Padre mío mi maldito caos, el grito de Chloé Delaume

Primer volteo    

(Publicado en el blog Entrelazos: enlace aquí)

O bien decimos como policías de la palabra “Qué rara la huérfana”, y nos protegemos de su paradójico flujo de escritura, no por ausente de comas menos plagado de cortes y cascotes, brotes eruditos de un lenguaje hecho materia, tan brutal; o bien soportamos el golpe y la locura, y nos detenemos a escuchar, a recorrer la maleza, a estar unas veces en el bosque y otras en el descampado de la palabra. Esto haremos. En el bosque y en el descampado, aunque ambos lugares sean terribles. Para empezar, intentaremos distinguir el uno del otro, los lugares de su escritura, la vertiente retórica de la directa, distinguir los pesados oropeles del lienzo translúcido que cubre el cuerpo desnudo. Pero cada uno a su manera obedece a la misma ley. Algo ineluctable impulsa a la escritora pala en mano frente al cadáver en tierra. Una labor difícil de aguantar. Pero el cadáver es en ella arena, esto aprenderemos, y la arena no se puede enterrar. Después de haberle dado la vuelta mil veces, Chloé gritará a esa arena que es padre inenterrable hasta poder conjugar un verbo en un tiempo verbal no destinado a ella. Sólo en ese momento romperá o creerá romper el destino padre pronunciando en futuro una letanía del pasado. “Este año nos tocará un mes de junio precioso”. Ocurrirá al final del tercer y último acto, cuando en el tiempo presente de la escritura pronuncie, en el prohibido tiempo futuro del suicida, el sarcasmo de la imposible felicidad estival.

Portada_reloj_arenaPorque Chloé se escribe en tragedia. Cada escena descrita será un nuevo volteo de ese reloj de arena que su grito aspira a romper. No lo consigue. Puede incluso que su grito lo endurezca, que su grito eternice su condena. Ya veremos. Pero hay que empezar por lo que más importa, por lo que tenemos, aquello que nos lanza, el lenguaje. Parece claro que Chloé tuvo acceso desde pequeña –cuando se llamaba con un nombre que no valía, Nathalie u otro, da igual– al lenguaje como potencia, por fuera del lenguaje como comunicación. La pedagoga, su madre, exhibió desde muy temprano lo que su amaestrada cría reflejó como dotes inauditas en el manejo de las apreciadas palabras. Las raras puntuaban doble. La niña podía ir siempre más allá y sorprender a todos. Y ahora la escritora maneja esta deriva, o se deja manejar por ella, este grado barroco de escritura que coquetea con la ilegibilidad cuando el vertido de conciencia se adentra en la espesura, pero que sabe alternarla también con otra ejecución que es, como decíamos, extraordinariamente directa.

Su libro, El grito del reloj de arena[1], bascula entre estos dos extremos de escritura, la deriva irruptiva de incontenible riqueza vocal y el trazo directo, inesquivable, que nos alcanza irremisiblemente. Con uno y con otro Chloé teje lo que nos es devuelto como una experiencia de lectura, donde ella se escribe, línea a línea, con la fuerza autogeneradora del mito.

Tragedia es destino y repetición. La tragedia muestra la impotencia del entorno, del aprendizaje para intervenir en el curso de los hechos. Chloé vuelve a Grecia, donde Sísifo carga siempre con la misma piedra. Por eso niega la epigénesis. A partir de un momento dado el entorno no influirá en el desarrollo. El reloj de arena se volteará y recomenzará el vertido de lo idéntico a sí mismo. Los relatos de lo idéntico a sí mismo. Un acto vendrá en la vida de Chloé a sellar lo inexorable. El terrible crimen al que todos los caminos después conducirán. La escena ocurre en la cocina. La niña no ha cumplido los nueve años. De los tres disparos previstos el padre sólo ejecuta dos. Chloé lee la escritura de este acto:

“Mamá se está muriendo en primera persona. Decía que mezclaba y mezclaba la harina con tres huevos y un yogurt natural. Papá la mató en segunda persona. Infinitivo y radical. Chloé calla en tercera persona. Ya no hablará más que en futuro anterior. Porque al final el parricidio fue tan imperfecto que la marcó de manera ineluctable.”

Segundo volteo

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Chloé dice “Mi cerebro igual que un libro” según va hilando el estampado que tanto la zurce tanto la rasga. Las palabras en bruto, las frases sin comas, el mito griego hecho presente, vuelto adjetivo que ella se aplica, fabricando una piel que se agujerea sin cesar. No conviene que hagamos de argamasa y que fabriquemos interpretaciones tranquilizadoras. Son fáciles de hacer. Ella es capaz de hacerlas. Cuando no sirven se puede ser muy hábil con ellas, la argamasa no cumplirá por ello su función. Marguerite Duras decía que su cerebro era un coladero. En Chloé, ¿la palabra es grano o líquido? ¿Corresponden a sus dos grados de escritura? Algo nos detiene aquí. Por aquí no. El juicio que hacemos es siempre apresurado. Retornemos, como ella hace, al crimen en su efecto de escritura.

Muero (mamá); Te mato (papá); Ella calla (hija). Declinación de las tres personas conjugadas en el presente de un encuentro verbal. Chloé sólo hablará después del asesinato de la madre y el suicidio del padre. Y lo hará en futuro anterior. En los hechos por venir va a hacer intervenir su decisión. Sin ésta, Chloé no hubiera aparecido. Chloé aparece como escritura en un pespunte que interviene sobre un pasado, modificándolo, para crear un futuro que acontece como decisión, como decisión suya. Pero Chloé queda irremisiblemente unida a un acto de aniquilación. El padre no la mata, la apunta pero no la mata. El padre no cumple así una amenaza explicitada años atrás. No la cumple pero la repite, dejándola con la exhibición de su muerte en un eterno impasse.

Para Chloé, él es el genitor, no padre, y piensa que para construirse ha de aniquilarlo, para desasirse de la escena ha de aniquilarlo, pero es una labor que se renueva como la hidra de manera incesante. El crimen fue imperfecto, la ató a él. Y Chloé no puede terminar de desprenderse de él. Continuamente lo hace padre en el acto de su aniquilación. Salpicada en la cara de la víscera craneal del padre, el terror al padre, aquél que anidó en ella desde el origen, ya presente en la paliza inicial del padre para arrancar a la niña las dos sílabas inaugurales que lo nombraban a él, ese terror papá se eterniza ahora en su mejilla. Y es que el padre no es sólo la segunda persona, te mato, sino también el infinitivo, radical: el padre es el verbo matar.

Aquí hay que abrir un paréntesis. La transmisión del verbo matar por parte del padre tiene su innombrable reverso. ¿Quién puede aguantarlo? No es cosa que se pueda. Y en Chloé no parece que haya podido constituirse el soporte que albergue una ambivalencia tan hiriente. Veremos al final de la serie cómo nos sorprende. ¿A qué ambivalencia aludimos? Algo nos sugiere que a la fatídica compañía también se la quiere, y de una manera muy especial. Cerremos este canto que nos transmite el coro.

El crimen puso término al primer acto de la vida de Chloé. No sólo será la bisagra entre los dos primeros actos, será también la bisagra recurrente a la que inevitablemente se vuelve. Casi al final del libro dirá que la muerte del padre no le quitó todo porque le devolvió la palabra. Seguimos esta pista. La invención de sí misma es el maravilloso reverso que Chloé produce sobre lo irreparable. Un punto no debe ser analizado. Es. Acontece. Ella da cuenta de ello. Leemos su escritura. Es, como ella dice, una experiencia estética. Chloé ha fabricado algo sobre lo ineluctable. Y para ello le ha dado la vuelta al lenguaje.

La niña que presenció el crimen no existe, es Chloé, un personaje de ficción, quien ha tomado el relevo de ese cuerpo haciendo de él un cuerpo-escritura. La autoficción no es un recurso, uno entre otros, es la puesta en práctica del material del que disponía, el dominio de la palabra en sus escalas más extremas. Y si antes aparecía el reverso padre en la aniquilación renovada, ahora aparece el reverso madre en el uso de la palabra cortada a tijera, el reverso pedagoga en el uso de los borbotones retóricos frente a un público despreciado.

Tercer volteo

(Publicado en el blog Entrelazos: enlace aquí)

Volteo mi cerebro de cristal como si fuera un reloj de arena”.

Agotada en una terapéutica que la obliga a cavar en las dunas de su infancia, Chloé se queja pero cede y sigue, vuelve a insistir, deja la pala a un lado y, más descarnadamente que antes, termina cavando a manos llenas en el diván de su décimo tercer analista. “Me vaciaré de padre. Grano a grano. Te sacaré de mí papacito lindo titubea echo más que los dados. No quedará nada.” La imagen es perfecta. No hay masilla que pueda unir el material bruto, el material padre, para hacer un emplasto que se sostenga. La arena no hace pared, el genitor no hace padre, y Chloé tiene este objeto múltiple, de mezcla imposible, que se vierte en su cerebro infinitamente. El mismo montón de granos con los que nada se puede hacer. Nada salvo nombrarlo, nombrar la incesante actividad, el grito que no cesa en la incesante actividad. Sí, algo más. El grito y unos dados arrojados. Chloé mantiene como cierta esta aparente incompatibilidad: nada más que esta arena imposible; pero ella arroja unos dados. Por un lado, el reloj de arena; por otro, la palabra, la decisión, unos dados arrojados y más.

Chloé pone voz a la ausencia de escucha de Dios para que se lleve al padre de este mundo. No perdonará esta ausencia, de Dios, esta falta de compensación al genitor. Un genitor que, rellenando el vacío, cerrando el círculo, parece haber usurpado el lugar de la omnipresencia divina. Es el genitor el que todo lo escucha y castiga. Ahorremos detalles. Volvamos al lenguaje y a la reducción hecha en las declinaciones. Aquí son las figuras padre reducidas a una, por tanto, absoluta. Esta reducción tiene efectos. El grito de ella es el eco del grito de él, el grito de la bestia. Y desde muy temprano la niña se ejercitará en la posibilidad de dejar la existencia, en salir de la escena o quizás sólo en cambiar radicalmente el escenario. Iniciará un camino recurrente, topando con la obstinada resistencia de un cuerpo que quiere vivir, que no quiere dejar de respirar. Hablará de la necesidad de matar un yo para producir un nuevo inicio, un recomenzar. Pasa una página, termina un libro, empieza otro. Sobredosis de somníferos mediante.

Y en diván Chloé desmontará con razón ecuaciones sencillas –ciertas o no, no importa, no le valen a ella, luego están de más– que ligan el deseo de muerte del padre a sus tentativas de suicidio. Peor todavía es lanzarle que es el padre en ella, su identificación a él lo que en ella actúa. Alguna nariz rota pagará tal atrevimiento.

Un grano de arena padre reenvía a otro grano de arena padre. Y hay demasiados. Decíamos que el deseo de muerte del padre hacia ella fue explícito: “No deberías haber nacido. Un día te voy a matar.” Mientras el momento llega, es preciso enderezarla a base de palizas. La niña concluye que ella debe de ser mala hierba, debe ser enderezada para llegar a ser un día una muerta decente. No tendrá que esperar mucho para ver el resultado. Finalmente, un día el padre declinará su verbo preferido, matar, y lo ejecutará en dos tiempos, primero en segunda persona con su mujer, y después empleará el reflexivo, ofreciendo a su hija el espectáculo de los dos actos logrados.

Queda además un entremedias casi más mortal que los anteriores, el entreacto que por no cumplido no acabará nunca. El padre apunta a su hija con el arma pero no dispara. La escena se eternizará. Chloé escribe sobre ese lazo inalienable que se instala.

Y a continuación traza el desenlace del segundo acto, ofreciéndonos la versión Chloé del ojo de Buñuel. Aquella imagen de cine puro la ponemos ahora frente al puro horror de la imagen actual, la del suicidio del padre. Horror significa sin mediación, sin poética. Ponemos uno al lado del otro los dos ojos, Buñuel y Chloé, el ojo rasgado y el ojo anaranjado. Se trata, en el caso del ojo que nos ofrece Chloé, de otro efecto producido por otra trayectoria: una trayectoria esta vez vertical y no horizontal, un efecto esta vez cromático y no matérico. La imagen muda de Buñuel tiene ahora una escritura. Chloé describe. Su imagen no remite a otra, no va de nube a cuchilla y viceversa. La poética nube del cineasta de Calanda rasgando la luna es aquí la brutalidad de una bala en su acción vertical. Y Chloé describe la culminación de la escena: el efecto en la mirada del uso de la pistola del padre cuando se puso en el paladar el verbo matar en reflexivo.

El blanco del ojo se anaranjó solito cuando papá se nagasakeó el cráneo.

Cuarto volteo

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Hemos dado la vuelta al reloj de arena y volvemos a empezar:

“La niña amaba al Verbo por encima de todo. En realidad era el único vínculo que existía entre la niña y la madre. Además la madre que era pedagoga solía enseñarle palabras nuevas. Si eso pasaba a menudo es porque a la madre le importaba mucho el lenguaje de la niña. Sobre todo en sociedad.”

La niña encuentra así el camino de la distinción y se presta con gusto al juego materno. Con la herramienta retórica pone al padre en paréntesis, al terror del padre, y le permite soñarse entre los elegidos, gozar en futuro anterior de la Redención. Parece evidente que es el área reservada a la escritura. Pero el horror al padre también produce otro tipo de pliegues, de deseos de transformación, de crecimiento, para que la muestren un día amable ante él, construyendo, eso espera, un reverso de padre que la nombre, que la saque del impersonal, La Niña, para alcanzar el particular. Pero el nombre propio no llegó de ese otro criminal, y pasados unos años se lo acaba coronando ella misma: Chloé.

Es posible que quiera verse un éxito nominador por la vía del enganche retórico, vía Verbo, una vía que conduce al capricho materno, pero no puede hacer olvidar que las señales del rechazo son también allí profundas e insondables. Chloé cuenta el rechazo al bebé tras el parto que marca el momento mítico inaugural. Su expulsión al mundo no tuvo bienvenida. Después, vendrán las reediciones. Cambiará el tipo de letra, cambiará el editor, pero el texto del rechazo permanece. Un ejemplo –colocado además en un momento clave– remitirá de modo particular a este rechazo originario del que padre y madre participan. Se trata del ensañamiento en el castigo del encierro en un lugar imposible. Y más que contarlo, más que describirlo, Chloé hace otra cosa, vierte el polvo que la uña arañaba en forma de palabra. La imagen es potente. El impulso de encerrar a la hija en el hueco de un mueble –un hueco que se reduce además a medida que la hija crece– es inaudito, es querer retornar a la hija a un útero atrofiado. Y Chloé escribe: “La roca pulverulenta se agazapa en las cenefas descarapeladas de la añoranza.

Releemos una y otra vez, atónitos, esta frase casi inaccesible. La actividad autista de la niña pasa ahora a la escritura. Lo que hacía la uña con la pared en el castigo de su encierro lo hace ahora la palabra, manejándose con su disgregación, desconchando en fragmentos el lenguaje.

La niña había crecido, no cabía. El padre se corta en el trabajo de este imposible ataúd para la hija. El empecinamiento del padre acaba en sangre, una sangre que anunciará la que se derramará con profusión en la misma cocina unos meses después. Sirve de prólogo al acto central de la tragedia. Y Chloé voltea de nuevo el relato de la escena añadiendo esta vez el entorno que nos ayuda a situarnos en la historia. El anuncio del divorcio… El padre frustrando la planeada huida de madre e hija… La cobardía del abuelo… Hay que leerlo.

Quinto volteo

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Nueve meses de mudez seguirán a la fatídica escena. Después, la ira tendrá la palabra para salir y ya no parará. Sirva o no sirva, no parará. Hoy, cumpliendo veintisiete años, escribe: “Puntúo con pesticida la tenia paterna lo que no solucionará nada”.

Pero antes de llegar a este presente Chloé relata el segundo acto de su vida, el que va de los nueve a los dieciocho años, del parricidio al fin del hospedaje en casa de sus tíos. Había pasado con los abuelos un año antes de que sus tíos se hicieran cargo de una niña reacia a todo funcionamiento comunitario. “Había crecido torcida. Ningún tutor incluso legal podría solucionar el problema.” Tampoco la lista de psicólogos y las medicaciones. Si los ansiolíticos y los antidepresivos son recibidos en bruto, otro tanto sucede con las palabras de los supuestos detentadores de un saber. Y así, cuando de rebote le llega la indicación de poseer un grano de locura, esto no puede sino reenviar al padre. Todo reenvía al padre. El grano de arena que hay que extirpar es literal: extirpar, extraer, vaciar el interior. Entonces olvida el método dejar de respirar por otro más activo: “Para separarse del padre qué debe cortarse tajantemente sin cortar todo el yo sin cortar todo el ser.

Pero sólo el padre pudo conjugar en reflexivo el verbo matar con fortuna. Chloé, es cierto, coqueteará con él, añade capítulos a otra larga lista, la de sus intentos de suicidio, pero estos terminan indefectiblemente en lavativa de estómago. Un vaciado real de padre en el cuerpo. Una vía que no alcanza, y ninguna de estas listas logrará desarenar sus entrañas. Parece que Chloé sólo puede volver al mismo punto. Dar otra vuelta al reloj de arena. Es el tiempo padre, el tiempo roto que muestra la desarticulación del cuerpo y de la palabra.

El motor principal es la escritura, pero hay otro, a penas explícito, que impulsa el texto de Chloé. Es un motor abiertamente contestado, pero recurrente a lo largo de todo el libro. Unas veces desde el no sirve para nada, otras desde el reproche de la incomprensión profunda, alguna desde la violencia. Se trata del empuje del analista a que hable, a que recuerde, a que organice. No anunciado, infiltra el texto con sus exhortaciones. “Desarrolle masculló. Desarrolle sus relaciones con el exterior.” Y Chloé continúa, continúa relato, otra cosa no hace. Y no es cuestión de contarlo, nada sustituye la acción directa de su verbo. En sus dos modalidades extremas produce igualmente explosiones constantes. El exceso madre-padre estalla tanto en las frases sencillas y en los párrafos directos como en los brotados de todo tipo de gemas y rubíes. Con las palabras diamante de la madre no se hila, no hay buena digestión posible. Por otra parte, la arena del padre no puede hacer de cemento para encadenar las palabras de la madre. Pero Chloé, Chloé como escritura, sí lo consigue, y por partida doble, ninguna de las dos modalidades que leemos es arena, por mucho exceso que destilen.

Un ejemplo del primero: “Los niños eran todos unos tontos los padres una raza que había que exterminar la vida una mierda total las niñas eran todas unas putas páseme el cigarro de marihuana Alexandre.

Un ejemplo del segundo: “En la esclusa la glíptica oscura humecta las estampas a cada platero le tocan sus propias muertes amatistas.

Hasta ahora casi todas las citas pertenecían al primer registro. Según avanza el libro avanza el segundo, y en la parte final amenaza con imponerse. “Los hombres con escudo damasquinan las riolitas y en el fondo de su cama los pulmones asmáticos siempre enloquecidos buscarán alguna corriente de florecitas.

Entramos así en el tercer acto, la parte del libro que sigue al recuento de sus primeros novios, a la idealización del amor y al desembarque en la reivindicación feminista. ¿Cómo pensar los fracasos? Cada etapa es emprendida como la promesa de la ansiada salida, del fin del alma enarenada. Pero el círculo se sigue imponiendo y el cielo se voltea en frustración exigiendo para pasar página sacrificios constantes: amigos, amantes, ella misma. “Esa mañana se despertó con la firme voluntad de asesinar al primero que se le presentara enfrente. Pero puesto que las visitas a su cuarto de servicio eran escasas ella misma fue la elegida.”

Llegará también la asunción del error cometido, la arena siempre vuelve y se torna movediza, no hay novio ni pala que la disminuya. Le es preciso admitir que las mutaciones no detienen los retornos. Pero un irrefrenable e inalienable impulso de escritura empuja a un nombre fabricado con los textos de los escritores más amados: Chloé, tomado de Boris Vian; Delaume, tomado de Antonin Artaud.

Chloé Delaume no se detiene y tras una diatriba ferozmente antipsicoanalítica se adentra en el desgarrador último volteo del libro.

Sexto volteo

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Las páginas finales nos deparan una sorpresa, el fruto de una metamorfosis que sacude la ficción. Chloé desciende al Hades.

Tras maldecir el instrumental psicoanalítico que la empuja a la introspección, Chloé acepta ese cáliz y se adentra en su infierno de heroína griega. Ulises bajaba al encuentro de Tiresias, cuyo consejo buscaba, y sabía que se encontraría allí con Aquiles y aquellos de cuya muerte sabía, pero encontrar a su madre fue una terrible sorpresa. Ella no había podido soportar su ausencia y se había dado muerte. Ulises, el héroe que no desfallece, aprende sobre sí mismo en su paso por el territorio oscuro, deviene otro y puede continuar su camino. ¿Qué hará Chloé? Al contrario que Ulises, ella sí sabe a quién se va a encontrar, su omnipresente padre, y aun así desciende. Se enfrenta cara a cara con lo que compone sus entrañas: “Padre mío mi maldito caos.” Cara a cara con lo que es el padre en ella: “Padre mío mi herida ruin.” Y aún más, cara a cara con lo terriblemente amado: “Padre mío hermosa carroña mía.”

Chloé mantiene el tipo frente a lo indecible, no otra cosa es el Hades, y va a su encuentro, al encuentro del grito que se aloja en su garganta. Ese grito es Papá. Que yerre el tiro con las dianas que elige poco importa, va de suyo y sus diatribas no debieran molestar mucho a nadie. Su asunto es la escritura, la fuerza de su entrega. Es en ese nivel donde finalmente se la juega. Si esto estuviera premeditado sería un desastre. Parece que no lo está. Chloé ha aprendido sobre la arena con el pasar de las páginas. Lo había intentado todo, todo lo conocido, pero faltaba el descenso a lo imposible de uno mismo. Por eso termina provocando el encuentro con el padre en segunda persona: “Ya nadie te está buscando. No papá. Nadie. Estás muerto. Me escuchas.” Firmando un ejemplo supremo de cómo se desentierra enterrando.

Verdaderamente, no tenemos ante nosotros el volteo del reloj de arena, tenemos la escritura de ese volteo, una creación donde el cuerpo de un personaje de ficción puede alcanzar a vivir. Es con la escritura que “por fin esta noche tus dos sílabas pegan”, y juntando con masilla los granos de arena se nombra el destrozo de una filiación imposible, se nombra lo innombrable. Quién sabe si con ello la escritura haya realizado el reverso: deje ya de desenterrar enterrando y entierre desenterrando, nomine por fin desde lo innominado.

 

Zacarías Marco, 3 de septiembre de 2016.

 

[1] Delaume, Chloé: El grito del reloj de arena, Arena Libros, Madrid, 2011.