La dimensión subjetiva de la Ley

Introducción Al Concepto De Superyó

Jacques Lacan en el primero de sus seminarios se formula la siguiente pregunta: “¿Deberíamos impulsar la intervención psicoanalítica hasta entablar diálogos fundamentales sobre la valentía y la justicia, siguiendo así la gran tradición dialéctica? E inmediatamente muestra cierto pesimismo en su respuesta: “A decir verdad, el hombre contemporáneo se ha vuelto singularmente poco hábil para abordar estos grandes temas. Prefiere resolver las cosas en términos de conducta, adaptación, moral de grupo y otras pamplinas” Y eso lo dijo en 1953 cuando todavía la degradación del pensamiento no había alcanzado las cotas actuales.

Supongo que entre los intereses iniciales que llevaron a los organizadores a concebir este curso podríamos rastrear ese deseo, mencionado por Lacan, de introducir el psicoanálisis entre los grandes debates que afectan al ser humano: la justicia, la valentía, la ética o la verdad. Y hacerlo siguiendo la gran tradición que nos precede en lugar de caer en la banalidad del pensamiento que caracteriza nuestra época. Espero poder estar a la altura de este reto y para ello propongo, de entrada, radicalizar el poder de las palabras, no hacer concesiones a los tópicos o lugares comunes con los que el discurso actual pretende responder a los complejos interrogantes humanos.

Podemos hacer una suma de las respuestas fundamentales que colonizan el pensamiento de nuestro tiempo; por un lado aquellas que provienen de la ciencia y que reducen los problemas humanos a causas genéticas o neurológicas, por otro las que nos llegan del campo de la psicología que buscan la normalización del sujeto mediante técnicas de modificación de conducta y finalmente los estudios del entorno ambiental que aporta la sociología. Pues bien, el resultado de la suma de todas estas respuestas es la creación de un modelo de saber que deja de lado “la experiencia de la verdad”. Y subrayo esta expresión: “Experiencia de la verdad” en su sentido más fuerte, como aquella de la que el sujeto sale transformado, habiendo visto algo de si mismo que hasta entonces desconocía.

Por otra parte, todo este saber genético-cognitivo-ambientalista sirve a una intencionalidad política: que la experiencia de la verdad desaparezca, que el sujeto quede excluido de la responsabilidad de su propia vida, que se transforme en un objeto de estudio, como las ratas de laboratorio, sobre el cual la ciencia impone su mirada y la ideología de la evaluación su compulsión a reducirlo a cifras medibles. Proponer respuestas es una manera de eludir la responsabilidad de sostener las grandes preguntas sobre las paradojas de la condición humana: ¿Qué hace que alguien busque su propio mal? ¿Cómo se constituye la conciencia moral? Si nuestro impulso primario es la agresividad, ¿Cómo es que no todos somos criminales? ¿Por qué los más justos y virtuosos son los que se sienten más culpables?  ¿Por qué nos sentimos culpa por cosas que no hemos hecho? ¿Qué falla social hace que el asesino en serie se haya transformado en un modelo de identificación?

Una cuestión de cautela antes de entrar en materia. Creo que es necesario aclarar que el psicoanálisis nunca pretendió constituir una Weltanschauung, es decir, una visión global del mundo, cosa más propia de la filosofía, pero tampoco quiso reducirse a una especialidad sanitaria de las enfermedades mentales. Hemos de admitir, para empezar a crear las condiciones de este debate, que el lugar que el psicoanálisis viene a ocupar tiene algo de paradójico, pues por un lado centra su experiencia en la singularidad del sufrimiento de un sujeto particular, pero al mismo tiempo construye un saber que sirve para interrogar y arrojar luz sobre el funcionamiento del lazo social desde una doble perspectiva: la estructura del discurso sobre el que cada sociedad se sustenta, y además los modos de goce o de satisfacción que produce.

Freud en el año 1930 escribió un texto titulado El Malestar en la Civilización que sigue teniendo plena vigencia, aunque el significante “malestar” esté un tanto pasado de moda frente a términos como “crisis”, cuyo uso se ha generalizado siendo absolutamente discutible, pues una crisis designa una situación coyuntural, relativa a un ámbito especifico y que tiene un recorrido con comienzo y final. En este sentido, mientras las crisis se suceden a lo largo de la historia, el malestar de la civilización apunta a lo que es estructural, inherente, intrínseco a la constitución de la sociedad humana. Sobre el malestar de la Civilización, con mayúsculas y en singular, el psicoanálisis tiene mucho que decir pues es en este terreno que ha de jugar su partida en el campo de la clínica, pero también en la interlocución con otras disciplinas que comparten con nosotros los efectos de este malestar.

Con Freud pudimos entender el origen de la sociedad y con Lacan disponemos de una importante teoría destinada a explicar las mutaciones de la subjetividad hipermoderna, lo que podríamos denominar Los impasses crecientes de la civilización que ya Freud anticipaba en su texto, pero a los que Lacan dirigió toda su atención, pues sentía una enorme preocupación por las nuevas formas de los síntomas que acompañan a este momento histórico de la civilización. Pensaremos las grandes preguntas desde lo in- variable de la estructura humana, pero también desde los extraordinarios cambios que nos están tocando vivir.

Entonces, por un lado lo estructural que no se modifica con las mutaciones históricas, por otro lado lo más actual que produce nuevos modos de lazos sociales cuyos efectos estamos aún muy lejos de calibrar. El psicoanalista, así como el juez y todo aquel que se dirige a lo enigmático de la condición humana tiene que saber confrontarse con los signos de su época, con la realidad de su tiempo y mantener abierta una interrogación sobre el enigma, sabiendo que no puede producir respuestas como si fueran recetas, sino más bien abrir que nuevos enigmas sobre los que hay que seguir pensando.

El texto El Malestar en la Cultura, cuya lectura les recomiendo encarecidamente, constituye una verdadera joya del pensamiento porque en él Freud desarrolla uno de sus hallazgos más decisivos: el superyó.

Me atrevo a decir que el concepto de superyó constituye el corazón del espíritu freudiano, el núcleo duro de su teoría, su hallazgo clínico fundamental y al mismo tiempo su más importante intuición política.

Freud se interroga por el nacimiento de la conciencia moral y de la ley  descubriendo que los seres humanos cuando vienen al mundo no tienen una disposición intrínseca a socializarse, y para que esto se produzca han de integrar una primera relación con la ley que no es la que se les transmitirá después en los colegios, ni en el código civil, ni en la educación. Se trata de una ley previa que tiene la característica de hacernos sentir siempre en deuda y culpables, aunque no sepamos de qué.

Dicho de otro modo, lo que Freud descubre es que la constitución de la ley en el ser hablante es inevitablemente patológica.

Sigámosle en el recorrido que realizó para poder desembocar en su tesis del superyó. Freud comienza planteándose la pregunta existencial por excelencia: ¿Cuáles son los fines, aspiraciones o propósitos que animan la vida humana? La respuesta parece obvia: los hombres aspiran a ser felices y lo intentan de dos maneras: evitando el dolor y el displacer o buscando experimentar intensas relaciones placenteras.

La mayoría de los filósofos no consiguieron abandonar la idea de que el ser humano busca la felicidad por la vía del bienestar, aunque pensadores como Kant rompieran ya con la creencia de que el bien esté unido al bienestar, y Sade demostrase que se puede buscar el dolor como fuente de placer. Más allá de estos antecedentes, Freud pone a prueba con tanta rigurosidad esa pregunta inicial sobre los fines de la existencia que postula la idea de un programa que rige nuestra vida y al que denominó el Principio del Placer, para inmediatamente llegar a la conclusión de que este pro- grama es irrealizable. Hasta tal punto está seguro de ello que afirma sin ambages: “el plan de la creación no incluye el propósito de que el hombre sea feliz”. Lo que va descubriendo es que si acaso estamos programados para algo es para experimentar la desgracia y el sufrimiento. Freud destaca tres fuentes ineludibles de sufrimiento: la primera proviene del propio cuerpo, cuya decadencia es inevitable; la segunda, de las fuerzas destructoras de la naturaleza, y la tercera, quizás la más importante y difícil de soportar, es aquella que tiene su origen en las relaciones con los otros seres humanos. No por nada algunas personas optan por el aislamiento como modo de protección de la amenaza que le suponen los otros, siendo el autismo su expresión más dramática.

Sin embargo, el ser humano no puede vivir sin establecer lazos sociales con los otros y constituir de este modo los fundamentos de la civilización. Ahora bien, la cultura exige que cada niño, uno por uno, entre de cabeza en un fuerte proceso de domesticación de sus pulsiones originarias. El niño tendrá que renunciar a las satisfacciones autoeróticas que obtiene con su propio cuerpo y con los productos que de éste salen, así como a sus fuertes impulsos agresivos contra los semejantes. Cualquier observador puede darse cuenta de que a los niños les proporciona placer pegar, romper, gritar, ensuciar. Esto demuestra que lo primario en el ser humano es la agresividad, y que no existe el “buen salvaje” como pretendía Rousseau.

La comunidad se dota de la fuerza del derecho para imponerse sobre la fuerza bruta del individuo, y es esta operación de sustitución la que funda la cultura. Por lo tanto, el primer requisito necesario es la creación de un orden jurídico que asegure que ningún individuo puede llegar a violar las reglas sin que esto tenga consecuencias punibles. Los individuos que forman la sociedad han de contribuir a su sostén. ¿Cómo? Sacrificando sus tendencias pulsionales agresivas, sádicas, sexuales y algunas otras. La cultura impone restricciones, y la justicia es la encargada de que nadie escape a las mismas.

Ahora bien, la renuncia a las tendencias pulsionales no significa que estas queden eliminadas o desaparezcan por completo. Sufren una importante transformación, pero permanecen latentes. Tomemos el ejemplo más socorrido para entender esto, el erotismo anal del niño para quien la relación con sus propias heces es una gran fuente de satisfacción: retenerlas, soltarlas cuando le place e incluso jugar con ellas. Todo esto quedará reprimido y en su lugar aparecerán ciertos rasgos de carácter contrarios a la tendencia anal, como la limpieza, el ahorro, el orden, que a veces pueden llegar a convertirse en exageraciones patológicas, tal como nos muestra la neurosis obsesiva.

Lo que me interesa acentuar es que este proceso no surge de manera natural como si fuera el devenir de un progreso madurativo normal, sino que es el resultado de un forzamiento simbólico consistente en la imposición de unas reglas, de unas leyes, de unas prohibiciones. Hay que tener en cuenta que las tendencias agresivas no pueden ser erradicadas y seguirán latentes en cada uno de nosotros aunque las hayamos tratado de domesticar, reprimir o sublimar. Por eso la cultura tiene que ejercer su fuerza coercitiva continuamente, imponiendo cada vez más sus leyes. La cultura exige pesados sacrificios tanto en el plano de la sexualidad como en el de las tendencias agresivas, lo que hace que al sujeto le resulte verdaderamente difícil alcanzar en su seno la felicidad.

Las preguntas que se nos imponen son las siguientes.  ¿Cómo es posible que el niño renuncie a la poderosa tendencia pulsional en aras de un dispositivo que va a contrapelo de su satisfacción? ¿De qué recursos dispone la cultura para refrenar la agresividad y la sexualidad? ¿Qué ha sucedido para que la tendencia agresiva se vuelva inofensiva?

Partamos de la base de que no nacemos con una facultad natural para diferenciar el bien del mal. Por ejemplo, la niña pequeña que es toqueteada por un adulto puede llegar a sentir placer pues aún no conoce la dimensión del abuso sexual, es solo después que descubre el significado pecaminoso de ese acto y paradójicamente, en lugar de sentirse víctima, se siente culpable, hasta el punto de que la vergüenza puede impedirle denunciar.

La diferenciación entre el bien y el mal proviene de la influencia de agentes externos quienes establecen lo que se debe hacer y lo que está prohibido. ¿Por qué el sujeto se subordina a esta influencia?

Freud nos ofrece una respuesta que combina dos momentos que no son situables cronológicamente, sino que tienen un carácter lógico:

El primer operador lógico que permite la renuncia a las satisfacciones primarias es el miedo a la pérdida del amor. Para Freud no hay mayor amenaza en la infancia que el sentimiento de desamparo, del que por cierto jamás podremos desprendernos del todo. El niño depende completamente del Otro y su mayor necesidad no pasa por obtener el alimento que asegure su subsistencia vital sino por el amor de los padres que le amparen, creándole un lugar en el mundo donde se pueda sentir alojado y protegido.

Si hay niños que mueren por marasmo hospitalario teniendo todas sus necesidades biológicas cubiertas es porque les falta el Otro del amor y del amparo. Es importante que el niño tema que si hace algo malo los padres pueden dejar de amarle, para que el proceso comience a funcionar. Si, por el contrario, experimenta que haga lo que haga tiene asegurado el amor paternal, se convertirá en un niño muy difícil de educar. Algo que en la actualidad está ocurriendo de manera preocupante es una inversión de los roles, de manera que son los padres los que temen que el hijo les deje de querer si lo reprenden, y en consecuencia vemos como los hijos actúan como tiranos un tanto salvajes. Hay una viñeta de Forges en la que se ve a un niño en un parque con una motosierra en la mano mientras el padre lee tranquilamente el periódico sentado en un banco. Un señor se acerca al padre y le dice “perdone, pero su niño le está cortando la pierna a los viandantes con una motosierra, debería quitársela” a lo que este responde “¿Y que sea un frustrado toda su vida? Ni lo sueñe” Es la manera en que un genio como Forges puede mostrarnos la situación actual mediante el recurso a ese tránsfuga del superyó que es lo cómico.

Ahora bien, en este primer nivel del que nos habla Freud, el del temor a la pérdida de amor, no podríamos decir que se ha producido una verdadera constitución de la conciencia moral. El sentimiento de culpabilidad solo surge en el niño si los padres se enteran de sus fechorías, pero sigue sien- do un placer transgredir las normas mientras no sea descubierto.

La conciencia moral en sentido estricto solo se constituye cuando la autoridad inicialmente externa queda internalizada bajo la forma del superyó. “Solo entonces se tiene derecho a hablar de conciencia moral y de sentimiento de culpabilidad” (Freud). Una vez que esto ocurre ya no funciona como limite el temor a ser descubierto, pues el superyó lo sabe todo, lo ve todo, lo juzga todo y lo que es peor, no establece diferencias entre hacer el mal o desearlo.  La ley del superyó es tan inexorable que no distingue entre el propósito y la realización del acto. El superyó vigila y maltrata al yo como una guarnición militar que se queda de por vida en la ciudad con- quistada. Es como tener al policía y al juez dentro de uno mismo, pero con el agravante de que se trata de un policía sádico y de un juez loco.

El yo se subordina a las órdenes que emanan del feroz superyó y se carga de un sentimiento de culpa inconsciente que le condena continuamente y con independencia de sus actos, a sentirse en deuda. El sujeto queda tan acorralado que llega a preguntarse si la culpa de sentirse culpable por todo también es suya.

Así como para los jueces la culpa es un elemento esencial en el proceso jurídico, para los psicoanalistas lo es en la experiencia clínica, y debemos utilizar las primeras entrevistas con un sujeto para verificar si el sentimiento de culpa está presente o, por el contrario, carece de ella. Si la culpa es excesiva, el sujeto buscara activamente hacerse castigar, y si no lo consigue recurrirá a la autodestrucción, pero si no hay culpa estamos frente a un sujeto susceptible de producir la destrucción de los otros.

Podríamos decir que los verdaderos delincuentes son aquellos que no se sienten culpables, pues se habrían quedado fijados en ese momento lógico del niño que solo se abstiene de hacer fechorías cuando sabe que le están mirando. En el resto de los sujetos, aún cuando cometan algún delito, el sentimiento de culpa está presente y en ocasiones es tan feroz, tan insensato, tan desquiciante, que empuja a pasar al acto delictivo. Se trata de la figura que Freud supo aislar como “los delincuentes por sentimiento de culpabilidad” sosteniendo que para algunas personas la comisión del delito  es posterior a la culpa y supone un alivio porque consigue darle al sentimiento inconsciente de culpabilidad un motivo real, actual, concreto, por el cual sentirse culpable y además encontrar el castigo para por fin descansar de la voz cruel del superyó.

Quiero poner el acento ahora en la “necesidad de castigo”, porque el drama  de la patología de la ley no se reduce únicamente a soportar la vida con este tremendo sentimiento inconsciente de culpabilidad, lo peor es que se acompaña de lo que Freud denominó la necesidad de castigo. Y aquí entramos en un territorio muy contrario a cualquier ideal de felicidad para el ser humano. Freud empuja su investigación hacia los confines de lo que hay más allá del Principio del Placer y descubre algo fundamental que supone un giro en la historia del pensamiento: la existencia de una pulsión de muerte en todos y cada uno de los seres  hablantes. La pulsión de muerte determina nuestras vidas y sus repetidos fracasos. Es como una fuerza incoercible que nos lleva a actuar contra nuestro propio bien, a obtener una satisfacción inconsciente en nuestro sufrimiento, a gozar del dolor, a perder lo que más queremos.

Pues bien, el superyó es uno de los nombres del inconsciente y representa su cara más terrible. Ya no se trata del inconsciente que puede ser descifrado como un saber que desconocíamos y que produce el jubilo propio del descubrimiento de un nuevo sentido. Se trata del inconsciente como pulsión de muerte, en forma de una ley insensata que coacciona al sujeto a recibir un castigo sin darle la menor significación a la que agarrarse.

Siendo que todo este proceso acontece como un drama interno, sin que los demás se den cuenta, el sujeto no va a obtener un castigo que le venga del exterior, pero lo necesita imperiosamente para calmar la culpa y por tanto se hace castigar, abandonar, rechazar, expulsar, insultar, se castiga a sí mismo con terribles remordimientos de conciencia o es presa de la angustia de expectación: “algo malo va a ocurrir porque en el fondo lo merezco”.

Pensemos que estamos tratando de cernir el origen de la ley pura, no de las leyes jurídicas, políticas o morales de las que secundariamente la cultura se dota. Esta ley pura, representada por la instancia psíquica del superyó, es como un punto cero enigmático, inaccesible, que parte de algo infundado e ilegible, a partir de lo cual se inicia después la dimensión del deber, de lo prohibido y de los pactos.

Para ilustrar la característica insensata de la ley del superyó no hay mejor fuente que los escritos de Frank Kafka. Hay dos textos que me gustan particularmente, un relato muy breve que se titula Ante la Ley y, por supuesto, la novela El Proceso.

En El Proceso, Kafka concibe la situación de un hombre, Joseph K, que es acusado por algo que nunca se le comunica y que los lectores no llegamos a saber en ningún momento. El protagonista no consigue que le digan cuál es la causa por la que va a ser juzgado y, sin embargo, se presta a este absurdo proceso hasta llegar finalmente a entregar su vida al verdugo. Lo que Kafka nos muestra no es tanto lo arbitrario de la ley jurídica sino más bien cómo un hombre atrapado en el sentimiento de culpabilidad puede pagar por una falta que desconoce, es decir, inconsciente, como si hubiera cometido un crimen inapelable. Quiero acentuar que estamos hablando de una ley que no está escrita en la sociedad, sino en el inconsciente de cada uno, por eso el sujeto no puede separarse de ella y queda preso en unos imperativos que le llevan a convertirse en su propio enemigo.

En el apólogo Ante la Ley, vemos cómo un campesino se presenta ante la puerta abierta de la ley, custodiada por un guardián quien le dice que, por el momento, no puede pasar. El campesino necesita imperiosamente entrar en la ley y está dispuesto a esperar lo que haga falta. “La ley debería ser siempre accesible a todos, piensa”. Con el paso del tiempo comienza a sacrificar lo que posee, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta las ofrendas pero no cede. Sentado en un banquito frente a las puertas abiertas, pero inaccesibles, de la ley, pasan los años, y justo antes de morir el campesino, apenas en un susurro, formula una sola pregunta: “Si todos se esfuerzan por llegar a la ley, ¿cómo es posible que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar? El guardián, con una voz atronadora, le dice al oído: “Nadie podía pretenderlo porque esta entrada es solo para ti. Ahora voy a cerrarla”. Un final absolutamente desconcertante.

La respuesta enigmática con que acaba el relato me evocó un aforismo de J. L. Borges que dice: “La puerta es la que elige, no el hombre”. Es decir, el sujeto queda subordinado al superyó que está excelentemente representado por esa voz atronadora que nos susurra al oído una insensatez, mientras que el campesino apenas puede sostener un pequeño hilo de voz.

Me interesa transmitirles la potencia que tiene el superyó, pues no es exagerado afirmar que, como el campesino de Kafka, la vida psíquica del ser humano está centrada fundamentalmente en los esfuerzos que tiene que realizar continuamente para escapar de las exigencias del superyó o para intentar someterse a ellas. Rebelarse contra el superyó resulta inútil porque siempre irá un paso por delante, pero lo más sorprendente es que tratar de ser amado por el superyó conduce a lo peor, como vemos en este buen campesino que está dispuesto a dar todos sus bienes con tal de quedar incluido en el campo de la ley. La enorme paradoja que Freud descubre es que cuanto más trata el sujeto de satisfacer las exigencias del superyó, más cruel se torna este, pidiendo de manera insaciable, más sacrificios y haciéndole sentir cada vez más culpable.

Notemos que se trata de un funcionamiento circular del que no se puede salir: cuantos más sacrificios haces para estar en paz con el superyó, más sacrificios te pide.  El superyó castiga sin piedad a los más virtuosos, a los más justos, a los santos, es decir, a todos aquellos que están dispuestos a renunciar, como nuestro campesino, a toda satisfacción para cumplir con sus exigencias. ¿Por qué? Porque para el superyó no es suficiente con la renuncia a los actos; también pide la renuncia al deseo, y eso es algo que ya no depende de la voluntad de ningún sujeto. Al deseo inconsciente no se puede renunciar. La vida de algunos santos constituye un excelente testimonio de la lucha del sujeto contra el tormento de las más oscuras tentaciones. Para dar a esto una explicación la Iglesia inventa la figura del demonio como un agente externo que le invita al mal.

La coartada del demonio es un recurso de la religión católica, tan experta en gestionar el asunto de la culpa, pero nos puede servir para introducir la concepción que tiene Lacan del superyó, que no es idéntica a la de Freud.

El superyó establece un verdadero círculo vicioso difícil de romper. Su funcionamiento es extremadamente perverso porque exige una cosa y su contraria al mismo tiempo. Estamos frente a una nueva paradoja del superyó que Lacan explicó en un texto titulado Kant con Sade, en el que demuestra cómo el imperativo categórico de Kant, que exige el cumplimiento de una ley universal sin la menor consideración por las circunstancias del sujeto, tiene como correlato la máxima Sadiana que exige gozar sin límites tanto del cuerpo del otro como del propio. Dos imperativos inhumanos, podríamos decir, porque ordenan algo imposible de cumplir: una ley absoluta y al mismo tiempo una satisfacción absoluta.

Ese superyó, que nos hizo renunciar a las satisfacciones primarias al mismo tiempo nos obliga a buscar una satisfacción imposible, aunque sea al precio de la autodestrucción. Por eso Lacan cuando habla de las figuras del superyó subraya  tres características: sádico, feroz y obsceno. A la vez nos explica que la vía por la cual actúa el superyó es la voz. Una voz que tiene la particularidad de utilizar solo el tiempo verbal del imperativo. Los neuróticos la experimentan como una voz interior que les mortifica, los psicóticos que padecen alucinaciones auditivas la escuchan como una voz exterior que les empuja al acto. En los casos más graves de psicosis, las alucinaciones auditivas conducen al acto suicida u homicida, que, en cierto modo son equivalentes, pues en ambos casos el sujeto trata de acallar esa voz que les persigue y que pueden localizar en si mismos o en el semejante.

Sabemos que en la dimensión de la palabra, no solo cuenta el contenido de lo que se dice, es decir el enunciado, sino también el tono de voz en el que es dicho, la enunciación, y en este sentido cualquier frase puede cobrar un carácter de imperativo. Por ejemplo la madre que le dice al niño “te vas a caer” consigue (inconscientemente) que en ese momento el niño se caiga, porque lo ha escuchado como un imperativo y no como una advertencia.

Puedo contarles una anécdota de la que fui testigo con ocasión del examen práctico de conducir. Conducir es muy fácil, pero este examen es probablemente una de las situaciones en las que el sujeto está más librado al juicio del otro sin tener la menor seguridad de que los nervios (es decir, su superyó) no le vayan a traicionar y le lleven a equivocarse. El profesor de la autoescuela te da una serie de consignas que van sembrando el terreno para producir un estado de alienación absoluto a la sanción que proviene del Otro: el examinador en este caso. Durante las clases te repiten una y mil veces lo que debes hacer: primero te sientas, regulas el asiento, colocas el espejo interior y los exteriores, te ciñes el cinturón de seguridad, quitas el freno de mano y después haces exactamente lo que te diga el examinador, que va sentado en el asiento trasero. Pues bien, una joven de 18 se presenta al examen, tiene al lado a su profesora de autoescuela, y detrás al juez del que en ese momento depende su futuro. Hace todo lo que le habían dicho, regula asiento, espejos, cinturón, saca el freno de mano y entonces le llega la voz  que desde atrás que le dice: “¿Se llama?” Ella pide perdón un par de veces, y ante la sorpresa de sus acompañantes se quita el cinturón, sale del coche, cierra la puerta y desde fuera da dos golpes en el cristal y pregunta: “¿Se puede?”. ¿Qué nos muestra esta anécdota? Que la voz, sin apoyo de la imagen, transformó la pregunta en un imperativo.

Quiero concluir haciendo una rápida reflexión sobre los signos de los tiempos actuales

Las nuevas formas de los síntomas que acuden a las consultas de los psicoanalistas o a las de salud mental, muestran que habitamos en el imperio del superyó. En esta sociedad hipermoderna, hedonista y de consumo nos encontramos que la gente está peor que nunca, que la mayoría toman antidepresivos, que hay más suicidios que antes, que los niños están medicados, y no porque esta sociedad sea más insoportable que las anteriores sino porque ahora se nos impone la obligación de disfrutar, de gozar, de ser felices.

Reconocemos que el ser humano de cualquier época tiene una aspiración legítima a la felicidad como deseo, pero en la promoción contemporánea de convertir la felicidad en un “derecho” (recogido en la constitución de los Estados Unidos de América), se va infiltrando cada vez más el superyó con su poder de convertir todo en un imperativo. Cuando la felicidad pasa de ser un “deseo” a transformarse en un “derecho” y finalmente en un “deber” todo se pervierte dando lugar a la búsqueda insensata de un placer infinito, ilimitado, que confina con la muerte. De allí la necesidad que muchas personas tienen de experimentar emociones intensas que les hagan sentir que pueden lograr recuperar esa pérdida inevitable a la que la civilización nos somete.

El ejemplo máximo nos lo ofrecen las adicciones que van generalizándose cada vez más. Ya no se reducen al alcoholismo o las drogas, sino que todo es susceptible de ser formulado como una adicción. El sexo, el trabajo, la compulsión a las compras, el enganche al ordenador, la adicción a la comida. ¿A qué responde este fenómeno tan actual? Lo podemos entender si pensamos que todas estas supuestas adicciones son respuestas a los imperativos superyoicos que dicen: “¡Come!, ¡bebe!, ¡práctica el sexo!, ¡compra!, ¡sé feliz!, ¡disfruta de todo!, ¡toma lo que se te antoje!” Y cuando ya nada es suficiente: “!Mata!” o … “!Mátate!”, incluso una cosa detrás de la otra como se verifica en los crímenes de género.

El superyó tiene la facultad terrible de transformar los ideales benéficos en imperativos mortales. Por ejemplo, el ideal social de la felicidad, del disfrute o de la búsqueda de la satisfacción, nos puede volver locos cuan- do se transforma en un imperativo. Frente a la caída de los grandes relatos de la historia se han construido unos nuevos, aparentemente fantásticos, en los que cada uno consume cuanto quiere, tiene “derecho legal” a practicar las perversiones que le parezcan (mientras sea con un partenaire que consienta contractualmente, lo cual excluye únicamente la pedofilia) puede dedicarse a lo que le apetezca sin tener que asumir las obligaciones de luchar o sacrificarse por una causa. ¡Qué maravilla de mundo! Pero precisamente el superyó se presenta con más vigor que nunca, más voraz en sus exigencias, y todavía más obsceno. Ahora hay que disfrutar continuamente, hay que mantenerse eternamente jóvenes y bellos, tener una vida sexual muy activa. Si no lo consigues, te comparas con los demás y te sientes un fracasado. Entonces vemos como una adolescente murió de inanición porque le dijeron “gordita”, el otro asesinó a sus compañeros del instituto porque se burlaban de él, los tres menores aburridos salieron a la calle para experimentar qué se siente al matar a alguien.

El psicoanálisis puede reconocer que hay un derecho a la satisfacción, pero advierte sobre los estragos que provoca que se convierta en un deber. Nada obliga a nadie a gozar a excepción del superyó, que nos empuja a algo imposible: la satisfacción absoluta.

Hasta los Rolling Stones supieron captar esta imposibilidad como nos muestran en la letra de su canción más famosa:

I can’t get no satisfaction I can’t get no satisfaction ‘Cause I try and I try and I try and I try I can’t get no, I can’t get no

No puedo conseguir satisfacción. Porque trato, trato, trato Y no lo consigo, no lo consigo

Esta falta estructural de la satisfacción absoluta es la prueba de que todavía funciona el deseo que por definición es insatisfecho. Un deseo satisfecho deja de ser deseo. Cuando los Rolling, en la cima del éxito y en pleno consumo de todo: mujeres, hombres, drogas, alcohol, dicen que no encuentran la satisfacción total por más que lo intentan, podemos tener un cierto optimismo, pues cualquiera que sea el poder del superyó, por suerte el contra poder del deseo, como insatisfecho, está presente, incluso en la civilización actual.

El psicoanálisis apuesta por el deseo, como podrán suponer, hasta el punto de que Lacan afirma que lo único de lo que debemos sentirnos culpables es de haber retrocedido frente a nuestro deseo. Pero eso daría para otra conferencia.

Rosa López

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