La comunidad que viene

I. CUALSEA

El ser que viene es el ser cualsea. En la enumeración escolás­tica de los trascendentales (quodlibet ens est unum, verum, bo­num seu perfectum, cualquiera ente es uno, verdadero, bueno o perfecto), el término que condiciona el significado de todos los demás, a pesar de quedar él mismo impensado en cada caso, es el adjetivo quodlibet. La traducción habitual en el sentido de «no importa cuál, indiferentemente» es desde luego correcta, pero formalmente dice justo lo contrario del latín: quodlibet ens no es «el ser, no importa cuál», sino «el ser tal que, sea cual sea, im­porta»; este término contiene ya desde siempre un reenvío a la voluntad (libet): el ser cualse-quiera está en relación original con el deseo.

El cualsea que está aquí en cuestión no toma, desde luego, la singularidad en su indiferencia respecto a una propiedad común (a un concepto, por ejemplo: ser rojo, francés, musulmán), sino sólo en su ser tal cual es. Con ello, la singularidad se desprende del falso dilema que obliga al conocimiento a elegir entre la in­efabilidad del individuo y la inteligibilidad del universal. Pues lo inteligible, según la bella expresión de Gerson, no es ni el uni­versal ni el individuo en cuanto comprendido en una serie, sino la «singularidad en cuanto singularidad cualsea». En ésta, el ser-cual está recobrado fuera de su tener esta o aquella propiedad, que identifica su pertenencia a este o aquel conjunto, a esta o aquella clase (los rojos, los franceses o los musulmanes); el ser-cual está retomado no respecto de otra clase o respecto de la simple ausencia genérica de toda pertenencia, sino respecto de su ser-tal, respecto de la pertenencia misma. Así, el ser-tal que permanece constantemente escondido en la condición de perte­nencia (existe un x tal que pertenece a «y») y que en modo al­guno es un predicado real, sale él mismo a la luz: la singularidad expuesta como tal es cual-se-quiera, esto es, amable.

El amor no se dirige jamás hacia esta o aquella propiedad del amado (ser blanco, pequeño, dulce, cojo), pero tampoco pres­cinde de él en nombre de la insípida abstracción (el amor uni­versal): quiere la cosa con todos sus predicados, su ser tal cual es. El amor desea el cual sólo en tanto que es tal y éste es su particular fetichismo. Así, la singularidad cualsea (lo Amable) no es jamás inteligencia de algo, de esta o aquella cualidad o esen­cia, sino sólo inteligencia de una inteligibilidad. Ese movimiento, que Platón describe como la anamnesis erótica, transporta el objeto no hacia otra cosa y otro lugar, sino a su mismo tener lu­gar, hacia la Idea.

II. DEL LIMBO

¿De dónde proceden las singularidades cualsean?; ¿cuál es su reino? Las cuestiones de Tomás de Aquino sobre el limbo con­­­enen los elementos para una respuesta. Según el teólogo, de hecho, la pena de los niños no bautizados, muertos sin otra culpa que el pecado original, no puede ser una pena de aflic­ción, como la del infierno, sino sólo una pena privativa, que consiste en su perpetua carencia de la contemplación de Dios. Pero los habitantes del limbo, a diferencia de los condenados, no experimentan dolor por esta carencia: puesto que sólo tienen conocimiento natural, y no el supranatural que viene implantado en nosotros por el bautismo, no tienen conciencia de estar pri­vados del sumo bien, o, si lo saben, (como admite una opinión diferente) no pueden lamentarse más de lo que un hombre ra­zonable se condolería por no poder volar. Si experimentasen dolor, desde luego, y puesto que sufrirían por una culpa de la que no pueden enmendarse, su dolor acabaría por llevarles a la desesperación, como sucede con los condenados. Todo esto no sería justo. Más aún, sus cuerpos, como los propios de los bien­aventurados, son impasibles sólo en aquello relativo a la acción de la justicia divina; en todo lo demás gozan plenamente de sus perfecciones naturales.

La pena más grande —la carencia de la visión de Dios— se vuelca así en alegría natural: definitivamente perdidos, habitan sin dolor en el abandono divino. No es que Dios los haya olvi­dado, sino que ellos lo han olvidado a Él desde siempre, y el descuido divino resulta impotente contra su olvido. Como cartas que han quedado sin destinatario, estos resucitados han que­dado sin destino. Ni bienaventurados como los elegidos, ni des­esperados como los condenados, están llenos de una alegría para siempre sin destinación.

Esta naturaleza límbica es el secreto del mundo de Walser. Sus creaturas están irreparablemente extraviadas, pero en una región situada más allá de la perdición y de la salvación: su nulidad, de la que están orgullosos, es ante todo neutralidad respecto a la salvación, la objeción más radical que jamás se levantó contra la idea misma de la redención. Propiamente insalvable es, desde luego, la vida en la que no se ve nada que salvar y contra ella naufraga la poderosa máquina teológica de la «economía» cris­tiana. De ahí la curiosa mezcla de pillería y de humildad, de in­consciencia de toon y de escrupulosa acribia que caracteriza a los personajes de Walser; de aquí procede su ambigüedad, por la cual toda relación con ellos parece siempre condenada a ter­minar en la cama: no se trata ni de Hybris pagana ni de timidez de las creaturas, sino sencillamente de una impasibilidad límbica frente a la justicia divina.

Como el condenado liberado en la colonia penal de Kafka, que ha sobrevivido a la destrucción de la máquina que debía ajusticiarlo, ellos han dejado atrás el mundo de la culpa y de la justicia: la luz que se derrama sobre sus frentes es aquella — irreparable— del alba que sigue al día más nuevo del juicio. Pero la vida que comienza en la tierra tras el último día es senci­llamente la vida humana.

III. EJEMPLO

La antinomia entre lo individual y lo universal tiene su origen en el lenguaje. La palabra árbol nombra de hecho a todos los árboles, indiferentemente, en cuanto que supone el propio sig­nificado universal en lugar de los árboles singulares inefables (terminas supponit significatum pro re). Por tanto, la palabra transforma la singularidad en miembro de una clase, cuyo sen­tido define La propiedad común (la condición de pertenencia a E). La fortuna de la teoría de conjuntos en la lógica moderna procede del hecho de que la definición del conjunto es simple­mente la definición de la significación lingüística. La compren­sión en un todo M de los objetos singulares distintos m, no es otra cosa que el nombre. De ahí las paradojas insolubles de las clases, que ninguna «brutal teoría de los tipos» puede pretender disolver. Las paradojas definen, de hecho, el lugar del ser lin­güístico. Éste es una clase que pertenece y, en conjunto, no pertenece a sí misma, y la lengua es la clase de todas las clases que no pertenecen a sí mismas. Puesto que el ser lingüístico (el ser dicho) es un conjunto (el árbol) que al mismo tiempo es una singularidad (el árbol, un árbol, este árbol), la mediación del sentido, expresada en el símbolo E, no puede en modo alguno llenar el hiato en el que sólo el artículo alcanza a moverse con soltura.

Un concepto que escapa a la antinomia entre el universal y el particular y que resulta siempre familiar: eso es el ejemplo. En cualquier ámbito que haga valer su fuerza, lo que caracteriza al ejemplo es justo que vale para todos los casos del mismo género y, en conjunto, incluso entre ellos. El ejemplo es una singulari­dad entre las demás, pero que está en lugar de cada una de ellas, que vale por todas. Por una parte, todo ejemplo viene tra­tado, de hecho, como un caso particular real; pero, por otra, se sobreentiende que el ejemplo no puede valer en su particulari­dad. Ni particular ni universal, el ejemplo es un objeto singular que, por así decirlo, se hace ver como tal, muestra su singulari­dad. De ahí la pregnancia del término griego para ejemplo: para-deigma, esto que se muestra ahí al lado (como en alemán Bei-spiel, lo que se juega ahí al lado). Así, el lugar propio del ejem­plo es siempre el lado de sí mismo, en el espacio vacío en que despliega su vida incalificable e imprescindible. Esta vida es la vida puramente lingüistica, Incalificable e imprescindible es sólo la vida en la palabra. El ser ejemplar es el ser puramente lingüís­tico. Ejemplar es esto que no viene definido por ninguna pro­piedad excepto la de ser dicho. No el ser-rojo, sino el ser-dicho­rojo; no el ser-Jakob, sino el ser-llamado-Jakob: esto es lo que define el ejemplo. De aquí procede su ambigüedad, en cuanto nos decidamos a tomarlo verdaderamente en serio. El ser-dicho —la propiedad que funda todas las posibles pertenencias (el ser-dicho italiano, perro, comunista)—, también es de hecho lo que puede cuestionarlo todo radicalmente. El ser dicho es lo Más Común que rompe toda comunidad real. De ahí la impotente omnivalencia del ser cualsea. No se trata ni de apatía, ni de promiscuidad, ni de resignación. Estas singularidades, sin em­bargo, comunican sólo en el espacio vacío del ejemplo, sin estar ligadas por propiedad alguna común, por identidad alguna. Es­tán expropiadas de toda identidad para apropiarse de la perte­nencia misma, del signo e. Tricksters o haraganes, ayudantes o toons, esos son los ejemplares de la comunidad que viene.

IV. TENER LUGAR

El sentido de la ética se ilumina sólo cuando se comprende que el bien no es ni puede ser una cosa, o una posibilidad buena, al lado o más allá de toda cosa o posibilidad mala; que lo auténtico y lo verdadero no son predicados reales de un objeto, perfectamente análogos (aunque opuestos) a lo falso y a lo in­auténtico.

La ética comienza únicamente allí donde el bien se revela como no consistiendo en otra cosa que en el asimiento del mal, donde lo auténtico y lo propio no tienen otro contenido que lo inauténtico y lo impropio. Éste es el sentido del viejo motivo fi­losófico según el cual ventas patefacit se ipsam et falsum. La verdad no puede manifestarse a sí misma sino manifestando lo falso, que no resulta separado y repelido a un lugar distinto; al contrario, según el significado etimológico del verbo patefacere, que equivale a «abrir» y está conectado con spatium, la verdad se manifiesta sólo dando lugar a la no verdad, esto es, como tener lugar de los falso, como exposición de la propia e íntima impro­piedad.

Mientras que entre los hombres tuvo el bien y lo auténtico un lugar separado (eran parte), la vida sobre la tierra fue cierta­mente infinitamente más bella (todavía nosotros conocimos hombres que tenían parte de lo auténtico); todavía la apropia­ción de lo impropio era por esto mismo imposible, porque toda afirmación de lo auténtico tenía como consecuencia la remoción de lo impropio a otro lugar, contra el cual la moral volvía a le­vantar sus barreras de nuevo. La conquista del bien implicaba así necesariamente un crecimiento de la parte del mal que resultaba rechazada. A todo esfuerzo de los muros del paraíso correspon­día a un ahondamiento del abismo infernal.

Ante nosotros, a quienes no nos ha tocado parte alguna de propiedad (quienes, en el mejor de los casos, estamos ligados sólo a ínfimas parcelas de bien) se abre, quizás por primera vez, la posibilidad de una apropiación de la impropiedad como tal, una apropiación que no deje fuera de sí ningún residuo de la Gehenna.

En este sentido hay que comprender la doctrina libre-pensa­dora y gnóstica de la imposibilidad de pecar, propia del ser perfecto. Esta doctrina no significaba, según la grosera falsifica­ción de polemistas e inquisidores, que el perfecto tuviese la pretensión de realizar sin pecado los delitos más repugnantes (ésta es la perversa fantasía del moralista de todas las épocas); significaba, al contrario, que el perfecto se había apropiado de toda la posibilidad del mal y de la impropiedad, y por esto no podía hacer el mal.

Éste y no otro era el contenido doctrinal de la herejía que el 12 de noviembre de 1210 costó la hoguera a los seguidores de Amalrico de Bene. Amalrico interpretaba la frase del Apóstol se­gún la cual «Dios es todo en todo» como un radical desarrollo teológico de la doctrina platónica de la Chora. Dios está en cada cosa como el lugar en el que cada cosa es, o como la de­terminación y el carácter topológico de todo ente. El transcen­dente no es, por tanto, un ente sumo más allá de todas las cosas: antes bien, el transcendente puro es el tener lugar de cada cosa.

Dios, o el bien, o el lugar, no tiene lugar, sino que es el tener lugar de los entes, su íntima exterioridad. Divino es el ser gu­sano del gusano, el ser piedra de la piedra. Que el mundo sea, que cualquier cosa pueda aparecer y tener rostro, que existan la exterioridad, y el desocultamiento, como la determinación y el límite de cada cosa: esto es el bien. Y así mismo, también su ser irreparablemente en el mundo es lo que trasciende y expone lodo ente mundano. El mal, por su parte, es que el tener lugar de las cosas se reduzca a un hecho entre otros, el olvido de la transcendencia ínsita en el tener lugar mismo de las cosas. Res­pecto a éstas, el bien no está en un lugar distinto: es simple­mente el punto en el que ellas se aferran al propio tener lugar y tocan la propia materia intranscendente.

En este sentido —y sólo en éste— el bien debe ser definido como un autoasimiento del mal y la salvación como el advenir del lugar a sí mismo.

V. PRINCIPIUM INDIVIDUATIONIS

Cualsea es el materna de la singularidad y sin él no es posible pensar ni el ser ni la individuación. Es sabido cómo plantea la escolástica el problema del principium individnationis: frente a Tomás, que investiga su lugar en la materia, Scoto concibe la in­dividuación como un añadido a la naturaleza o forma común (por ejemplo, la humanidad); no otra forma o esencia o propie­dad, sino una ultima realitas, una «perfección» de la forma misma. La singularidad no añade nada a la forma común excepto un ser aquí, una haecitas(en palabras de Gilson: no se tiene aquí individuación en virtud de la forma, sino individuación de la forma). Pero así ocurre que, según Scoto, la forma o natura­leza común es indiferente a cualquier singularidad; por sí misma ella no es ni particular ni universal, ni una ni múltiple, sino «tal que no rechaza ser puesta con una cualsea unidad singular».

El límite de Scoto reside en que parece pensar la naturaleza común como una realidad anterior, a la que compete la propiedad de ser indiferente a cualquiera singularidad, y a la cual la insularidad vendría a añadir sólo la haecitas. De este modo, en él queda impensado justamente aquel quodlibet que es insepa­rable de la singularidad y, sin darse cuenta, hace de la indiferen­cia la verdadera raíz de la individuación. Pero la cualquieridadno es la indiferencia; ni tampoco es un predicado de la singula­ridad que expresa su dependencia de la naturaleza común. ¿Cuál es, entonces, la relación entre cualquieridad e indiferencia? ¿Cómo entender la indiferencia de la forma humana común res­pecto a los hombres singulares? ¿Qué es la haecitas que consti­tuye el ser del singular?

Sabemos que Guillermo de Champeaux, el maestro de Abe­lardo, afirmaba que «la idea está presente en los individuos sin­gulares non essentialiter, sed indifferenten. Y Scoto precisaba que no hay diferencia de esencia entre la naturaleza común y la haecitas. Esto significa que la idea y la naturaleza común no constituyen la esencia de la singularidad, que la singularidad es, en este sentido, absolutamente inesencial, y que, por tanto, el criterio de su diferencia debe buscarse en otro sitio que en una esencia o en un concepto. La relación entre común y singular no puede pensarse entonces por más tiempo como el permanecer de una esencia idéntica en individuos singulares, y el problema mismo de la individuación amenaza presentarse como un pseu­doproblema.

Nada más instructivo, en esta perspectiva, que el modo en el que Spinoza piensa lo común. Todos los cuerpos, dice (Etb., II, lema II), convienen en que expresan el atributo divino de la ex­tensión. Y sin embargo (por la proposición 37 ibid), lo que es común no puede constituir en ningún caso la esencia de la cosa singular. Decisiva es aquí la idea de una comunidad inesencial, de un convenir que no concierne en modo alguno a una esen­cia. El tener lugar, el comunicar a las singularidades el atributo de la extensión, no las une en la esencia, sino que las dispersa en la existencia.

El cualsea no se constituye por la indiferencia de la naturaleza común respecto a las singularidades, sino por la indiferencia del común y del propio, del género y de la especie, de la esencia y del accidente. Cualsea es la cosa con todas sus propiedades, nin­guna de las cuales constituye, empero, diferencia. La indiferencia respecto a las propiedades es lo que individualiza y disemina las singularidades y las hace amables (cualesquiera). Como la justa palabra humana no es ni la apropiación de un común (la lengua) ni la comunicación de un propio, así, el rostro humano no es ni el individualizarse de una faz genérica ni el universali­zarse de los rasgos singulares: es el rostro cualsea, en el cual esto que pertenece a la naturaleza común y esto que es propio son absolutamente indiferentes.

En este sentido debe ser leída la doctrina de aquellos filósofos medievales según los cuales el paso de la potencia al acto, de la forma común a la singularidad, no es un suceso cumplido de una vez por todos, sino una serie infinita de oscilaciones moda­les. El individualizarse de una existencia singular no es un hecho puntual, sino una linea generationis substantiae que varía en to­dos los sentidos según una gradación continua de crecimiento y de cesión, de apropiación y de impropiedad. La imagen de la lí­nea no es casual. Así como en la línea de escritura, el ductus de la mano pasa continuamente de la forma común de las letras a tos trazos particulares que identifican su presencia singular, sin que en ningún punto, a pesar de la acribia del grafólogo, se pueda trazar una frontera real entre las dos esferas, así, en un rostro, la naturaleza humana pasa de forma continua a la exis­tencia y justo esta incesante emergencia constituye su expresivi­dad. Pero, de forma igualmente verosímil, se podría decir lo con­trario, esto es, que de los cien particularismos que caracterizan mi manera de escribir la letra p o de pronunciar este fonema, se genera su forma común. Común y propio, género e individuo son únicamente las dos vertientes que se precipitan a los lados de la cima del cualsea. Como en la caligrafía del príncipe Myskin, en El idiota de Dostoyeswski, que puede imitar sin esfuerzo cual­quier escritura y firmar en nombre de otros («el humilde igú­meno Pafnuzio ha firmado aquí»), el particular y el genérico se tornan aquí indiferentes, y justo ésta es la «idiotez», esto es, la particularidad del cualsea. El paso de la potencia al acto, de la lengua a la palabra, del común al propio, se realiza cada vez en dos sentidos según una línea de destellos alternos en la que na­turaleza común y singularidad, potencia y acto se cambian los papeles y se compenetran recíprocamente. El ser que se genera sobre esta línea es el ser cualsea y la manera en que pasa del común al propio y de lo propio a lo común se llama uso, o tam­bién ethos.

VI. SOLAZ

Según el Talmud, cada hombre tiene dos lugares que le espe­ran, uno en el Edén y otro en el Gehinnom. El justo, después de ser hallado inocente, recibe en el Edén su sitio, más aquel sitio de su vecino que se ha condenado. El malvado, después de ser juzgado culpable, recibe en el infierno su parte, más aquella del vecino que se ha salvado. Por esto se escribe en la Biblia sobre los justos: «en su país recibirán el doble» y de los malvados «des­trúyelos con una doble destrucción».

En la topología de esta aggada, lo esencial no es tanto la dis­tinción cartográfica de Edén y Gehinnom, cuanto el sitio adya­cente que todo hombre recibe sin falta. Ya que en el punto en que cada unos alcanza su estado final y cumple su destino pro­pio, allí y por esto mismo, se encuentra en el sitio del vecino. Ser sustituible, estar como sea en el lugar del otro, se convierte así en lo más propio de toda creatura.

Hacia el final de su vida, el gran arabista Massignon, que de joven se convirtió felizmente al catolicismo en tierra islámica, fundó una comunidad que bautizó con el término árabe que de­signa la sustitución, Badaliya. El voto al que se consagraban sus miembros era el de vivir sustituyendo a alguien, esto es, el de ser cristianos en lugar de un otro.

Esta sustitución puede entenderse de dos modos. El primero ve en la caída o en el pecado del otro sólo la ocasión de la pro­pia salvación: una pérdida viene compensada por una elección, la ruina por una elevación, según la escasamente edificante eco­nomía de la indemnización. (En este sentido, la Badaliya no se­ría más que un tardío rescate pagado por el amigo homosexual, suicidado en 1921 en la cárcel de Valencia, de quien Massignon debía alejarse en el momento de la conversión.)

Pero la Badaliya admite otra interpretación. Según la intención de Massignon, de hecho, sustituir a alguno no significa compen­sar lo que le falta, ni corregir sus errores, sino expatriarse en él tal cual es, para ofrecer hospitalidad a Cristo en su misma alma, en su mismo tener-lugar. Esta sustitución no conoce ya un lugar propio, pero por ella el tener-lugar de todo ser singular es ya siempre común, espacio vacío ofrecido a la única, irrevocable hospitalidad.

La destrucción del muro que separa el Edén del Gehinnom es, pues, la intención secreta que anima la Badaliya. Ya que en esta comunidad no existe otro lugar que el vicario, Edén y Gehinnom sólo son nombres de este puestocomún. Frente a la hipócrita ficción de lo insustituible del singular, que en nuestra cultura sirve sólo para garantizar su universal representabilidad, la Ba­daliya opone una incondicionada posibilidad de sustitución, sin representantes ni representación posibles, una comunidad abso­lutamente irrepresentable.

De este modo, el múltiple lugar común, que en el Talmud se presenta como el sitio del vecino que cada hombre recibe sin falta, no es sino el advenir a sí misma de toda singularidad, su ser cual sea, esto es, tal cual.

Solaz (agio) es el nombre propio de este espacio irrepresenta­ble. El término agio indica de hecho, según su etimología, el es­pacio de al lado (adjacens, adjacentia), el lugar vacío en el que es posible a cada uno moverse libremente, en una constelación semántica en la que la proximidad espacial se junta con el tiempo oportuno (adagio, tener solaz) y la comodidad con la relación justa. Los poetas provenzales (en cuyas canciones el término aparece por primera vez en las lenguas romances, en la forma de aizi, aizimen), hicieron de agio un terminus technicus de su poética, que designa el lugar mismo del amor. O mejor, no tanto el lugar del amor, cuanto el amor como experiencia de te­ner-lugar de una singularidad cualsea. En este sentido, agio nombra perfectamente aquel «libre uso de lo propio» que, según la expresión de Hölderlin, «es la tarea más difícil». «Mout mi sel­blatz de bel aizin»: éste el saludo que intercambian los amantes al encontrarse en las canciones Jaufré Rudel.

VII. MANERIES

La lógica medieval conocía un término cuya etimología exacta y cuyo significado propio han escapado hasta ahora a la pa­ciente investigación de los historiadores. Una fuente atribuya», de hecho, a Roscelino y a sus seguidores la afirmación de que los géneros y los universales son maneries. Juan de Salisbury, que en su Metalogicus cita el término confesando no entenderlo ple­namente (incertum habeo), intenta comprender su etimología a partir de manere, permanecer («se dice manera al número de las cosas y al estado en que cada una permanece tal y cual como es»). ¿Qué cosa podían tener en mente los autores en cuestión al hablar del ser más universal como de una «manera»? O mejor, ¿por qué introdujeron junto al género y la especie esta tercera fi­gura?

Una definición de Ugución sugiere que aquello que llamaban «manera» no era ni una generidad ni una particularidad, sino algo así como una singularidad ejemplar o un múltiple singular: «la especie se llama manera —escribe— en el caso en que se dice: la hierba de esta especie, esto es, manera, crece en mi huerto». Los lógicos hablaban, en casos semejantes, de una «indicación intelectual» Cdemostratio ad intellectum), en cuanto que «se muestra una cosa y con ella se significa otra». La manera no es ni género ni individuo: es un ejemplar, esto es, una singularidad cualsea. Es probable, entonces, que el término maneries no de­rive de manere (para expresar la permanencia del ser en sí mismo, la mòne plotiniana, los medievales decían manentia o mansio) ni de manus (como quieren los filólogos modernos), sino de manare y así indicaría el ser en su surgimiento. Según la escisión que domina la ontología occidental, no se trata ni de una esencia ni de una existencia, sino de una manera manan­tial; no es un ser que es en este o aquel modo, sino un ser que es el modo de ser propio, y por tanto, aun siendo singular y no diferente, es múltiple y vale por todos.

Sólo la idea de esta modalidad surgente, de esta manera origi­nal del ser, permite encontrar un pasaje común entre la ontolo­gía y la ética. El ser que no permanece bajo sí mismo, que no se presupone a sí como una esencia escondida, que el azar o el destino empujarán después al suplicio de las cualificaciones, sino que expone en él y sin residuos su así, un tal ser no es acciden­tal ni necesario, sino que, por así decirlo, es continuamente ge­nerado según su propia manera.

Un ser de este género debía tener en mente Plotino, cuando, intentando pensar la libertad y la voluntad del Uno, explica que de éste no se puede decir que «le ha sucedido ser así», sino sólo que él «es como es, sin ser dueño del propio ser»; y que «no permanece bajo sí, sino que usa de sí tal cual es» y no es así por necesidad, como si no pudiese ser de otra manera, sino porque «así es lo mejor».

Quizás el único modo de comprender este libre uso de sí, que no dispone sin embargo de la existencia como de una propie­dad, es aquel de pensarlo como un hábito, un ethos. Ser gene­rado según la propia manera de ser es, desde luego, la defini­ción misma del hábito (por esto los griegos hablaban de la se­gunda naturaleza): ética es la manera que no nos sucede, ni nos funda, sino que nos genera. Y este ser generado de la propia manera es la única felicidad verdaderamente posible para los hombres.

Pero una manera manantial es también el lugar de la singulari­dad cualsea, su principium individuationis. Para el ser que es la propia manera, ésta no es, de hecho, una propiedad que lo de­termine e identifique como una esencia, sino más bien una im­propiedad. Pero lo que lo hace ejemplar es que esta impropie­dad es asumida y apropiada como su único ser. El ejemplo es sólo el ser del que es ejemplo: pero este ser no le pertenece, es perfectamente común. La impropiedad, que exponemos como nuestro ser propio, la manera, que usamos, aquí se genera y es nuestra segunda y más feliz naturaleza.

VIII. DEMONÍACO

Es conocido con qué insistencia una tendencia herética recu­rrente propone la exigencia de la salvación final de Satanás. En el mundo de Walser, el telón se alza cuando incluso el último demonio de Gehinnom es reintegrado al cielo, cuando el pro­ceso de la historia de la salvación ha quedado concluido sin re­siduos.

Es sorprendente que los escritores que, en nuestro siglo, han observado con más lucidez el horror incomparable que les ro­deaba —Kafka y Walser— se representen un mundo del cual ha desaparecido el mal en su suprema expresión tradicional: el de­monio. Ni Klamm ni el Conde ni los cancilleres y jueces kafkia­nos, y mucho menos las creaturas de Walser, a pesar de su am­bigüedad, podrían jamás figurar en un catálogo demonológico. Si en el mundo de estos autores sobrevive algo como elemento demoníaco, es más bien en la forma que podía tener en la mente de Spinoza, cuando escribía que el demonio es sólo la criatura más débil y más lejana de Dios y como tal —en cuanto es esencialmente impotencia—, no sólo no puede hacer mal al­guno, sino que es, además, aquella que más necesidad tiene de nuestra ayuda y de nuestras oraciones. El demonio es, en todo ser que es, la posibilidad de no ser que silenciosamente implora nuestro socorro (o si se quiere, no es sino la impotencia divina o la potencia de no ser en Dios). El mal es únicamente nuestra re­acción inadecuada frente a este elemento demoníaco, nuestro retroceder asustados delante de él para ejercitar —fundándolo en esta fuga— algún poder de ser. Sólo en este sentido secundario, la impotencia o la potencia de no ser es la raíz del mal. Huyendo delante de nuestra misma impotencia, o buscando ser­virnos de ella como de un arma, construimos el maligno poder con el que oprimimos aquello que aquí muestra su debilidad; faltando a nuestra íntima posibilidad de no ser, abandonamos lo único que hace posible el amor. La creación —o la existencia— no es, de hecho, la lucha victoriosa de una potencia de ser co­ntra una potencia de no ser; es mucho más, la impotencia de Dios frente a su misma impotencia, su dejar que sea una contin­gencia, pudiendo no no-ser. O de otra manera: el nacimiento en Dios del amor.

Lo que Kafka y Walser hacen valer contra la omnipotencia di­vina no es tanto la inocencia natural de la creatura, cuanto aque­lla inocencia natural de la tentación. Su demonio no es quien tienta, sino el ser infinitamente susceptible de ser tentado. Eich­mann, un hombre absolutamente banal, que ha sido tentado por el mal propio del poder del derecho y de la ley, es la confirma­ción terrible con la que nuestro tiempo ha reivindicado aquel diagnóstico.

IX. BARTLEBY

Kant define el esquema de la posibilidad como la «determina­ción de la representación de una cosa en un tiempo cualsea». A la potencia y a la posibilidad, en cuanto diferente de la realidad efectiva, parece serle inherente siempre la forma del cualsea, un irreductible carácter de cualquieridad. ¿Pero de qué potencia se trata aquí? ¿Y qué significa en este contexto «cualsea»?

De los dos modos en que, según Aristóteles, se articula toda potencia, el decisivo es aquel al que llama el filósofo «potencia de no ser» (dynamis me einai) o también impotencia (adyna­mia). Puesto que, si es verdad que el ser cualsea tiene siempre un carácter potencial, tan cierto es también, sin embargo, que no es potencia sólo de este o aquel acto específico, ni es, por esto, simplemente incapaz, privado de potencia, y menos aún capaz indiferentemente de toda cosa: propiamente cualsea es el ser que puede no ser, que puede la propia impotencia.

Todo resta aquí en el modo en que tiene lugar el paso de la potencia al acto. La simetría entre poder ser y poder no ser, de hecho, es sólo aparente. En la potencia de ser, la potencia tiene por objeto un cierto acto, en el sentido de que, por ella, energein, ser-en-acto, sólo puede significar el pasaje a aquella deter­minada actividad (por esto Schelling definía a esta potencia como ciega, que no puede no pasar al acto); para la potencia de no ser, por su parte, el acto no puede jamás consistir en un sim­ple tránsito de potencia ad actum: ella es, por tanto, una poten­cia que tiene por objeto la potencia misma, una potentia poten­tiae.

Sólo una potencia que puede tanto la potencia como la impo­tencia es, por ello, la potencia suprema. Si toda potencia es tanto potencia de ser como potencia de no ser, el pasaje al acto sólo puede tener lugar trasportando (Aristóteles dice «salvando») en el acto la propia potencia de no ser. Esto significa que, si a todo pianista pertenece necesariamente la potencia de tocar y la de no tocar su piano, Glenn Gould es, por tanto, sólo aquel que puede no no-hacerlo sonar y, dirigiendo su potencia no sólo al acto, sino también a su impotencia misma, hace sonar el piano, por decirlo así, con su potencia de no hacerlo sonar. Frente a la habilidad, que simplemente niega y abandona la propia potencia de no tocar, la maestría conserva y ejercita en el acto no su po­tencia de tocar (ésta es la posición de la ironía, que afirma la su­perioridad de la potencia positiva sobre el acto), sino aquélla de no tocar.

En el De Anima, Aristóteles ha defendido sin términos medios que esta teoría es justamente el tema supremo de la metafísica. Si el pensamiento fuese, de hecho, sólo la potencia de pensar este o aquel inteligible, entonces, —argumenta— pasaría ya siempre al acto y permanecería necesariamente inferior al propio objeto; pero el pensamiento es, en su esencia, potencia pura, esto es, potencia también de no pensar y, como tal, como inte­lecto posible o material, es comparado por el filósofo a una tabla para escribir sobre la cual no hay nada escrito (es la célebre imagen que los traductores latinos han vertido con la expresión de tabula rasa, aunque, como señalaron los comentaristas anti­guos, se debería hablar más bien del rasum tabulae, esto es, de aquella capa de cera que cubre la tablilla y que el estilete rasga).

Gracias a esta potencia de no pensar, el pensamiento puede dirigirse a sí mismo (a su pura potencia) y, en su extremo apo­geo, ser pensamiento del pensamiento. Esto que aquí piensa el pensamiento no es, sin embargo, un objeto, un ser-en-acto, sino aquel estrato de cera, aquel rasum tabulae, que no es sino la propia pasividad, la pura potencia propia (de no pensar): en la potencia que se piensa a sí misma, acción y pasión se identifican y la tablilla para escribir se escribe por sí misma o, mejor, escribe su propia pasividad.

El acto perfecto de escritura no proviene de una potencia de escribir, sino de una impotencia que se dirige a sí misma y, de este modo, llega así como un acto puro (que Aristóteles llama intelecto agente). Por esto, en la tradición árabe, el intelecto agente tiene la forma de un ángel, cuyo nombre es Qualam, Pluma, y cuyo lugar es una potencia inescrutable. Bartleby, un escribiente que no cesa jamás de escribir, pero «prefiere no hacerlo», es la figura extrema de este ángel, que no escribe sino su potencia de no escribir.

X. IRREPARABLE

La cuestión 91 del suplemento de la Summa teologica lleva por título De qualitate mundi post iudicium. Aquí se interroga por la condición de la naturaleza después del juicio universal: ¿habrá una renovatio del universo? ¿Cesará el movimiento de los cuer­pos celestes? ¿Aumentará el esplendor de los elementos? ¿Qué será de los animales y de las plantas? La dificultad lógica a la que se enfrentan todas estas preguntas es que, si el mundo sensible estaba ordenado hacia la dignidad y al habitar del hombre im­perfecto, ¿qué sentido podrá competerle cuando éste haya con­quistado su destinación supranatural? ¿Cómo podrá sobrevivir la naturaleza al cumplimiento de su causa final? A todas estas pre­guntas ofrece una única respuesta el paseo walseriano por la «buena y generosa tierra»: los «campos admirables», «la hierba rica de savia», «el agua del gentil arrollo», «el círculo divertido, adorno de alegres banderas», las muchachas, el negocio del barbero, la habitación de la señora Wilke, todo sería así como es, irreparablemente, pero justamente ésta será su novedad. Lo irreparable es el monograma que la escritura de Walser imprime so­bre las cosas. Irreparable significa que las cosas son consignadas sin remedio en su ser así, que ellas son, también, justo y sólo su así (nada es más extraño a Walser que la pretensión de ser otro de esto que se es); pero significa también que para ellas no existe literalmente ningún reparo posible; que, en su ser así, es­tán ahora ya absolutamente sujetas, absolutamente abandonadas.

Esto implica que la necesidad y la contingencia, las dos cruces del pensamiento occidental, han desaparecido a la vez del mundo post iudicium. El mundo es ya, por los siglos de los si­glos, necesariamente contingente o contingentemente necesario. Entre el no poder no ser, que sancionó el decreto de la necesi­dad, y el poder no ser, que definió la vacilante contingencia, en el mundo finito despunta una contingencia elevada a la segunda potencia, que no funda libertad alguna: el puede no no-ser, puede lo irreparable.

Por esto pierde aquí su verdad aquel antiguo dictum según el cual la naturaleza, si pudiese hablar, se lamentaría. Los animales, las plantas, las cosas, todos los elementos y las criaturas del mundo después del juicio, cumplida su tarea teológica, gozan ahora de una caducidad por así decirlo incorruptible, sobre ellos está suspendido algo así como un nimbo profano. Nada podría definir mejor el estatuto de la singularidad que viene, por esto, que aquellos versos que cierran una de las poesías tardías de Hölderlin-Scardanelli:

«Ella» se muestra con un día áureo está completa y sin lamento.

XI. ETICA

El hecho del que debe partir todo discurso sobre la ética es que el hombre no es, ni ha de ser o realizar ninguna esencia, ninguna vocación histórica o espiritual, ningún destino biológico. Sólo por esto puede existir algo así como una ética: pues está claro que si el hombre fuese o tuviese que ser esta o aquella sustancia, este o aquel destino, no existiría experiencia ética po­sible, y sólo habría tareas que realizar.

Esto no significa, todavía, que el hombre no sea ni tenga que ser alguna cosa, que esté simplemente consignado a la nada y por tanto pueda decidir a su arbitrio ser o no ser, asignarse o no este o aquel destino (nihilismo y decisionismo se encuentran en este punto). Hay, de hecho, alguna cosa que el hombre es y tiene que pensar, pero esto no es una esencia, ni es tampoco propiamente una cosa: es el simple hecho de la propia existencia como posibilidad y potencia. Pero justo por esto todo se com­plica, justo por esto la ética llega a ser efectiva.

Puesto que el ser más propio del hombre es ser su misma po­sibilidad o potencia, entonces y sólo por esto él es y se siente en deuda (en cuanto que, siendo potencia, en un cierto sentido le falta su ser más propio, puede no ser, está privado de fondo y no está ya nunca en posesión de él). El hombre, siendo potencia de ser y de no ser está, por tanto, ya siempre en deuda, tiene ya para siempre una mala conciencia antes de haber cometido un solo acto culpable.

Éste es el único contenido de la antigua doctrina teológica del pecado original. La moral, a su vez, interpreta esta doctrina en referencia a un acto culpable que el hombre habría cometido y, de este modo, lo vincula a su potencia dirigiéndola hacia el pa­sado. La constatación del mal es más antigua y más original que todo acto culpable y reposa únicamente sobre el hecho de que, siendo y teniendo que ser sólo su posibilidad o potencia, el hombre falta en un cierto sentido a sí mismo y debe apropiarse de esta carencia, debe existir como potencia. Como Perceval en la novela de Chrétien de Troyes, él es culpable por lo que le falta, por una culpa que no ha cometido.

Por ello no hay lugar en la ética para el arrepentimiento; por eso la única experiencia ética (que como tal no puede ser tarea ni decisión subjetiva) es ser la (propia) potencia, existir la (pro­pia) posibilidad; exponer en toda forma su propio ser amorfo y en todo acto la propia inactualidad.

El único mal consiste por tanto en decidirse por permanecer en la deuda de existir, y apropiarse de la potencia de no ser como de una sustancia o de un fundamento fuera de la existen­cia; o (y éste es el destino de la moral) por atender a la potencia misma, que es el modo más propio de la existencia del hombre, como a una culpa que en cada caso hay que reprimir.

XII. COLLANTS DIM

Al inicio de los años setenta se podía ver en las salas de cine parisinos un spot publicitario que lanzaba reclamos sobre una conocida marca de collants. Presentaba un grupo de muchachas que danzaban juntas. Quien haya observado, aunque sea distraí­damente, alguna de estas imágenes, difícilmente habrá olvidado la especial impresión de sincronía y de disonancia, de confusión y de singularidad, de comunicación y de extrañeza que despren­dían los cuerpos de las sonrientes bailarinas. Esta impresión re­posaba sobre un truco: cada muchacha era filmada sola y, suce­sivamente, las tomas singulares se componían sobre el fondo de una única columna sonora. Pero de aquel fácil truco, de la cal­culada asimetría de los movimientos de las largas piernas cu­biertas con la misma mercancía barata, con una mínima desvia­ción en los gestos, alentaba hacia los espectadores una promesa de felicidad inequívocamente dirigida al cuerpo humano.

En los años veinte, cuando el proceso capitalista de mercantili­zación comenzó a emplear la figura humana, observadores no ciertamente benévolos del fenómeno no podían menos que sub­rayar en todo esto un aspecto positivo, como si se encontrasen delante del texto corrupto de una profecía que apuntaba más allá de los límites del modo de producción capitalista y que se trataba, desde luego, de descifrar. Así nacieron las observaciones de Kracauer sobre las girls y aquellas de Benjamín sobre la de­cadencia del aura.

La mercantilización del cuerpo humano, mientras lo plegaba a las férreas leyes de la masificación y del valor de cambio, parecía en conjunto rescatarlo del estigma de la inefabilidad que lo había marcado por milenios. Desatándole de la doble cadena del des­tino biológico y de la biografía individual, el cuerpo se despedía tanto del grito inarticulado del cuerpo trágico, como del mutismo del cuerpo cómico y, así, aparecía por primera vez perfecta­mente comunicable, íntegramente iluminado. En los bailes de las girls, en las imágenes de la publicidad, en los desfiles de las mannequins se cumplía así el secular proceso de la emancipa­ción de la figura humana de sus fundamentos teológicos, que se había impuesto ya a escala industrial cuando, al inicio del siglo XIX, la invención de la litografía y de la fotografía había impul­sado la difusión mercantil de las imágenes pornográficas: ni genérico ni individual, ni imagen de la divinidad ni forma ani­mal, el cuerpo llegaba a ser ahora verdaderamente cualsea.

Aquí daría su semejanza: cualsea es una semejanza sin arquetipo, esto es, una Idea, Por esto, aunque la belleza perfectamente fungible del cuerpo tecnificado no tiene nada que ver con la aparición de un unicum. De ahí, también, la huida de la figura humana de las artes de nuestro tiempo y el declinar del retrato: captar una unicidad es la tarea del retrato, pero para retener una cualseidad se necesita el objetivo fotográfico.

En un cierto sentido, este proceso de emancipación era tan antiguo como la invención de las artes. Puesto que desde el ins­tante en que una mano dibujó o esculpió por primera vez una figura humana, ya en ella estaba presente como guía el sueño de Pigmalión: formar no simplemente una imagen para el cuerpo amado, sino otro cuerpo para la imagen, quebrar las barreras or­gánicas que impedían la incondicionada pretensión humana a la felicidad.

Hoy, en la edad del completo dominio de la forma mercancía sobre todos los aspectos de la vida social, ¿qué queda de la promesa de felicidad insensata y humilde que aquí nos salía al encuentro, en las penumbras de los cinematógrafos, con las mu­chachas embutidas en los collants Dim? Nunca como antes e1 cuerpo humano —sobre todo el femenino— ha sido tan entera­mente manipulado y, por así decir, imaginado de arriba abajo por la técnica de la publicidad y de la producción mercantil: la opacidad de las diferencias sexuales ha sido desmentida por el cuerpo transexual, la alteridad incomunicable de la Physis sin­gular abolida por la mediatización espectacular, la mortalidad del cuerpo orgánico puesta en duda por la promiscuidad con el cuerpo sin órganos de la mercancía, la intimidad de la vida eró­tica confutada por la pornografía. El proceso de la tecnificación, sin embargo, en lugar de concernir materialmente al cuerpo, viró hacia la construcción de una esfera separada que no tenía prácti­camente ningún punto de contacto con el cuerpo mismo: éste no ha sido tecnificado, sino sólo su imagen. Así, el cuerpo glorioso de la publicidad se ha convertido en la máscara tras la cual el frágil y diminuto cuerpo humano continúa su precaria existencia, y el geométrico esplendor de las girls cubre las largas filas de los anónimos desnudos conducidos a la muerte en los campos de concentración, o las miríadas de cadáveres triturados en la carni­cería cotidiana sobre las carreteras.

Apropiarse de las transformaciones históricas de la naturaleza humana, que el capitalismo quiere confinar en el espectáculo, compenetrar imágenes y cuerpo en un espacio en que ya no pueden separarse y obtener así, en esta forja, ese cuerpo cualsea cuya physis es la semejanza: éste es el bien que la humanidad debe saber arrancar a la mercancía en decadencia. Las incons­cientes levaduras de este nuevo cuerpo de la humanidad son la publicidad y la pornografía, que como plañideras acompañan la mercancía a la tumba.

XIII. AUREOLA

Es conocida la parábola sobre el reino mesiánico que Benja­min (que la había escuchado de Scholem) contó una tarde a Bloch y que éste transcribe en Spuren: «Un rabino, un verdadero» cabalista, dijo una vez: para instaurar el reino de la paz no es necesario destruir todo y dar inicio a un mundo completamente nuevo; basta empujar sólo un poquito esta taza o este arbusto o aquella piedra, y así con todas las cosas. Pero este poquito es tan difícil de realizar y su medida tan difícil de encontrar que, por lo que respecta al mundo, los hombres no pueden hacerlo y por eso es necesario que llegue el Mesías». En la redacción de Benjamín esta parábola suena así: «Entre los sabios se cuenta una historia sobre el mundo por venir que dice: allí todo será justa­mente como aquí. Como ahora es nuestra estancia, así será el mundo por venir. Donde ahora duerme nuestro niño, allí dor­mirá también en el otro mundo. Y aquello que nos ponemos en este mundo, lo llevaremos también allá. Todo será como ahora, sólo que un poco diverso».

La tesis según la cual el absoluto es idéntico a este mundo no es una novedad. En su forma extrema, ha sido ya enunciada por los lógicos indios con el axioma: «entre el nirvana y el mundo no existe la más mínima diferencia». Nuevo es, por el contrario, el pequeño desplazamiento que la historia introduce en el mundo mesiánico. Si embargo, este pequeño desplazamiento, este «todo será como ahora, sólo que un poco diferente», es difícil de expli­car. Puesto que ciertamente, esto no puede referirse simple­mente a las circunstancias reales, en el sentido de que la nariz del bienaventurado será un poquito más corta, o que el vaso se moverá sobre la mesa exactamente medio centímetro, o que el perro allí fuera dejará de ladrar. El pequeño desplazamiento no se refiere al estado de las cosas, sino a sus sentidos y a sus lími­tes. No tendrá lugar en las cosas, sino en su periferia, en el estar a gusto de toda cosa consigo misma. Esto significa que, si la perfección no implica un cambio real, no puede ser tampoco simplemente un estado de cosas eterno, un «así es» incurable. Al contrario, la parábola introduce una posibilidad allí donde todo es perfecto, un «de otro modo» allí donde todo está terminado para siempre, y justo ahí se da su irreductible aporía. ¿Pero cómo es pensable un «de otro modo» donde todo sea cumplido defini­tivamente?

Instructiva es, en este sentido, la doctrina que Tomás de Aquino desarrolla en su breve tratado sobre las aureolas. La bie­naventuranza de los elegidos, argumenta, comprende en sí todos los bienes que son necesarios a la perfecta operación de la natu­raleza humana, y por eso no se le puede añadir nada esencial. Pero todavía hay algo que se le puede dar por añadidura isupe­raddi), «un premio accidental que se añade a lo esencial», que no es necesario a la bienaventuranza ni la altera sustancialmente, sino que la torna simplemente más resplandeciente (clarior).

La aureola es esto que simplemente se añade a la perfección —algo así como un estremecerse de lo que es perfecto, apenas un irisarse sus límites.

El teólogo no parece darse cuenta de la audacia con que in­troduce en el status perfectionis un elemento accidental, que bastaría por sí sólo para explicar por qué la quesito sobre las au­reolas ha permanecido sin confrontación en patrología latina. La aureola no es un quid, una propiedad o una esencia que se añade a la bienaventuranza: es un suplemento absolutamente in­esencial. Pero justo por esto, Tomás puede aquí anticipar inespe­radamente la teoría que unos años después Scoto le habría opuesto sobre el problema de la individuación. A la pregunta de si un bienaventurado puede convenirle una aureola más brillante que a los otros, él responde (contra la doctrina según la cual lo perfecto no puede experimentar crecimiento ni disminución), que la bienaventuranza no llega a la perfección singularmente, sino según la especie, «así como el fuego, según la especie, es el más sutil de los cuerpos; y sin embargo, un fuego puede ser más sutil que otro, por lo que nada impide que una aureola sea más brillante que otra».

La aureola es, por tanto, el individualizarse de una bienaventu­ranza, el llegar a ser singular de lo que es perfecto. Como en Scoto, este individualizarse no implica el añadido de una nueva esencia o un cambio de naturaleza, sino más bien una postreri­dad singular; al contrario que en Scoto, sin embargo, la singula­ridad no es aquí una extrema determinación del ser, sino un desflecarse o un indeterminarse de sus límites: un paradójico in­dividuarse por indeterminación.

En este sentido, se puede pensar la aureola como una zona en la que posibilidad y realidad, potencia y acto llegan a ser indis­linguibles. El ser que ha llegado a su fin, que ha consumados todas sus posibilidades, recibe así en dote una posibilidad su­plementaria. Ésta es aquella potencia mezclada con acto (poten­tia permixta actui) o aquel acto mezclado con potencia Cactus permixtus potentiae) que el genio de un filósofo del siglo XIII llama acto de confusión Cactus confusionis), por cuanto en él la lorma o naturaleza específica no se conserva, sino que se con­funde y se disuelve sin residuos en un nuevo nacimiento. Este imperceptible temblor de lo finito, que indetermina sus límites y lo hace capaz de confundirse, de hacerse cualsea, es el pequeño desplazamiento que toda cosa deberá cumplir en el mundo me­siánico. Su bienaventuranza es la de una potencia que viene sólo después del acto, de una materia que ya no permanece bajo la forma, sino que la circunda y la aureola.

XIV. SEUDÓNIMO

Todo lamento es siempre el lamento por el lenguaje, así como toda alabanza es sobre todo loa del nombre. Estos son los ex­tremos que definen el ámbito y la vigencia de la lengua humana, su referirse a las cosas. Donde la naturaleza se siente traicionada por el significado, allí comienza la lamentación; donde el nom­bre dice perfectamente la cosa, el lenguaje culmina en canto de alabanza, en la santificación del nombre. La lengua de Walser parece ignorar ambos extremos. El pathos ontoteológico (tanto en la forma de lo indecible como en aquella —equivalente— de la absoluta decibilidad) ha permanecido hasta el final extraño a su escritura, siempre discurriendo en equilibrio entre la «casta imprecisión» y un estereotipado manierismo. (También aquí, la lengua protocolaria de Scardanelli es la estafeta que anuncia con un siglo de anticipación los chistes de Berna o de Waldau).

Si en Occidente el lenguaje ha sido usado constantemente como una máquina para hacer que sea el nombre de Dios y para fundar así el propio poder referencial, la lengua de Walser ha sobrevivido a su tarea teológica. Ante una naturaleza que ha agotado su destino como creatura, se alza un lenguaje que ha depuesto toda pretensión de nombrar. El estatuto semántico de su prosa coincide con el de su pseudonimia o el del apodo. Es como si toda palabra estuviera presidida por un invisible «así llamado» o «pseudo», «así dicho» o seguida (como en las inscrip­ciones tardías en que la aparición del apodo caracteriza el paso del sistema trinominal latino al uninominal del medioevo) de un «qui et vocatur…», de tal forma que todo término alzase una ob­jeción contra el propio poder denominante. Semejante a las pe­queñas bailarinas con las que Walser compara su prosa, las pa­labras «cansadas de morir», abandonan toda pretensión de rigor. Si hay alguna forma gramatical correspondiente a esta situación extrema de la lengua ésta es el supino, esto es, una palabra que ha cumplido hasta el fondo de su «declinación» en casos y mo­dos y está ahora «recostada sobre la espalda», expuesta y neutral.

La desconfianza pequeño-burguesa frente al lenguaje se trans­forma aquí en pudor del lenguaje frente a su referente. Éste no es ya la naturaleza traicionada del significado, ni su transfigura­ción en el hombre, sino lo que obtenemos —sin proferirlo— en el pseudónimo o en el estar a gusto entre nombre y apodo. La carta a Rychner habla de esta «fascinación de no proferir una cosa de forma absoluta». En esta carta «Figura» —éste es el tér­mino que en las cartas de San Pablo expresa lo que pasa, frente a la naturaleza que no muere— es el nombre para la vida que nace en esta tirada.

XV. SIN CLASES

Si debiésemos pensar todavía una vez más el destino de la humanidad en términos de clase, entonces deberíamos decir que hoy no existen más clases sociales, sino una única pequeña bur­guesía planetaria, en la que las viejas clases se han disuelto: la pequeña burguesía ha heredado el mundo. Ésta es la forma en que la humanidad ha sobrevivido al nihilismo.

Pero esto era exactamente lo que tanto el fascismo como el nazismo comprendieron, y haber visto con claridad el final irre­vocable de los viejos sujetos sociales constituye también su insu­perable patente de modernidad. (Desde un punto de vista es­trictamente político, fascismo y nazismo no han sido superados y vivimos aún bajo su signo.) Ellos representaban, sin embargo, una pequeña burguesía nacional, todavía pegada a una postiza identidad popular, sobre la cual actuaban sueños de grandeza burguesa. La pequeña burguesía planetaria, por el contrario, se ha emancipado de estos sueños y se ha apropiado de la actitud del proletariado para renunciar a cualquier identidad social re­conocible. El pequeño burgués anula todo lo que tiene entidad con el mismo gesto con el que parece obstinadamente adherirse a ello. Sólo conoce lo impropio y lo inauténtico y rechaza in­cluso la idea de una palabra propia. Las diferencias de lengua, de dialecto, de modos de vida, de carácter, de costumbre, y so­bre todo, la particularidad física misma de cada uno, lo que constituyó la verdad y mentira de los pueblos y de las genera­ciones que se han sucedido sobre la faz de la tierra, todo esto ha perdido para el pequeño burgués todo significado y toda capa­cidad de expresión y de comunicación. En la pequeña burgue­sía, las diversidades que han caracterizado la tragicomedia de la historia universal están expuestas y recogidas en una vacuidad fantasmagórica.

Pero la insensatez de la existencia individual, que esta pe­queña burguesía ha heredado del subsuelo del nihilismo, se ha convertido entretanto en algo tan insensato a su vez como para perder todo pathos y transformarse, una vez ganado el aire libre, en exhibición cotidiana: nada se parece tanto a la vida de la nueva humanidad como un reportaje publicitario del cual se ha retirado toda huella del producto anunciado. La contradicción del pequeño burgués es que, sin embargo, él busca todavía en este sketch el producto que le ha defraudado, obstinándose a pesar de todo en hacer propia una identidad que se ha conver­tido para él, en realidad, en absolutamente impropia e insignifi­cante. Vergüenza y arrogancia, conformismo y marginalidad res­tan así los extremos polares de toda su tonalidad emotiva.

El hecho es que la insensatez de su existencia se topa con la última insensatez sobre la que naufraga toda publicidad: la muerte. En ésta, el pequeño burgués se dirige a la última expro­piación, a la última frustración de la individualidad: la vida des­nuda, el incomunicable puro donde su vergüenza encuentra fi­nalmente paz. De este modo, con la muerte cubre el secreto que debe finalmente resignarse a confesar: que también la vida des­nuda le es en verdad impropia y exterior, que no hay para él refugio alguno sobre la tierra.

Esto significa que la pequeña burguesía planetaria es con vero­similitud la forma en que la humanidad camina hacia la propia destrucción. Pero esto significa también que ella representa una ocasión inaudita en la historia de la humanidad, una ocasión que a toda costa no debemos dejar escapar. Pues si los hombres, en lugar de buscar todavía una identidad propia en la forma ahora impropia e insensata de la individualidad, llegasen a adherirse a esta impropiedad como tal, a hacer del propio ser-así no una identidad y una propiedad individual, sino una singularidad sin identidad, una singularidad común y absolutamente manifiesta —si los hombres pudiesen no ser así, en esta o aquella identidad biográfica particular, sino ser sólo el así, su exterioridad singular y su rostro, entonces la humanidad accedería por primera vez a una comunidad sin presupuestos y sin sujetos, a una comunica­ción que no conocería más lo incomunicable.

Seleccionar en la nueva humanidad planetaria aquellos caracteres que permitan su supervivencia, remover el diafragma sutil que separa la mala publicidad mediática de la perfecta exte­rioridad que se comunica sólo a sí misma —ésta es la tarea polí­tica de nuestra generación.

XVI. AFUERA

Cualsea es la figura de la singularidad pura. La singularidad cualsea no tiene identidad, ni está determinada respecto a un concepto, pero no es simplemente indeterminada; más bien es determinada sólo a través de su relación con una idea, esto es, a la totalidad de sus posibilidades. A través de esta relación, la sin­gularidad confina, como dice Kant, con todo lo posible y recibe así su omnímoda determinatio no de la participación en un con­cepto determinado o de una cierta propiedad actual (el ser rojo, italiano, comunista), sino únicamente a través de este confinar. La singularidad pertenece a un todo, pero sin que esta pertenen­cia pueda ser representada por una condición real: la pertenen­cia, el ser tal es aquí sólo relación con una totalidad vacía e in­determinada.

En términos kantianos, lo dicho significa que en este confinar se cuestiona no un límite (Schranké), que no conoce exteriori­dad, sino un umbral {Grenzé), esto es, un punto de contacto con un espacio externo, que debe permanecer vacío.

Esto que el cualsea añade a la singularidad es sólo un vacío, sólo un umbral; cualsea es una singularidad más un espacio va­cío, una singularidad finita y, sin embargo, indeterminable según

un concepto. Pero una singularidad más un espacio vacío no puede ser otra cosa que una exterioridad pura, una pura exposi­ción. Cualsea es, en este sentido, el suceso de un afuera. Lo pen­sado en el architranscendental cualquiera (quodlibei) es, así, lo más difícil de pensar: la experiencia, absolutamente no-cósica de una pura exterioridad.

Importante es que la noción de «afuera» se exprese en muchas lenguas europeas con una palabra que significa «a las puertas» (fores, en latín, es la puerta de la casa, thyrathen, en griego, equivale a «en el umbral»). El afuera no es un espacio diferente que se abre más allá de un espacio determinado, sino que es el paso, la exterioridad que le da acceso, en una palabra: su rostro, su eidos.

El umbral no es, en este sentido, una cosa diferente respecto del límite; es, por así decirlo, la experiencia del límite mismo, el ser-dentro de un afuera. Este ek-tasis es el don que la singulari­dad recoge de las manos vacías de la humanidad.

XVII. HOMÓNIMOS

En junio de 1902 un lógico inglés de treinta años escribía a Gottlob Frege una breve carta en la cual le informaba de haber descubierto, en uno de los postulados de los Principios de la Aritmética, una antinomia que amenazaba con cuestionar los fundamentos mismos del «paraíso» creado por Cantor para los matemáticos con su teoría de los conjuntos.

Con su acostumbrada agudeza, pero no sin turbación, Frege comprendió rápidamente qué es lo que estaba en juego en la carta del joven Russell: nada menos que la posibilidad de pasar de un concepto a su extensión, esto es, la posibilidad misma de razonar en términos de clases. «Cuando decimos que ciertos ob­jetos —explica Russell— poseen todos una determinada propie­dad, suponemos que esta propiedad es ya objeto definido, que puede ser distinto de los objetos a los que pertenece; supone­mos además que los objetos que poseen la propiedad en cues­tión forman una clase y que esta clase es, en algún modo, una nueva entidad distinta de cada uno de sus elementos». Estas tá­citas y obvias presuposiciones eran puestas en duda por aquella paradoja de «la clase de todas las clases que no pertenecen a sí mismas», que hoy se ha convertido en un pasatiempo de salón, pero que era evidentemente lo bastante serio como para com­prometer permanentemente la producción intelectual de Frege y para forzar durante años a su descubridor a poner en práctica lodo medio susceptible de limitar sus consecuencias. A pesar de la obstinada amonestación de Hilbert, los lógicos habían sido definitivamente expulsados de su paraíso.

Como Frege había intuido, y como hoy comenzamos a ver con mayor claridad, a la base de las paradojas de la teoría de con­juntos estaba, de hecho, aquel mismo problema que Kant, en la letra a Marcus Herz del 21 de febrero de 1772 había formulado con la pregunta: «¿Cómo se refieren nuestras representaciones a los objetos?». ¿Qué quiere decir que el concepto «rojo» denota objetos rojos? ¿Es verdad que todo concepto determina una clase, que constituye su extensión? Pues lo que la paradoja de Russell ponía a la luz era la existencia de propiedades o con­ceptos (que él llamaba no predicativos) que no determinan una clase (o mejor, que no pueden determinar una clase sin producir antinomias). Russell identificaba estas propiedades (y las pseu­doclases que se derivan de ellas) con aquellas en cuya definición aparecen las «variables aparentes» constituidas por los términos «todos», «cualsea». Las clases a las que estas expresiones dan vida son aquellas de las «totalidades ilegítimas» que pretenden formar parte de la totalidad que definen (algo así como un concepto que exija formar parte de la propia extensión). Contra ellas, los lógicos (indiferentes al hecho de que sus amonestaciones puntualmente contenían aquellas variables) multiplicaron sus pro­pios vetos y plantaron sus propios mojones de frontera. «Cual­quier cosa que impliquen todos los miembros de una colección, ésta no debe ser uno de éstos», «todo lo que concierne en el modo que sea, a todos, a uno cualsea de los miembros de una clase, no debe ser miembro de la clase», «si una expresión cual­sea contiene una variable aparente, ésa no debe ser uno de los valores posibles de aquella variable».

Desafortunadamente para los lógicos, las expresiones no predicativas son mucho más numerosas de lo que se podría pen­sar. Puesto que cada término que se refiere por definición a to­dos y a cualsea de los miembros de su extensión, y además puede referirse a sí mismo, se puede decir que todas (o casi) las palabras pueden presentarse como clases que, según la formula­ción de la paradoja, pertenecen y no pertenecen a sí mismas.

Contra esta circunstancia no vale objetar que en ningún caso lomaremos el término «zapato» por un zapato. Aquí, una insufi­ciente concepción de la autorreferencia impide captar el punto del problema: no está en cuestión la palabra «zapato» en su con­ciencia acústica o gráfica (la suppositio materialis de los medie­vales), sino la palabra «zapato» justo en su significar al zapato (o, a parte objecti, el zapato en su ser significado por el término «zapato»). Si bien distinguimos perfectamente un zapato del tér­mino «zapato», mucho más difícil es, por contra, distinguir el za­pato de su ser —llamado— (zapato), de su ser-en-el-lenguaje. El ser dicho, el ser en el lenguaje, es la propiedad no predicativa por excelencia, que compete a cada miembro de una clase y, además, hace aporética su pertenencia a ella. Éste es también el contenido de la paradoja que Frege enunció una vez escribiendo el concepto «caballo» no es un concepto» (y que Milner, en un libro reciente, ha expresado en la forma: «el término lingüístico no tiene nombre propio»): si buscamos aferrar un concept» como tal, se transforma fatalmente en un objeto, y el precio que pagamos es no poderlo distinguir más de la cosa concebida.

Esta aporía de la intencionalidad, por la cual ésta no puede ser intencionada sin convertirse en un intentum, era familiar a la ló­gica medieval como la paradoja del «ser cognitivo». En la formu­lación del Meister Eckhart: «Si la forma (species) o imagen, a tra­vés de la cual una cosa es vista y conocida, fuese diferente de la cosa misma, no podríamos jamás conocer la cosa a través de ella, ni en ella. Pero si la forma o imagen fuese del todo indis­tinta de la cosa, entonces sería inútil para el conocimiento.[…] Si la forma que está en el alma tuviese la naturaleza del objeto, entonces no conoceríamos a través de ella la cosa de la que es forma, puesto que si fuese ella misma un objeto, conduciría al conocimiento de ella y se separaría del conocimiento de la cosa». (Esto es, en los términos que nos interesan: si la palabra, a través de la cual una cosa se expresa, fuese diferente de la cosa misma o idéntica con ella, entonces la palabra no podría expresar la cosa.)

No una jerarquía de tipos (como aquella propuesta por Rus­sell, que tanto irritaba al joven Wittgenstein), sino sólo una teoría de las ideas, está en condición de desenredar al pensamiento de las aporías del ser lingüístico (o mejor, de transformarlas en eu­porías). Esto es lo que expresa con insuperable claridad la frase en la que Aristóteles caracteriza la relación entre la idea plató­nica y los múltiples fenómenos, que las ediciones modernas de la metafísica presentan amputada de su sentido más propio. Restituida la lectura del manuscrito más autorizado, suena así: «Según la participación, la pluralidad de los sinónimos es homó­nima respecto a la idea» (Mef. 987 b 10).

Sinónimos son, para Aristóteles, los entes que tienen el mismo nombre y la misma definición, es decir, los fenómenos en cuanto miembros de una clase consistente, en cuanto que a través de la participación en un concepto común, pertenecen a un conjunto. Estos mismos fenómenos, que están entre sí en relación de sino­nimia, se convierten en homónimos si son considerados en rela­ción con la idea (homónimos se dicen, según Aristóteles, los objetos que tienen el mismo nombre, pero diferente definición). Así, los caballos singulares son sinónimos respecto al concepto caballo, pero homónimos respecto a la idea de caballo: justo como, en la paradoja russelliana, el mismo objeto pertenece y además no pertenece a una clase.

¿Pero qué es la idea que constituye la homonimia de los múlti­ples sinónimos y que, persistiendo en toda clase, retira a los miembros su pertenencia predicativa, para hacer de ellos simples homónimos, para exhibir su puro habitar en el lenguaje? Esto respecto de lo que el sinónimo es homónimo, no es ni un objeto ni un concepto, sino que es un tener-nombre, su misma perte­nencia o su ser-en-el-lenguaje. Esto no puede ser a su vez nomi­nado, ni mostrado, sino sólo retomado a través de un movi­miento anafórico. De ahí el principio —decisivo aunque rara­mente tematizado como tal— por el cual la idea no tiene nom­bre propio, sino que se expresa únicamente a través de la aná­fora auto: la idea de una cosa es la cosa misma. Esta anónima homonimia es la idea.

Pero, por esto mismo, la idea instituye el homónimo como cualsea. Cualsea es la singularidad en cuanto se capta en rela­ción no sólo con el concepto sino también con la idea. Esta rela­ción no funda una nueva clase, sino que es, en toda clase, esto que recoge la singularidad de su sinonimia, de su pertenecer a una clase, no hacia una ausencia de nombre o de pertenencia, sino hacia el nombre mismo, hacia una pura y anónima homo­nimia. Mientras la red de conceptos nos pone continuamente en relaciones de sinonimia, la idea es lo que interviene cada vez para quebrar la pretensión de absoluto de estas relaciones, mos­trando su inconsistencia. Cualsea no significa por tanto sólo (en palabras de Badiou): «lo sustraído a la autoridad de la lengua, sin nominación posible, indiscernible»; significa con más precisión esto que, manteniéndose en una simple homonimia, en el puro ser-dicho, justo y sólo por esto es innombrable: el ser-en-el-lenguaje de lo no lingüístico.

Lo que permanece aquí sin nombre es el ser nominado, el nombre mismo Qnomen innominabilie); sustraído a la autoridad de la lengua es sólo el ser-en-el-lenguaje. Según la tautología platónica que permanece por pensar aún y por siempre: la idea de una cosa es la cosa misma, el nombre en cuanto nombra una cosa, no es sino la cosa en cuanto está nombrada por el nombre.

XVIII. SHEJINÁ

Cuando, en noviembre de 1967 Guy Debord publicó La socie­dad del espectáculo, la transformación de la política y de la en­tera vida social en una fantasmagoría espectacular, no había al­canzado todavía la figura extrema con que hoy ha llegado a ser­nos perfectamente familiar. Tanto más notable es la implacable lucidez de su diagnóstico.

El capitalismo en su forma última —así argumentaba, radicali­zando el análisis marxista del carácter de fetiche de la mercancía, en aquellos años estúpidamente desatendida —se presenta como una masa inmensa de espectáculos, en la que todo lo que era di­lectamente vivido se aleja en una representación. El espectáculo no coincide, sin embargo, simplemente con la esfera de las imá­genes o con todo esto que hoy llamamos media; es una «relación social entre personas mediada por las imágenes», la expropiación y la alineación de la misma sociabilidad humana. O también, con una fórmula lapidaria: «el espectáculo es el capital con tal grado de acumulación que se convierte en imagen». Pero, por esto mismo, el espectáculo no es más que la pura forma de la sepa ración: donde el mundo real se ha transformado en una imagen y las imágenes se han convertido en reales, la potencia práctica del hombre se separa de sí misma y se presenta como un mundo en sí. Y en la figura de este mundo separado y organizado a tra­vés de los media en los que la forma del Estado y de la econo­mía se compenetran, la economía mercantil accede a un estatuto de soberanía absoluta e irresponsable sobre la vida social entera, Después de haber falseado el conjunto de la producción, puede ahora manipular la percepción colectiva y apoderarse de la me­moria y de la comunicación social, para transformarlas en una única mercancía espectacular, en la cual todo puede ser puesto en discusión, salvo el espectáculo mismo, que en sí no dice otra cosa que esto: «lo que aparece es bueno, lo que es bueno, apa­rece».

¿En qué modo hoy, en la época del completo triunfo del es­pectáculo, el pensamiento puede recoger la herencia de Debord? Pues resulta claro que el espectáculo es el lenguaje, la comuni cabilidad misma o el ser lingüístico del hombre. Esto significa que el análisis marxista viene integrado en el sentido de que el capitalismo (o cualquier otro nombre que se quiera dar al pro­ceso que domina hoy la historia mundial) no se dirigía sólo a la expropiación de la actividad productiva, sino también y sobre todo a la alineación del lenguaje mismo, de la misma naturaleza lingüístico-comunicativa del hombre, de aquel logos en el que un fragmento de Heráclito identifica lo común. La forma extrema de esta expropiación de lo común es el espectáculo, esto es, la po­lítica en la que vivimos. Pero esto quiere decir también, en el espectáculo nuestra misma naturaleza lingüística se nos presenta volcada. Por esto (justo por que ser expropiado es la posibilidad misma del bien común) la violencia del espectáculo es tan des­tructora; pero, por la misma razón, el espectáculo contiene aún algo así como una posibilidad positiva que puede ser usada co­ntra el mismo.

Nada se parece más a esta condición que aquella culpa que los cabalistas llamaron «aislamiento de la Shejiná» y que atribuye­ron a Aher, uno de los cuatro rabinos que, según una célebre aggada del Talmud, entraron en el Pardes (esto es, en el cono­cimiento supremo). «Cuatro rabinos, dice la historia, entraron en el Paraíso, a saber: Ben Azzai, Ben Zoma, Aher y rabbí Akiba… Ben Azzai echó una mirada y murió. Ben Zoma miró y enloque­ció. Aher podó los arbustos. Rabbi Akiba salió ileso.»

La Shejiná es la última de los dieciséis Sefirot o atributos de la divinidad, aquel que expresa, también, la misma presencia di­vina, su manifestación y habitación sobre la tierra: su «palabra». «La poda de los arbustos» de Aher es identificada por los caba­listas con el pecado de Adán, el cual, en lugar de contemplar la totalidad de los Sefirot, prefirió contemplar el último, aislándolo de los otros y, de este modo, separó el árbol e 1 ciencia del de la vida. Como Adán, Aher representa a la humanidad que hace del saber el propio destino y propia potencia específica, y aisla el conocimiento y la palabra, que no son sino la forma más com­pleta de la manifestación de Dios (la Shejiná) de los otros Sefirot en que se revela. El riesgo es que la palabra—esto es, el desocul­lamiento y la revelación de toda cosa — se separe de esto que re­vela y adquiera así una conciencia autónoma. El hecho de ser revelada y manifiesta —y por tanto común y participable— se separa de la cosa revelada y se interpone entre ella y los hom­bres. En esta condición de exilio, la Shejiná pierde su potencia positiva y deviene maléfica (los cabalistas dijeron que «bebía la leche del mal»).

En este sentido, el aislamiento de la Shejiná expresa de nuestra condición epocal. Mientras, en efecto, el viejo régimen, el extra­ñamiento de la esencia comunicativa del hombre se sustanciaba en un presupuesto que disponía de un fundamento común, en la sociedad espectacular es la misma comunicabilidad, la misma esencia genérica (esto es, el lenguaje) lo que acaba separado en una esfera autónoma. Lo que impide la comunicación es la co­municabilidad misma; los hombres están separados por aquello que los une. Los periodistas y los mediócratas son el nuevo clero de esta alineación de la naturaleza lingüística del hombre.

En la sociedad del espectáculo, de hecho, el aislamiento de la Shejiná alcanza su fase extrema, en la que el lenguaje no sólo se constituye en una esfera autónoma, sino que ya no revela nada, —o mejor, revela la nada de todas las cosas—. De Dios, del mundo, de lo revelado, ya no hay nada en el lenguaje: pero, en este extremo y anulador desvelamiento, el lenguaje (la natura leza lingüística del hombre) permanece una vez más todavía es­condido y separado y alcanza así por última vez el poder de destinarse, un poder no dicho, en una época histórica y en una situación: la edad del espectáculo o del nihilismo completo. Por esto, el poder fundado sobre la suposición de un fundamento vacila hoy sobre todo el planeta y los reinos de la tierra se dis­ponen uno tras el otro hacia el régimen democrático-espectacu­lar que constituye el cumplimiento de la forma Estado. Incluso antes que la necesidad económica y que el desarrollo tecnoló gico, lo que impulsa a las naciones de la tierra hacia un único destino común es la alineación del ser lingüístico, el desarraigo de todos los pueblos de su habitar vivo en la lengua.

Pero, por esto mismo, la edad que estamos viviendo es tam­bién aquella en que llega por primera vez a ser posible para los hombres hacer la experiencia de su misma esencia lingüística — no de este o de aquel contenido del lenguaje, sino del lenguaje mismo, no de esta o de aquella proposición verdadera, sino del hecho mismo de que se hable—. La política contemporánea es el desolador experimentiim linguae que desarticula y disuelve a lo ancho de todo el planeta tradiciones y creencias, ideologías y religiones, identidades y comunidades.

Sólo aquellos que alcancen a cumplir ese experimento hasta el fondo, sin dejar que lo revelador permanezca velado en la nada que revela sino llevando el lenguaje al lenguaje mismo, serán los primeros ciudadanos de una comunidad sin presupuestos ni Es­tado, en la que el poder anulador y destinante de lo común será pacificado, y la Shejiná habrá cesado de beber la leche maligna de la propia separación.

Como el rabino Akiba, en la aggada del Talmud, estos entra­rán y saldrán ilesos del paraíso del lenguaje.

XIX. TIENANMEN

¿Cuál puede ser la política de la singularidad cualsea, esto es, de un ser cuya comunidad no está mediada por condición al­guna de pertenencia (el ser rojo, italiano, comunista), ni por la simple ausencia de condiciones (comunidad negativa, como aquella que hace poco ha sido propuesta en Francia por Blan­chot), sino por la pertenencia misma? Una noticia llegada de Pe­kín nos trae algún elemento para una respuesta.

Lo que más impresiona en las manifestaciones del mayo chino es, desde luego, la relativa ausencia de contenidos determinados en las reivindicaciones (democracia y libertad son nociones de­masiado genéricas y difusas para constituir objeto real de un conflicto y la púnica reclamación concreta, la rehabilitación de Hu Yao-Bang fue concedida inmediatamente). Tanto más inex­plicable aparece por ello la violencia de la reacción estatal. Es probable, sin embargo, que la desproporción sea únicamente aparente y que los dirigentes chinos hayan actuado, desde su punto de vista, con mayor lucidez que los observadores occi­dentales, exclusivamente preocupados por conducir los argu­mentos a la cada vez menos plausible oposición de democracia y comunismo.

Puesto que el hecho nuevo de la política que viene es que ya no será una lucha por la conquista o el control del Estado, sino lucha entre el Estado y el no-Estado (la Humanidad), la disyun­ción insuperable de las singularidades cualsea y la organización estatal. Esto no tiene nada que ver con la simple reivindicación de lo social contra el Estado, que, en años recientes, ha encon­trado muchas veces expresión en los movimientos contestatarios. Las singularidades cualsea no pueden formar una sociedad por­que no disponen de identidad alguna que hacer valer ni de un lazo de pertenencia que hacer reconocer. En última instancia, de hecho, el Estado puede reconocer cualsea reivindicación de identidad —incluso (la historia de las relaciones entre Estado y terrorismo en nuestro tiempo es la elocuente confirmación) aquella de una identidad estatal en su propio interior—; pero que las singularidades hagan comunidad sin reivindicar una identidad, que los hombres se co-pertenezcan sin una condición representable de pertenencia (ni siquiera en la forma de un simple presupuesto), eso es lo que el Estado no puede tolerar en ningún caso. Pues el Estado, como ha demostrado Badiou, no se funda sobre el ligamen social del que sería expresión, sino sobre su disolución que prohibe. Por eso, lo relevante no es jamás la singularidad como tal, sino sólo su inclusión en una identidad cualsea (pero que el cualsea mismo se ha ganado sin una identi­dad, ésta es una amenaza con el que el Estado no está dispuesto a pactar). Un ser que fuese radicalmente privado de toda identi­dad representable sería para el Estado absolutamente irrelevante. Esto es cuanto tiene que esconder, en nuestra cultura, el dogma hipócrita de la sacralidad de la vida desnuda y las vacuas decla­raciones sobre los derechos del hombre. Sagrado no puede te­ner otro significado que aquel que posee el término en el dere­cho romano: sacer es aquel que ha sido excluido del mundo de los hombres y que, no pudiendo ser sacrificado, es lícito matarlo sin cometer homicidio (neque fas est eum immolari, sed qui oc­cidit parricidio non damnatuf). (Es significativo que, en esta perspectiva, el exterminio de los hebreos no haya sido rubricado por sus carniceros ni por sus jueces como homicidio, aunque haya sido reconocido como delito contra la humanidad por estos últimos, y aunque las potencia victoriosas hayan querido pagar aquella falta de identidad con la concesión de una identidad es­tatal, a su vez fuente de nuevos desastres.)

La singularidad cualsea, que quiere apropiarse de la pertenen­cia misma, de su ser mismo en el lenguaje, y declina por esto toda identidad y toda condición de pertenencia, es el principal enemigo del Estado. Allí donde estas singularidades manifiesten pacíficamente su ser común, allí habrá una Tienanmen y, antes o después, llegarán los carros blindados.

Giorgio Agamben

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