Cuerpo y melancolía

CUANDO EL CUERPO DE THOMAS BERNHARD, COMO ORGANISMO, TOMÓ LA INICIATIVA.

(Artículo publicado en Cuadernos de Psicoanálisis. Revista del Instituto del Campo Freudiano en España, nº 36, Un real en la experiencia analítica, pág. 171-182).

bernhardHace ya unos años que me interrogo sobre el escritor austríaco Thomas Bernhard, sin haber podido llegar a formular, hasta ahora, cuál sería la pregunta en cuestión. Por un lado estaban las preocupaciones por la clínica, inicialmente, si Bernhard podía enseñarnos algo en relación con el cuerpo y la enfermedad. Por otro, su particular estilo literario. Me llamó la atención el modo en que relata sus intervenciones quirúrgicas, llamativamente descarnadas, y una dependencia de los fármacos que justifica el calificativo de enfermo profesional que diera su traductor Miguel Sáenz en su magnífica biografía[1]. Bernhard, que decía haber aprendido de su abuelo que la enfermedad era una invención, busca la compañía, en este sentido, de autores como Pascal y Novalis. Con una cita de este último arranca, por ejemplo, el cuarto libro autobiográfico, El frío, aquel que dedica a su estancia en el sanatorio para tuberculosos: “Toda enfermedad puede llamarse enfermedad del alma”[2]. Al principio me había preguntado si su relación con las enfermedades no podía ser una forma de suplencia de una psicosis no desencadenada. A partir de aquella precaria hipótesis inicial, volví a retomar recientemente su lectura intentando que esta preocupación dialogara con su escritura, caracterizada por ese tono suyo tan insistente, torturante para algunos, tan atraído por obtener la fórmula y su repetición. Finalmente, en lo referido a la clínica, la balanza se decantó de otro lado a medida que decidí tomar al pie de la letra algunas alusiones a la lógica, entendida como sentido causal, sobre la sucesión de hechos, como también formal, de una escritura que confiesa ser la solución matemática de su vida. Bernhard parecía insistir en que podía enseñarnos más sobre estados morbosos y melancolía.

Para este acercamiento inicial a la figura de Thomas Bernhard he utilizado sus textos, en especial aquellos considerados autobiográficos, aquellos en los que la interrogación sobre sí alcanza unas cotas inigualables. Creo que había que partir de este extraordinario esfuerzo por mostrar una verdad, tan ansiada como imposible, escuchando a alguien que nos habla desde un lugar único: “Me parece como si yo existiera en calidad de zahorí en mi propia mente. ¿Soy una pieza o una víctima de la máquina de la existencia que gira cada vez más aprisa, fracturando y triturando cuanto hay en ella?, me pregunto. No hay respuesta”[3].

El pivote que me ha servido como punto nodal sobre el que girar ha sido el momento de la caída en la enfermedad. El camino trazado es el de plantear primero, a partir de los mencionados aportes autobiográficos, que nos encontramos, –al menos esta ha sido mi manera de entenderlo–, ante el resultado de una forclusión inicial, cuya estructura logra mantenerse sin grandes avatares hasta la adolescencia mediante una identificación imaginaria. El contexto precedente a esa caída se sitúa en la entrada en la adolescencia, cuando la idea del suicidio, presente desde la infancia, se torna cotidiana. No obstante, consigue hacer algo que se convertirá después en seña de identidad: huir y dejar atrás, geográficamente atrás, aquello que es vivido como un encierro. En aquel entonces lo que deja atrás es el internado, del que huye marchando en otra dirección, con la certeza de un acierto definitivo. Así, después de este irrevocable rechazo a toda institución de enseñanza, un lugar de autoridad y disciplina imposible para él, con 16 años Thomas Bernhard parece iniciar, orgulloso, una andadura propia, pero esta se verá truncada cuando le sobreviene la enfermedad. El momento del derrumbe hay que situarlo, siguiendo su indicación, en un momento lógico preciso, el ingreso hospitalario del abuelo, poco antes de cumplir Thomas los 18 años. Estando pegado a él, no tardará en seguirle, y lo hace casi hasta la muerte.

bernhard 1Después enlazaré con unas palabras sobre las querencias metonímicas del estilo de su escritura y, por último, intentaré apuntar algo sobre la hipótesis de que los fenómenos de cuerpo, en el caso de Bernhard, se inscriben en una perspectiva general de melancolía. Baste de momento un primer apunte sobre la lucidez con la que a este propósito se interroga, postrado en el sanatorio para tuberculosos: “Echado en la cama de espaldas con mi neumo abdominal, considerado no sólo por los médicos, sino también por los enfermos, como algo médicamente extraordinario, hinchado y, en general, impresentable, ahora tenía tiempo para reflexionar (…) ¿Mis abismos, mi melancolía, mi desesperación, mi musicalidad, mi perversidad, mi rudeza, mis rupturas sentimentales? ¿De dónde me viene, por una parte, la seguridad absoluta, por otra el espantoso desamparo, la clara debilidad de carácter?”[4] Esta desgarradura, que tiene lugar en el cuerpo y es exhibida como tal en su escritura, impregna todo recuerdo, toda vivencia, todo sueño. “Desde mi más tierna infancia, dice, mis sueños culminan siempre en ciudades deshechas, en puentes derrumbados y vagones de ferrocarril rotos que colgaban sobre el abismo”[5].

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La lista de sus enfermedades es larga: pleuresía húmeda, tuberculosis, tumores benignos, sarcoidosis, enfermedades renales, glaucoma. Pero, ¿cómo comenzó la relación de Bernhard con la enfermedad? Continuemos haciendo caso al propio escritor. Preguntado una vez sobre su sexualidad, Bernhard comentó que no le había interesado nunca, que cuando fue el tiempo de que eso se desarrollara, no pudo ser porque lo que sobrevino en él fue la enfermedad[6]. Esta caída en la enfermedad tuvo su vida pendiente de un hilo durante tres años, concretamente de los 18 a los 21 años. Bernhard contrapone, –veremos el papel que juega la contraposición en su escritura–, sexualidad y enfermedad, como dos caminos lógicamente incompatibles. Pero hay algo ahí que no cuadraba, pues no es a los 18 años cuando eso empieza, por lo general, a agitarse. ¿Qué hubo en su lugar en los años anteriores?

Bernhard escribió una serie de cinco libros llamados autobiográficos, que aparecen tras el éxito de una de sus mejores obras, Corrección, cuando tiene 45 años. En el primer y segundo libro relata los antecedentes de la caída en la enfermedad. Ésta será el objeto de estudio del tercer y cuarto libro, desde entonces obras cumbre de la literatura patológica. En el quinto rompe la linealidad y se retrotrae a una época anterior, su infancia con los abuelos. Este libro, que llamativamente arranca con su primera fuga, a la edad de ocho años, incluye también los recuerdos de la primera infancia y termina, cerrando así el ciclo, allí donde el primero de la serie había comenzado.

bernhard 4El tercer libro de la serie arranca con estas tres palabras: “Era sólo lógico…”. Pero, para entender la lógica de esta impresionante cita, vamos a situarla antes brevemente. En el primer libro de la serie, El origen, Bernhard había descrito su período de estudiante en Salzburgo, que va desde su entrada en el internado nazi en octubre del 43 hasta su huida del instituto en el 47, de los 13 a los 16 años. El libro, que parece todo él la justificación del abandono académico, consta de dos partes, dedicadas a las figuras de los dos directores de las escuelas: la una nacionalsocialista, durante la guerra; y la otra, católica, tras la derrota de Alemania. Pero, para él, éstas son meras diferencias nominales. El autor resuelve esta contraposición transformándola en una adición: la sociedad salzburguesa no ha dejado de tener, una y otra, dice, estas dos enfermedades del espíritu, el nacionalsocialismo y el catolicismo. A los 16 años toma la primera gran decisión de su vida, su definitivo apartamiento del, así llamado, abyecto sistema educativo, descrito como si dejase atrás la muerte y optara por la vida. Decisión extremadamente difícil porque con ella iba a decepcionar a la única persona a la que, como él dice, realmente quería, su abuelo. Y aunque esta decisión dice tomarla por estricta fidelidad a las enseñanzas del reconocido por él como su único maestro, lo que subyace es su imposibilidad de hacer lazo con el otro, no sólo con la institución. Leemos, por ejemplo: “El convivir con los otros internos fue siempre un convivir con el pensamiento del suicidio, en primer lugar con el pensamiento del suicidio y sólo en segundo lugar con lo que había que aprender o estudiar”[7]. Allí, el pensamiento del suicidio, en el que fue introducido por su abuelo, lo ocupaba ininterrumpidamente, por utilizar una de sus palabras fetiche, y sólo logró identificarse con los dos máximos objetos de burla de la escuela, un compañero tullido y un profesor de cuya extrema fealdad se reían todos, profesores incluidos.

bernhard 3El segundo libro, El sótano, arranca con la mencionada decisión, la de optar por la dirección opuesta. No cualquier otra dirección, sino, dice, la dirección opuesta[8], haciendo de esto el leitmotiv de esta segunda entrega. Un día salió de casa hacia del instituto y, a mitad de camino, cambió de dirección, se fue a la oficina de empleo y fue rechazando todos los puestos de aprendiz que le ofrecían hasta que le dieron uno en la dirección que solicitaba, la que conducía al barrio más degradado de Salzburgo, portada habitual de los periódicos por sus tragedias y asesinatos, justo en la dirección opuesta a la del instituto. Como aprendiz en una tienda de comestibles trabajó durante 2 años hasta que una tarde de invierno, descargando en mitad de un temporal de nieve un camión de patatas, se resfrió. A partir de ahí comienza un período de varios meses donde no termina de sanar, no se cuida y tiene varias recaídas. En ese estado de suspensión sucede lo que relata al comienzo del tercer libro, El aliento.

“Era sólo lógico, eso lo comprendió pronto el joven de dieciocho años no cumplidos, después de los acontecimientos y sucesos que ahora anoto con deseo de ser verídico y claro, que yo mismo enfermara, después de enfermar súbitamente mi abuelo y haber tenido que ir al hospital, (…) pasando por delante de su ventana, detrás de la cual lo observaba yo, desde luego en un estado de ánimo afectivo e intelectual triste y melancólico, después de haberme despedido, sin saber adónde lo llevaba ese paseo a él, la única persona a la que realmente quería. (…) Debió de resultarme claro que, en aquel instante, se había producido un giro decisivo en nuestra existencia. Mi propia enfermedad, no totalmente curada a causa de mi continua irritación con los estados morbosos, se había declarado de nuevo, y de hecho con violencia francamente aterradora. Con fiebre y, al mismo tiempo, en un doloroso estado de ansiedad, ya al día siguiente de haber ido mi abuelo al hospital fui incapaz de levantarme e ir al trabajo.” [9]

Bernhard, que no tenía habitación propia, es trasladado al cuarto del abuelo; y desde allí no para de quejarse mientras es calificado por su madre y su abuela de simulador. Dos días después entra en coma y es trasladado de urgencia al mismo hospital donde ingresara su abuelo, diagnosticándosele una grave pleuresía húmeda. Le hacen una punción y le extraen de la caja torácica tres litros de un líquido gris amarillento. Operación convertida pronto en rutinaria. En fin, este fue el inicio de ese decisivo período de tres años en los que pasaría de la pleuresía húmeda a la tuberculosis y en los que conocería por los periódicos la muerte de su abuelo, semanas después de su ingreso, y la de su madre, al año siguiente. Es sólo después de llegar a estar totalmente desahuciado, que Bernhard decide optar por vivir. Decide otra vez ir en la dirección opuesta, ir contra la, así llamada, torpeza infinita de los médicos y curarse. Esta vez contará con una fiel aliada, Hedwig Stavianicek, “la tía”, una mujer casada, 35 años mayor que él, con la que entabla amistad en el hospital y sin la que difícilmente hubiera conseguido la constancia para poder escribir. Aunque no podemos extendernos aquí sobre esta relación, hay que entenderla como relevo imaginario, haciendo verdaderamente serie con el abuelo. Bernhard la llamaba “el ser de mi vida” y, pese a estar casada (o por ello), fue la única persona con la que consiguió tener períodos de convivencia. La tía fue una mujer longeva que vivió hasta poco antes de morir el propio escritor. Tras su muerte Bernhard se sumió en una profunda depresión de la que ya no saldría. El sello simbólico de una relación adosada tan particular vino después de su muerte. Bernhard fue enterrado en la tumba donde yacían ya los restos de ella y de su marido. En la lápida se pueden leer uno tras otros los tres nombres, testimonio paradójico de la inexistencia de triangulación.

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bernhard biografíaVayamos ahora a la infancia para intentar entender la fatal encrucijada de su adolescencia. Thomas Bernhard no nació en Austria sino en un pueblo de Holanda, en 1931, donde su madre, acompañada por su pareja, se había trasladado buscando trabajo. A los pocos meses el padre del niño los abandona y no se vuelve a saber de él. Madre y bebé regresan a Austria. El pequeño es confiado a los abuelos maternos con quienes vivirá hasta los 7 años. En ese período, la madre los visita dos o tres veces al año. El niño parece feliz acompañando a su abuelo en sus paseos.

Su adorado abuelo, quien sólo al final de su vida pudo ganar algo de dinero con sus libros, estaba obsesionado con hacer, de su hija primero y de su nieto después, grandes figuras del arte. Thomas tomaría de él dos tipos de insignia. La primera, la herramienta de la escritura, y entiéndase también en su literalidad, pues es con su máquina de escribir con la que trabajaría. “Sólo existía cuando escribía, mi abuelo, el escritor, había muerto, ahora tenía que escribir yo, ahora yo tenía la posibilidad de escribir”[10]. Lo hace, y así enlazamos con su segunda insignia, para plasmar el rechazo casi general a toda sociedad. Leemos: “…tenemos que existir simplemente contra todo o no existir ya, y yo tuve la fuerza de existir contra todo…”[11]. Observamos cómo esta segunda se pega a la primera a modo de reverso. Se trata de una fascinación por la destrucción y por el pensamiento del suicidio, con el que el propio abuelo amenazaba y tiranizaba a toda la familia; amenaza que, debido a antecedentes familiares, debía de resultar bastante creíble. “Sólo por amor a mi abuelo, escribe, no me maté en mi infancia, (…) el mundo fue para mí durante muchos años un peso inhumano que amenazaba aplastarme ininterrumpidamente”[12]. O, también: “… Me hubiera matado mil veces si mi desvergonzada curiosidad no me hubiera mantenido en la superficie terrestre. Nada he admirado más durante toda mi vida que a los suicidas… Me desprecio por seguir viviendo.”[13]

Su abuela tampoco se quedaba corta en sus aficiones. Llevaba al pequeño Thomas varias veces por semana a los cementerios para ver a los cadáveres expuestos, lo cogía y lo alzaba diciéndole lo ves, lo ves, hasta que el niño rompía a llorar. Continuo visitante, después, de cementerios, no es de extrañar que Thomas apuntara ya maneras desde su niñez. Veamos su máximo divertimento infantil, que el propio Bernhard nos lo conecta con su escritura. De pequeño se escondía en el cuarto de las escobas y esperaba pacientemente a que pasara su abuela, entonces dejaba caer el brazo lentamente para darle un susto de muerte. “Lo bueno, dice, es que nunca fallaba. Para ello había que esperar el mejor momento, no podía hacerlo todos los días, así es que pensaba, ahora ya se le habrá olvidado, y lo volvía a hacer. Mi escritura sigue el mismo principio, no se puede arremeter siempre y todo el tiempo contra los mismos, pierde su efecto.”[14]

Entremedias su madre se casa y tiene dos hijos con Emil Fabjan, quien aceptará figurar sólo como tutor del chico. A los 7 años se produce de manera traumática la vuelta a un hogar que nunca existió. El pequeño Thomas se va a vivir con su madre y su tutor y empieza una enuresis que le acompañará durante años, motivo de continuas humillaciones por parte de su madre. La convivencia con la madre es descrita como difícil en el grado más alto. Los latigazos dejaron pronto de afectarle, pero los insultos no los olvidaría nunca. “Ella me corregía, pero no me educaba (…). Con sus palabras diabólicas ella conseguía su objetivo, estar tranquila, pero por otra parte así me precipitaba cada vez en el más horrible de todos los abismos, del que luego, en toda mi vida, no he podido salir.”[15]

Sobre su madre, una de sus amigas nos dejó esta descripción: “Melancólica y depresiva, totalmente a la merced del egoísmo de su padre y del chantaje lacrimoso de su madre”[16]. Ella misma se decía sometida a su padre y tras la muerte de éste enfermó y murió.

Sobre la relación de Thomas Bernhard con su madre, éste escribió: “Cuando ella me veía, veía a mi padre, su amante, que la dejó plantada. Veía en mí con demasiada claridad a quien la destruyó, el mismo rostro. El parecido era asombroso. Mi cara no sólo se parecía a la cara de mi padre, sino que era la misma cara.”[17]

¿Y su padre? ¿De quién era él ese doble? Una de las cosas que más desataba la cólera de su madre era que el niño preguntara por su padre. Enseguida se le prohibió terminantemente preguntar por él. Pensó que debía de ser un criminal. Sus pesquisas concluyeron en un episodio acaecido a los 16 años. Thomas localiza a sus abuelos paternos y les visita, éstos describen a su hijo como una persona abyecta y reniegan de él. Le dan una foto que le asusta por su parecido. No es que se le pareciera, era su mismo rostro. Se entera además de que murió en extrañas circunstancias siete años atrás. De vuelta a casa cuenta dónde ha estado, su madre lo golpea y quema la foto. Bernhard comprendió, dice, que nunca más volvería a preguntar por él.

bernhard 2Pese a este intento por ubicarse en la filiación, mi hipótesis es que sus preguntas toparon con obstáculos insalvables que reflejaban una imposibilidad inicial, la de poder inscribirse en el deseo de los padres y de poder entrar, así, en el universo de la significación fálica. En definitiva, que tuvo pocas herramientas para poder hacer un recorrido por la carretera principal.[18] No creo que haya una estructuración edípica del deseo y que en su lugar se valió de este apoyo imaginario, el abuelo, al que se engancharía de por vida a través de la escritura. Me ha parecido que consigue dejar algo de la identificación al objeto de desecho al volcar sobre el Otro la inmundicia, consiguiendo hacer parte de este trasvase fuera de sí, aunque en esta tarea el cuerpo no le siga. “Toda mi vida como existencia no es otra cosa que un molestar y un irritar ininterrumpidos.”[19]Creo que este rasgo permite pensar en una verdadera suplencia, por crear una relación al Otro que le posibilita la separación con respecto al infatigable autorreproche del melancólico. Veámoslo en una famosa cita:


“Somos procreados, pero no educados, con todo su embrutecimiento, nuestros procreadores, después de habernos procreado, actúan contra nosotros, con toda la torpeza destructora del ser humano, y lo arruinan todo, ya en los tres primeros años de su vida, en ese nuevo ser, del que no saben nada, sólo, si es que lo saben, que lo han hecho aturdida e irresponsablemente, y no saben que, con ello, han cometido el mayor de los crímenes. Con una ignorancia y una vileza completas, nuestros progenitores, y por tanto nuestros padres, nos han echado al mundo y, una vez que estamos ahí, no pueden con nosotros, todos sus intentos de poder con nosotros fracasan, pronto renuncian, pero siempre demasiado tarde, siempre sólo en el instante en que hace tiempo que nos han destruido…”
[20].

3

bernhard-el-origenIntentaremos ahora avanzar algo en la otra lógica, la de su estilo literario. De entrada, lo que quizá más sorprende de la escritura de Thomas Bernhard es su capacidad para mantener ese característico impulso en un imposible crecendo durante páginas enteras. Ordena y reordena y vuelve a formular, una y otra vez, buscando elementos que mantengan o aumenten la contundencia buscada. Me ha parecido que, como en Joyce no se trata de un simple apego al retruécano, lo que está en juego en Bernhard también es de otro orden. Sin embargo, este orden no muestra, aparentemente, un desafecto con relación al inconsciente; la comprensión es sencilla y el efecto de catarsis de sus textos nos puede resultar muy familiar. ¿De qué orden particular se trata entonces? Bernhard construye a base de: repetición y adición; paralelismo y contraposición; continuidades y rupturas. Partamos de un ejemplo sencillo: “En la habitación de los zapatos está solo consigo mismo y solo con sus pensamientos de suicidio, que comienzan al mismo tiempo que sus ejercicios de violín. En resumen, un lugar, un pensamiento y una acción, pero que ya apunta a una contigüidad, donde habitación de los zapatos, pensamientos de suicidio y ejercicios de violín, vienen a ser una misma cosa, tan compacta como amenazante. A continuación se entrega a un desarrollo que parece sin freno posible: “Así, el entrar en la habitación de los zapatos, que es, sin duda alguna, el cuarto más horrible de todo el internado, es para él un refugiarse en sí mismo, con la excusa de practicar el violín, y practica el violín con tanta fuerza en la habitación de los zapatos que, durante los ejercicios de violín en la habitación de los zapatos, teme ininterrumpidamente que la habitación de los zapatos explote en cualquier momento…”[21]. Como decíamos, Bernhard puede continuar así páginas enteras, sumando nuevos elementos a modo de nuevos instrumentos que repetirán más o menos los mismos compases. El problema viene de la enorme dificultad que tiene a la hora de introducir una detención, al tiempo que esta resulta imprescindible para que el efecto buscado, su arremeter, no se debilite y pueda relanzarse de nuevo. Creo que para ello necesita un hallazgo y lo encuentra en la contraposición, en la tensión radical que establece entre dos polos nítidamente opuestos. Esta sería la piedra angular de su escritura, su nervadura significante[22].

Creo que con ella construye su único lazo posible con el otro y que sin ella el deslizamiento sería imparable. Él mismo parece confesárnoslo cuando nos habla de la intensa introspección a la que se entrega en el sanatorio: “Esas contraposiciones tenían que salvarme (…) La contraposición me salvó y a ella se lo debo todo”[23]. Bernhard es plenamente consciente de haber dado con una fórmula. Además, en el siguiente libro nos aporta una nueva precisión hablándonos del descubrimiento de la lectura, nos dice haber entonces encontrado en la literatura nada menos que la solución matemática de la vida[24]. Aunque entonces no se refiere directamente a la contraposición, el estricto paralelismo de las dos citas creo que nos autoriza a concluir que esta solución matemática se plasma en la contraposición. Sólo con ella parece conseguir una calma que, por otra parte, no nos resulta sorprendente, pues lo que ahí observamos es la emergencia de la estructura simbólica misma, una oposición de términos que crea una dialéctica en sustitución de la relación con el objeto, esto es, la creación del símbolo, con su inmediato efecto pacificador. Y como toda fórmula, es inapelable, una sentencia. Por ello, lo que no hace es abrir un diálogo con el otro, su logro no llega a eso: no hay intercambio sino deposición. Nos dejará, por ejemplo, el deseo de verdad es la vía más rápida para la falsificación; o también, morimos a partir del instante en que nacemos.Y en ese arte matemático Bernhard alcanza una soltura difícil de igualar. Obtendrá fórmulas tan lúcidas como sencillas, como cuando en El sobrino de Wittgenstein, comparando a Paul, el sobrino, con su tío, el filósofo Luwdig, hace una triple contraposición diciendo que, mientras Luwdig se guardó para sí toda su locura y dio al mundo toda su genialidad, Paul se guardó para sí toda su genialidad y entregó al mundo toda su locura.

A esta característica se suma, como veíamos, la de la intensidad, valiéndose de la adición y de la repetición, para cargar cada segmento de frase de toda significación posible, y de jugar a continuación con ellas, musicalmente, como si todos los segmentos fueran los acordes álgidos de la quinta sinfonía. Bastará leer una frase, describiendo Salzburgo, para apreciar el efecto cubista que consigue con enrevesadas subordinaciones, una suma de múltiples bloques sonoros que sólo las comas puntúan. Un permanente cha-cha-cha-chán, donde al aire de certeza se suma la imposibilidad de introducir un vacío, todo puesto al servicio del mencionado arremeter.

“Las condiciones meteorológicas extremas, que irritan y debilitan continuamente y, en cualquier caso, enferman siempre a las personas que viven en ella, por una parte, y la arquitectura salzburguesa, que en esas condiciones produce unos efectos cada vez más devastadores en la constitución de las personas, por otra, ese clima prealpino, que oprime a todas esas personas dignas de compasión, de forma consciente o insconsciente pero, en sentido médico, siempre dañina y, en consecuencia, que las oprime en su mente y su cuerpo y en todo su ser, al fin y al cabo totalmente a la merced de esas condiciones naturales, y con brutalidad increíble produce una y otra vez esos habitantes irritantes y debilitantes y enfermantes y humillantes e insultantes y dotados de una gran vileza y abyección, engendran una y otra vez a esos salzburgueses de nacimiento o llegados de fuera que, entre sus muros fríos y húmedos, amados con predilección por el aprendiz y estudiante que fui hace treinta años en esa ciudad, pero odiados por experiencia, se entregan a sus estúpidas terquedades, absurdidades, barbaridades, asuntos brutales y melancolías, y constituyen una inagotable fuente de ingresos para todos los médicos y empresarios de pompas fúnebres posibles e imposibles.”[25]

4

S20 lacanPara terminar, volviendo a la clínica, quizá podríamos decir que Bernhard no construyó un cuerpo en el sentido de a-natomía, por seguir un juego lacaniano del Seminario 20[26]. Si el hábito recubre el cuerpo, entendido como agujero, como objeto a[27], aquí no hubo extracción del objeto que construyera el vacío necesario para atrapar las pulsiones en sus bordes, no hubo suficiente simbólico para agujerear esa superficie. Por ello el organismo quedó como una planicie donde el goce campó a sus anchas. La ausencia de significación fálica no permitió a Bernhard esa separación corporal, –destinada a impedir o limitar que los órganos se pongan a significar por su cuenta–, quedando el organismo significantizado en su conjunto[28]. De ahí que veamos al organismo yendo radicalmente por libre, tratado como algo separado, algo que descarriló un día en la adolescencia, en un momento lógico preciso.

En síntesis, el ir en la dirección opuesta, que concreta en términos de arremeter siempre y todo el tiempo, creo que hace de suplencia de la melancolía al permitirle un hacer diferente, más allá de la habitual identificación al objeto de desecho. Sin embargo, la forma escritural que toma la suplencia no consigue anudar algo soltado en lo imaginario, por lo que no fue suficiente para construirse un cuerpo.

NOTAS:

[1] Sáenz, M., Thomas Bernhard. Una biografía. Siruela, 1996.

[2] Bernhard, T., El frío. Anagrama, 1985, p. 7.

[3] Bernhard, T., El sótano. Anagrama, 1984, p. 134.

[4] Bernhard, T., El frío. Anagrama, 1985, p. 106-7.

[5] Bernhard, T., Un niño. Anagrama, 1987, p. 19.

[6] Cfr. Fleischmann, K. (comp.), Thomas Bernhard: Un encuentro. Tusquets, 1998. (He seguido en este punto esta línea interpretativa sustentada en el abundante material aportado por Miguel Sáenz. No obstante, también podemos encontrar otras referencias parcialmente contradictorias en las conversaciones con Kurt Hofmann).

[7] Bernhard, T., El origen. Anagrama, 1984, p. 24.

[8] Bernhard, T., El sótano. Anagrama, 1984, p. 19.

[9] Bernhard, T., El aliento. Anagrama, 1985, p. 9-10.

[10] Bernhard, T., El frío. Anagrama, 1985, p. 136.

[11] Bernhard, T., El sótano. Anagrama, 1984, p. 25.

[12] Bernhard, T., Un niño. Anagrama, 1987, p. 121.

[13] Bernhard, T., El frío. Anagrama, 1985, p. 62.

[14] Bernhard, T., El origen. Anagrama, 1984, p. 47.

[15] Bernhard, T., Un niño. Anagrama, 1987, p. 44-5.

[16] Sáenz, M., Thomas Bernhard. Una biografía. Siruela, 1996, p. 26.

[17] Bernhard, T., Un niño. Anagrama, 1987, p. 34.

[18] Lacan, J., Seminario 3. Las psicosis, Paidós, 2012, p. 418-9.

[19] Bernhard, T., El sótano. Anagrama, 1984, p. 37.

[20] Bernhard, T., El origen. Anagrama, 1984, p. 77.

[21] Bernhard, T., El origen. Anagrama, 1984, p. 19-20.

[22] Lacan, J., Seminario 3. Las psicosis, Paidós, 2012, p. 238, 284-6.

[23] Bernhard, T., El sótano. Anagrama, 1984, p. 119.

[24] Bernhard, T., El aliento. Anagrama, 1985, p. 136.

[25] Bernhard, T., El origen. Anagrama, 1984, p. 13-4.

[26] Lacan, J., Seminario 20. Aun, Paidós, 1981, p. 114.

[27] Lacan, J., Seminario 20. Aun, Paidós, 1981, p. 14.

[28] Cfr. Seminario de investigación: El cuerpo en psicoanálisis, EIM, 2001. (Véanse los trabajos de Gustavo Dessal y de Amanda Goya. En éste último se recoge la expresión de Miller sobre la esquizofrenia como “una significación generalizada del cuerpo”).

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