Noveno aforismo: «La mirada es el objeto a en el campo de lo visible»

Cuando Lacan se disponía a explicar la mirada como objeto a, acudió a una vivencia propia, conocida como ‘el apólogo del Petit-Jean’, el relato de lo que le sucedió de joven acompañando en el mar a una familia de humildes pescadores. Fue así. En una espera, mientras aguardaban el momento oportuno para recoger las redes, uno de los hijos, el Petit-Jean, le señaló una lata de sardinas que flotaba en la superficie de las aguas reflejando la luz solar, y le dijo: ¿Ves esa lata? ¿La ves? Pues bien, ¡ella no te ve! Lacan, perplejo ante esta avant la lettre interpretación analítica sobre su participación en la escena, sintió una punzada en el corazón. ¿Qué verdad escondían aquellas palabras? Necesitó su tiempo para comprender que había sido retratado como una mancha en el cuadro, como un objeto discordante, rompiendo de un plumazo el espejismo bucólico de la escena. Tenía que reconocer que era cierto, la lata no lo veía a él, y lo que era peor, de ahora en adelante sus destellos no hacían otra cosa que recordárselo. En definitiva, si bien la lata no lo veía, sin duda lo miraba. Y esa mirada lo expulsaba del cuadro. Se había imaginado el día disfrutando de la aventura de adquirir experiencias reales, de compartirlas incluso, sin reparar en el abismo que lo separaba de aquella familia. Ya no podía engañarse, él no estaba en la misma barca. Su realidad no encajaba en la de aquella familia, perteneciente a un grupo social tan dispar al suyo que difícilmente podía sortear el destino fatal, en forma de tuberculosis, que le acechaba. La frase del Petit-Jean le había arrancado la venda de los ojos para dejarle a merced de la mirada, de eso que nos dice nuestra verdad desconocida.

Aquí nos gustan los encuentros, intentamos dar cuenta de lo que acontece. Los encuentros nos permiten percibir el sujeto como fruto de una articulación. Lo vemos en este relato, en el momento en que se quiebra la fantasía que sostenía al personaje y se queda solo frente al objeto. Un objeto percibido ahora como algo separado de él, y cuya discordancia viene a provocar el retorno de una angustia originaria. La fantasía garantizaba hasta entonces su cómoda presencia en el mundo, un poco como el burro persigue su zanahoria. Una felicidad que proviene de haber encontrado una fórmula para domesticar lo insoportable de una separación. La frase del Petit-Jean venía justo a romper esta fórmula. De repente, la zanahoria, el nexo feliz con el mundo, se volvió extraña, un objeto siniestro. Por eso pensamos el sujeto de manera restringida, en potencia. Un sujeto que sólo emergerá el día que enfrente la herida que lo instaló en el mundo, el día que haga de esa herida una articulación deseante.

Lacan llamaba a esta articulación ‘la fórmula del fantasma’, y a la zanahoria ‘el objeto a’. Sin duda, una gran invención –la única suya, según llegó a afirmar–, que por fin había vuelto operativo el objeto perdido freudiano. El esquema se reducía al mínimo. Uno, momento de la separación inicial, de la pérdida, que es preciso consentir para que haya sujeto del deseo, sujeto del inconsciente. Dos, momento de la construcción imaginaria, del intento de restitución de la pérdida, dando sentido y función al vacío del objeto. Una dialéctica que se abre en el tiempo cero donde las cartas del organismo no forman todavía una baraja. Tiempo de pulsiones parciales, de capturas y desgarros. Tiempo de sumisión a la palabra del otro. Tiempo mítico donde lo que se pierde deviene el símbolo de lo que hace falta.

Freud lo desplegó como una sucesión de escalones, oral, anal, fálico; tres fases que aspirarían a una convergencia, que él entendía como superación. Lacan, en cambio, prefiere evitar esta temporalidad, excesivamente lineal, que impone la idea de una finalidad y de un dominio alcanzable. Propone otra vía, dejar de lado nuestras aspiraciones y acercarnos a lo que sucede. Se trata de derivar, a partir de lo que estas organizaciones de afectos tienen en común, su estructura. Todas comparten la premisa del consentimiento en una extracción, que se convertirá después en el objeto de deseo, en el símbolo de lo que se perdió. Y como símbolo, todos ellos son el mismo, el falo, si lo entendemos como el comodín, como el vacío que imaginariamente rellenamos con tal o cual objeto. De ahí que el vacío sea siempre real, mientras que el relleno es imaginario. La clave está aquí, en este movimiento de vaivén, del que sólo tenemos constancia cuando nuestra venda cae.

Una vez entendida esta estructura, que promueve a un objeto como causa del deseo, podemos pasar a sus formas, a las distintas encarnaciones del objeto a. Vimos cómo Freud había distinguido el objeto oral y el anal; después, siguiendo a Lacan, ampliamos el significado de lo fálico a todos los objetos. Esta precisión en el funcionamiento es lo que permitirá distinguirlos, a partir de entonces, como objetos a, objetos recortados en el campo del otro (autre) para rellenar la brecha de la separación. Y no contento con eso, Lacan va a agregar dos nuevos a la lista, la mirada y la voz. Veamos ahora cómo se articula en cada uno de ellos el vaivén del que hablábamos.

A nivel oral, el objeto a en juego sería el producido en el momento del destete, fruto de esta difícil separación. Imaginariamente el pezón, que buscará después, a través de sus ulteriores sustitutos, colmar la nada de la pura pérdida. De la endeblez de su consentimiento derivamos, en retorno, su compensación, la voracidad. Una voracidad a su vez afectada por una doble vertiente, devorar y dejarse devorar.

A nivel anal, el objeto es el promovido por la demanda del otro a ocupar un lugar de intercambio. Son las heces que el niño aprende a dar, en lugar de él mismo como falo, y a darlas de una manera reglada, esto es, como el objeto preciado que se le pide que retenga, que acumule y que suelte en el lugar y momento solicitado. De ahí que se convierta, según el grado de aceptación o rechazo, en el campo de la contabilidad y del don, de la apropiación y del regalo.

A nivel escópico, el objeto es la mirada, entendida a partir de la perturbación que introduce el deseo en el sujeto cuando extrae del acto de ver otra cosa, un dado a ver en lo que se ve. Esta atribución, que traduce el intento por atrapar con el ojo el vínculo perdido, capaz de sortear como ninguna otra el registro del otro, va a producir un efecto inesperado, un vuelco en la idea misma de la conciencia. Es la forma en la que este objeto parte al sujeto. Porque en adelante, allí donde sus ojos se lancen a ver, los fantasmas de su deseo podrán también mirarlo a él.

A nivel invocante, el objeto es la voz, entendida a partir de la alienación del sujeto al campo del lenguaje. Una alienación que es el efecto de dejarse representar por él, incluidas sus pulsiones, sus deseos, vehiculados a través de las palabras del otro materno. Palabras que hará propias, pero conservando siempre la brecha que lo separa de lo irrepresentable. Y en ese lugar incierto, fuera de lo simbólico del lenguaje mismo, el objeto voz será aquello que retorna en la palabra que escucha, los ecos que, o bien consuelan, o bien perturban.

En resumen: vaivén estructural, nivel de consentimiento en juego, efecto sujeto-partido.

Volvamos ahora a la escena inicial. Concretamente, al vuelco provocado por la frase del Petit-Jean, el momento preciso en que la tela se le rasga al Mediano-Jacques, para permitir que el cuadro desvele su verdad. El resultado nos sorprende tanto como a su protagonista. ¿Qué tenemos? A Lacan transformado en mancha. Y ya no podremos evitar que nuestra vista se escinda entre estas dos imágenes: la anterior, feliz, y la actual, descolocada.

Nos damos un respiro e intentamos comprender, trazar sus líneas. ¿Cuál sería su diseño, la geometría que nos permita pensar la diferencia que las escinde? Hemos visto estallar, por el impacto de una revelación, lo que la vanidad del personaje había integrado en armonía. Ya no es posible engañarse más, había malinterpretado la familiaridad: él no forma parte de sus vidas. De golpe, la imposibilidad que separa sus mundos ha convertido su mera presencia en una imagen extraña, informe, anamórfica.

Podríamos decir que el cuadro nos mostraba previamente a un sujeto, el joven Lacan, representado conforme a las leyes clásicas de la perspectiva, con todas sus líneas convergiendo en el único punto de fuga del cuadro, esto es, pintado todo él a partir de un único ojo visor. Un sujeto que sería el equivalente al sujeto cartesiano de la conciencia, con la facultad de pensarse a sí mismo, siendo así, él, un objeto más en el mundo. Pero ahora el cuadro nos devuelve otra cosa. Hemos de reconocer que el objeto extraño, el Lacan mancha, responde a otra traslación de líneas, a otro punto de fuga, a otro ojo visor. Y al sujeto en cuestión no le queda más remedio que reconocerse en su fractura, escindido entre esas dos posiciones: porque el que mira la escena no puede incluirse en ella; y recibe, en retorno, una mirada al sesgo, una mirada que lo mira a él. La fatídica frase ha provocado el encuentro con ese objeto mirada, el elemento de la pulsión que subvierte el estatuto del sujeto desvelando que su fantaseada unidad era una patraña.

Nos hemos venido fijando en los efectos que sobre el arte tiene esta novedosa conceptualización del sujeto, pero no olvidemos que su onda expansiva parte de una posición ética, de la necesidad de pensar lo real de la experiencia. Un más allá que encuentra en el arte su campo de acción más singular, ¡y también más arriesgado!, por atreverse a trabajar con el vacío, con lo inaprensible que se cuela entre los dedos.

En efecto, el arte bebe de ese encuentro y da cuenta de lo que acontece, de su misterio. Ciertamente, esto es imposible, pues la tarea excede lo representable, pero el arte se origina ahí, tiene esta fuente, este veneno, este reto. El arte es ese no detenerse frente a lo imposible de representar. Ningún cuadro, por “realista” que sea, pinta la realidad. Tampoco la imita, como pensaba Platón. En todo caso, no sólo, porque la representación esconde siempre otra carta en lo que nos muestra. Sus obras son el señuelo de otra cosa. Y como ésta es inalcanzable, la actividad no cesa. Hay que subrayarlo: siempre que haya valientes que se atrevan a soportar el asalto que descompone su ser, la propuesta artística no cesará.

El descubrimiento de las leyes de la perspectiva, que fueron más o menos contemporáneas al surgimiento del “pienso, luego soy”, permitió durante un tiempo la ilusión de dominar el espacio, de cercar su vacío en el cuadro. Pero enseguida surgió la necesidad de una torsión para dar cuenta de eso otro que se escapa, con la ambición de poder meterlo, en bruto, en el cuadro. En ese momento se inventó la anamorfosis. El cuadro que Lacan utiliza para desarrollar estas ideas, Los embajadores, pintado por Holbein el Joven en 1533, contiene la anamorfosis más famosa de la historia de la pintura. Sólo desde una mirada al sesgo la mancha irreconocible desvela su forma: una calavera. Todo el esplendor del conocimiento humano allí retratado sufre este golpe, este revés. Por más que el hombre se vista de hazañas le espera la muerte. La mirada al sesgo nos ha revelado la verdad sobre su finitud. ¡Qué atractivo resultaba el velo del saber! ¡Qué atractivo, hasta que el artista se atrevió a rasgarlo!

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Con este tercer aforismo sobre la mirada cerramos este ciclo. Quien quiera más, o quien todavía no alcance a entender cómo divide al sujeto la mirada, podría remitirle al mejor análisis que he leído, que es el que realiza Didi-Huberman en el primer capítulo de su libro Lo que vemos, lo que nos mira, a partir del famoso primer párrafo del tercer capítulo del Ulises, de Joyce. Heredero de la mejor tradición heterodoxa, Didi-Huberman se ha atrevido con un imposible a pensar: el síntoma como parte integral de la imagen. Qué hallazgo. Una muestra de pensamiento elevado a arte. Porque Didi-Huberman no ha eludido el encuentro que trastoca el saber cómodamente establecido, para dejarnos una lectura única, ciertamente memorable, de aquella ineluctable modalidad de lo visible sobre la que medita Stephen Dédalus en su paseo por la playa. Leemos en esas páginas del Ulises cómo Stephen se entrega a una meditación que no alcanza a tapar lo que este lugar le desencadena. Asistimos a esta pugna interna: lo que medita; lo que le desencadena. Stephen puede mirar al suelo, puede mirar al cielo, puede mirar al horizonte, no importa, algo inunda todo lo que ve. Mire donde mire su visión es asaltada por la mirada de su madre muerta.

Zacarías Marco