Presentación de «El tejido Joyce», por Miriam L. Chorne.

Presentación realizada en la sede de la ELP en Madrid, el 20 de mayo de 2015.

(Miriam L. Chorne es AME de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis y docente del Instituto del Campo Freudiano en España, Madrid).

Me alegra mucho presentar el libro de Zacarías Marco y  le agradezco que me haya propuesto para hacerlo, como así también a la Comisión de la Biblioteca y a su directora Amanda Goya, por haberme invitado. Zacarías escribió, en su afectuosa dedicatoria, que era “una alegría encontrarme en el camino que nos deparaba la aventura de la escritura de Joyce” y quiero decirle que también lo es para mí.

Quiero añadir mi enhorabuena a Z. Marco por este maravilloso y ambicioso libro.

Y para transmitirles por qué hablo de ambición, me voy a permitir contarles que  en las numerosas conversaciones -vía mail- que hemos tenido en este recorrido, me contó que lo habían invitado a un congreso de Joycianos en Mallorca, un congreso de esos universitarios que Joyce predijo que se ocuparían de su obra durante centenares de años. Espero que no le parezca mal que lo haga público, así como también una parte de ese intercambio en que le pregunté con curiosidad, verdadera curiosidad, de qué les hablaría. Me respondió:

“Al principio me pidieron que les presentara el libro, pero creo que voy a aprovechar también para introducirles un poco en el mundo lacaniano intentando levantar alguno de los malentendidos más habituales. El primero es el acercamiento a la obra de arte desde una perspectiva distinta a la de la traducción de la obra en términos de inconsciente. A partir de ahí, de cómo nos hemos acercado a Joyce para aprender de él. Después intentaré entrar en el detalle del planteamiento lacaniano, el hallazgo de un nuevo concepto, el sinthome, inspirado por el saber hacer de Joyce con las (para él) astillas del lenguaje. Quizás esto es más arriesgado que hablar de Retrato del artista adolescente desde otra perspectiva, pero se perdería una oportunidad de establecer un diálogo…”

Creo que estas palabras les permiten atisbar cuánta ambición hay en este libro. Que Zacarías Marco es ambicioso. Esta virtud se acompaña de una gran y respetable prudencia, el libro está compuesto de dos partes: un recorrido personal por Retrato y una segunda parte configurada como una addenda lacaniana, porque como él mismo escribe “Siendo un escritor del todo inabarcable, del que se llegan a publicar libros exclusivamente bibliográficos, aportar una lectura “propia” puede ser una manera de evitar una más que previsible parálisis”. También una más que previsible resistencia de haber mezclado esas dos partes, que en cambio se transforma en una suave introducción a cómo supo Joyce hacer con el lenguaje y cómo ese saber hacer sostuvo su existencia.

Separar la reflexión sobre la aportación lacaniana que provocó una auténtica subversión en la teoría y la clínica psicoanalítica es un modo de concretar el dejarse enseñar por la obra de arte. En este caso, como dice Z. Marco “es Joyce quien nos ofrece a estudio su embelesado trabajo sobre el murmullo del lenguaje”.

Hay una interrogación, que alienta el recorrido y une las dos partes, acerca de la conexión entre el arte y la vida, pregunta del todo fundamental en Joyce. El libro de Stanislaus Joyce que lleva el sugerente título de El guardián de mi hermano, refiriéndose con él al episodio de Caín y Abel (Gen. 4-9) ¿Acaso soy el guardián de mi hermano? y que la editorial argentina que lo publicó cambió por el menos atrevido y más soso, Mi hermano James Joyce, tiene un magnífico “Prefacio” de T. S. Eliot[1], en el que el poeta afirma que “La curiosidad respecto de la vida de un hombre público puede ser de tres clases: la útil, la inocente y la impertinente.(…) La línea divisoria entre la curiosidad legítima y la simplemente inocente, y entre ésta y la vulgarmente impertinente, nunca puede precisarse con nitidez.” Y añade “En el caso de un escritor, la utilidad de una información biográfica para acrecentar nuestra comprensión y hacer posible un goce más intenso o un juicio crítico más acertado, variará de acuerdo con el escritor y con el camino que haya empleado en sus libros para verter su propia experiencia. Es difícil que un mayor conocimiento de la vida privada de Shakespeare modificara en gran medida nuestro juicio o aumentara el placer que nos producen sus dramas; ninguna teoría sobre el origen o la forma de composición de los poemas homéricos podría alterar nuestra apreciación de los mismos. Cuando se trata de un escritor como Goethe, por el contrario, nuestro interés por el hombre es inseparable de nuestro interés por la obra (…).

En el caso de James Joyce hay una cantidad de libros, dos de los cuales, por lo menos, son tan autobiográficos en apariencia, que estudios posteriores sobre el escritor y su ambiente parecen sugeridos por nuestra propia curiosidad que, por otra parte, el mismo autor pareciera solicitar de nosotros.”

Joyce se refirió a su capacidad de tomar las cosas dichas por otros, como material, para transformarlas en obra artística. Es algo que despierta nuestra curiosidad. ¿Cómo lo hace? Lo señaló a Frank Budgen “¿Ha notado usted que cuando me apodero de una idea puedo hacer con ella cuanto quiero?” Richard Ellmann[2] se refirió a ese talento, denominándolo con una feliz expresión: “plagio inspirado”, y lo definió como el don de transformar el material, no de crearlo.

El aparato de referencias del libro es verdaderamente impresionante por lo amplio y a su vez el primor, la exquisitez con la que son seleccionadas las citas en la obra del propio Joyce y  en la de los estudiosos de la misma, hacen que su lectura resulte no sólo instructiva sino sobre todo una fuente de disfrute. Daré algunos ejemplos: en la página 110 – toda la página que describe el definitivo retrato del padre, el descubrimiento por parte de James de que su padre es carente, es muy bella – pero tomo de ella el calificativo pescado por Zacarías de la amplia enumeración que Stephen hace a su amigo Cranly de los oficios del padre, como político de estruendo. Y Zacarías evoca a continuación con una frase “Esta participación política del padre será la engañosa llamarada que precede al abatimiento.” Dice también más adelante “la frustración política es utilizada para plasmar la figura rota del padre. Esa es la última imagen de esa cena, la que se queda grabada, (…) su padre con la cabeza baja y la cara anegada en lágrimas. ¡Pobre Parnell!¡Mi rey muerto! Una imagen de padre huérfano, de padre sin padre y, por extensión, de país que pierde, que traiciona al que fue llamado “rey sin corona”.”

Otro ejemplo, en las páginas dedicadas a Molly, la mujer que dice sí, hay una hermosa lectura comparada de Penélope y Molly. “Allí donde Penélope obstinadamente anuda y desanuda, controlando su producción e impidiendo que el tejido avance; Molly, en cambio suelta texto, lo derrama sin juicio ni control. La una no podía avanzar y la otra no puede detenerse. (…) Molly es toda posibilidad, un impulso vital que pareciera ser la versión femenina del sagrado decir sí de Zaratrusta. Definitivamente, Molly es la mujer que dice sí.” Siguen aún casi dos páginas que me hubiese gustado poder leerles, como no es posible, sólo evocar la maravilla con la que nos transmite  lo que el sí de Nora significó para Joyce. En una carta a Budgen, Joyce afirma que el sí de Molly es el pasaporte a la eternidad para Bloom, y Z. Marco añade que cierra de manera ejemplar el homenaje al sí de Nora, hecho esencial para devenir “el” artista. Hay una comparación con la obra de Marcel Duchamp Etant donnés con la que, con extraordinaria delicadeza, Zacarías ilumina el valor del sí de Molly como “la puerta carnal que da acceso al paraíso”. No se las pierdan.

Quisiera pasar ahora a comentar la segunda parte del libro, la llamada Addenda lacaniana. La extraordinaria capacidad de síntesis de este apartado alcanza en la discusión sobre lo que es sintomático y lo que es sinthome en Joyce una finura y precisión particulares. Dedica algunas páginas 163 a 166 a discutir las diferentes respuestas proporcionadas por los psicoanalistas estudiosos de Joyce a esta cuestión. Por ejemplo, dice: “De todas formas, ubicar la epifanía del lado de lo sintomático en Joyce, como hace Schejtman, nos parece problemático. Coincide en esto, casi punto por punto, con la interpretación que diera Colette Soler, para quien “lo que produce la suplencia es el hecho de que Joyce publique” dejando por ello su escritura del lado del síntoma. Pese a lo atractivo de esta propuesta, que liga la suplencia a la efectividad de hacer un lazo social -precisamente aquello en lo que una estructura desencadenada fracasa- y que no deja de mantener también la literalidad de la formulación lacaniana sobre el éxito de Joyce en darse un nombre, nos seguimos inclinando por otorgar al arte de Joyce la categoría de sinthome artístico. Y creemos que Lacan termina expresándose en esta dirección de manera inequívoca. Así leemos: “es claro que el arte de Joyce es algo tan particular que el término sinthome es justo lo que le conviene.”

Después de mostrar cómo para el propio Lacan la cuestión no resulta zanjada, de lo que hay numerosas huellas en las diversas ocasiones en que retoma la cuestión de la locura de Joyce a lo largo del Seminario, Z. Marco propone que depende de dónde nos situemos para que se realce el aspecto de la imposición de la palabra o el saber hacer con ella. “Pensado desde la neurosis parece que destaca el primer aspecto. Pero si lo pensamos desde la psicosis se realza el segundo. (…) Recuérdese, por ejemplo, cómo hablaba Jung, analizando Ulises, de una escritura que podríamos calificar de esquizofrénica si no fuera por el control, el dominio y la ausencia de estereotipia. Jung está comparando su escritura con la que sería una escritura neurótica.” (…)”Por nuestra parte podemos añadir, inversamente un ejemplo del segundo aspecto, aquel que nos ilustre su quehacer partiendo de la comparativa con una escritura que claramente lleve la marca de la psicosis. Escogemos para ello a un escritor esquizofrénico, Louis Wolfson, quien nos relata un modo de hacer que muestra un cierto paralelismo con los mecanismos de reconstrucción lingüística joyceanos.”

Más adelante y en esta comparación con Wolfson, abre Marco otro tema de gran enjundia ¿qué hace que la literatura de Joyce sea artística y la de Wolfson no lo sea? Es este un tema que tratara brillantemente O Mannoni[3] en un artículo  “La otra escena” y que figura en su libro del mismo título. En él discute por qué las Memorias de Schreber no son literatura. Zacarías, por su parte, nos dice que “Wolfson no introduce nada parecido a los múltiples planos simbólicos joyceanos, ni tampoco al goce del sonido. Joyce, por el contrario, busca compartir su humor y musicalidad y aspira a convencer al mundo, a cambiarlo incluso, gracias al éxito de su juego. Joyce consigue contener la imposición, desactivarla, desactivarla activándola, jugando gozosamente con ella y dejándose jugar gozosamente por ella. (…) La aplicación de la linguística es (en Wolfson) quirúrgica, mientras en Joyce es netamente artística.”

Hay mucho más en este libro que les dejaré descubrir, sólo para terminar decirles que es un libro singular que con estilo transparente habla del movimiento por el cual James Joyce consiguió que la entrega de su vida a la escritura -y hay que leer su biografía o la copiosa correspondencia para saber hasta qué punto llegó esa entrega- se hiciera bucle, invirtiéndose en una vida sostenida, amarrada por la escritura.

[1] Eliot, T.S, Prefacio de Mi hermano James Joyce, Joyce, Stanislaus, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2000.

[2] Ellmann, Richard, Introducción a Mi hermano James Joyce, Idem.

[3] Mannoni, Octave, La otra escena, Claves de lo imaginario, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1973.

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