James Joyce y la relación sexual de las palabras

Exposición 1Intervención en Yoica en el siguiente enlace

He titulado mi intervención “James Joyce y la relación sexual de las palabras”, retomando mi último trabajo sobre la escritura de Joyce, de hace un par de años, al que me gustaría darle hoy otra vuelta de tuerca. La expresión de la que parto, ‘La relación sexual de las palabras’, viene a ser el punto de convergencia entre dos formulaciones, o más bien la colisión entre ambas, pues una lanza una posibilidad y la siguiente la niega con rotundidad. La primera es la de André Breton, quien anunció a principios de los años 20 la vía por la que las palabras podrían hacer el amor; y segunda, de Lacan, quien ofreció 50 años después, esto es, ya en los años 70, un contundente reverso a toda fantasía fusional, con su famoso aforismo “no hay relación sexual”. Pero este aforismo princeps de la imposibilidad de una concordancia en el encuentro con el otro, y cuyo valor es para el psicoanálisis universal, Lacan tuvo que matizarlo al hablar de Joyce. Utilizando la metáfora kantiana del guante invertido, el guante de la mano izquierda cuyo reverso calzaría perfectamente a la mano derecha, dijo que la relación que Joyce mantenía con Nora hacía existir la –por lo demás, imposible– relación sexual. Yo voy a aplicar esta pregunta por la existencia de la relación sexual, en vez de a la pareja Joyce-Nora, a la escritura de Joyce. Pero antes voy a aprovechar para intentar subsanar un posible malentendido.

Aunque la inspiración en lo que seguirá viene de la lectura de la última obra de Joyce, Finnegans Wake, y de lo que en ella hacen las palabras, lo que diré es extensible a toda su obra. En lugar de insistir en las habituales periodizaciones, mi visión de la escritura de Joyce es más bien continuista. Pudiendo escribir de mil maneras, Joyce es Joyce desde la primera epifanía hasta la última corrección que hizo de aquello que empezó llamando Work in Progress y terminó siendo Finnegans Wake. Incluso ya lo era el día en que siendo niño escribió en su cuaderno su ubicación espacial, la famosa lista que leemos en Retrato, –Stephen Dédalus / Clase de Nociones / Colegio de Clongowes Wood / Sallins / Condado de Kildare / Irlanda / Europa / El Mundo / El Universo–; que luego, y esto quizás es lo más importante, leía de arriba abajo y de abajo arriba, absorto en su cadencia hasta que las palabras perdían su sentido. Parto entonces de esta particularísima afectación que tienen para Joyce las palabras, de la que contamos con preciosas descripciones en Retrato del artista adolescente, y después en Ulises. Unas palabras que llevan en su seno una sustancia que excede por completo el sentido, y que atormenta el oído de Joyce hasta que consigue utilizar provechosamente su desconexión interna. La escritura de Joyce es sinthomática por esto, por coser sobre su roto, por hacerse un cuerpo, una vida con las palabras, trabajando directamente sobre la brecha abierta entre el significante y el significado. Una brecha que experimentó en sus carnes desde niño en la forma de una desconexión, y si puedo decirlo, redoblada. No sólo este significante era fácilmente separable del significado, sino que lo era además porque el significante llevaba una carga añadida, una carga real, no simbólica. Pero descubrió también que podía hacer equilibrios en la barca en medio del temporal, aguantar el tipo frente a esa perplejidad con las palabras y con el sonido de las palabras, y finalmente hizo de ella su lugar. Joyce era Joyce observándose a sí mismo en esa perplejidad, en el encuentro directo con la palabra-cosa, y dedujo de ahí su lugar en la escritura. Vio la escritura hacerse en él, ese milagro, y se la enseñó al mundo. Joyce no dudo en toda su vida, ni un solo instante, de su potencialidad. Ésa es, creo, la matriz de la escritura de Joyce. Y también la naturaleza de su extraño éxito. Joyce nos hace ver el goce que invade la palabra, y lo hace desde la verdad, no desde el relato mentiroso, dejando que sea el goce el que lleve la batuta. Esto es lo que leemos, un goce que está en la forma y por eso nos transforma. Un goce que provoca ordenamientos al infinito, mapas al infinito, como si cada uno de ellos pudiera contar con su propia brújula. Mapas que son las páginas de ese libro de él mismo por donde Joyce se pasea y se lee, parafraseando un dicho de Mallarmé muy querido por él. Y podemos afirmar incluso que donde se lee, Joyce se escribe, porque Joyce es ese libro, ese mar de ecos donde va escribiendo su nueva filiación.

Vamos ahora a intentar entender qué hacen esas palabras entre sí, con la vista puesta en Finnegans Wake, la selva más impenetrable de su escritura, pero haciéndolo extensible, como decía, a toda su escritura. Esta es al menos mi lectura y mi relación con este escritor irlandés que viene de muy lejos. Voy a haceros una pequeña confesión. A mis 18 años yo necesitaba abrir puertas al exterior. Pero no podía hacerlo solo, necesitaba el aliento y la compañía oportuna. Y tuve la suerte de encontrarla de la mano de un profesor de filosofía. Por entonces, ya me había especializado en la lectura entre líneas, y él no hacía más que alimentarla. Fue uno de los tres mejores profesores que tuve nunca, los tres extravagantes. La verdad es que me lo puso fácil, no había más que seguirle, detectar en sus clases aquellos autores –naturalmente fuera del temario obligatorio– que iban a ser mis billetes de salida. Y los fue dejando caer. Primero fue Freud, luego Joyce. Un cóctel que me resultó muy liberador, por decirlo suavemente. El uno curaba mis heridas, el otro me hacía soñar. Ese verano empecé a leer el Ulises, anticipando los viajes que iban a producirse y que cambiarían por completo mi vida. Recuerdo el momento en que leí paseando por mi pueblo el inicio del capítulo tercero, el que empieza con Ineluctable modalidad de lo visible y termina con Si se pueden meter los cinco dedos a través de ella es una verja; si no, una puerta. Cierra los ojos y ve. Un párrafo que no podía parar de leer, una y otra vez, probablemente no entendiendo gran cosa, pero bueno, lo que era más importante, sintiéndome atravesado por cada una de sus palabras. Fue un descubrimiento. Descubrí en esas palabras un extraño poder, el poder de la escritura cuando forma tejido con la vida. Después vinieron los viajes a Irlanda y a Londres buscando vivir en esa nueva dimensión recién entrevista, buscando concretarla antes de que se desvaneciera. Esos dos autores hicieron posible ese pasaje. Y fue a través de ellos que fui descubriendo otros. Enseguida me enamoré de otros autores irlandeses, Beckett en particular. Pero no fue hasta mucho después, después de un conflicto personal que me llevó al diván del psicoanalista, que pude retomar de otra manera su compañía. Necesité muchos años para que volvieran a producir nuevos efectos sobre mí. Y esta vez fue gracias a que… ¡no me los quedé para mí! Con un inmenso temblor me atreví a mostrarlos. Mi compañía Joyce, mi compañía Beckett, y los que vinieron detrás. Y escribí varios libros sobre aquellas aventuras que me habían escrito y me siguen escribiendo hoy. Así lo siento. Alojando por fin aquellos deseos, aquellas palabras entonces desalojadas. Y conseguí también, hace seis años, poner en marcha, con otro loco como yo, Hugo Savino, un grupo de lectura de Beckett, que todavía continúa alegrándonos la vida. Fue justo después de publicar El tejido Joyce, un libro donde trabajaba su escritura justo desde el otro extremo al de hoy, desde Retrato del artista adolescente, pero que también contiene un repaso al acercamiento lacaniano a Joyce, una adenda lacaniana… Disculparme este largo meandro, pero a eso iba. Podría decirse entonces que trabajando hoy Finnegans Wake le devuelvo la pelota a mi anterior trabajo. Juego al ping-pong con Joyce, sometiéndome a sus leyes, a las leyes de la circularidad. La ley cíclica de Giambattista Vico, una ley un tanto viciosa, como veremos, donde las aguas se mezclan, y más aún cuando se le suma la ley del “todo está en todo”, de Nicolás de Cusa, que es su hermana gemela.

Retomo senda y continúo. Dejaré de lado todo acercamiento desde el saber. Hay muchos libros magníficos en esa línea al alcance de cualquiera. Una vía que Joyce animó, como sabéis, y quizás más de la cuenta. Aquí seguiremos otra, la pista sinthomática de su escritura, su modo de estar en el mundo hecho escritura. Vamos a ello.

Cómo leer, desde esa vida hecha escritura, los encuentros de las palabras, su riverrun. Cómo entender el juego que las impulsa y el abrazo que las transforma. Cómo entender el nivel interno de dislocación que las afecta y el horizonte de multiplicidad que las organiza. Y cuál es nuestra responsabilidad. Porque con nuestra lectura participamos, somos introducidos en esa miniatura del mundo que pretende albergar toda época y toda relación. Cómo entender su lógica del encuentro infinito, donde cada palabra refleja el universo entero, renovándose una y otra vez. Cómo entender la circularidad de ese baile perpetuo en el que somos invitados a participar. Cómo entender una lectura que nos lleva a volver a nacer en la escucha misma del susurro, en medio del flujo continuo de su murmullo, donde las palabras son sacadas a bailar una danza colectiva que es el origen de todas las danzas, donde todo fragmento es intercambiable al compás de un ritmo que incluye todos los ritmos. Cómo entender esta metamorfosis continua donde los opuestos se encuentran. Y cómo avanzar hacia ese lugar, cómo leer evitando los peligros que corremos al leer, cómo devenir lectores de Joyce sin perder la cabeza.

Resulta inevitable que la lectura de Finnegans Wake provoque mutaciones en el lector. Descomponiendo la lengua y la estructura del lenguaje en todos los niveles imaginables, Finnegans Wake descompone al lector en su propio ser. Lo desarma para someterlo a su poética, a lo que fue el último estadio lógico de la poética de Joyce. Si todo lector pide a un texto no salir indemne de su lectura, que toque en su ser una verdad que le ayude a recolocarlo en su existencia, es preciso constatar que en la realización de este anhelo Finnegans Wake se pasa un poco de la raya. El reto que provoca la lectura de una sola de sus páginas excede lo imaginable. No socorre al lector, lo desintegra. Y a poco que se acepte mínimamente su apuesta, la transformación que provoca convierte al lector en un operario de Joyce. Un operario del trabajo de descomposición y recomposición, que con tan solo el ejercicio de su lectura participará, como un engranaje más, como una pieza más, en la construcción de la matriz onírica del lenguaje, en el fundamento loco de una lengua universal. Joyce nos invita a asistir a la creación de la lengua, a vivir en el Big Bang de la lengua. Un lugar maravilloso, sí, pero más diabólico que divino.

Ni qué decir tiene que esta invitación a formar parte de lo que Umberto Eco llamó “el documento de inestabilidad formal y ambigüedad semántica más aterrador del que jamás se haya tenido noticia”, no dejará indemne al sujeto. El texto nos convierte en operarios de un murmullo que desarticula al ejecutante como sujeto. No se le da al lector una llave con la que ajustar o desajustar sus fantasías, sino que él mismo es transformado en llave o resorte de un conjunto infinito, en extraño ventrílocuo dentro de un mar de ecos, sometido al vaivén constante de las posibles significaciones y al efecto dislocador de todo fragmento sonoro. Pero este devenir operario tiene su contrapartida. El lector será parte de la obra y no espectador de la misma. Y será esa mezcla porque la obra le hará a él, le dirá a él, le reconstruirá a él. Escuchando la poética del texto, dejará que vibre en él y lo fecunde.

¿Y qué hará con este texto alien agitándose en sus entrañas? De nuevo, la obra. Las palabras de Finnegans Wake son la espuma batida por las olas de las que el lector emergerá como obra. Encarnará el mito surgido del esperma de la castración de Urano, cayendo ahora sobre el río de Dublín, el río Liffey, el río donde se lavan nuestros trapos sucios y donde mezclan las aguas de todos los ríos. Y será lo que los encuentros engendren, lo que la mezcla infinita promueva. Pero para ser todo eso no le estará permitido recurrir a la batuta de su inconsciente. Y aquí está el problema. Es cierto que resultará inevitable que éste intervenga, que vaya con su mapa, con su brújula, intentando interpretar. Pero se perderá. No podrá, a ciencia cierta, rendir cuentas de dónde se encuentra, y tendrá que decidir entre dejarse seducir, dejarse transformar en el baile sonoro, o abandonar. La tercera opción, la del desciframiento, la hemos dejado hoy de lado. Para no enloquecer se descifra, se analizan fragmentos para no devenir fragmento, pero si uno se limita a esto, el baile se interrumpe, y lo que hoy os propongo es bailar con Joyce.

André Breton propugnaba en 1922, en un texto titulado Las palabras sin arrugas, una liberación de las palabras, una escritura rejuvenecida sin el lastre del sentido establecido, sin las ataduras de la historia y de la etimología. Un texto que nos anuncia el tiempo nuevo que inauguraban entonces las permutaciones fónicas que con el seudónimo de Rrose Sélavy escribía Marcel Duchamp. No son meros juegos verbales, nos dice Breton, estamos apostándonos las razones de nuestro ser. Y sobre este punto lanza su famosa última frase: “las palabras han dejado de jugar, ahora hacen el amor.

¿Podríamos decir, con la mente puesta en Finnegans Wake, el libro que Joyce empezaría a escribir justo un año después, en 1923, que las palabras entran allí en relación sexual?

Sérgio Laia, que escribió un libro fantástico, Los escritos fuera de sí, distinguía entre el lenguaje de las flores, el lenguaje del Ulises, y el lenguaje del flujo, el lenguaje de Finnegans Wake. ‘Lenguaje de las flores’ significa lenguaje del amor. Joyce nos da en el Ulises una confirmación definitiva. Bloom escribe cartas de amor a una dama firmando Henry Flower, redoblando el florecimiento explícito de su apellido, Bloom. Leemos en la trama de la obra sobre la existencia de estas cartas de amor, cartas que se sostienen, precisamente, en la ausencia de una relación carnal. Se trata, digamos, de un amor inmaculado. Las palabras en flor de Bloom vehiculan un amor inmaculado, en contraste evidente con su mujer, Molly, que acompaña la desinhibición de su lenguaje con la fogosidad de su cuerpo. Molly no necesitará cartas de amor porque no vive sólo del retraso y de su idealización. Molly acepta las sustituciones del amor perfecto y provoca el encuentro con los amantes. Se entrega y dice sí a dejar de ser una flor en la montaña. Dice sí a esa pérdida, pero sin renunciar a su goce, que lo mide en la entrega previa del otro. De un otro donde puede incluir a cualquiera, según lo expresa en una de sus frases más conmovedoras, as well him as another. Cinco palabras que definían para Joyce el universal femenino, La mujer. Porque para Joyce este universal existía: tanto para Molly como para todas las mujeres, marido o amante da igual, siempre y cuando le entregue a ella su palabra de amor.

Pero el lenguaje de las flores, el lenguaje del Ulises, no se escribe desde un acotado y comprensible territorio del amor, que sería el territorio del deseo por lo que no se tiene, por lo que no se alcanza. Sus páginas no están escritas desde el exilio del sueño fusional, sino desde un territorio donde la relación sexual se encarna en las palabras. En su texto nos topamos con esta proliferación exuberante, con estos brotes que sólo hace las delicias de los lectores más extravagantes, los que son capaces de apartar un poco su inconsciente. Porque su texto no está en la zona de los cultivos, Joyce ha roturado más allá, ha ganado metros al bosque moviendo los lindes que anunciaban lo salvaje. El texto ha entrado en contacto con la Cosa y sus brotes empiezan a portar ese brillo tan particular. Hablaríamos entonces, en el Ulises, el libro del día, de la proximidad con el territorio que sería, si lo hubiera, el territorio de la relación sexual de las palabras. El monólogo de Molly es la consecuencia de los 17 capítulos previos y anuncia la entrada en la noche de Finnegans Wake. Y con el libro de la noche llegamos a lo que Laia llamaba el lenguaje del flujo, donde la experimentación de lo que sería la relación sexual de las palabras es llevada al máximo grado concebible. Una relación fónica que poblará el planeta de la lengua con una generación nueva de bastardos.

A pesar de la incomprensión que provocó su entrada en el territorio de lo salvaje, Joyce no hizo sino encontrar su manera de cumplir la misión artística que le ataba al mundo. Recordemos cómo lo expresó Stephen en Retrato del artista adolescente, deseando fecundar con su arte los encuentros amorosos para producir una nueva raza que despertara a Irlanda de la parálisis. Esa manera consistió siempre en llevar su sueño al lenguaje, literalmente, pues el lenguaje debía quedar fecundado por la vida. En la base del impresionante empuje creativo de Joyce encontramos la elaboración de un principio estético perfectamente orientado a su modo de estar en el mundo, a lo que llamamos su síntoma. Él construye directamente en su problemática fundamental. Por eso, como cualquier artista, es inimitable. Si todo artista nos deja lo que ha hecho con el encuentro que tuvo con aquello que excede lo simbólico, a juzgar por lo que Joyce nos dejó podemos deducir el carácter colosal de su encuentro. Joyce se puso a escuchar y a trabajar las piedras preciosas venidas de ese otro mundo que está en el nuestro, y tuvo el atrevimiento de incrustarlas directamente en el nuestro. Y lo hizo sin que perdieran un ápice de su brillo, aun a riesgo de volverlas casi insoportables a nuestros ojos, e incluso también a los suyos. Sería una pena que la investigación nos protegiera en exceso de su contemplación. Nuestro reto es hacerlas compatibles. Él pretende llegar desde un lenguaje en estado reducido a lo que sería una lengua sinónima del mundo, la única capaz de albergar en ella el estallido fónico que le afecta a él. Y si su síntoma salta después al mundo, es porque de alguna manera destapa lo que también le afecta a la lengua misma.

Entremos ahora en su topología. Mostraré primero mi manera de orientarme. Se trata de entender la diferencia que hay entre el bosque y la selva, entre la belleza y la verdad, entre el velo y el encuentro real, entre el sentido y lo sublime, entre lo tolerable y lo que estalla en forma de horror. Se verá que no es del todo convergente con la que desarrolla Jacques-Alain Miller en los primeros capítulos de su seminario La fuga del sentido.

Para empezar, yo no coloco la verdad del lado del sentido, como por oposición a lo real. Me parece que la verdad cabalga de un lado al otro. La reducción a una lógica binaria es útil para un primer acercamiento pero termina confundiendo las cosas. Si, como decía Lacan, la verdad sólo puede medio decirse, es porque la Verdad, con mayúscula, tiene un pie en el ámbito de lo absoluto, emparentada entonces con lo real. La verdad no es su búsqueda, que se plasma en un relato, está más bien del lado del oráculo. Y similar desdoblamiento afectaría también al sentido con respecto al sentido absoluto. Miller nos dice que en el ámbito del sentido lo propio del mismo es fugarse. Cierto, pero porque el sentido no puede atravesar el velo que nos separa de la verdad. Por eso, su destino es perderse en el espacio de acá, el de la representación. El sentido se fuga porque la verdad queda del otro lado, y es inatrapable. La verdad ancla sus raíces en el territorio de lo imposible, en lo que llamamos lo real. Por eso, en el espacio de la representación no se le puede echar el lazo a la Verdad, sólo a su relato.

Trabajé esto hace unos años a través del mito de Acteón, que Lacan toma de referencia para dar un consejo a los psicoanalistas al final de su texto La cosa freudiana, un escrito donde Freud ocupaba el lugar de Acteón, pero quizás podríamos aplicarlo también a Joyce. Fijaros que el problema al Joyce que se enfrenta es doble: atreverse con la Verdad, con la desnudez prohibida de la diosa Diana, y evitar después ser devorado por los perros. Podemos preguntarnos, ¿pasa Joyce esta doble prueba? ¿Consigue entrar en contacto con la Verdad, con la adecuación entre la palabra y la cosa, sin olvidar que es una aspiración estrictamente loca, aunque sea, también, la que alimenta todo arte que se precie? Y, en su caso, ¿qué precio paga después de rivalizar con los dioses contemplando sin velo a Diana? ¿Evita el castigo, evita la devoración? En ambos casos no es fácil decidirse. Las particiones dicotómicas se nos muestran de nuevo insuficientes. La divinidad no protege a Joyce en su acercamiento al mundo, donde, para él, palabra y cosa copulan. Así lo siente y así lo padece. No podemos decir que en ese peligroso territorio el escritor irlandés campara a sus anchas, pero aún medio ciego y medio despedazado, ése es sin duda su territorio, y no renunciará nunca a él. Más bien todo lo contrario, con arrojo se internará en ese manantial hasta ser salpicado por sus aguas. Y no perecerá. De sus ojos, aun débiles y acuosos, brotarán esas palabras en pleno proceso de metamorfosis, a medio camino entre lo humano y lo divino, impregnadas de la humedad de esa otra Diana que es, en Finnegans Wake, Anna Livia Plurabelle.

Por eso, por haber sabido llegar sin ser divino donde las leyes del inconsciente no lo permiten, hemos inventado para él una nueva categoría, la santidad, la santidad de su síntoma escritural, de su sinthome, que es lo que él desarrolla para no sucumbir al contacto directo con la verdad, con lo real que estalla. Si bien Joyce estaría en la devoración, en el abrazo fusional de las palabras y los sonidos, evita sin embargo ser devorado. Traspasa ese límite de lo imposible para dejarnos a continuación los frutos de su trabajo con la materia. Su territorio no es el territorio humano de la no relación sexual. O no lo es del todo. En su arte, en lo que le enlaza a la vida, él está en contacto con el otro, el territorio más allá del velo donde existe la fusión de la pareja, donde los opuestos se intercambian por ser complementarios, el territorio que promete el encuentro verdadero, la relación sexual.

¿Pero llega finalmente a ella? ¿Nos muestra Joyce la relación sexual de las palabras?

De haberla, sí, pero no la hay. También aquí nos cargamos la dicotomía para entender lo que participa de lo uno y de lo otro. La relación de Joyce sería otro modo de no relación. Un renacer constante, sí, pero a través de la disolución absoluta, como decía Eco. Lo que hace Joyce estaría entonces entre la no relación y la relación. Joyce sería ese entremedias, una membrana extraordinariamente porosa que permite el encuentro sexual de las palabras.

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He dado anteriormente una definición del arte. Vuelvo a ella para resumir un poco lo dicho. Decía que el artista nos deja el fruto de su pasaje por lo real. Se ha atrevido a incursionarse en ese territorio de más allá de los cultivos, el territorio salvaje de sus monstruos particulares, y ha hecho algo con ello. El espectador puede quedar fascinado por el misterioso encanto de la obra, que llamará bella, pero esta belleza le sitúa a él defensivamente con respecto a lo real. He pretendido romper un poco este espejismo que coloca a la belleza como el objetivo del arte. Creo que es una lectura equivocada, muy equivocada. El artista que busca esa forma bella, que tiene por horizonte hacer una, así llamada, obra de arte, no accede al territorio inhóspito, su investigación se queda en una cuestión formal, se vuelve manierista. Creo que el artista se reconoce más bien en otro lugar, y un poco a su pesar. El artista es el que no se da cuenta de lo que hace, pero lo hace. Se ha atrevido a rasgar el velo, ha atravesado esa barrera de lo imposible, ha empujado su límite para dejarnos la marca de su experiencia. Una marca que vuelve el mundo distinto, que lo inyecta de algo nuevo, transformándolo, como si hubiera introducido en él una palabra necesaria que hasta entonces no existía, una palabra que habla precisamente de su real, de su innombrable. Es un regalo que hay que saber valorar, pero no idealizar, porque es asunto de cada cual hacer esos pasajes. Se idealiza para mantenerse a salvo. Pero, a salvo de qué, a salvo de la vida. Aquí propongo ese riesgo que es el contacto con la vida. Por supuesto, cualquiera puede dar su definición del arte, y si lleva las marcas de la aventura de su vida tendrá un valor apreciable también para los demás. No se trata pues de buscar la forma, la belleza. Si damos a las palabras mestizas de Joyce y a las formas puras de Malévich ese valor, es por cuanto ellos nos entregan el arrojo de su aventura con lo intratable, aceptando el riesgo que conlleva. Con ello, vivificaron nuestra relación al mundo, pero su obra se queda a continuación en algo muerto si no somos capaces nosotros de ofrecer una respuesta. Una respuesta no a la altura de su obra, sino a la altura de nuestra vida, a la altura de lo que nos hace vibrar en nuestros encuentros particulares.

Zacarías Marco 3/4/2021