Décimo aforismo: «La verdad tiene estructura de ficción»

Los aforismos lacanianos no han precisado nunca de descubridor. Una vez enunciados en lengua oracular, sus fórmulas golpean inmediatamente el oído, y al lector no le queda otra que transcribirlos. Son miniaturas, poemas del pensamiento. Se reconocen por su escritura, donde algo inalterable ha quedado atrapado, definitivamente atrapado. Podemos repetirlos sin entender gran cosa, degustando su contenido con los ojos vendados a la espera de una iluminación, o leerlos como vehículos de una verdad, con el atrevimiento de quien se asoma a descorrer el velo. Da igual, su verdad nunca podremos alcanzarla. Aquí intentamos otra cosa, no sé bien qué. Tal vez romperlos, bajarlos a tierra, y que hable su estructura. Patearla hasta que nos muestre la verdad de su relato.

No hizo falta un cedazo fino para que, hace ya más de sesenta años, cayera del texto del maestro este aforismo y pasara a continuación a recibir un sinfín de interpretaciones; en general, en la línea de rebajar el estatuto de la verdad al terreno prosaico de la ficción. Como nos sentimos inclinados a ese tipo de sacrilegio contra la verdad, de buena gana nos adherimos. Se entiende que el término ficción contamina esa palabra elevada, tan proclive a ocupar púlpitos o estrados, y le arrancamos con gusto sus títulos de nobleza para reírnos de su seriedad, de su fuerza imperativa. La verdad, así entendida, no sería más que una creación imaginaria, una ilusión, por recoger el término con el que Freud calificó la religión. Pero no, esta línea interpretativa, demasiado apresurada, no va a ser la nuestra. Acercarse a la verdad exige cautelas, rodeos, poner en tela de juicio nuestra comprensión. Empezaremos por este término, ficción, que tiene en Lacan un uso muy particular… y para nada despreciativo.

Lacan retoma la crítica del lenguaje que hiciera Jeremy Bentham en su Teoría de las ficciones. Un enfoque lingüístico, sorprendente para su época, sobre el que edificaría su posición filosófica, el utilitarismo. A partir del señalamiento de los elementos puramente ficcionales sobre los que están construidos todos nuestros sistemas de pensamiento (jurídicos, políticos, religiosos), Bentham promovió una ética liberada del peso de las tradiciones, una ética calculable en base a un único criterio, la felicidad para el mayor número. Hermanaba así lo bueno con lo útil, según el cómputo preciso del placer que produce y del dolor que evita. No extrañará que esta perspectiva, que desmontaba de golpe toda la moral anterior, reclamase la atención de Lacan. Aunque no lo hacía por esa calculabilidad si se nos permite del todo irrisoria, sino por lo que Lacan detecta como su fundamento previo, ese concepto de ficción donde observa anticipadamente el papel del significante en la aportación freudiana, el valor de uso que tiene en el descubrimiento del inconsciente. Veamos.

El filósofo británico habla de nombres de entidades reales y nombres de entidades ficticias. Los primeros son los referidos a las cosas de las que tenemos constancia de su presencia a través de los sentidos, los segundos son los que carecen de este referente real. Ambos son necesarios para la comunicación, pero los ficticios, si uno no está advertido, pueden confundir su ámbito, dotando de fundamento lo que no lo tiene. Por ello, al reducir éstos a su estricta función representativa, Bentham está aislando la función del significante, su operatividad, abriendo el camino a la lingüística y a la lógica modernas. De tal manera que, no sólo todos los conceptos abstractos –Bentham cita aquí “la verdad”– pasan a ser ficciones, el lenguaje mismo se revela como una ficción, una creación del pensamiento.

Hay una anécdota en la infancia de Bentham que anticipa el alivio que debió de sentir, sorteando mediante el cálculo utilitarista el siempre penoso influjo de los sentimientos en la escritura del corpus jurídico. Se cuenta que el pequeño Jeremy, un niño prodigio que leía tratados desde los tres años, vivía aterrorizado por los fantasmas. Sin duda ambas cosas podrían ponerse en relación, o sea, leer, en esa sorprendente capacidad para movilizar y ordenar un ingente material simbólico, su empeño por hacerse con unos encuentros… diríase demasiado reales. En efecto, a esto tenía que enfrentarse el pequeño Jeremy. La compañía de lo siniestro irrumpía en su vida con esta clásica imagen, los fantasmas. No por clásico el sufrimiento era menor, hasta que un día se le ocurrió observar la escena desde otro lado. Pensó que para mostrarse con esa apariencia, los fantasmas debían previamente raparse la cabeza y ponerse calcetines. Se los imaginó de tal guisa, preparando en el camerino su aspecto, sus vestimentas… ¡y pasaron a hacerle gracia!

Aunque seguiría siendo lo que se llama un gran tímido, Bentham aseguró que este desvelamiento lo tranquilizó de por vida. Un logro que nos muestra cómo ese niño apuntaba maneras, pues los procedimientos que después propondría para el desmontaje de las falacias derivan directamente del resultado de esta experiencia. Había descubierto que los conceptos fantasiosos que invaden nuestros presupuestos jurídicos, políticos y religiosos, podían desmontarse mediante un doble procedimiento: la división de sus elementos, volviéndolos irrisorios; y la paráfrasis, traduciéndolos a elementos reales. Bentham había reducido la ficción a su estructura significante, una construcción simbólica generada a partir del encuentro con un real.

Otra cosa es que Bentham pudiera otorgar a los afectos un carácter prevalente en la construcción simbólica. Bien al contrario, siendo nominalista, esos fantasmas eran errores que el pensamiento debía desmontar. No se trataba pues, para Lacan, de adherirse a los postulados del filósofo y jurista inglés, necesariamente divergentes, sino de leerlo al modo Lacan, de descubrir el elemento de puro análisis del lenguaje y de acercarlo al tratamiento freudiano del significante. Por eso, subraya que “ficción” no se refiere a algo imaginario o ilusorio, sino que debemos entenderlo como construcción del lenguaje para tratar lo real, esto es, lo simbólico surgido en ese encuentro. Entendido de esta manera, podríamos pensar el mito de Edipo, o la noción de familia, como ficciones, como creaciones simbólicas que intentan cernir un real (el real de lo que no marcha en la sexualidad). Incluso el inconsciente mismo participaría de una parecida posición, pudiendo leerse como la respuesta del sujeto al agujero en el saber, una vez sometido a la ley del significante.

De ahí que nos sintamos autorizados a considerar nuestro aforismo, La verdad tiene estructura de ficción, como una reedición del anterior y más conocido, El inconsciente está estructurado como un lenguaje. Se entenderá el paralelismo si pensamos que para Freud la verdad, entendida como ‘el sentido del sentido’, debíamos buscarla en el inconsciente, allí donde la metonimia de las significaciones se ordena siempre a partir del significado sexual reprimido. Ambos aforismos nos señalan la relación de dependencia del sujeto al significante, que alcanza su estructura íntima, el inconsciente, por lo que su forma y sus leyes serían ficcionales, un mito desde donde el sujeto lee su lugar en el mundo. Este mito es el modo particular en que cada sujeto organiza con el diccionario fálico los avatares de la pulsión, de tal modo que, localizando los goces, los vuelve operativos para redactar con él el guion de su historia.

El problema reside en que esta operación no puede completarse. El éxito simbólico en el tratamiento de lo real es, en el mejor de los casos, relativo, y el sujeto termina siendo víctima de su propio relato, convertido para él en verdad inalterable. Un psicoanálisis intenta desvelar la estructura ficcional para desmontar su determinación, al menos la parte posible.

Volvamos ahora a nuestro aforismo. ¿Cómo leerlo? Sin duda, Lacan juega a descomponer el a priori de nuestros modos de pensar. La maniobra es muy sutil. Lacan nos pone tras una verdad al tiempo que la desmonta. Porque, por mucho que haga emerger de la ficción su cara más noble, ¿no queda aun así “la verdad” de alguna forma disminuida, malparada, al revelarse su estructura de ficción? Fenómeno curioso, mientras la ficción había adquirido una dignidad y un pathos insospechado, al reconocer su trato con lo real, lo contrario le sucede a la verdad, que se ve tocada por un efecto bathos, por una transformación de lo serio en irrisorio –un poco al modo de lo que Bentham supo hacer con los fantasmas– que nos deja desorientados. ¿Qué estatuto darle entonces a la verdad? ¿Qué relación tiene con el sentido? ¿Y qué perseguimos cuando la perseguimos?

Optaré por adjudicarle a la verdad la misma ambigüedad tópica que afecta al inconsciente. ¿Por qué no hacerlo si la verdad participa también, o hace de puente entre dos registros distintos, el de lo simbólico y el de lo real, ninguno subsumible en el otro? Lacan decía que la verdad sólo puede medio decirse, esto es, que su lado representacional no la alcanza a ella misma. Del mismo modo que el inconsciente no es sólo su relato o la estructura significante que trama sus operaciones, sus metáforas y sus metonimias, la verdad también se desdobla. Una es el velo que la cubre, tejido por el significante; la otra, un más allá inefable. Naturalmente, esta ambigüedad produce un espejismo. Imaginamos que detrás del velo hay algo, cuando no hay nada, pues no hay forma como tal fuera de la representación. La forma es el velo, la belleza es el velo, aquello que desde la existencia nos revela su límite, el borde de lo salvaje. De poder aventurarnos detrás de él, encontraríamos el territorio no humano de lo sublime, un paseo al que no tardaría en sumarse su compañero de goce, el horror. Si aceptamos estos usos inapropiados de las palabras, habría una verdad con minúscula, adicta al sentido, religiosa, hecha con el mismo material con el que se tejen las ficciones, pero que termina por dar cuenta de lo que la excede; y habría, en el más allá de la humana existencia, una Verdad fuera del sentido, real, otro nombre de lo imposible.

Menuda he liado, ¿qué tendrá que ver la religión con todo esto? Bueno, quizás algo sí. Toda construcción es una máquina de dar sentido. Así el mito, la política, la religión. Y no cabe duda de que el sentido, además de creencia que es, re-liga. Sentido y verdad se revelan sinónimos, invocando su mutua persecución.

¿Pero qué nos mueve en esa búsqueda, y cómo evitaremos que sea ésta religiosa? La verdad de la religión promete una esencia donde no puede haberla. Creyendo alcanzar lo que no está a su alcance, confunde una cosa con otra. Confunde la ficción que crea con la esencia en la que sueña. Lacan desmonta con su aforismo esta verdad, la verdad religiosa en sentido amplio, reconduciéndola el terreno donde se forja, el de lo real. De alguna manera, Lacan nos corta la salida, nos impide ese engaño, ¡y nos solicita para una construcción más verdadera! Una construcción que se atreva a dialogar con lo insoportable que nos habita. Ésa es su apuesta. Que la mantenga quien pueda, ¡y hasta donde pueda! Porque, como él decía, cada uno alcanza la verdad que es capaz de soportar.

Zacarías Marco