Tarkovski va al lugar donde se produce la salpicadura  

Publicado en el blog Entrelazos 

La quinta película de Andrei Tarkovski, Stalker, está basada en la novela más famosa de los hermanos Strugatski, Pícnic al borde del camino, escrita en 1972. Los dos hermanos firmaron también el guión de la película, estrenada siete años después. En realidad, lo escribieron en colaboración con el director, pero éste prefirió no aparecer en los créditos. Stalker fue la última película de Tarkovski rodada en Rusia. Su apasionada dedicación, sostenida en la insobornable espiritualidad del que se atreve con lo trascendente, molestó siempre a las autoridades soviéticas. Le respondieron mediante la táctica del desgaste, arrojando en su camino todo tipo de impedimentos. En consecuencia, muchos de sus proyectos naufragaron y, finalmente, Tarkovski llegó a un punto de agotamiento tal que tuvo elegir. Eligió seguir filmando. Era lo suyo. Eligió seguir rodando desde el exilio los resquicios por donde penetra la belleza.

El último episodio había ocurrido fortuitamente, tras el rodaje de Stalker. Un accidente de laboratorio acabó con los negativos originales y todo el metraje tuvo que ser filmado de nuevo, pero esta vez con un reducidísimo presupuesto y sólo después de una interminable batalla con las autoridades. Cuando llegó a este punto de agotamiento abrazó su concepción del deber del artista, pagó el precio de la ruptura familiar y emigró. No sería ésta la última de las fatalidades que venían acompañando sus rodajes, pero sí la última en su país natal.

Decimos elección pero en el arte según Tarkovski el artista sólo puede elegir su sacrificio. O sea, si es artista, no elige. Esos son los términos. La creación artística, nos dice, exige del artista una verdadera ‘entrega de sí mismo’, en el sentido más trágico de la palabra. Seguir el deber de artista es seguir su irrenunciable misión, que es la de ofrecer a los contemporáneos el fruto de su mediación con lo sublime. El sacrificio es inevitable porque el artista está, por lógica, enfrentado a la estrechez de miras de su época, de toda época, obligado a mostrar lo que es eterno, lo que de ordinario no se quiere ver, lo que de ordinario uno se protege de ver.

La secuencia agotamiento-destierro tendría años después un fatídico segundo episodio. De nuevo el imposible reto de terminar un proyecto, de nuevo volver a quedar al borde del precipicio, de nuevo volver a rodar lo ya rodado. Todas las escenas finales de su última película, Sacrificio, rodada en Suecia con el equipo de su admirado Bergman, tuvieron que volverse a rodar tras el caprichoso fallo de una de las tres cámaras que filmaba la impresionante escena final, incendio de la casa incluido. La cámara vaga fue ritualmente sacrificada. Arrojada, creo recordar, por un acantilado cercano. Todo en la línea estética de la concepción aristotélica de la tragedia: la catarsis como objetivo. Pero por aquel precipicio no cayó sólo la cámara. Otro tipo de destierro se abría paso en él, en sus carnes, y Tarkovski no volvería a rodar. Su infatigable búsqueda no pudo ser sostenida por su cuerpo por más tiempo, un cuerpo que era ahora devorado por otro tipo de fuego interior. La enfermedad avanzaba. Tarkovski se consumía. El montaje final con el material de la nueva filmación lo realizaría el director ruso desde la cama del hospital, aquejado de un cáncer de pulmón del que moriría hace exactamente 30 años, el 29 de diciembre de 1986, a la edad de 54 años.

Las autoridades soviéticas aguardaron hasta el último momento para autorizar la salida de su hijo, para que pudiera reencontrarse con su moribundo padre y asistir al desenlace final. Un famoso documental recoge este momento. La escena familiar. El reencuentro. Ahí se aprecia cómo Tarkovski se movía bien en las distancia cortas. Su ternura. Un discreto pañuelo protege la debilidad de su cráneo, velando el patetismo inconveniente de la escena. Así, sus ojos, todavía con chispa, todavía con el fulgor de quien se atreve a hacer de puente con lo imposible, pueden seguir persiguiendo el encuadre perfecto, la verdad que lo abrasa.

Tras su muerte, las autoridades soviéticas solicitaron el retorno a suelo patrio del cadáver. Su esposa, Larisa, la bella actriz que protagonizara años atrás El espejo, se negó. Larisa se negó a que su cuerpo volviera al país que tanto le había hecho sufrir, a él y a su familia. Eso dijo. Y los restos de su marido, como después lo harían también los suyos, encontrarían su lugar de descanso definitivo en el cementerio ruso de Sainte-Geniève-des-Bois, un cementerio cargado de historia, al sur de París. Pero ni sus palabras ni su pañuelo cubriéndole la cabeza están ya allí. Su roce nos espera más acá, en un espacio intermedio. Ese lugar para él sagrado donde irrumpe el viento como presencia para barrer los campos, donde el cuenco se rompe para desparramar su vertido. Algunas de sus palabras alcanzaron ese lugar entre él y nosotros, el lugar de la lluvia cuando levantamos la vista. Como aquellas palabras que salieron un día de su boca para decir que lo bello queda oculto a los ojos de aquellos que no buscan la verdad.

El protagonista de Stalker es una acción que, como tal, no puede detenerse, un hombre en tránsito permanente, yendo y viniendo al lugar donde se produce la salpicadura. Un lugar Diana, sin duda tan atractivo como peligroso, donde lo que importa es el modo de acercamiento, si uno es capaz o no de acercarse a él portando el único atributo válido, el único que desposee al que lo tiene, el amor. El protagonista de Stalker está atravesado por este desconocimiento de sí mismo de quien no puede hacer otra cosa que ofrecerse como portador, como guía que conduce a la Diana de cada cual. ¿De qué verdad se trata? ¿Qué deseo se busca satisfacer? El pasador cuenta una historia que servirá de referencia sobre la peligrosidad que supone la materialización del deseo. Es la historia de Diko-obráz. Diko-obráz era, como él, un stalker, un pasador que un día quiso acceder al lugar prohibido para encontrar a su hermano, después de que éste hubiera muerto por su culpa. Estaba destrozado. Quería llegar allí y traerlo de vuelta, vivo, con él. Diko-obráz llegó al lugar de la revelación y no ocurrió nada. Regresó. Regresó con la carga de ese vacío, de ese silencio de los dioses. Pero al volver a su casa descubrió que algo sí había cambiado. Miró alrededor con estupefacción: se había vuelto inmensamente rico. Salpicado por las gotas del veneno de su propio egoísmo se desató en él un aullido que ahogó a su manera. Cogió una cuerda y se ahorcó. No había hecho caso del saber oracular: cuídate de lo que deseas, pudiera cumplirse. Guiado por la búsqueda del alivio rápido, había buscado un atajo para descender al Hades, para atravesar la frontera que separa a los vivos de los muertos, y se fabricó para ello un deseo de altura… que ocultara la bajeza del propio. El deseo siempre tiene algo, o mucho, de inconfesable. Diko-obráz no pudo soportar el suyo. Y cuando el velo cayó, cuando contempló su Diana, se desató de nuevo la culpa, pero esta vez con un segundo y más veraz relato, el que encontró a su vuelta, y sus perros no tardaron en devorarlo.

Aunque la acción de la película parezca dirigirse hacia lo que ocurrirá cuando los buscadores del cumplimiento de su deseo se enfrenten al mismo, lo importante nos lo viene diciendo Tarkovski desde el inicio. No reparamos en ello pero ahí está, en la persona del pasador, del stalker, en su aparente miseria, en su incapacidad para hacer otra cosa que la que hace, en su mujer que, pese a todo, le ama, y, sobre todo, en su hija deficiente, ese extraño regalo de Dios a sus esfuerzos, ese milagro, esa mirada inmóvil que pone a los objetos en movimiento. ¿Cuál es la fuente de su empuje? ¿De dónde sale la fuerza que lleva todos los días a su padre a no dejar de dar, a no dejar de ofrecerse en mediación? En Esculpir en el tiempo Tarkovski contrapone la capacidad de amar a la pérdida de toda esperanza en el mundo. Sólo la capacidad de amar puede hacer frente a esa pérdida, nos dice, aunque no sepamos bien cómo amar… Pero la dificultad nos espanta y nos alejamos de ella para ir a la caza de la posesión. No reparamos en que nos puede pasar como a Diko-obráz, que estaba demasiado ocupado persiguiendo fantasmas. Y su función como artista, añade Tarkovski, no es otra que hacer que quien vea sus películas sea consciente de su necesidad de amar y de dar su amor, sea consciente de que la belleza le convoca a él.

Tarkovski reflejó el trayecto que conduce al lugar de lo inalcanzable, el lugar donde Diana se baña, ese lugar donde el artista es convocado. Con ello Tarkovski expresa su concepción sacrificial del arte, la que no baja la mirada y se atreve con lo absoluto. Pero para los simples mortales quizás sea necesario tomar ciertas precauciones y dejar surgir el entremedias de una cortina de agua.