Avant-propos

El presente trabajo consta, en principio, de dos partes. Una primera donde se recoge un recorrido personal por la primera novela de James Joyce, Retrato del artista adolescente, y una segunda centrada en las aportaciones lacanianas que tienen a Joyce como inspirador. La primera parte está dividida en una serie de tiradas,[1] en vez de capítulos, porque toda escritura se somete inevitablemente a un juego donde el azar y la contingencia también juegan la partida. Las tiradas de este juego salieron así y se decidió respetarlas y ordenar a partir de las mismas. Por ello, no hacen un acompañamiento lineal, cronológico, del libro de Joyce. Como de lo que se trataba era de jugar un juego en su compañía, había que asumir el riesgo de contagiarse un poco, pero sólo un poco, para no enloquecer. Este contagio se ha plasmado en una disposición un tanto cíclica que aunque avanza de una temática a otra, retoma inevitablemente partes ya tratadas para someterlas a una nueva elaboración. En este sentido, la segunda parte puede ser entendida como una reelaboración de todo lo tratado anteriormente, pero partiendo desde otro punto de partida, que es el modo de Lacan de dejarse acompañar por Joyce para dar un impulso a sus teorizaciones a mediados de los años 70. El ordenamiento de esta parte es diferente, más formal si se quiere.

Siendo un escritor del todo inabarcable, del que se llegan a publicar libros exclusivamente bibliográficos, aportar una lectura “propia” puede ser una manera de evitar una más que previsible parálisis. Ofrecer las impresiones fruto de un acompañamiento creemos que es una saludable primera limitación que permite acotar el terreno. El objetivo no es, pues, describir el terreno, inabarcable, sino el abordaje, describir una incursión particular en el territorio Joyce. La segunda limitación general que subyace y alienta todo el recorrido trata de cernir como principal objeto de estudio la manera de hacer nudo entre palabra y existencia. Se trata de retomar la pregunta por la conexión arte-vida, pregunta del todo fundamental en Joyce y que el psicoanálisis de orientación lacaniana lleva desgranando desde hace ya casi cuarenta años, concretamente desde el Seminario 23 de Lacan, correspondiente al curso 75-76.

La aportación lacaniana culmina en el concepto de sinthome, expresión del “saber hacer” sintomático de Joyce, su arte, apaño imprescindible con el que organizó toda su existencia. Pero los desarrollos que provocaron una auténtica subversión en la teoría y clínica psicoanalítica no se harán explícitos aquí hasta la última parte de nuestro recorrido, la Adenda Lacaniana. Hay que recordar que lo que nos guía no es la pretensión, siempre vana, de aportar un saber, sino todo lo contrario, dejar constancia de lo que nos atraviesa, y hacer un ejercicio de pensamiento que intente extraer alguna enseñanza de lo que será siempre problemático. En este caso, es Joyce quien nos ofrece a estudio su embelesado trabajo sobre el murmullo del lenguaje. A él nos someteremos. Visitaremos su texto y procuraremos dejarnos llevar por él. Por eso la parte lacaniana ha sido colocada fuera de los capítulos (tiradas) del libro, para hacer evidente que el lector no requiere de un conocimiento previo para su lectura. En realidad, se trata de una compañía más, una compañía que se añade a otras para dotar de nuevas herramientas a nuestra investigación.

Que el recorrido no responda a una ordenación previa no quiere decir que no la tenga, descubriremos que nuestras caídas en el texto no han sido tan azarosas como creíamos, por eso el resultado final tiene poco de patchwork. La madeja de Joyce nos ha ido aportando una serie de hilos para salir de su laberinto y con ellos hemos tejido continuidades. El principal, ya lo dijimos, es la conexión arte-vida. Cada uno de los capítulos recoge este problema a su manera y precisa para ello de ciertas compañías. Todo recorrido que se precie las necesita. No sólo para evitar la excesiva pobreza que resultaría de su exclusión sino, sobre todo, porque la compañía traduce lo que en estructura se produce. El punto de partida “propio” no puede ser otro que la inclusión afectada en otros diálogos ya existentes. Por ello hemos preferido hacer transparente esta afectación, que no es otra cosa que nuestra caída en el laberinto joyceano, y los hilos privilegiados de los que hemos tirado. Para atender a aquello que se desconecta, y sobre lo que Joyce aportará su arte, –a modo de un roto para un descosido, como señala Lacan–, vamos a apoyarnos en su libro más lineal y comprensible, su primera novela.

¿Qué pone en juego Joyce en Retrato del artista adolescente?

En una primera lectura el libro funciona como la justificación de una rebelión, esa es la opinión defendida por el artista y así ha sido asumido por críticos y lectores en general, pretendiendo además ver en ello un paradigma de rebelión adolescente. Sin embargo, esta interpretación reduce en exceso la perspectiva y pone en riesgo el verdadero alcance y la magnitud de la primera novela de Joyce. Demasiado rápidamente inferimos que, por el hecho de que podemos identificarnos fácilmente con el protagonista, lo expresado tenga validez colectiva. La hipótesis que planteamos aquí parte de una posición divergente. No podemos separarnos de que es de la particularidad de Joyce de donde emerge su increíble impulso creativo. En ningún sitio expondrá sus motivos tan claramente como en Retrato, y este impulso, convertido en sello personal, en marca de la casa, continuará a partir de entonces en toda su obra.

Joyce se inventa como artefacto artístico. El modo de relacionar vida y obra adquiere una dimensión única, capaz incluso de reorganizar la propia concepción del arte. Para él es una necesidad, de otra manera parece que la vida perdería sus contornos hasta terminar desvaneciéndose. Y en la misma dirección de sostén era requerido el lector. Joyce escribía por entregas. Retrato del artista adolescente es la primera de las tres grandes entregas de lo que puede ser visto como una larga trilogía. Al retrato serio de la niñez y juventud, que es el que aquí nos ocupa, le iba a suceder una caricatura diurna de la madurez (Ulises), que terminaría abriendo la puerta a la siguiente entrega, al retrato del lenguaje en el momento o la escena de su constitución, acostado en el diván que lo crea y lo disuelve: la noche (Finnegans Wake). Se ha escrito mucho de la necesidad de Joyce de contar con lectores dedicados a su obra en exclusividad. Un hecho significativo que lo evidencia es su sistema de entregas por capítulo, algo que muestra hasta qué punto Joyce no podía prescindir de la respiración asistida del lector para continuar escribiendo. La vida va a ser rescatada por la obra, el arte es el encargado de sustanciar la existencia. Y aquí, la validación del testigo es del todo necesaria.

La propuesta que hacemos es la de volver a leer el libro desde la especificidad en la que fue escrito. Puede que el efecto de su lectura sea la identificación del lector con Stephen, puede que esto sea inevitable, incluso no se escapa que, al lado de algún que otro peligro, estos procesos identificatorios puedan tener aspectos constructivos, pero el libro de Joyce tiene un plus que no podemos despreciar. Más allá de cualquier identificación, su radicalidad era específica y ese será el camino que emprenderemos. ¿Por qué no encuentra otra salida que el exilio? ¿Por qué se encomienda al Padre y se embarca en una misión artística? ¿Qué tiene que ver en ello la turbación producida por los ojos de una mujer?

Para ver qué pone en juego vamos a proponer un juego. Para ver el recorrido del artista proponemos un recorrido. Un recorrido con sus casillas, sus dados y sus tiradas.

El Prólogo nos servirá de recordatorio de las principales escenas del libro, desplegadas en las diferentes casillas. Desde una de ellas iniciaremos el recorrido, concretamente desde el lugar donde Stephen elabora su ruptura, la conversación con Cranly.

En una Primera Tirada sobrevolaremos su laberinto hasta encontrar de dónde viene su nombre, qué visión lo ilumina. Stephen se encontró a sí mismo un día en la playa, cuando fue adoptado por un apellido artístico. Al inventor mitológico del que surge le va a sumar, para hacer un nombre completo, el peso ejercido por la tradición católica. El joven que fue educado con los jesuitas busca a alguien que le saque de su laberinto.

En una Segunda Tirada le seguiremos paso a paso en sus contradicciones, religiosas y simbólicas, culpabilizado por no poder atender las peticiones de su madre. Este sentimiento planea a lo largo de toda la conversación. Por eso nos fijaremos en el movimiento que hace para evitar el contacto con sus deseos, algo que va a constituirse en su principal impulso creador. No obstante, no podrá eludir ciertas consecuencias que, en forma de cadáveres de amigos, dejará por el camino.

En la Tercera Tirada analizaremos, a través del ejemplo de sus tres principales fantasías, más o menos eróticas, el salto que da de sus fobias al arte. Será el momento de analizar con un cierto detenimiento la teoría estética que Stephen desarrolla en la conversación con Lynch, paso previo necesario para abordar el concepto de epifanía, aquel primer gran descubrimiento de nuestro tomista adolescente.

En la Cuarta Tirada intentaremos mostrar qué repara la fábrica de Joyce. Para ello se encenderán las luces de las casillas donde aparece retratado el padre. No hay que olvidar que con su voz se inicia el libro y es también a un padre mítico al que Stephen se encomienda antes de partir. El problema del apellido resurge aquí una vez más, y no será la última. Finalmente, Stephen cree reparar su falta, la ausencia de una función, trazando mapas y dándose misiones salvadoras.

En la Quinta Tirada miraremos a Stephen desde fuera de Retrato, un Stephen como falso Telémaco en Ulises, a la espera del encuentro con la mujer. La nueva novela toma el relevo de Retrato homenajeando el día del encuentro de la pareja Joyce–Nora. Se abre la puerta del exilio y con él la posibilidad de recrear de mil maneras su Dublín natal. La nueva etapa, la de la madurez, será encarnada en la ficción por un nuevo personaje, Leopold Bloom, que intentará ser, sin éxito, un padre para Stephen. La innovación que aplica al estilo va también a liberar al autor para que pueda escribir un libro inundado de fantasía. Nos asomamos a él para rescatar sólo dos aspectos, el deambular de Stephen sin padre y la nueva imagen de la mujer, la carnal Molly. Como contraposición a las litúrgicas ensoñaciones de Stephen, expuestas en la tercera tirada, Molly es un torrente irrefrenable de toda expresión de deseo. Además, detrás de Molly no solo está Nora; Molly es todas las mujeres. Esta relación en continuidad con Nora se edifica sobre la brecha del exilio con la que termina Retrato. De ahí que sea también nuestro cierre en lo concerniente al recorrido por esta obra, una obra clave para entender la aventura joyceana y sus dos siguientes vueltas de tuerca, Ulises y Finnegans Wake.

Para terminar, bajo el epígrafe de Adenda Lacaniana, introducimos la utilización que hizo Lacan del “caso Joyce” para explicar cómo mantuvo, mediante el doble anudamiento que le proporcionó su escritura y el particular lazo con Nora, una suerte de estabilidad en su desequilibrio. Analizaremos allí las enseñanzas que el “saber hacer” joyceano nos ha deparado y de cómo Lacan supo extrapolarlo, generalizando el concepto de sinthome, para constituirse en una lección para todos, más allá de las limitaciones estructurales que imponía la psiquiatría clásica. Pensado de esta manera, el sinthome se convierte en una aspiración común a todos para tratar con aquello que nos sobrepasa, lo traumático de nuestra experiencia, aquello que escapa a toda captura simbólica y que recibe desde Lacan el nombre de real. El sinthome sería el buen uso que podemos construir del inevitable encuentro con lo traumático.

El funcionamiento de este telar atípico que era Joyce centró la atención de Lacan en su último empeño, en su decidida apuesta, por herética que ésta sea, por las soluciones específicas de cada sujeto. De ahí que resulte tan acertado el juego homofónico que hizo transformando la palabra sinthome en saint-homme,[2] elaborado a partir de la especial ligazón entre Joyce y Santo Tomas de Aquino, pero universalizado después, como recoge Luke Thurston: “Más que un objeto o caso teórico, Joyce se convierte en un saint-homme ejemplar que, al rechazar cualquier solución imaginaria, pudo inventar un nuevo modo de usar el lenguaje para organizar el goce.”[3]

[1] El guiño con la ordenación de Alicia a través del espejo no fue deliberado, lo cual no exime de la deuda con uno de los textos claves para entender el trabajo de la palabra y el juego de su descomposición.

[2] Cfr. LACAN, J.: El Seminario. Libro 23: El sinthome, Paidós, Buenos Aires, 2006, p. 15.

[3] THURSTON, L.: Sinthome, en EVANS, D.: Diccionario introductorio de psicoanálisis lacaniano, Paidós, Buenos Aires, 2000, p. 181.

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