuación que lo constituye, sacude la cadena significante para hacerse representar, imprimiendo en ella su búsqueda de lo verdadero.

¿Qué retener entonces de los postulados “estructuralistas” de Lacan? ¿Cómo actualizar su lectura? ¿Cómo leerlo no religiosamente, tal como supo hacer él con Saussure? Ya hemos insistido en que no se trata de elegir entre versiones distintas, entre lacanes distintos, sino de detectar los movimientos de cada texto y los diferentes frutos que van dejando caer. De igual manera que Lacan dividió la causación del sujeto en dos momentos lógicos distintos, significante y pulsional, reencontramos aquí el entrelazamiento de estas dos perspectivas, solo que dilatado en el tiempo. Por eso, los descubrimientos con respecto a la estructura del lenguaje no dejan de ser válidos. Lacan no los abandona, y tampoco nosotros. Por ejemplo, cuando hablamos de goce, su significado no siempre es el mismo, está en función del resto de las significaciones de la frase. No es el mismo goce el que cede el sujeto para hacerse representar en el lenguaje, una aceptación simbólica que le aleja de los retornos de lo real que asolan al psicótico, que el goce inscrito en la relación primera a la palabra. La lengua no funciona en modo diccionario. Significante y significado bailan la danza colectiva de la representación, no de la concordancia. Una danza que facilita los encuentros que fijan retroactivamente el sentido de las frases. Por lo tanto, no puede haber simetría real, significante y significado no copulan entre sí, y su abrazo no será nunca el que une las dos caras de una misma moneda. Lo que no impide que se produzcan entre ellos todo tipo de trasvases. Sobre estos trasvases pondremos la lupa en el siguiente aforismo, tratando de ver, no tanto la estructura del inconsciente, sino su composición.

Zacarías Marco