La escritura de lo imposible (II): Andrei Rublev.

Artículo publicado en la página del Círculo Lacaniano James Joyce, descargable en PDF pinchando aquí.

RESUMEN

En esta segunda parte de La escritura de lo imposible se estudia la concepción estética del cineasta ruso Andrei Tarkovski a partir del análisis de la catarsis en su segunda película, Andrei Rublev. Si en la primera parte utilizamos El regreso, de Andrei Zvyagintsev, para descubrir la potencia de la mirada desde el mito, analizamos ahora la modalidad trascendente que guía a Tarkovski. Desde una idea de artista ligado inexorablemente a una misión elevada que lo coloca como mediador con lo absoluto, con el ideal. Tarkovski nos presenta las condiciones del advenimiento de una catarsis “de a dos”, que se producirá al final de la película, cuando el famoso monje pintor de iconos del siglo xv pueda encontrarse con otra mirada. Si en Zvyagintsev el padre como padre muerto reubica al hijo en la comunidad, en Tarkovski es el sacrificio –mostrado mediante la Pasión de Andrei, pero también del joven Borís– lo que eleva el trabajo de los hombres a una dignidad superior, que tiene por condición el reconocimiento de una imposibilidad constitutiva. Sólo así nos ofrecerá una nueva iconografía, a partir de dos metáforas. La primera, la sustitución de la imagen de la cruz por la campana. La segunda, la sustitución de la imagen de la Piedad del descendimiento de Cristo por otra que acoge una promesa de vida, gracias a la acogida del sufrimiento propio en la mirada del otro.

PALABRAS CLAVE: Catarsis, padre, iconografía, Tarkovski, Lacan.

Intervención: 16 de julio de 2015

Introducción

El presente artículo amplía sustancialmente la intervención en el ciclo Lengüajes 4 sobre la película de Andrei Tarkovski, Andrei Rublev (1966), que a su vez enlazaba con la intervención anterior, dedicada al tratamiento de la catarsis del también director ruso Andrei Zvyagintsev en su impresionante opera prima, El regreso (2003).

Según pudimos argumentar ese día, allí donde el primero, Tarkovski, nos ofrece una concepción del arte trascendente, donde la contemplación de lo sublime es esencial, la sequedad y aspereza extrema del segundo, Zvyagintsev, apuntan a un camino bien diferente, no tanto místico, ni siquiera religioso, sino mítico, trascendental.[1]

Aprovecharemos los desarrollos que allí se hicieron sobre el marco de la tragedia griega, esa expresión única y efímera –pues duró apenas un siglo– cuando en la escena del teatro Atenas se construía a sí misma, se pensaba a sí misma. Sólo en ese corto período de tiempo el teatro funcionó como una institución más de la ciudad, como recordaba Jean-Pierre Vernant (2007: 27). Después, dejaría de mirar al mito, a la sabiduría de la época arcaica, aquella que se organizaba por fuera de la individualidad.

Se hace necesario insistir en la brecha que nos separa de aquel mundo. Nuestra concepción del individuo nos dificulta en extremo acercarnos a lo que los griegos vivían y pensaban en la época clásica, y más, si cabe, en la arcaica. Para ellos, el yo pasaba necesariamente por el otro, por el papel que la colectividad le concedía. Sólo después de la época clásica se produce un tránsito hacia un individuo más cercano a nuestra concepción, que no culminará en lo que entendemos como conciencia de sí hasta los siglos iii-iv de nuestra era. (Vernant 1989: 224, 230).

El inicio de ese proceso podemos situarlo a finales de la Grecia clásica, con el surgimiento de nuevos autores que no estarán dominados por aquella preocupación que había colocado a los precedentes, Esquilo, Sófocles y Eurípides, en una posición más próxima a la de mediadores (con el saber proveniente de lo sagrado) que a la de autores. Esta liberación de ser vehículo de transmisión permitiría a los modernos la posibilidad de una creación más personal, surgida mayormente de su imaginación.

Recordábamos ayer que cuando Aristóteles teoriza en su Poética la tragedia y se fija en el papel purificador (katharsis) para los afectos desmesurados (hybirs), no es consciente que describe un medio literario y una organización de la sociedad que ya ha dejado de pertenecer al presente. Retomaremos las cosas en este punto porque la concepción sobre la catarsis expuesta por Aristóteles va a resultar fundamental en el ordenamiento de las dos películas que estamos trabajando.

Podría decirse que cada movimiento estético, incluso casi cada artista, ha reinterpretado a su manera el advenimiento a algo nuevo, la transformación, la metamorfosis que supone la catarsis. En El regreso todo el recorrido se encamina hacia ese momento último en el que Iván puede nombrar a su padre, es decir, puede colocarse en el lugar de hijo y reubicarse en la existencia habiendo adquirido esa marca de lo tercero que es la Idea del padre. Una escritura (simbólica) que traduce una cesión en su régimen inconsciente de goce (real). Observamos ayer la increíble concordancia del Lacan de los años 50-60’ –cuando aporta su traducción del mito de Edipo en términos de metáfora paterna y la configuración del Nombre del padre como padre muerto– con aquellas imágenes elementales con las que trabaja Zvyagintsev. Y nos preguntamos también si es esta inscripción la manera privilegiada de servirse del padre o sólo una más entre varias, como paso previo a poder prescindir de él.

Por último, referida a esta problemática, enlazábamos la manera en que Lacan retoma estos planteamientos en los años 70’, para poder trabajarlos a un nivel lógico, con la ambición de desasirse del plano imaginario-simbólico del relato. Lo que no impedirá que sigamos leyendo en esos años formulaciones muy precisas sobre el papel de lo simbólico, del lenguaje, por ejemplo en el Seminario 23, cuando nos habla su capacidad para morder lo real (Lacan 2006: 32). Algo que creemos nos autoriza a no desestimar, tampoco desde esta perspectiva, lo que en la tragedia se expresa en términos de catarsis. Por esta línea continuaremos hoy.

El arte según Tarkovski

Utilizando unas fuentes de inspiración extraordinariamente queridas para él, como son la pintura de los iconos y la posición del artista en la sociedad, Tarkovski nos ofrece en su segunda película, Andrei Rublev, una visión sublime de la catarsis. En la que es considerada una de las cumbres del cine ruso, Tarkovski nos va a mostrar un tipo particular de catarsis, una catarsis redoblada, que podríamos llamar “de a dos”, puesto que se producirá en la conjunción de los afectos de los dos personajes principales. Sin duda todo un hallazgo que intentaremos desmenuzar.

Como veremos, Tarkovski va a introducir a un personaje que funcionará como una variante mítica más del niño carente de padre, una variante del Iván de Zvyagintsev, para que haga estallar el mutismo del artista y consiga producir un nuevo enlace con el mundo. Lo que diferenciará a ambos directores vendrá dado por el carácter de misión y por el contacto con lo absoluto, ejes irrenunciables en el cine de Tarkovski.

Podemos seguir su concepción del arte en el capítulo segundo de su magnífico libro, Esculpir en el tiempo, que se titula El arte como ansia de lo ideal. Como vemos, el título nos da ya la clave que lo ordena. Tarkovski reniega del camino seguido por el arte en el siglo xx, tanto aquel que se ha dejado doblegar por las exigencias del mercado, transformando y sometiendo obra y espectador a su circuito de consumo, como por la deriva, no ya individualista sino directamente egocéntrica, del nuevo tipo de artista, al que va a reprochar su rechazo a un imprescindible sacrificio.

El planteamiento de Tarkovski responde a un concepto de arte espiritual, fuertemente platónico, en el sentido de la lectura que la tradición cristiana ha hecho de la cultura griega, donde el artista funciona como un intercesor. Su función es la de mostrar mediante metáforas, de poner en comunicación mediante imágenes, la relación del hombre con aquello que lo excede, llámese lo absoluto, lo ideal, la belleza o lo verdadero.

En esa operación no hay un progreso en el conocimiento –no es ciencia–, por lo que el proceso se repite cada vez desde cero, en cada artista. Naturalmente se deriva de ello la inexistencia de leyes exteriores al artista y a su obra que puedan determinarlo. El objetivo del artista es enfrentar al hombre con el interrogante del sentido de la vida y de la existencia. Y su medio es producir una conmoción, una catarsis (Tarkovski 2002: 60) en el sentido aristotélico del término, aunque leído desde la espiritualidad cristiana.

No hay jerarquía posible en las imágenes que el artista produce. Cada una de ellas viene a ser un jeroglífico de la verdad absoluta, una verdad a la que no se puede tener acceso de manera directa, si no es a través de esa apertura al ideal que produce la revelación. El artista está al servicio de producir esta conmoción espiritual, algo que conlleva inevitablemente su entrega personal: “la verdadera individualidad sólo se alcanza por medio del sacrificio” (Tarkovski 2002: 62). La rotundidad y reiteración en este punto tan crucial no deja lugar a dudas: “la creación artística exige del artista una verdadera “entrega de sí mismo”, en el sentido más trágico de la palabra” (Tarkovski 2002: 63).

Unas afirmaciones que, si bien parecen entroncar con la posición sacrificial cristiana, no debemos asignar precipitadamente a la misma, pues los matices son aquí esenciales. Tarkovski no vuelve la vista a la figura de Cristo por su sumisión sino por su rebeldía, y aunque, como dijimos ayer, una y otra terminen en sacrificio, sigue sin ser lo mismo. No sorprende por ello que la finalidad del arte apunte a la preparación para la muerte. Ni tampoco que adjudique al poeta no sólo la fuerza imaginativa del niño, sino también su psicología.

Caeríamos, no obstante, en una trampa si entendiéramos de manera simplista la vía espiritual y la rebeldía que Tarkovski propone. En su fidelidad a lo sublime, va con todo, lo arriesga todo, lo reivindica todo. No se plegará a las exigencias del poder y pagará terriblemente las consecuencias. Buena parte de sus proyectos tuvieron que ser abandonados ante el cúmulo de impedimentos encontrados. Y cuando finalmente optó por seguir trabajando fuera de Rusia, llegó la venganza de las autoridades hacia él y hacia su familia.

Pero lo que más nos interesa aquí es el carácter de su rebeldía a nivel artístico. Sólo la entenderemos cuando dejemos de sorprendernos que a la hora de escoger a un cineasta con el que se identifique acuda nada menos que a Luis Buñuel (Tarkovski 2002: 72), a quien dedicará los más encendidos elogios. Si hubiera que explicar qué significa en cine que el arte sea ordenado a partir de una conciencia poética, Tarkovski nos señala que bastaría con mostrar la imagen del ojo rasgado de Un perro andaluz. Y después callar.

Esta postura le permite mantenerse al abrigo de toda propaganda, incluida, por supuesto, la cristiana. Por eso no duda en criticar, por ejemplo, a Rafael, a quien a propósito de su Madonna Sixtina dedica toda una lista de descalificaciones, desde dulzón a demasiado alegórico y excesivamente claro, para terminar hablando de la superficialidad de su pintura y el sabor a adoctrinamiento que destila (Tarkovski 2002: 69, 70). Rechaza entonces su valor icónico –no olvidemos que elige para comentar precisamente un cuadro que serviría durante siglos de modelo de Maternidad– y termina contraponiendo al afamado Rafael con el personalísimo Carpaccio, en cuyas exigentes composiciones cada personaje encierra su propio mundo, haciendo girar la obra misteriosamente a su alrededor (Tarkovski 2002: 71).

Tanto en la frescura y naturalidad de los retratos de Carpaccio, como en el tratamiento de los distintos planos de las panorámicas, que la acción enlazará trazando recorridos, se deja traslucir su influencia o al menos su inspiración en el director, en particular en la película que aquí comentamos.

Y no apuntaría a ninguna verdad si retirara de sus medios lo feo, lo paradójico, lo horrible de la existencia. Éste es el sentido del símbolo para Tarkovski. Mostrando lo contradictorio en el hombre, se apunta al ideal inalcanzable. La representación topológica que insinúa en la descripción de la pintura de Carpaccio, ya fue expresada anteriormente con claridad. Su imagen correspondería a una multiplicidad de esferas, cada una perfecta a su manera, formada por los trabajos de cada artista que trabaja con lo absoluto. Y todas ellas recogidas a su vez en una esfera situada en un nivel superior, que se expande infinitamente (Tarkovski 2002: 63).

Sostiene un pensamiento a tal punto imbuido por aquella fascinación por la esfera –tan criticada Lacan– que nos empuja a interpretar toda su vertiente sacrificial como un inevitable reverso, como el retorno del exceso de goce que afecta su concepción del arte. Por ello, no estamos en la línea de un servirse del padre para prescindir de él. El sacrificio viene a acompañar, en cambio, una duplicación de padre, que toma, consecuentemente, la forma de misión: el artista está destinado a convertirse en el catalizador necesario que produzca un cambio en la época que le ha tocado vivir.

La Pasión de Andrei Rublev

Si ayer veíamos la reescritura de la Pasión del Hijo hecha por Zvyagintsev en El regreso, desplazándola hacia el padre para evitar el sacrificio del hijo, veremos hoy, en Andrei Rublev, originalmente llamada La Pasión de Andrei Rublev, la crisis del período de madurez artística de este mítico pintor de iconos rusos de la primera mitad del siglo xv, y su posterior superación, también mediante una catarsis final, pero esta vez sin la mediación encarnada del padre. Intentaremos dilucidar si se trata de otro tipo de anudamiento, de otro tipo de lazo social, o de una mera variante de la figura del Otro. El tratamiento de Tarkovski tendrá poco que ver con la mirada al mito que implicaba la tragedia griega clásica, aunque el director utilice también una época particularmente convulsa de la historia rusa para dilucidar la relación del artista con la sociedad de su tiempo. Casi no es preciso insistir en la universalización que se desprende del examen de la posición del artista, con el claro objetivo de mover a una lectura desde la actualidad.

La película recoge el período de actividad creativa de Andrei Rublev, previa al desencadenamiento de su crisis personal y los largos años de mutismo, tanto verbal como pictórico, hasta advenir, tras una particular ascesis, a la revelación. La sacudida en el ser que entonces se produce, transformará su pintura para dejarnos a continuación su obra maestra definitiva, los frescos de la Santísima Trinidad. Veremos cómo Andrei Rublev parte de una mirada propia y de una pregunta constante, que involucra a la humanidad entera, por lo que no podrá asistir indiferente a los terribles acontecimientos por los que atraviesa la Rusia del momento, desde los rituales paganos, castigados con crueles represiones, ejemplo del despotismo reinante, hasta las traiciones en la élite gobernante que acompañan las invasiones tártaras. No son sólo los extranjeros, también los rusos, los que saquean y destruyen poblaciones enteras. Y como si no bastaran estas calamidades, Andrei, que busca sostener sus desatadas emociones en el amor de sus hermanos monjes, sufrirá la envidia y la traición que su talento provoca. Un doloroso proceso de maduración que sólo podrá reencontrarse con el semejante una vez cumplida su travesía por el silencio y la soledad.

Como apenas se tienen datos de la biografía del pintor, hay consenso en considerar las preocupaciones del protagonista en clara extensión con las del cineasta. Poco sabemos del personaje real. Andrei Rublev vivió aproximadamente entre 1360 y 1430. De su obra se conserva poco, lo más conocido data de 1405 a 1430, pero hay aparentemente un lapso de tiempo, entre 1412 y 1422, sin producción que se haya conseguido datar. Ello me lleva a aventurar que Tarkovski aprovecha esta incógnita para situar –no sé si inventar– su mutismo. Lo que sí es seguro es que fue en su juventud ayudante del gran Teófanes el Griego, un pintor que había llevado el hieratismo canónico bizantino a una de sus más altas cimas, pero la pintura de Rublev surcará caminos nuevos, inéditos hasta la fecha. No será fruto de ningún afán innovador, sino sobre la base de una espiritualidad que termina por construir un lazo distinto con el otro, solidario con su sufrimiento. El resultado se percibe en la humanización de la expresividad de los rostros, aportando una dulzura en los gestos, las actitudes y los ropajes, que lo convertirán, junto con Teófanes y Daniil Chyorny, con el que también trabajó, en uno de los tres más grandes pintores de iconos rusos de toda la historia, probablemente el mejor.

El sonido de lo sublime

Escogeremos para nuestro análisis de la película seis escenas. Suficientes, espero, para circunscribir los dos temas principales que venimos destacando: la posición del artista en el mundo en el que vive, y el acceso a la revelación creadora. Pero nos detendremos antes, aunque sea brevemente, en la imagen inicial, que me parece emblemática de lo que venimos comentando. La poética de la imagen. Se trata nada menos que de la entrada de lo sublime, de lo trascendente, en contraposición a la aspereza trascendental de la película El regreso.

También podría hablarse en Tarkovski de una ascesis hacia un momento epifánico, aunque la distancia con la visión que tiene Joyce es considerable. La lectura que haga el director ruso del All in all será bien diferente. Su universo creativo será un mundo de producción de sentido, insistentemente impulsado por dar sentido a la existencia. Una visión sostenida en un universo totalmente centrado y orientado en relación a lo absoluto –un único referente ajeno a Joyce–, por lo que la definición que proponemos para el cine de Tarkovski es de catarsis mística.

Ayer comentábamos cómo aprovechaba el director de El regreso los fotogramas iniciales para sumergirnos en las aguas de la laguna, recorriendo su lecho donde yace la barca vacía. Nos fijamos entonces en la falta de cuerpo que hace de la barca un puro continente, soporte del padre muerto, donde éste pueda escribirse en ausencia. Sobre la superficie de sus aguas emergen las letras del título de la película. Y sin que nos hayamos dado cuenta, lo esencial ya ha sido contado. Estamos viendo la escritura estricta que quedará impresa después de la catarsis.

Observamos a continuación el arranque de la película que trataremos hoy. Con una reducción extrema de elementos aparecerán los títulos sobre una pared blanca, vacía, preparada para pintar sobre ella, anticipo del mutismo de Andrei Rublev. Y sobre ella emergen las letras de su nombre, el título de la película. El sonido de zumbido acuático que acompañaba el inicio en la película de Zvyagintsev es ahora silencio. Primero: pared blanca y silencio. Después: el título, todavía sin un sonido. Y, abrazado por ese silencio surge, golpeando sobre el nombre del pintor de iconos, el primer sonido de la campana. Lo inmortal ilumina la materia, la letra, el nombre. Poco importa que no nos hayamos dado cuenta de nada. La mística de Tarkovski ya está operando. También él nos lo ha contado todo en la primera imagen. El sonido de la campana obrará el milagro en las escenas finales de la película y sólo entonces Andrei Rublev podrá volver a pintar.

Resumimos.

El regreso: el título emerge del vacío que hace de la falta de cuerpo del padre en las aguas su inscripción simbólica. Ausencia de canto final.

Andrei Rublev: el título emerge del sacrificio necesario para producir arte como abrazo al semejante. Presencia de canto final.

Y aquí se termina el increíble paralelismo entre los dos inicios. Allí donde Zvyagintsev se queda en el ámbito simbólico puro, casi desnudo de cualquier otra consideración, Tarkovski no puede privarse de acompañar el recorrido posterior. La catarsis funciona como milagro y sus efectos deben ser mostrados como ejemplo de vida: la pintura de los frescos de la Santísima Trinidad, que Rublev pintara a la salida de su mutismo. Es una contemplación necesaria. Un éxtasis gozoso, acentuado por la increíble partitura que acompaña sus imágenes, y al que va a agregar todavía un último detalle. Tras tres horas y media de película en blanco y negro aparece, paralelo al tintineo de la campana, lo sublime de la imagen, el color de las pinturas. (Marco 2005: 94)[2].

Los Pasos hacia la catarsis

Escena uno.

Primera Parte. 39:42 – 47:45 min.

Andrei Rublev Zacarias Marco 1

La divergencia entre Andrei y Teófanes.

Primera conversación entre Andrei Rublev y Teófanes el Griego, sobre la posición ética del artífice en un mundo insensible al arte y a la revelación. Se contrasta el escepticismo de Teófanes, que sólo rinde cuentas ante Dios, con la aspiración comunitaria del corazón entregado de Andrei. Dicho contraste es mostrado por un desarrollo dialéctico de las imágenes donde Tarkovski juega con dos modelos de imposibilidad de reunión de sus miradas: una, cuando aparentemente los confronta, pero los mantiene en distintas profundidades de campo; otra, cuando los muestra en acentuada divergencia, como en la que se muestra en la imagen escogida (supra).

Posteriormente, la conversación se transforma en un monólogo donde Andrei revierte los argumentos de Teófanes, dejándose iluminar por las imágenes de la Pasión. En esa inspiración se encontrará –aquí todavía sólo teóricamente– con la deseada otra mirada.

La primera parte de la escena desgrana el encuentro entre la sensibilidad del joven discípulo, sacudido por los sufrimientos del pueblo, y la decepción por la falta de empatía del maestro. “¡Todo es vanidad y podredumbre!”, exclamará exaltado Teófanes. No pudiendo entender tanto desapego, Andrei responderá: “No sé cómo puedes pintar pensando así”.

¿Dónde encuentra el artista su interlocutor? Aunque ambos estén de acuerdo en que el pueblo es ignorante, para Andrei esto no constituye un obstáculo definitivo, y la responsabilidad recae, en todo caso, en los poderosos. Pero el irritado Teófanes no hace excepciones: también el pueblo es responsable. El acuerdo no es posible. Para Andrei la pintura se sostiene en el enlace con el prójimo, un prójimo al que finalmente sólo se puede amar porque tras él está la humanidad, lo sagrado incluso. En cambio, Teófanes no la necesita, y sostiene su trabajo exclusivamente en su relación con Dios, con la mirada de Dios. De esta manera apacigua su conflicto interno evitando entrar en contradicciones. Pero su discurso no podrá conmover, porque es un discurso en soledad, escogido por Tarkovski para mostrar lo que sería una falsa salida del arte, egocéntrica. Aquella que no podrá nunca poner en relación al hombre con lo sublime, que no podrá encarnar una verdad que concierna y movilice al espectador de cara a una transformación real en el orden de la existencia.

El ejemplo de la posición del artista en comunión directa con el sufrimiento del campesinado ruso es escenificado por el calvario de Cristo, que acompañará las palabras de Andrei sin que ningún anuncio lo precise. A partir de entonces oímos a Andrei y vemos el sacrificio del hombre en su división interna: el que mira a los suyos pero obedece a Dios, su Padre. Andrei construirá su discurso siguiendo los pasos de una lógica contradictoria, a partir de la necesidad –que es al mismo tiempo imposibilidad– de la comunión, del encuentro entre los hombres. Andrei duda y titubea, no encontraba al principio las palabras, pero, dejándose guiar por su corazón, su discurso se mueve, se relanza. Andrei construye paso a paso su visión comunitaria del sufrimiento y de la gloria. Podrá enunciar entonces lo que será la condición que tendrá que cumplir la catarsis y que no veremos hasta el final de la película, cuando logre reunir el sacrificio de uno con el de su semejante: “la salvación está en el encuentro con otra mirada humana”. Con Teófanes esa reunión no ha sido posible pero Andrei ha podido dibujar su ambición comunitaria.

Aunque el tema del encuentro con la otra mirada me parece el fundamental, hay un par de detalles curiosos que merecen ser comentados. Andrei argumentará que el sacrificio de Cristo fue para reconciliar a los hombres con Dios, y no un emblema de la traición, como sostenía Teófanes. Siempre habrá hombres que delaten por unas monedas, no es eso lo importante. Se trata de un tipo de traición menor, y Andrei exculpa esa disposición del hombre mirando hacia los auténticos aprovechados, que fueron los escribas y fariseos, los representantes del poder que somete al pueblo.

Y si hubo verdadera traición, vendría más bien del otro lado, porque el traicionado último no fue Cristo. Es finalmente él quien traiciona a los suyos, aquellos a los que ama y lo aman. Es él quien refleja crueldad apartándose de ellos, marchando hacia el destino trazado por su Padre. De esta sorprendente manera Andrei salvaguarda el lugar de la inocencia, bien a través del pueblo, bien a través del sufrimiento de las mujeres, que fue el primer ejemplo que esgrimió ante Teófanes.

La siguiente escena nos hará recordar un detalle del inicio de la conversación. Tratamos de escuchar dónde sitúa Andrei los gestos sacrificiales de la inocencia. El primer ejemplo ofrecido fue el pelo de las mujeres.

Escena dos.

Primera Parte. 1:14:40 – 1:21:08 min.

Andrei Rublev Zacarias Marco 2

Reacción de la demente a la pintura arrojada a la pared por Andrei y esparcida con su mano.

La cuadrilla de artesanos ha sido salvajemente cegada. En vez de pintar, Andrei arroja la pintura contra la pared de la iglesia, preparada para sus frescos. Después, mientras una loca se pasea, se lee un pasaje de las Escrituras describiendo el papel inferior de la mujer, sometida al marido como él lo está a Dios, por lo que debe ocultar su pelo sin cortar, o bien mostrar su cabeza rasurada. Mostrando su crisis de fe, Andrei preguntará a Daniel cuál es su pecado, merecedor de tal castigo. Vemos el paralelismo con la discusión con Teófanes, que comenzó recordando Andrei el gesto de las mujeres moscovitas que pagaron a los tártaros como tributo por su rescate sus cabellos cortados. Recordemos también que entre medias de las dos escenas se desarrolla el turbado encuentro de Andrei con los cultos paganos del pueblo, ritos donde la relación directa con la naturaleza se muestra a través de la desnudez de sus cuerpos.

La atrocidad contra los artesanos, vagando sin ojos por el bosque en absoluta soledad, pone imagen al necesario e imposible encuentro entre dos miradas, requisito imprescindible para la salvación. La reacción de Andrei, arrojando la pintura contra la pared, hay que entenderla como un acto blasfemo. Las paredes de la iglesia están preparadas para recibir los frescos que glorifiquen al señor. Vemos los andamios colocados y los ayudantes listos para el trabajo, pero Andrei ha invalidado con su gesto esta posibilidad, manchando el lugar de lo sagrado e interrumpiendo el devenir programado. De ahí que el otro monje pida al niño leer las Escrituras. La soledad de los cegados en el bosque se repite en el interior de la iglesia, donde los únicos movimientos de enlace entre los personajes los llevará la loca y Andrei, siendo ambos rechazados, por lo que terminarán abandonando la iglesia y saliendo a la intemperie. Sin encuentro no puede haber pintura.

Antes hemos visto la reacción de la loca a la pintura arrojada en la pared. Toca también, conmovida, esa pintura en tanto sufrimiento. Ha sido la única espectadora capaz de leer el gesto de Andrei. No le alcanzan en cambio las palabras recitadas de las Escrituras, que sólo consiguen traducir el lugar de la diferencia sexual en términos de sometimiento femenino. Estas palabras terminan por encender la rabia apenas contenida ya de Andrei. ¿Qué pecado ha cometido ella para tener que llevar el cabello tapado?, espetará a sus compañeros.

El tema central de esta escena es la compasión por la inocencia, representada aquí doblemente por la mujer: la loca, alguien no imputable por definición, y la mujer sometida al marido, como pilar sobre el que se sustenta el orden social. Pero Andrei responde no sometiéndose al dogma y cuestionándolo en público. Resultado: soledad. De todas formas, ésta todavía no es total. Su destierro es interior. Un destierro hermanado con la figura de la mujer rechazada, la loca, a la que se dedicará a proteger por encima de cualquier otra ley.

Además, que Andrei no emprenda la vía eremita –un camino que ya criticó en su conversación con Teófanes– tiene una segunda lectura, no menos interesante. Colocándose como observador de todo lo que le rodea, Andrei se convierte en el nuevo público invisible que acompaña la acción y los personajes, a la vez que se ofrece como modelo identificatorio al espectador.

Escena  tres.

Segunda Parte. 23:00 – 31:30 min.

Andrei Rublev Zacarias Marco 3

Segunda modalidad del encuentro imposible entre las miradas de Andrei y Teófanes, aquí fantasma.

Hemos visto el espectacular arranque de la segunda parte de Andrei Rublev, las imágenes apocalípticas del saqueo y de la destrucción de la ciudad por parte de los tártaros, que actúan como brazo ejecutor de la traición que anida en el propio poder ruso, una ambición literalmente fratricida que plasma la venganza del gemelo que fue humillado contra aquel que ocupó el poder. La baraja del horror ha ido arrojando una a una sus cartas. Espeluznantes torturas, caballos despeñados, imágenes todas de la inocencia asesinada, como el ayudante de Andrei, el muchacho simple, a quien le importaba más su panza que la fe, cayendo mortalmente herido sobre las aguas. Hemos asistido también a la conversación entre el príncipe tártaro y el traidor sobre lo que no está al alcance de la mente del infiel, la relación entre la Virgen y su hijo, un milagro sobre el que el templo entero está erigido. Y hemos visto el crimen de Andrei, que mata al soldado ruso para impedir la violación de la demente. Será entonces cuando, sobre las ruinas de la catedral y con las tablas que fueron el soporte de la pintura de Andrei todavía ardiendo, surja la figura, el fantasma de Teófanes, materia-lización pura de la conciencia culpabilizada de Andrei, para sostener con él la segunda conversación sobre la posición ética del artista.

Todavía aturdido, Andrei despierta de su sueño mientras Teófanes está contemplando la destrucción de lo sagrado, la Biblia y las pinturas. Andrei soñaba precisamente con él. Colgado Andrei boca abajo, Teófanes lo amonestaba blandiendo contra él su dedo acusador, al tiempo que dos soldados retorcían la cabeza del discípulo. Después, Andrei le grita, pero, pese al interés de Teófanes, calla el resto. Esta pesadilla, fruto de sus sentimientos de culpa y del terrible forzamiento al que la realidad lo somete, dará pie a los primeros intercambios del diálogo. Los papeles que van a sostener son el reverso de los que tuvieron en la conversación precedente, mostrando ahora una nueva inversión de la imposibilidad del encuentro entre sus miradas, el tema que hemos considerado eje rector y que también está vivamente representado en la pesadilla.

Un tierno y sabio Teófanes acoge las palabras de un Andrei que ha llegado al límite de lo soportable, y que cree, por ello, que ha aprendido la verdad que anidaba en el antiguo rechazo del maestro hacia sus congéneres. Pero este acercamiento tampoco alcanza al actual Teófanes. Sus movimientos se han cruzado y Andrei no puede encontrarle porque su maestro ha recorrido el camino inverso. “Ahora te equivocas tú, entonces era yo el que estaba equivocado”, le contesta Teófanes. Durante la escena, Andrei comenta su resolución de no pintar porque nadie quiere ver lo que pinta. Postura que relativiza el maestro recordando las catedrales que ardieron con sus cuadros dentro. La escena terminará con el voto de silencio de Andrei, única respuesta que se le ocurre a tanto crimen, el suyo incluido. El conjunto es nuevo Paso más en la Pasión del artista, viviendo en un mundo que lo atormenta y lo persigue, hasta quemando sus obras.

Más allá de la alusión explícita al sometimiento del pueblo ruso a sus crueles gobernantes –y encubierta a lo que el cineasta tuvo que soportar de represión y censura soviéticas–, nos interesa sobre todo el papel de la escena como confesión. En la anterior conversación, Teófanes anunciaba la venida del Apocalipsis donde todos arderían como teas; ahora, ante el humeante iconostasio, Andrei confiesa sus pecados al fantasma de su maestro, pecados que lo han apartado de la comunidad. Y quizá se los confiese a un fantasma porque no tiene otro ser a quien confesárselos. Sólo le queda por compañía la demente, que vemos entretenida en trenzar el pelo de una muerta, otra alusión a este símbolo de la pureza que Tarkovski trata con una extrema delicadeza.

Tras la confesión de sus pecados, Teófanes le dice que Dios le perdonará, pero él no debe perdonarse. Andrei asiente, ya sabe que la misericordia de Dios no evita el sacrificio. Su crisis ha llegado a un cénit y enuncia su voto de silencio. La escena, que ha sido todo el tiempo acompañada por el suave y pausado tintinear de la campana, culmina con la paz de la nieve cayendo sobre el caos del interior de la iglesia, algo que podemos interpretar como la permanencia de lo divino, el manto que todo lo cubre. Qué pensar. La mirada que situará a Andrei en el mundo no se ha producido aún, falta todavía el encuentro con la imagen desgarrada de su alter ego.

Decía Tarkovski que fue durante el rodaje de esta película que se sintió director de cine. Creo que no puede menos que sobrecogernos la impresionante exigencia del director ruso, que sólo se permite una mínima nominación firmando una obra que se ha llegado a considerar como una de las diez mejores películas de la historia. No se trata sólo de las imágenes entendidas fuera del actual marco de superficialidad que nos domina, se trata de la narrativa interna que las construye. Tarkovski coloca al espectador en la dignidad que le corresponde, en paralelo con el creador, otorgándole un papel activo, exigente incluso. Busca el encuentro con su mirada. Si el artista no rinde cuentas ante nadie, salvo a la propia obra, quizás sea ésta la manera de asegurarse el salvoconducto al corazón del semejante.

Escena cuatro.

56:45 – 59:50 min.

Andrei Rublev Zacarias Marco 4a

La construcción de la campana y el diálogo entre las miradas de Borís y Andrei.

Andrei Rublev Zacarias Marco 4b

Andrei contempla el esfuerzo del muchacho. Su enigma no tiene todavía palabras.

Ante la adversidad Tarkovski saca su mejor arte. El crescendo posterior es conseguido a partir de una limitación extrema, pues Andrei ya no pinta y permanece además mudo mientras observa los acontecimientos. Toda la parte final de la película está consagrada a la ejecución de la campana de la catedral, una obra magna que será dirigida por un muchacho, por el hijo de un maestro ya fallecido, que se lanza heroicamente a liderar esta aventura. El niño se hace portador de un saber, un saber exclusivo transmitido por el padre, que le otorga poder sobre los demás. Y no duda en recurrir a la fuerza si es preciso, dejando al monje el cuidado de la piedad.

Según avanza la película el régimen de la experimentación se apodera de ella, y con ella del espectador. Nos veremos inmersos paso a paso en la construcción de la campana, que ha sido ordenada por el príncipe para inaugurar la catedral. La peste ha acabado con todos los maestros fundidores y sólo queda Borís, el hijo de uno de ellos, un adolescente en el más absoluto desamparo, que asegura conocer el secreto de la fundición de la campana porque su padre se lo contó en el lecho de muerte. Borís lo cuenta tartamudeando. El arrojo del muchacho, que no duda en poner su vida en juego, da credibilidad a sus palabras hasta tomar las riendas de la empresa colectiva. Todos trabajarán bajo sus órdenes.

Mientras prosigue la vorágine de los trabajos, Borís se cruza varias veces con Andrei, el espectador mudo que nos lleva de la mano de una mirada que todo lo observa. El chico le dice que se proteja mientras él ordena recubrir el molde, sin esperar a protegerlo con una nueva capa de entretejido de mimbre, como todos demandan. Borís no se deja doblegar, teme que la llegada de la nieve retrase fatalmente todo el proyecto y apela a la autoridad que el saber de su padre le otorga para imponer, a fuerza del látigo si es preciso, su consecución. La cuadrilla termina por obedecer. Se oyen los lamentos del ayudante apaleado mientras él se recuesta a descansar. Es entonces cuando observa a Andrei mirar desde lo alto. Es el diálogo de imágenes que hemos rescatado. ¿Te tragaste la lengua? ¿O estás sordo? Ve y apiádate del que sufre, para eso llevas una sotana negra. (Ver supra).

Borís no puede comprender la inquietud de Andrei, no tiene la vía para acceder a su sufrimiento estando como está inmerso en la dura prueba del suyo. De momento, el sufrimiento de cada uno no ha encontrado la llave para acoger el del otro. Dos inmensas soledades. La de Andrei la conocemos, la de Borís es todavía un misterio a desvelar. Sin saberlo, el muchacho precisa de un testigo especial. El reconocimiento por la vía de los hechos, o por la vía del otro, no va a ser suficiente. Tenemos de momento el enigma del padre y el tartamudeo del chico para darnos una pista sobre su dificultad.

Escena cinco.

1:04:20 – 1:08:36 min.

Andrei Rublev Zacarias Marco 5

Borís reposa sobre el relieve de San Jorge de la campana recién descubierta.

Se suceden los trabajos preparatorios para el vertido del metal. Las campanas se hacían tradicionalmente de bronce, con una aleación precisa del 78% de cobre y 22% de estaño denominada metal de campana. Aunque se sabía que el añadido de un porcentaje de plata conseguía aumentar la riqueza cromática de la sonoridad de la campana, debido a su elevado coste, sólo se hacía muy excepcionalmente. Éste es el caso. Por eso vemos en la película cómo Borís se divierte forzando al príncipe para que añada un porcentaje de plata mayor del previsto.

Asistimos al proceso final de la construcción de la campana. Cae el vertido de la mezcla desde los distintos hornos. Queda proceder al posterior descubrimiento. Toda la escena representa el éxtasis de la culminación exitosa de los trabajos, patente en la alegría casi incontenida de Borís. Una vez descubierta, Borís se apoya y reposa unos instantes sobre ella. Toca con su mano la obra del hombre que es vehículo de la palabra de Dios. El sonido de las campanas es su Voz.

Entretanto, Andrei sigue acompañando con su mirada la entrega del muchacho a su empresa. Por otro lado, se han sucedido varios episodios que han aclarado traiciones anteriores, como la del monje Ciril, motivada por la envidia del don que sólo Andrei posee. Un don divino, su pintura, que de momento se guarda. Su pintura es una campana enmudecida en espera de oídos a los que llegar. Los dos objetos pulsionales por excelencia, mirada y voz, encuentran en Andrei y en Borís los artífices que puedan llevar a cabo el máximo de su potencialidad. Son los vehículos de la emoción, el soporte de la sublimación, la unión de la comunidad con lo espiritual. En este momento las dos historias convergen en esta imagen acabada.

Nos hemos dejado llevar por la ejecución de los trabajos sin darnos cuenta que responden a la culminación de la reconstrucción de la catedral, la obra magna que aúna el poder del príncipe y de Dios. De principio a fin toda la ciudad está implicada. El ordenamiento de la ciudad, en su más amplio sentido, pasará después por el tañido de la campana mayor de la catedral. En el momento en que estamos, sólo queda ya su alzamiento, la bendición y hacerla sonar. ¿Se romperá? Toda esta parte final de la película es un monumento a la realización de los sueños, a la apuesta arriesgada cuando es comandada por el corazón. El artista no responde a otro cálculo que el que le dicta su intuición.

Tras el destapado de la campana Borís no necesitará tener que volver a imponer su lugar a los demás. El jefe de la cuadrilla le indica que todos esperan su orden para proceder a su alzamiento. El muchacho da la orden y comienza la elevación. Alcanzado su punto álgido las autoridades se reúnen. Está el Gran Príncipe, su séquito, y los embajadores. Las autoridades religiosas proceden a su consagración. Se bendice en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, cuatro veces, norte y sur, este y oeste, en las cuatro direcciones por las que se propagará el celestial sonido de la campana.

Sólo queda hacerla sonar. Vemos en la escena cómo Borís retrocede, no se anima a hacerlo él y cede el lugar a un ayudante. Su exaltación se ha transformado en una vacilante espera que muestra su duda interior, aquel misterio que ya hizo su aparición en su inicial tartamudeo. Ahora sus piernas no le sostienen y se sienta en el barro observando el movimiento pendular del badajo. Andrei, en cambio, está de espaldas cuando la campana suena por primera vez. La cámara captura su rostro girando la cabeza para contemplarla. Su mirada nos guía.

A continuación, la imagen se centra en un observador muy particular. Una mujer, luciendo un pulcro vestido blanco, conduce a pie su caballo. Borís: Andrei: mujer con caballo. Tarkovski nos deja aquí una trinidad humana en el borde de la santidad. A los dos protagonistas ha sumado las dos imágenes que representan la inocencia, la inocencia que está atravesada por el sufrimiento: el caballo y la mujer. Los dos universos desconocidos, mujer y naturaleza –la belleza en suma–, como gesto afirmativo. Y aquí la mirada sin velo, la mirada directa que la sonrisa de la madonna duplica, viene a introducir el nexo entre Borís y Andrei, el elemento tercero que los enlaza, el Espíritu Santo, el signo de su consentimiento, la Gracia.

Andrei Rublev Zacarias Marco 5b

El sonido de la campana. Pureza y beatitud.

Escena seis.

1:20:00 – 1:33:16 min.

Andrei Rublev Zacarias Marco 6

La confesión de Borís.

Finalmente, la campana suena y repican a coro el resto de las campanas de la ciudad. Un saludo de la partitura divina cuya música se eleva al cielo, multiplicando sus ecos y envolviéndolo todo. Antes: la nieve cayendo en la devastada catedral. Ahora: la música elevándose al cielo se ofrece como díptico redentor. La magnífica campana, con el espléndido relieve de San Jorge, patrono de Rusia, está destinada a un templo que espera a Andrei para ser pintado, pues el ya afamado pintor ha dejado en suspenso el encargo ofrecido. Borís tuvo que ocupar un lugar que no le correspondía para dirigir los trabajos de la realización de la campana. Y tuvo que forzarlo, tuvo que engañar, como veremos, para ocupar ese lugar. Andrei, en cambio, ha permanecido mudo ante el encargo, y ahora las paredes esperan. Precipitación de un lado, ausencia de respuesta del otro, ninguno de los dos ha advenido todavía a una decisión que lo represente, más allá de la fractura actual que los atraviesa a ambos. No hemos salido de las lógicas de los desencuentros que afectaban de manera paradigmática a las miradas, pero todos los elementos han sido arrojados para que se produzca la catarsis, la transformación. Veamos cómo Tarkovski prepara el verdadero acontecimiento todavía por venir.

Las autoridades van abandonando la escena y el público se aleja. Para ellos el espectáculo ya ha acabado. Un recogimiento necesario para que los dos protagonistas entren en un contacto verdadero: la reunión de una mirada humana con otra mirada humana. Es entonces cuando Andrei encuentra a Borís llorando desconsoladamente en el suelo, abrazado a un poste que sirvió para amarrar las cuerdas que elevaron la campana. Se acerca y lo levanta, lo sostiene en sus brazos, lo consuela. Borís se rompe. Rasga su secreto incapaz de contenerlo un segundo más. Confiesa que su padre, el muy egoísta, se murió sin contarle el secreto de la construcción de la campana.

El llanto de Borís despierta las palabras de Andrei, que, saliendo de su mutismo, le hace ver la felicidad a la que ha contribuido. Dos miradas, dos sufrimientos se encuentran. La iluminación se produce. Y Andrei puede ahora decirle que en adelante marcharán juntos, el chico construyendo campanas, él pintando catedrales. Después, la cámara recorre el cuerpo de la figura yaciente de Borís. El silencio: las ascuas. Por último, el color. Último detalle del tratamiento místico para poder mostrar las imágenes de los frescos auténticos de la Santísima Trinidad, pintados en 1423 por Andrei Rublev, acompañados por una música coral ciertamente sobrecogedora.

Andrei Rublev Zacarias Marco 6b

La Trinidad (1423). Catedral de la Asunción, Moscú.

Determinados detalles hacen pensar que los tres ángeles de la anunciación a Abraham y Sara representan a la Trinidad, con Jesús en el centro. Quizá por eso Rublev tituló la tabla Cristo Salvador.

La Pasión según Tarkovski

La plasmación de la poética de la mirada en las imágenes finales de Andrei Rublev nos ha conmovido más allá de toda explicación posible. Pero, ¿qué ha ocurrido verdadera-mente? ¿Qué nos ha arrebatado del llanto del muchacho? Borís apostó todo a una impostura porque su padre no fue un padre para él, no cumplió su función. Si en el argumento de la película está muerto, no es sino para expresar esta idea. Tras esta ausencia de validación en la transmisión simbólica viene la reacción del hijo.

Digamos que el hijo quiebra una ley para acceder al reconocimiento que no le dio el padre, que es el que se saltó, de esta manera, la auténtica Ley. Borís jugó la carta de la trampa porque no tenía otra: es la carta marcada del padre en la que está atrapado. Por eso su éxito no consigue sacarlo del fracaso, no le otorga la paz en el reconocimiento público. Hace falta todavía otra sanción, una sanción que vendrá de Andrei, aquel que lo ha observado desde una postura radicalmente distinta, manteniéndose al margen de la acción. Es la confluencia de estos caminos, tan diferentes, lo que produce la validación definitiva: una catarsis única, comunitaria, tanto para Borís como para Andrei. El famoso pintor de iconos puede entonces decirle que irán en adelante juntos, en una misión común, sostenida en el trabajo del otro, sostenida en la mirada del otro.

Tras estas palabras que sellan la catarsis viene la elevación, la trascendencia. Es entonces cuando la imagen se detiene en las ascuas, el paso previo necesario para acceder a la contemplación. No es Tarkovski el único en recurrir a la pregnancia de la imagen de las ascuas para señalar lo sagrado. También Zvyagintsev usaba en El regreso el mismo recurso antes de la aparición del padre. Si recordamos, la cámara se detenía en las ascuas de la cocina antes de que los hijos abrieran la puerta de la habitación donde yacía éste, en posición idéntica al Cristo muerto de Mantegna. (Marco 2005: 30-32). Y también podemos recordar la misma expresión del momento sublime cuando Stephen recogía de Shelley, en Retrato del artista adolescente, la imagen de las ascuas, del carbón encendido que se extingue, para anunciar la stasis creadora del artista (Joyce 1989: 241).

Con la imagen de las ascuas concluye la acción propiamente dicha de la película. Los frescos que a continuación se ofrezcan serán el epílogo de una película que contó también con un prólogo. En éste, el perseguido consiguió subir al globo y escapar de los soldados, pero el cielo no era ciertamente su reino y cayó a tierra. Es esta comunicación imposible entre los dos reinos, cielo y tierra, que Tarkovski trabaja sin descanso hasta conseguir la imagen pacificada.

Recordamos por ejemplo el caballo del final del prólogo, colocado patas arriba, imagen antitética al caballo domado que es paseado por la mujer de blanco al sonar la campana por primera vez. Pues bien, todos estos elementos estructurales que trabajan la arquitectura de la película van a terminar confluyendo en una nueva creación iconográfica. Podemos poner de nuevo a dialogar las dos películas rusas que venimos comentando, para ver cómo allí donde Zvyagintsev utiliza la tragedia en el sentido clásico, mirando con la máxima sequedad posible al mito arcaico, Tarkovski introduce una visión poética atravesada por la lectura cristiana del canon griego.

Andrei Rublev Zacarias Marco 7

La inquietante imagen con la que finaliza el prólogo.

La catarsis de a dos.

Pero, más todavía que el encuadre y la estructura, nos interesa adónde le lleva al director la fuerza de su inspiración. Si antes vimos brotar de las palabras de Andrei en la conversación inicial con Teófanes las imágenes del calvario de Jesús, acompañando el padecimiento del Nazareno con aquella referencia al trabajo sin descanso del pueblo ruso, éste podrá ser utilizado ahora con otro fin. El trabajo podrá alcanzar otra noción del sacrificio, y con ella, otra noción de la salvación. Tarkovski nos dejará entonces su ofrenda iconográfica, su pequeño altar dentro de la catedral. El trabajo incansable del pueblo ruso tomará la forma del magno proceso de la ejecución de la campana. Y será ésta, finalmente, la que sea izada. En el lugar de la cruz levantada con cuerdas, tenemos ahora la campana. La obra del hombre en honor a Dios. Un sacrificio que tiene el sentido de un reconocimiento, de una comunión.

¿Y qué ocurre después? Vemos cómo Borís llora desconsolado. Después de su calvario yace en el suelo casi enroscado al poste, como lugar final de su vía crucis. Borís ocupa ahora el lugar de Cristo en un cuadro de descendimiento de la cruz. Pero está solo. Nadie lo sostiene. Además, es un cuerpo vivo, doliente. Su alma no se ha reunido con el Padre. No lo hará de momento. Pero tampoco está acompañado por la Virgen. No estamos ante la Piedad de Miguel Ángel. Su sacrificio precisa todavía de una última transformación. Ésta se va a producir de la mano del padre…

Pero, ¿es Andrei una figura de padre? Más bien no. Quizá sea el monje pintor también un hijo, sí, otro huérfano como él. Otro huérfano hasta ese preciso instante en que deviene hermano para Borís, compañero de trabajo. Porque es el momento de su catarsis conjunta, una catarsis de a dos.

Mostraremos para terminar, a modo de díptico final, la propuesta iconográfica de Tarkovski, sustituyendo la figura de la Virgen como Piedad, por la del monje pintor de iconos, Andrei Rublev, ofreciéndose como sostén del muchacho. Dos figuras dolientes, desamparadas, se abrazan y advienen conjuntamente a una comunicación superior, aquella que les permite situarse en el mundo. El lazo roto con el padre se restaura sin haber recurrido, como en El regreso, al padre, sólo al sufrimiento del semejante. Borís podrá hacer ahora campanas sin tener que hacer sonar en ellas la falta del padre. Andrei podrá volver a pintar transmitiendo en sus pinturas la enseñanza que el nuevo lazo le permite, el encuentro redentor de las miradas.

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Andrei acude a consolar al muchacho, que llora totalmente abatido en el suelo.

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Piedad de Miguel Ángel en la Basílica de San Pedro de Roma (1498-9).

Sugerimos leer esta contraposición en paralelo con la que efectuaba Zvyagintsev en El regreso. Siendo la suya, como sostuvimos en el artículo anterior[3], una auténtica rectificación iconográfica. Diríase, su versión fílmica de la metáfora paterna lacaniana.

Zvyagintsev coloca al padre en el lugar que la tradición cristiana mantiene reservado a la Virgen, con el fin de poder reubicar el deseo del hijo. Por ello su perspectiva no está orientada a una salida artística. En vez de sublime, como Tarkovski, él es terrenal.

Notas

[1] Seguimos la diferenciación que establece Deleuze entre trascendente y trascendental en, por ejemplo, Inmanencia: una vida…

[2] Enlaces de la película Andrei Rublev:

https://www.youtube.com/watch?v=1PAhbcy8mP4

https://www.youtube.com/watch?v=RwCJoEJFW5g

[3] Véase el último apartado, Una reescritura: Paternidad, del artículo La escritura de lo imposible (I): El regreso, en esta sección Escritura nodal de www.cilajoyce.com.

Bibliografía

Aristóteles. 1999. Poética de Aristóteles. Gredos, Madrid.

Deleuze, Gilles. 1995. Inmanencia: una vida… “Philosophie” nº 47. Minuit, Paris.

Joyce, James. 1989. Retrato del artista adolescente. Alianza, Madrid.

Lacan, Jacques. 2006. El Seminario. Libro 23: El sinthome. Paidós, Buenos Aires.

Marco, Zacarías. 2005. Dípticos. Un estudio sobre la idea de Padre en la película El regreso, de Andrei Zvyagintsev. Ed. Autor, Madrid.

Sófocles. 2000. Tragedias completas. Cátedra, Madrid.

Tarkovski, Andrei. 2002. Esculpir en el tiempo. Rialp, Madrid.

Vernant, Jean-Pierre. 1989. L’individu, la mort, l’ámour. Gallimard (folio), Paris.

Vernant, Jean-Pierre; Vidal-Naquet, Pierre. 2007. Mito y pensamiento en la Grecia Antigua (I). Ariel, Barcelona.