El sueño, en busca de la imagen perdida. A propósito de La Jetée, de Chris Marker

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la-Jetee-3El único recuerdo que ha sobrevivido a la devastación, la imagen de una mujer, su rostro, es el objeto perdido que el sueño alcanza. Lo hace delante de nuestros ojos, paso a paso, fotograma a fotograma, sin la concatenación veloz que de manera engañosa produce en el cine el movimiento. No necesita inducirlo, La Jetée vuelve a su origen para aprovechar la potencia de la imagen fija, quizás porque detecte ahí la materia desprendida del tiempo. La película es la materialización de este imposible, un sueño que se lanza al encuentro de la imagen perdida. Y para tal desafío contamos con un soñante único, un soñante a la altura de su sueño capaz de retar a las leyes humanas y divinas para transformar la existencia propia y el devenir de la especie. Un soñante que desafía su destino, como hizo Romeo al conocer la muerte de su amada gritando al cielo Then I defy you, stars!, para recibir de la espiral del tiempo su revés. La película se cierra en bucle imponiendo ese límite, aunque nos deja también la transgresión. La Jetée es el relato del milagro de crear la memoria desde una imagen, pero desde una imagen absolutamente privilegiada, la de un rostro de mujer que dice sí al hombre que hay en el niño, que lo acoge en su metamorfosis futura. Un imposible hecho posible que nos deja en la película su momento mágico, el de un rostro que cobra vida al mirarnos, devolviéndole al cine su milagro.

Antes de entrar en su análisis conviene familiarizarse con la técnica del montaje según Marker, cosa que haremos ensayando un diálogo con esta peculiar escritura fílmica que cose a cada imagen un texto para producir memoria. Parece sencillo pero es algo completamente único en la historia del cine. En Marker, no se trata sólo de poner a dialogar imágenes dispares, estableciendo un nexo entre ellas, hay algo más, la reflexión personal que incluye altera el estatuto mismo de la imagen, la huella que deja en la memoria. La imagen se vuelve extrañamente reflexiva creando otro modo de memoria. Una suerte de asociación libre sobre el material imagen, hecho con tal determinación a lo largo de toda su vida que nos permite afirmar que, en esa escritura, ¡Marker existe!, y quizás sólo ahí. Porque, hablando de milagros, éste sería el milagro Marker, semejante al de la imagen en movimiento de La Jetée pero conseguido por el camino inverso, a través de congelar la imagen de su vida. Quiero decir que Chris Marker evitó la muerte ocultando su propia imagen. Y tómese esto en el sentido que se quiera. En el literal, porque Marker es un pseudónimo, tan inmortal o indeleble como los rotuladores de los que proviene. Pero también en sentido metafórico, porque vaciando de todo contenido biográfico su nombre nos ha dejado sólo su obra, también inmortal, esas películas que eran pura y simplemente su vida. Lo otro, la imagen propia, foto o biografía, ese producto de consumo para el estudioso, consiguió evitarlo, al menos en su mayor parte. Siendo un personaje central en la cultura del siglo XX, no sólo desalentó a todos los que se acercaron a escribir sobre él, sino que llevó el celo por la propia imagen a tal punto que apenas se conservan de él un puñado de fotografías. Un hecho sin duda insólito para alguien que a lo largo de sus más de noventa años se movió sin descanso por los cinco continentes, capturando con su cámara cada acontecimiento. Unas imágenes que no reivindicaban autoría sino que se añadían a las existentes, al archivo de las imágenes de la memoria. Y quizás por esta creación y recreación constante de documento se entienda la boutade de Henri Michaux, que recomendó un día derribar nada menos que la Sorbona para poner en su lugar a Chris Marker.

¿Quiere esto decir que su obra se vuelva impersonal? Más bien al contrario. Marker hace relato del documento histórico, pero un relato íntimo, elaborado a partir de su encuentro. Por eso podemos leer sus películas como autorretratos, donde nos entrega su encuentro con cada imagen, el impacto que le ha provocado en la memoria. Lo hace siempre sutilmente, a través de intermediarios. En Sans soleil, por ejemplo, las imágenes que vemos se acompañan de la lectura de una mujer, la destinataria de unas cartas enviadas por un tal Sandor Krasna, un alter ego del propio autor, al que hace aparecer hasta en los créditos. Pero tras este juego de ropajes epistolares no escuchamos a otro que a Marker, a la voz en primera persona que da vida a las imágenes. “Frente a lo que dice la gente, el uso de la primera persona en las películas tiende a ser un signo de humildad, todo lo que tengo que ofrecer es yo mismo”. De ahí que su cine no sea propiamente aquello que se puso de moda en sus primeros años como realizador, el cinéma verité, sino el cine ma verité, como él mismo se encargó de rectificar. Una memoria en escala de mi menor, una mimoria. Recordemos que para el cinéma verité la voz en off era anatema, una rémora explicativa a desterrar, pero hay que reconocerle a Marker que lo que hace con ella es completamente novedoso. Marker se lanza a establecer, por imposible que sea, un vínculo con la imagen, buscando su verdad a través de una reescritura. Por eso, nos dirá que la memoria en sí, no se recuerda, se reescribe, como se reescribe la historia.

Disponiéndonos ahora a repasar la figura de Marker, nos asalta una duda. ¿Cometemos sacrilegio? ¿Nos estamos saltando el axioma que presidía su vida: incognito, ergo sum? Quizás, pero iríamos contra sus gustos si lo tratásemos como a una imagen venerada, y seguro que nos perdonará el atrevimiento si nuestro boceto evita al menos las interpretaciones más groseras. Decía Marker que una película perdía todo su interés si nos ofrecía respuestas a cada una de nuestras preguntas. Ganémonos su respeto aplicando esta reserva a su vida, una vida de militante que supo transparentar las propias contradicciones para saltarse la estrechez de toda militancia.

Hagamos un poco de fotomontaje. Los momentos de una vida tomados como imágenes. Ya con pseudónimos, sus primeros artículos después de estudiar filosofía empiezan a tener una cierta repercusión. Por entonces Marker es un animador cultural que busca a través de organizaciones de inspiración comunista la educación popular. Va a las fábricas y a los campos, primero en Francia, luego en Alemania. Después, como asesor para la UNESCO, su radio de acción se amplía, salta a América, a África, a Asia. Escribe en la revista Esprit desde el 47. Entabla amistad con André Bazin, Alain Resnais, Simone Signoret, Ives Montand, Costa Gavras, Agnès Varda, Marguerite Duras. La mayor parte de ellos pertenece al grupo de intelectuales de la margen izquierda del Sena, la llamada rive gauche. En el 49 publica su primera y única novela, Le Cœur net. Es premiada, pero a continuación se pasa al cine. Empieza con Resnais. Primeros cortos y primeras colaboraciones. Vistos retrospectivamente, ya llevan la que será su seña de identidad, el nexo entre la imagen y la memoria, en una búsqueda de la eternidad. Desde entonces, no para. André Bazin le ofrece codirigir Cahiers du cinéma, rechaza el puesto. Los puestos no son lo suyo. Una libertad que reivindica también para el formato de sus cortos, medio y largometrajes, incómodo ante el calificativo de ‘documentales’. ¿Cómo definir lo que hace? Bazin, ese gran teórico que impulsó con su entusiasmo a toda la nouvelle vague, se inventa para él, en una célebre crítica a su primera película, Lettre de Sibérie, el término cine-ensayo. Ha nacido algo nuevo, un montaje que Bazin llama lateral, porque va del oído al ojo en vez de imagen a imagen. No importa que en parte se equivoque, que en su lectura se le cuele su predilección literaria, del texto sobre la imagen, para hablar de Marker hay que seguir su ejemplo y salir a la caza de nuevos conceptos.

¿Qué vemos en sus películas? Marker es ese marciano que tiene el don de aterrizar en el lugar oportuno para decirnos lo que sólo sus ojos ven. ¿Cómo lo hace? Volviendo familiar lo extraño y, al revés, volviendo extraño lo familiar. Éste es el inconfundible efecto Marker. De las obras más abiertamente políticas, con esa cumbre que recoge los sueños revolucionarios que culminaron en los acontecimientos del mayo francés, Le fond de l’air est rouge, a los retratos de amigos artistas, Signoret, Montand, Christo, Matta, Medvedkin, Tarkovski, Kurosawa, el tratamiento es siempre el mismo, el encadenamiento de un diálogo interior con las imágenes para tratar con igual sensibilidad los grandes acontecimientos y los hechos más banales y fortuitos de la existencia. Porque, pese a las interpretaciones más corrientes, no era propiamente la política lo que le interesaba: “Lo que me apasiona es la Historia –decía–, y la política me interesa solamente en la medida en que es el fallo de la Historia en el presente”. Curiosa fórmula: la política, el fallo de la Historia en el presente. ¿Y cómo la entendía? Aquí lo manido sería hablar de sus identificaciones, de sus animales fetiche, el gato y la lechuza, para ilustrar su naturaleza esquiva a la confrontación, pero debemos dejarlas de lado para valorar su posición. Marker entendía la política como el arte del acuerdo; lo otro, las relaciones de fuerza bruta, no merecía ese nombre. Unas palabras ciertamente alejadas del mundo actual. Para entenderlas hay que percibir la apertura creativa que las acompaña. Cuando habla de la política como arte del acuerdo vemos ahí su concepción del montaje, donde se trata siempre de “comunicar, de establecer un orden, una relación entre cosas hostiles e incomprensibles”. Y cuando habla de la política como fallo de la Historia en el presente, le hace una foto a la Historia, la trata como una imagen. Marker definía la fotografía a partir del símil de la caza: “La foto es el instinto de la caza sin el deseo de matar, es la caza de los ángeles… Ojeas, apuntas, disparas y ¡clac!, en lugar de un muerto tienes un eterno”. En resumen, Marker resolvía los antagonismos capturando lo sublime en lo cotidiano.

No nos extrañará que Chris Marker rehuyera tanto hablar de sí mismo como de su obra. Bastará un ejemplo para apreciar que no era una pose. Interrogado en 2003 sobre La Jetée (1962), recordó que entre esta película y Sans soleil (1982) habían pasado veinte años, y otros veinte desde Sans soleil hasta entonces, por lo que hablar del hombre que había filmado la primera, no sería una entrevista, sería espiritismo. Naturalmente, el ya octogenario cineasta se escabullía en su respuesta, y de paso evitaba desvelar por qué conservó para La Jetée el privilegio de ser la única de sus películas que le gustaba presentar. Antes de pasar a analizarla arriesgaré dos detalles que quizás nos iluminen sobre su predilección. Los dos son sentimentales. El primero, que Marker consideraba La Jetée como un remake de la que era su película favorita, Vértigo, de Hitchcock. Cuesta al principio ver el nexo, pero de repente nos asalta la evidencia. La pasión que a ambas impulsa es la fuerza de un soñante, capaz de alcanzar, recreando, la imagen de una mujer, un amor absoluto que traspasa la frontera del tiempo, la frontera que separa los vivos de los muertos. Marker nos deja su guiño en el moño de nuestra durmiente, enroscado en esa espiral del tiempo por la que la Madeleine de Vértigo encontraba el fantasma de Carlota Valdés. El segundo detalle, más sentimental si cabe, tiene que ver con la magia que envolvió su realización. Pero dejemos que sea él quien nos lo cuente: “Como si se hubiera hecho, por decirlo así, en escritura automática, yo rodaba Le joli mai, estaba completamente inmerso en la realidad del París del 62 y en el descubrimiento algo embriagador del cine directo, y el día de descanso del equipo fotografié una historia de la que no entendía gran cosa. Fue en el montaje donde las piezas del puzzle se pusieron en orden, y no fui yo quien diseñó el puzzle, me costaría vanagloriarme de ello. Simplemente ocurrió, eso es todo”. Una vez más, las palabras de Marker clavan la escena en nuestra memoria. Parece que las circunstancias del rodaje habían hecho caer las defensas que protegían su fantasma, una fantasía en estado puro.

Recordemos brevemente el argumento de esta fotonovela. “La historia de un hombre marcado por una imagen de infancia” empieza con el misterioso olvido de lo que contempló un niño en el embarcadero del aeropuerto de Orly: un hombre, fulminado cuando corría al encuentro de una mujer. Este horror quedará velado en su memoria, sobreviviendo únicamente la bucólica imagen del rostro de ella. Después vendrá la catástrofe, la guerra, la destrucción que ha condenado el planeta a la inexistencia, a menos que una ayuda exterior, proveniente de otro tiempo, venga a salvarlo. El único conducto posible para comunicarse a través del tiempo es la capacidad del sueño de despertar la memoria, de activar un vínculo que en el caso de un amor sin límites incluye la creación. El enigma que acompaña el recuerdo de nuestro protagonista le otorga su fuerza excepcional. La intensidad de su sueño le protege además de la locura, por lo que el futuro del planeta está en sus manos. Con esta premisa es elegido para llevar a cabo su misión. El primer paso será desarrollar las posibilidades de su fantasía, viajar en pos de su recuerdo hasta animarlo, hasta dar vida a esa imagen del rostro de la mujer.

Este objetivo se desarrolla con éxito en dos etapas, en dos series de experimentos. La primera concluye cuando la pareja alcanza “una confianza muda, una confianza en estado puro”. Justo en ese momento él siente levantarse delante de ellos una barrera infranqueable. No obstante, no queda aniquilado como otros y se emprende con él una segunda serie de experimentos. Enseguida retoma la unión con la amada, una comunión que cobra tal intensidad que produce el milagro de la vida, dotando de autonomía la imagen de la amada. Esta segunda serie tiene en la película dos momentos principales. El primero es la escena del despertar mudo de la mujer, sin más protagonistas que ella y el espectador. Es el momento del milagro, donde se produce un verdadero acontecimiento. Después vendrá la escena de la visita al museo, que funciona como el relato hablado de la comunión alcanzada en la pareja, y que terminará, a su vez, con un nuevo corte, poniendo punto final a la experimentación sobre el pasado.

El control adquirido permite acometer el nuevo reto. Para salvar el planeta nuestro protagonista deberá reorientarse hacia el futuro. En su negociación con los habitantes del futuro utilizará un sofisma que les sorprenderá: dado que la humanidad había sobrevivido, no podía negar a su propio pasado los medios de su supervivencia. La ayuda es despachada y el planeta se salva. Pero el éxito de su misión tiene un curioso reverso, le da un poder que le coloca en la diana de la sospecha. Y para escapar de la amenaza que se cierne sobre él deberá salir de su tiempo, pero esta vez de manera real, sin posibilidad de retorno. ¿Qué elegirá, viajar hacia el futuro o hacia el pasado? Nuestro héroe elige volver al momento de su infancia, volver a ese ombligo de su memoria donde se imprimió, en vivo, su trauma. Corre como hombre maduro a ese lugar niño, corre veloz al encuentro con la amada. ¿La alcanzará? ¿Llegará a tocar como hombre el rostro de la mujer que enamoró al niño? Sabemos la respuesta, una respuesta que viene de paso a solucionar el enigma inicial. Poco importa el ejecutor de esta Ley inexorable que impide la mezcla de los tiempos: al hombre le sobreviene la muerte. En el lugar del encuentro imposible tenemos este nuevo corte, ahora definitivo. Es entonces cuando se desvela el misterio que iluminó el rostro de una mujer al precio de un olvido: aquella muerte que presenció el niño antes de la guerra era su propia muerte.

Todo cuento es una versión del enigma de la existencia. Si cumple con las leyes del relato, esto es, si da respuesta a una encrucijada, resolverá colocando como imposible lo ilimitado. Éste es el imperativo estructural. En la medida en que el cuento intente reflejar una verdad, desarrollará la pasión que anima todo deseo y se dejará llevar por ella hasta el límite del precipicio, pero la sanción que recibirá será también inevitable. El mito de Edipo es, quizás, la versión más clásica. Allí, la ruptura de la Ley, expresada como la mezcla prohibida de las generaciones, provoca la catástrofe; y Edipo, el único capaz de resolver el enigma, pondrá en marcha todo su afán de conocimiento, toda su excepcional destreza, para acabar descubriendo su participación en el crimen. Edipo, descubriendo, se descubre, y acaba escribiendo en el lugar de la incógnita su propio nombre.

Siguiendo la ley del cuento primordial, encontramos en La Jetée otra versión del mismo descubrimiento: la pasión que vuelve posible lo imposible recibe siempre su castigo. Pero algo nos dice que esta película no es una mera recreación del mito. ¿Qué la hace a nuestros ojos tan extraordinaria? ¿Dónde radica su magnetismo, la emoción que se activa independientemente de las veces que la veamos? Ya vimos cómo confesaba su autor no poder dar cuenta de lo que ocurrió en aquellos descansos de rodaje, cómo se vio empujado a retratar una historia desconocida, y cómo se juntaron las piezas del puzzle sin su expresa participación. “Simplemente ocurrió”. ¿Pero qué ocurrió? Marker se veló él mismo para dejar que una verdad lo desvelara.

La Jetée se adentra en el territorio del deseo con esa entrega, tratando el material inflamable sin guantes hasta ofrecer una imagen sublime de lo prohibido. Cada uno de sus recursos, de esas piezas del puzzle que el inconsciente mueve, debe entenderse bajo los auspicios de esa metáfora que permite hablar de la desolación del planeta cuando lo que está en juego es el imposible anclaje de la pulsión. De ahí el recurso obvio del héroe que debe emprender su camino, descubrir su deseo, para salvar el mundo. En la posición de Edipo ante la Esfinge, nuestro héroe echa mano de su excepcionalidad para descifrar el enigma del deseo: recurre a su apego a una imagen de infancia para resolver el trauma de su existencia. Pero que el envoltorio del relato distópico sirva de maravilla a ese propósito no nos debe despistar de lo esencial. Lo que nos seduce es la exposición directa, el contacto, la carnalidad que el cineasta concentra en cada imagen. Esto es lo que termina produciendo un momento mágico, un verdadero milagro. Veamos cómo lo encuadra el relato, cómo deja Marker que éste mueva las fichas por él.

Desde el principio, nos dejamos invadir por la ternura que desprenden las imágenes soñadas, por la excavación que hacen en los recuerdos, por la búsqueda del encuentro imposible. ¡Y el sueño se cumple! La imagen amada va cobrando vida, una vida extrañamente auténtica porque lo que hasta entonces dependía del sueño se vuelve autónomo. Poco a poco asistimos a esa transformación, la amada vive, y acepta de este viajero en el tiempo su compañía. Nos olvidamos en nombre de este amor de la quiebra del orden que se está produciendo, nos olvidamos que es un hombre que ha vuelto al lugar del niño para realizar como hombre su pasión infantil. ¡Nos olvidamos! Y su pasión es tal que crea la aceptación de ella, consigue alcanzar la imagen de la fusión. Cuando esto sucede por primera vez, provoca la emergencia del límite simbólico, la barrera descrita al final de la primera tanda de experimentos. Lo sorprendente para nosotros es que el soñante no se detenga, que insista. Como Freud ante el horror de la garganta de Irma, nuestro héroe insiste y se lanza nuevamente hasta volver a alcanzar otra imagen de la comunión con la amada, la de la total aceptación de ella, que pondrá término exitoso a su viaje al pasado.

A partir de ese momento el relato hila la siguiente ruptura temporal, la incursión en el futuro. Creo que su lógica interna está más sometida a un orden del sentido, a esa letra pequeña que es la salvación del planeta, y por eso la película pierde momentáneamente la intensidad alcanzada. Creo que el cambio de rumbo nos vuelve nostálgicos, como si tampoco nosotros quisiéramos prescindir de la historia de amor que ha tenido lugar. Pero bueno, este alejamiento, un período digamos de latencia, se antoja necesario para dar el siguiente paso. Ante la nueva amenaza que se cierne sobre él, tendrá que elegir entre el pasado y el futuro. ¡Qué fatalidad la de este hombre, condenado a no poder vivir su presente! ¿Será la función del relato habilitarlo para ello? Es posible. Cada uno puede dar aquí su respuesta. Entre tanto, vemos que para huir del destino que le acecha elige volver al pasado. Ésta sería la tercera apuesta, la definitiva, el viaje ahora plenamente real al pasado, el viaje directo al motor de su fantasía. Nuestro héroe no sabe que va hacia su propia muerte, ni tampoco que resuelve así el enigma del niño, el motivo de su trauma. La muerte viene de nuevo a marcar como imposible su goce. Es cierto que con ello corrobora el cumplimiento de la estructura simbólica, la introducción de un límite, pero nos quedamos también con la idea de que sólo el valiente arriesga mantener viva la llama del deseo, sólo el amante afronta ese reto desafiando a las estrellas.

Decíamos que todo cuento daba una versión sobre el enigma que sostiene la existencia, en definitiva, sobre la pulsión. ¿Cuál sería la versión ofrecida por La Jetée? Reducida a su nivel más elemental, podríamos decir que allí donde en el relato edípico el límite está señalado mediante la imagen del padre muerto, expresión de lo imposible que se erige velando la unión con la madre [si vas a Madre, muere Padre (siendo lo primero la fusión, la hybris, y lo segundo lo tercero, la regulación simbólica)], en La Jetée, en cambio, esa imagen la da el propio sujeto, muerto también, pero en su proyección adulta, en su madurez amenazada. Concentra en una sola imagen, en un solo protagonista, el asesinato del padre y la castración de Edipo (cegándose). En La Jetée es el mismo sujeto el que es doblemente abatido, quizás porque en vez de escribirse en el nombre del padre, lo haga en el nombre del porvenir del hijo. De esta manera, lo prohibido del goce se escribe en la estructura como una colisión temporal. Es el torbellino del tiempo, la espiral que arrastra la pasión. Por ello, el tiempo presente es imposible, el futuro está ya dado… y es el pasado el que está eternamente por venir. (Sobre este pasado deja Marker su marca, la necesaria recreación de la memoria).

Podríamos pensar que el éxito que acompañó a La Jetée desde su estreno se debe a esta singularidad, habernos ofrecido una variación del mito fundamental. Ello nos permitiría calificarla de obra redonda, con ese cierre perfecto que soluciona de forma tan misteriosa y sugerente el enigma originario. Pero La Jetée tiene algo más, una sincronía entre la excepcional pasión del soñante y las imágenes de su relación amorosa. Son dos los espectros que cobran vida delante de nuestros ojos, y la incursión que emprenden en el territorio sin límite de su pasión hace estallar, en un momento preciso, el formato mismo de la película. La Jetée no sería lo que es sin haber filmado este milagro. Ocurre al inicio de la segunda oleada de experimentos, en el minuto dieciocho del metraje, cuando la amada, también durmiente, es filmada en su despertar. Toda la secuencia está envuelta por el sonido de los pájaros, un cántico que se acentúa en el momento decisivo. Entonces, ninguna voz en off, ninguna explicación. Y en ese silencio de las palabras se produce el milagro, un despertar a la vida hecho imagen. Asistimos a esa mutación imprevista. El pasaje de la foto fija al movimiento se insinúa varias veces hasta que finalmente se produce. En un instante los párpados se abren, rasgando con su apertura la foto fija, el marco de toda la película. Mientras observábamos atónitos el dulzor infinito del rostro en su despertar, nos sacude el latido de la imagen. Los ojos se abren y nos dirigen su mirada. Es la mirada de la aceptación de un amor prohibido, necesariamente fugaz. Chris Marker acaba de filmar uno de los momentos más delicados de la historia del cine. Pero estar a la altura de los milagros es sólo cosa de valientes, la mayoría no podemos sostener su mirada y al punto la olvidamos.

Zacarías Marco, 8 de junio de 2020

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