Tríada de retratistas

Después del baño cultural en Glenties emprendí la marcha hacia el territorio salvaje del interior, hacia Mount Errigal y hacia el Glenveagh National Park. Recuerdo que me impresionaron sus paisajes, las majestuosas montañas que se levantaban al pie de lagos rizados por el viento. Territorios prácticamente desiertos de gente que ofrecían notables dificultades para la marcha porque lo que no es dura montaña es mayormente ciénaga y turberas, bogland, un terreno que se hincha con la lluvia y deforma caprichosamente cualquier carretera. Sólo con paciencia se encuentran las pequeñas joyas vegetales que la Corriente del Golfo permite, bayas, moras y arándanos. Mi único recuerdo preciso es la visita que hice a una galería de arte, imagino situada en el castillo de Glenveagh. Recuerdo la blancura de las paredes y haber pasado un largo rato observando varios retratos que el pintor Louis Le Brocquy hiciera a Beckett. Creo que también había algún retrato de Joyce, de W. B. Yeats y de Seamus Heaney, pero sólo recuerdo los de Beckett. Le Brocquy tenía una clara predilección por el rostro de Beckett. Esto no precisa explicación. De él hizo un buen número de espléndidos retratos, quizá los mejores. Además ocurrió algo casi mágico que revolucionó a la encargada de la galería y a los cuatro o cinco visitantes que la recorríamos. Observaba uno de esos retratos de Beckett pintados por Le Brocquy cuando me pareció notar que algo se movía tras la esquina superior izquierda del lienzo. Algo parecía palpitar allí. Asomaba a la luz lo que parecía ser la punta nervuda de una membrana, el pico del ala aterciopelada de un animal sin pluma. Me acerqué un poco más y un sorprendido murciélago emprendió su errático revoloteo por toda la sala. Si hubiera sido un cuervo habría que haber concluido, taxativamente, que era el alma de Beckett, pero un pobre y despistado murciélago no podía ser, no.

Le Brocquy conoció a Beckett a finales de los años setenta y fue su amigo hasta la muerte de éste, en 1989. Un buen detalle de la amistad y de la consideración que mutuamente se profesaban quedó reflejado en la publicación del último texto en prosa de Beckett, Stirrings Still. La edición de lujo, numerada y firmada por el autor, iba acompañada por una serie de ilustraciones de Le Brocquy. Ambos se conocieron en París, donde el cada vez más afamado pintor irlandés exponía regularmente. Le Brocquy se había trasladado a Francia tras casarse con la también pintora Anne Madden a mediados de los cincuenta y pintó como nadie las fascinantes arrugas de Beckett y su punzante mirada. Sus retratos surgen desde el blanco de la tela mezclando trazos brumosos con otros precisos, como si el espectador variara el enfoque del objetivo de su ojo pudiendo captar sólo ciertos detalles. Es sorprendente el resultado que llega a imprimir con unos tenues difuminados y unas brevísimas pero definitivas manchas de color. Le Brocquy trabajó una y otra vez sobre la característica mirada de Beckett, atravesada por no se sabe qué rayo de luz que deja una estela de niebla a su paso. Más que al frente, parece dirigida al interior, al inatrapable interior. Mi amigo Hugo Savino dice que los personajes de Beckett hablan desde más allá de la muerte. También podría decirse que han sido marcados por la huella de la vida, sólo eso, pero sin engaño, llevando sin engaño la huella de la vida. Un par de anécdotas pueden ayudarnos a discernir esa estela de su mirada.

Beckett estaba dirigiendo a Billie Whitelaw en Footfalls (Pasos), una obra que escribió expresamente pensando en ella, su actriz favorita, cuando se produjo el siguiente intercambio. En él se puede apreciar tanto la sencillez como la búsqueda de precisión. Billie cuenta cómo hizo partícipe a Beckett de la dificultad que le surgía en un momento concreto de la obra. Los ensayos estaban ya muy avanzados y ella topaba con un escollo que la despistaba. Era un momento crucial del texto donde se sentía incómoda cualquiera que fuese el lugar donde posara su mirada. Algo se desconectaba en el fluir del texto. Para salir de su atasco preguntó a Beckett. No sé adónde mirar. Tras un breve silencio Beckett dijo: Inward. Hacia adentro. Creo que ésa es justo la mirada que Le Brocquy captura en sus retratos.

La segunda anécdota la cuenta John Montague, poeta y también gran amigo de Beckett, a raíz de la última visita que le hizo, poco antes de morir. Cuenta en Unos tragos y un Himno: Mi adiós a Samuel Beckett su renovada impresión ante el intenso azul de sus ojos –canicas de mármol azul, las llama– y su mirada, que había sido siempre cristalina y ahora sin embargo aparecía ya nublada. En este último encuentro Beckett tenía que escribir unos versos para un libro recopilatorio de poesía irlandesa. Escogió para ello cuatro versos escritos poco después de la muerte de su padre, un momento en el que Beckett perdió pie y tuvo que buscar ayuda psicológica en Londres para salir adelante. Habla, pues, de la marca de la muerte. El último de los cuatro versos dice: and the glass unmisted above your eyes (“y el cristal sin niebla sobre tus ojos”). Su temblorosa mano escribió sobre papel cebolla este último verso, este último acto de escritura, y pluma y tinta fueron ceremonialmente arrojados a la papelera. El trabajo, como un movimiento siempre a punto de acabar, capturado beckettianamente en su constante empobrecerse, alcanzó en ese momento su definitivo acabamiento. Me parece leer en este verso la imagen inversa de la descripción que hace Montague sobre los ojos de Beckett, no la niebla como anticipación de la muerte sino la metáfora de la vida como niebla en la mirada. Una niebla que el viento de la muerte disipa dejando como resto el cristal, el ojo, mero vidrio sin mirada en su pura e inerte transparencia.

Decía Alberto Giacometti que nunca terminas una pintura, la abandonas. Giacometti fue otro de los artistas con los que Beckett entabló una sincera amistad. Recurrió a él cuando se reestrenó Esperando a Godot en París en 1961 para encargarle el diseño del árbol. En realidad, casi fue una realización conjunta dado que ninguno de los dos estuvo satisfecho con la primera versión, por lo que se convirtió en una escultura in progress, sometida a constantes variaciones. Este inacabamiento marca de manera precisa la visión que Giacometti tenía de la pintura, su lucha por atrapar lo inatrapable. Beckett lo expresó diciendo que el trabajo de Giacometti era como el empeño de un niño intentando atrapar con una mano un dedo de la otra; un dedo que, por su parte, rechazaba ser atrapado. James Lord, el biógrafo de Giacometti, comentó un día a Beckett la cercanía que él veía entre los trabajos de ambos, su lucha por plasmar la soledad del hombre, pero Beckett, cuya sensibilidad por la pintura es de sobra conocida, rechazó la comparación: escultura y pintura eran ámbitos demasiado diferenciados con respecto a la escritura como para poder pensar que expresan lo mismo.

El otro gran artista contemporáneo obsesionado por lo inatrapable del rostro humano es el anglo-irlandés Francis Bacon. Sus retratos están atravesados por esa metamorfosis pulsional permanentemente activa que deforma sin descanso la figura humana, en particular la cara, el rostro, devolviéndonos a las fracturas que a todos nos constituyen. Captar el estado de fuga, el arrebato, la descomposición, el chirrido de la carne. Sus trípticos son estremecedores, absolutamente inagotables. Un movimiento, un desorden, un grito se impone. La elemental geometría que enmarca con frecuencia sus figuras no hace más que acentuar el empuje deformante que las devora.

Se podría hacer con estos tres exigentes e infatigables trabajadores del rostro una tríada de retratistas de lo inatrapable. Giacometti ocuparía, con su empeño de confinar de manera absoluta el rostro a la línea y al óvalo, un extremo; en el otro estaría Bacon, que parte del fracaso de ese empeño y muestra en acto la rebelión interna de la carne y de sus insubordinables deseos; por último, Le Brocquy quedaría situado un poco a medio camino, compartiendo en un intento de pacificada cristalización características algo atenuadas de ambos extremos. Giacometti busca someter al canon el trazo que a la carne conviene. Bacon muestra el movimiento de la carne rompiendo el lienzo. Le Brocquy nos ofrece el momento fugaz en el que un trazo deviene rostro.

Ese día en Glenveagh el azaroso vuelo del murciélago puso en comunicación a la encargada de la galería con sus escasos visitantes. Por momentos el murciélago revoloteaba irrespetuosamente entre los cuadros provocando con sus imprevisibles y espasmódicos quiebros algún que otro sobresalto. Las paredes rebotaban con su eco la novedad de alguna risa alterada. Estaba claro que el animal infringía alguna que otra norma, sobre todo cuando se detenía en lugares prohibidos al tacto. La encargada intervino y con suma delicadeza y paciencia el ilustre visitante fue conducido poco a poco hacia la puerta de salida. Allí, a la luz del día, debió descubrir que su danza carecía para él de todo sentido y enseguida desapareció por algún resquicio, como entre bambalinas, poniendo así un feliz término a su actuación. Oh, poor little thing!, alcanzó a decir la encargada, arrancando con su ternura nuestro eterno agradecimiento.