Era sólo lógico… que el cuerpo de Thomas Bernhard tomara la iniciativa

Con Miriam Chorne en la ELPIntervención en el ciclo Locuras en singular, organizado por la BOLM, en la sede de la ELP de Madrid (7/3/2018). Este artículo es una versión resumida y actualizada del titulado Cuerpo y melancolía

1.- El cuerpo y el alma

Las investigaciones de este ciclo también podrían haber tenido como título Crítica y clínica, haciéndonos eco del último libro de Deleuze, aquel donde introducía en el acercamiento a la obra literaria un ojo clínico. Pero Deleuze lo hacía, y este es el aspecto de su crítica con el que me gustaría partir, en abierta controversia con un supuesto modo psicoanalítico de interpretar los textos. Retomaré su denuncia, que me parece justificada, pero le retiraré el calificativo de psicoanalítico. Ésta será mi apuesta, con el alcance incluso de una exigencia, aun imposible de cumplir, por intentar que no traicionemos nuestra escucha partiendo de un aparataje de saber. Porque una escucha orientada por lo real, como decimos, no debería defenderse con ninguna plantilla. Y tanto como denunciamos el furor sanandi deberíamos denunciar también esa cierta pulsión interpretativa que habla no tanto del texto en sí como de nuestra posición.

Empezaré mostrando mi carta en el juego, mi encuentro con los textos de Thomas Bernhard. ¿Incomodidad o disfrute? Sin duda, lo segundo. Confieso que disfruté durante años de una lectura que hacía en voz alta, reproduciendo en mí aquel arremeter infatigable de su escritura que a otros tanto incomodaba. Y un día me puse a interrogar este efecto catártico en mí de su lectura, y casi misteriosamente salté al escritor. Impactado por sus impresionantes contraposiciones, sus citas y sus subordinaciones constantes, por esa insistencia machacona que adiciona sin parar la materia del espanto, pensé que no podíamos hablar de estilo de su escritura, que la palabra estilo era también una palabra que engaña la escucha, por defenderse de ella, y poco a poco, a partir del nudo entre el decir y el dicho, me fue asaltando una preocupación clínica: si el texto de Bernhard podía enseñarnos algo en relación al cuerpo y a la enfermedad. O, dicho a la manera clásica, ¿qué nos dice la escritura de Thomas Bernhard sobre la relación entre el cuerpo y el alma? Releí entonces el relato de sus intervenciones quirúrgicas y recordé su dependencia a los fármacos, que fue tal que movió a Miguel Sáenz, su traductor al español y autor de una magnífica biografía, a calificarlo de enfermo profesional, y volví a sumergirme en sus libros, en particular los cinco llamados autobiográficos. Bernhard, que decía haber aprendido de su abuelo que toda enfermedad era una invención, arranca uno de ellos, El frío, el dedicado a su estancia en el sanatorio para tuberculosos, con esta cita de Novalis: “Toda enfermedad puede llamarse enfermedad del alma”.

El pivote que me ha servido como punto nodal sobre el que girar ha sido el momento de la caída en la enfermedad. Ese derrumbe hay que situarlo, siguiendo su indicación, en un momento lógico preciso, el ingreso hospitalario del abuelo, poco antes de cumplir Thomas los 18 años. Estando pegado a él, no tardaría en seguirle, llevándolo al borde mismo la muerte. Situaremos primero el contexto precedente a esa caída, unos años atrás, en la entrada en la adolescencia, cuando la idea del suicidio, presente desde la infancia, se torna cotidiana. Bernhard evita entonces ese pasaje al acto echando mano de un recurso que se remonta también a la infancia, la fuga. El adolescente de 16 años cambia una mañana el rumbo que le conducía al suicidio y deja atrás el internado. Rechaza toda institución de enseñanza y emprende, con la certeza de un acierto definitivo, una andadura propia. Pero esta salida se verá truncada, dos años después, el día en que le sobrevino la enfermedad. Le esperan luego tres años de hospitales, donde llegará a ser desahuciado, y será allí, postrado en la cama y con la lucidez que da la cercanía de la muerte, donde inicie en forma de interrogación interior su escritura. “¿De dónde me viene, por una parte, la seguridad absoluta, por otra, el espantoso desamparo, la clara debilidad de carácter?” Leemos en esta radical contraposición, marca de la casa, el desgarro que impregnó siempre para él todo recuerdo, toda vivencia, todo sueño. Baste esta confesión: “Desde mi más tierna infancia mis sueños culminan siempre en ciudades deshechas, en puentes derrumbados y vagones de ferrocarril rotos que colgaban sobre el abismo”.

2.- La caída

Esta caída en la enfermedad le llevó de la pleuresía húmeda a la tuberculosis, después vendrían los tumores benignos, la sarcoidosis, los graves problemas renales, el glaucoma… Pero, ¿por qué esta caída respondía al imperativo de una lógica implacable? ¿Cómo comenzó la relación de Bernhard con la enfermedad, y qué lugar ocupó en su vida? Preguntado una vez sobre su sexualidad, comentó que no le había interesado nunca, que cuando fue el tiempo de que eso se desarrollara, no pudo ser porque lo que sobrevino en él fue la enfermedad. ¿Vino ésta al lugar de la sexualidad? No saquemos conclusiones apresuradas, hay algo en su explicación que no cuadra, no es a los 18 años cuando eso empieza, por lo general, a agitarse. Dejemos que él nos cuente qué hubo en su lugar.

Bernhard emprendió la escritura de la serie de cinco libros que comentamos en la cumbre de su carrera, a la edad de 45 años, tras el éxito de una de sus mejores obras, Corrección. En el primer y segundo libro relata los antecedentes de la caída en la enfermedad. Ésta será el objeto de estudio del tercer y cuarto libro, desde entonces obras cumbre de la literatura patológica. En el quinto rompe la linealidad y se retrotrae a una época anterior, su infancia con los abuelos. Este libro, que llamativamente arranca con su primera fuga, a los ocho años, incluye también los recuerdos de la primera infancia y termina, cerrando el ciclo, allí donde el primero de la serie había comenzado.

Nosotros iremos hoy al inicio de la enfermedad, concretamente al arranque del tercer libro de la serie. Pero para entender la lógica de esta impresionante cita debemos situarla un poco.

En el primer libro, El origen, Bernhard describe su período de estudiante en Salzburgo, de los 13 a los 16 años, desde su entrada en el internado nazi en octubre del 43 hasta su huida del instituto en el 47. El libro, que parece todo él la justificación del abandono académico, consta de dos partes, dedicadas a las figuras de los dos directores de las escuelas: la primera, nacionalsocialista, durante la guerra; la segunda, católica, tras la derrota de Alemania. Diferencias para él meramente nominales. Según nos dice, la sociedad salzburguesa no ha dejado de tener, una y otra, estas dos “enfermedades del espíritu”, el nacionalsocialismo y el catolicismo. Y fruto de su hartazgo Bernhard toma, a los 16 años, la primera gran decisión de su vida, su apartamiento definitivo del, como él escribe, “abyecto sistema educativo”. Una decisión extremadamente difícil porque con ella iba a decepcionar a la única persona a la que realmente quería, su abuelo. Pero la imposibilidad de hacer lazo no era sólo con la institución, afectaba al otro en su conjunto. “El convivir con los otros internos fue siempre un convivir con el pensamiento del suicidio, en primer lugar con el pensamiento del suicidio y sólo en segundo lugar con lo que había que aprender o estudiar”. Allí el pensamiento del suicidio, en el que fue introducido por su abuelo, lo ocupaba “ininterrumpidamente”, por utilizar una de sus palabras fetiche, y sólo logró identificarse con los dos máximos objetos de burla de la escuela, un compañero tullido y un profesor de cuya extrema fealdad se reían todos, profesores incluidos.

El segundo libro, El sótano, arranca con la mencionada decisión, la de optar por “la dirección opuesta”, haciendo de esta expresión el leitmotiv de la segunda entrega. Un día salió de casa al instituto y a mitad de camino cambió de dirección, se fue a la oficina de empleo y rechazó todos los puestos de aprendiz que le ofrecían hasta que le dieron uno en la dirección que solicitaba, la que conducía al barrio más degradado de Salzburgo, portada habitual de los periódicos por sus tragedias y asesinatos, pero justo en la dirección opuesta a la del instituto. Allí trabajó durante 2 años como aprendiz en una tienda de comestibles hasta que una tarde de invierno, descargando en mitad de un temporal de nieve un camión de patatas, se resfrió. Comienza entonces un período de varios meses donde no termina de sanar, no se cuida y tiene varias recaídas. En ese estado de suspensión sucede lo que se relata en el comienzo del tercer libro, El aliento.

Era sólo lógico, eso lo comprendió pronto el joven de dieciocho años no cumplidos, después de los acontecimientos y sucesos que ahora anoto con deseo de ser verídico y claro, que yo mismo enfermara, después de enfermar súbitamente mi abuelo y haber tenido que ir al hospital, (…) pasando por delante de su ventana, detrás de la cual lo observaba yo, desde luego en un estado de ánimo afectivo e intelectual triste y melancólico, después de haberme despedido, sin saber adónde lo llevaba ese paseo a él, la única persona a la que realmente quería. (…) Debió de resultarme claro que, en aquel instante, se había producido un giro decisivo en nuestra existencia. Mi propia enfermedad, no totalmente curada a causa de mi continua irritación con los estados morbosos, se había declarado de nuevo, y de hecho con una violencia francamente aterradora. Con fiebre y, al mismo tiempo, en un doloroso estado de ansiedad, ya al día siguiente de haber ido mi abuelo al hospital fui incapaz de levantarme e ir al trabajo.”

Bernhard, que no tenía habitación propia, es trasladado al cuarto del abuelo; y desde allí no para de quejarse mientras es calificado por su madre y su abuela de “simulador”. Dos días después entra en coma y es trasladado de urgencia al mismo hospital, diagnosticándosele una grave pleuresía húmeda. Le hacen una punción y le extraen de la caja torácica tres litros de un líquido gris amarillento. Operación convertida pronto en rutinaria. En fin, éste fue el inicio del decisivo período de tres años en los que pasaría de la pleuresía húmeda a la tuberculosis, mandando al traste su pasión inicial, el canto, y en los que conocería –¡por los periódicos!– la muerte de su abuelo, semanas después de su ingreso, y la de su madre, al año siguiente.

Cuando finalmente opte por la vida, decidiendo ir otra vez en la dirección opuesta, esta vez contra el fatídico vaticinio de la institución médica, contará con una nueva aliada, una mujer casada, 35 años mayor que él, Hedwig Stavianicek, a la que llamará “la tía”, con la que entabla amistad en el hospital y sin la que difícilmente hubiera conseguido la constancia para poder escribir. Aunque no podemos extendernos aquí sobre esta relación, creo que hay que entenderla como el relevo imaginario del abuelo. Bernhard la llamaba “el ser de mi vida” y, pese a estar casada, o por ello, fue la única persona con la que consiguió tener períodos de convivencia. La tía fue una mujer longeva que vivió hasta poco antes de morir el propio escritor. Tras su muerte, Bernhard se sumió en una profunda depresión de la que ya no saldría. El sello simbólico de una relación adosada tan particular podemos leerlo en su tumba, la de los tres, porque el escritor fue enterrado donde yacían los restos de ella y de su marido. En la lápida conjunta se pueden leer uno tras otro los tres nombres, testimonio paradójico de la inexistencia de triangulación.

3.- Infancia y familia

Vayamos ahora a la infancia para intentar entender la fatal encrucijada de su adolescencia. Thomas Bernhard no nació en Austria sino en un pueblo de Holanda, en 1931, donde su madre, acompañada por su pareja, se había trasladado buscando trabajo. A los pocos meses el padre del niño los abandona y no se vuelve a saber de él. Madre y bebé regresan a Austria. El pequeño es confiado a los abuelos maternos con quienes vivirá hasta los 7 años. En ese período, la madre los visita dos o tres veces al año. El niño parece feliz acompañando a su abuelo en sus paseos.

Su adorado abuelo, un escritor que sólo al final de su vida pudo ganar algo de dinero con sus libros, estaba obsesionado con hacer de su hija primero y de su nieto después grandes figuras del arte. Thomas tomaría de él dos tipos de insignia. La primera, la herramienta de la escritura, y entiéndase también en su literalidad, pues es con su máquina de escribir con la que trabajaría toda su vida. “Mi abuelo, el escritor, había muerto, ahora tenía que escribir yo, ahora yo tenía la posibilidad de escribir”. Lo hace, y así enlazamos con su segunda insignia, para plasmar el rechazo a toda sociedad. Leemos: “…tenemos que existir simplemente contra todo o no existir ya, y yo tuve la fuerza de existir contra todo…”. Observamos cómo esta insignia se pega a la primera a modo de reverso. Se trata de una fascinación por la destrucción y por el pensamiento del suicidio, con el que el propio abuelo amenazaba y tiranizaba a toda la familia (una amenaza que debido a antecedentes familiares resultaba bastante creíble). “Sólo por amor a mi abuelo no me maté en mi infancia, (…) el mundo fue para mí durante muchos años un peso inhumano que amenazaba aplastarme ininterrumpidamente”. O, también: “Nada he admirado más durante toda mi vida que a los suicidas… Me desprecio por seguir viviendo.”

Hay que añadir que su abuela tampoco se quedaba atrás en sus aficiones. Llevaba al pequeño Thomas varias veces por semana a los cementerios para ver los cadáveres expuestos, lo cogía y lo alzaba diciéndole “lo ves, lo ves”, hasta que el niño rompía a llorar. Continuo visitante después de cementerios, no es de extrañar que Thomas apuntara ya maneras desde su niñez. Veamos su máximo divertimento infantil, que el propio Bernhard nos lo conecta con su escritura. Se escondía en el cuarto de las escobas y esperaba pacientemente a que pasara su abuela, entonces dejaba caer el brazo lentamente para darle un susto de muerte. “Lo bueno es que nunca fallaba. Para ello había que esperar el mejor momento, no podía hacerlo todos los días, así es que pensaba, ahora ya se le habrá olvidado, y lo volvía a hacer. Mi escritura sigue el mismo principio, no se puede arremeter siempre y todo el tiempo contra los mismos, pierde su efecto.”

Entremedias, su madre se casa y tiene dos hijos con Emil Fabjan, quien aceptará figurar sólo como tutor del chico. A los 7 años se produce de manera traumática la vuelta a un hogar que nunca existió. El pequeño Thomas se va a vivir con su madre y su tutor y empieza una enuresis que le acompañará durante años, motivo de continuas humillaciones por parte de su madre. La convivencia con la madre es descrita como “difícil en el grado más alto”. Los latigazos dejaron pronto de afectarle, pero los insultos no los olvidaría jamás. “Ella me corregía, pero no me educaba (…). Con sus palabras diabólicas ella conseguía su objetivo, estar tranquila, pero por otra parte así me precipitaba cada vez en el más horrible de todos los abismos, del que luego, en toda mi vida, no he podido salir.”

Sobre su madre, una de sus amigas nos dejó esta descripción: “Melancólica y depresiva, totalmente a la merced del egoísmo de su padre y del chantaje lacrimoso de su madre”. Ella misma se decía sometida a su padre y, tras la muerte de éste, enfermó y murió.

Sobre la relación del hijo con su madre, Bernhard escribió: “Cuando ella me veía, veía a mi padre, su amante, que la dejó plantada. Veía en mí con demasiada claridad a quien la destruyó, el mismo rostro. El parecido era asombroso. Mi cara no sólo se parecía a la cara de mi padre, sino que era la misma cara.”

¿Y su padre? ¿De quién era Bernhard ese doble? Una de las cosas que más desataba la cólera de su madre era que el niño preguntara por su padre. Enseguida se le prohibió terminantemente preguntar por él. Pensó que debía de ser un criminal. Sus pesquisas concluyeron en un episodio acaecido a los 16 años. Thomas localiza a sus abuelos paternos y les visita, éstos describen a su hijo como una persona abyecta y reniegan de él. Le dan una foto que le asusta por su parecido. No es que se le pareciera, “era su mismo rostro”. Se entera además que murió, en extrañas circunstancias, siete años atrás. De vuelta a casa cuenta dónde ha estado, su madre lo golpea y quema la foto. Nunca más volvería a preguntar por él.

4.- Una lectura

Os dejo ahora mi lectura, y espero no traicionar con ello la inicial prudencia interpretativa. Pese a este intento por ubicarse en la filiación, esta búsqueda del padre, creo que sus preguntas se toparon con obstáculos insalvables que reflejaban también una imposibilidad inicial, la de poder inscribirse en el deseo de los padres y entrar, así, en el universo de la significación fálica. En definitiva, que Bernhard tuvo pocas herramientas para poder hacer un recorrido por la carretera principal y se valió, en su lugar, de un apoyo imaginario, el abuelo, al que se engancharía de por vida a través de la escritura. Me ha parecido que consigue dejar algo de la identificación al objeto de desecho al volcar sobre el Otro la inmundicia, consiguiendo hacer parte de este trasvase fuera de sí, aunque en esta tarea el cuerpo no le siga. Creo que este rasgo nos permite pensar en una verdadera suplencia, pues le permitió crear una relación al Otro que lo desligaba del infatigable autorreproche del melancólico.

Para terminar, quizá podríamos decir que Bernhard no construyó un cuerpo en el sentido de a-natomía, por seguir un juego lacaniano del Seminario 20. Si el hábito recubre el cuerpo, entendido como agujero, como objeto a, aquí no hubo extracción del objeto que construyera el vacío necesario para atrapar las pulsiones en sus bordes, no hubo suficiente simbólico para agujerear esa superficie. Por ello el organismo quedó como una planicie donde el goce, en forma de enfermedad, campó a sus anchas. La ausencia de significación fálica no permitió a Bernhard esa separación corporal, destinada a impedir o limitar que los órganos se pongan a significar por su cuenta. De ahí que veamos al organismo yendo radicalmente por libre, tratado como algo separado, algo que descarriló un día en la adolescencia, como hemos visto, en un momento lógico preciso.

En síntesis, el ir en la dirección opuesta, que Bernhard concreta en términos de arremeter siempre y todo el tiempo, creo que hace de suplencia de la melancolía al permitirle un hacer diferente, más allá de la habitual identificación al objeto de desecho. Sin embargo, la forma escritural que toma la suplencia no consigue anudar algo soltado en lo imaginario, por lo que no fue suficiente para construirse un cuerpo.

Zacarías Marco, febrero de 2017

(Después de la intervención, la psicoanalista Miriam Chorne presentó un trabajo donde cuestionaba, creo que con gran acierto, alguno de los aspectos por mí desarrollados. Destacaré los dos que me parecen más importantes. El personaje Bernhard que el escritor Bernhard construye en sus relatos llamados autobiográficos se deja llevar por la escritura, por lo que la prudencia se impone. El momento de desencadenamiento de la enfermedad queda en parte diluido si pensamos en esos meses previos, ya enfermo pero no reconocido por él ni por los suyos, cuando actúa con total negligencia. Esto nos habla de sus soledad subjetiva, fuera del amparo afectivo de los suyos y, en consecuencia, también de él mismo. Si era el abuelo el único que le prestaba auténtica atención, viéndolo marchar al hospital perdía el último anclaje en lo que ya estaba en deriva. El segundo aspecto cuestionado es el diagnóstico. Allí donde yo tiendo, o tendía a ver una melancolía con una suplencia exitosa que aleja del yo el postulado de indignidad, pasándoselo al otro, Miriam observa simplemente lo propio de la psicosis, no una posición de indignidad desplazada al otro sino la fractura interior, el desenganche con el mundo, la falla del ordenamiento fálico vivificador.)

Aprovecho también para añadir una intervención mía sobre la escritura de Bernhard:

Lo fundamental es la manera que tiene Bernhard de coser cada frase o, tal vez, de ir juntando sus descosidos. Lo hace con una energía y determinación implacables, como señalando en cada punto la lectura apropiada. Es un ordenamiento de retales que exigen una nueva colocación, sin dejar de sumar el mismo número de elementos, la misma totalidad que exige una suma constante o una subordinación infinita de los mismos elementos. Por eso lo utilizado entre ellos es la coma o la conjunción y.

Hablar de relatos autobiográficos en vez de relatos de ficción es errar el camino que conduce a la escritura, es intentar reducir el significante al sentido. No hay separación entre fondo y forma, entre el qué y el cómo. El qué es el cómo. Resulta curioso ver a tanto psicoanalista lacaniano leer el qué prescindiendo del cómo. El cómo es la articulación significante, la escritura. Y ésta no varía en Thomas Bernhard. La única distinción posible es la de poesía, narrativa y teatro.

El tipo de hilo que cose el material roto, desencadenado, nos habla de un hacer con ello, un modo de reparar lo desconectado al nivel de la palabra. Alguien habló de esquizofrenia narrativa. Bernhard decía que el idioma alemán era horrible, que sólo se podía, en su caso, poner el ritmo de lectura. “Se construyen frases, palabras. En el fondo es como un juguete, se ponen unas encima de otras, es un proceso musical”. “Lo que escribo sólo puede comprenderse si se tiene en cuenta que lo que importa ante todo es el componente musical y sólo en segundo lugar lo que narro”.