Lo sublime, desde los territorios inadecuados

Publicado en el blog Entrelazos

La diferencia que Freud establece entre el duelo y la melancolía radica en la posibilidad de desprenderse del objeto amado, algo que dependerá, en último término, del estatuto que tenga dicho objeto. Tras el advenimiento de una pérdida, cuyos casos paradigmáticos son la muerte de un ser querido y la ruptura amorosa, el sujeto experimenta el reforzamiento de un lazo que lo aboca a una relación nueva, diferente, una relación que lo abraza al objeto con tal intensidad que detiene el tiempo y decolora el mundo. Se llamará duelo al trabajo de elaboración que emprende el doliente para salir de ahí, un camino y un resultado que no están al alcance del melancólico. Para uno, la ausencia convertida en presencia podrá un día ceder y, de esta manera, abrirse al mundo de las representaciones. Un mundo que permanecerá vedado para el otro, pues su objeto, según parece, no fue originalmente marcado a partir de su ausencia. Para el primero, una vez aceptado el exilio, volverá a correr el tiempo de la vida y podrá lanzarse nuevamente tras el humo de sus fantasías. Pero nada de esto interesará al segundo, a aquel que haya alcanzado el lugar de la comunión con lo irremplazable. Su territorio, tan sublime como siniestro, será el de la adecuación con dicho objeto. Algo que no sólo a él fascina, también a nosotros. Desde su orilla nos lanza unos destellos que, aun siendo de muerte, o precisamente por serlo, tan poderoso atractivo ejercen al retornado a la vida, aquel que ya no es capaz de perseguir sino sombras.

En el duelo, es esperable que tras un penoso recorrido por el sufrimiento el sujeto pueda alcanzar una separación, antesala del resurgimiento del deseo que lo vuelva a introducir en el curso de su existencia. Esta separación implica aceptar un velo, un alejamiento del objeto que había irrumpido momentáneamente como verdad, la verdad de su sufrimiento, una verdad que le colocaba hasta entonces en oposición al mundo circundante. Pero al principio esta separación no es posible, y sin ese velo la verdad se revela como el horror que es, cubriendo al sujeto con su manto, cegándolo. Nadie sabe cuánto tiempo permanecerá ahí, pero si lo que hace es un duelo volverá, conseguirá volver a ese territorio que es el exilio de la verdad. Se habrá atrevido a abrir un hueco en la palabra para incluir al otro, y excavando ese vacío habrá dejado que la palabra comunique. Ahí radica el efecto de la separación, dejar la verdad y hacerse relato. Porque todo relato es filtro, es mediación, es entrar con los ojos extraviados en el mundo de la creencia. Separarse de la relación mortífera con el objeto equivale a dejarse atrapar por un juego de ficciones, por el juego de ficciones que resulte propicio para mediar con lo que trastorna el lenguaje, las pasiones. Su éxito es mantener esta distancia, la distancia del velo, la que establece la representación.

En cambio, la melancolía se nos presenta como una detención insuperable, como el fracaso de una separación con el objeto amado que, más allá de la existencia o no de una pérdida desencadenante, retrotrae al sujeto a un modo de relación que fue siempre su eterna compañía. Por ahí encontraremos, a poco que insistamos, una soledad irrenunciable, un ser sin el otro, sin el semejante, alguien que evita ser vaciado de esa ponzoña que lo habita, su verdad inalterable. En la melancolía el sujeto no puede cerrar los ojos a esta presencia, a la presencia como tal, no puede desprenderse del objeto y se queda con él, impidiendo a futuro cualquier traslación afectiva hacia otros objetos. Ése sería el ámbito del deseo, el de la traslación sin fin de un objeto a otro, mientras que el del goce es la vuelta al uno. Porque el deseo se sustenta en la posibilidad misma de una sustitución, algo que para el melancólico está definitivamente vedado. Por eso, la vida de éste no será más un relato, si alguna vez lo fue, sino algo verdadero, donde la cosa se presenta, no se representa, pues ha entrado definitivamente en conexión directa con algo que le acontece y cuya renuncia no es posible. Incapaz de actuar simbólicamente con este objeto, el melancólico queda inexorablemente pegado a él, a eso que con tanto acierto Barthes califica de alma, una cualidad de su propio ser. Y lo hace en un abrazo mortal.

Hasta aquí, una explicación, un relato. Desde este relato el sujeto y el objeto entran en un juego para cumplir funciones, lugares, pero no son verdades. Ya desde el principio son partes de un relato que ha echado mano de opuestos para orientarse. No han sido los únicos. Posibilidad para el duelo, imposibilidad para la melancolía. Ficción para el deseo, verdad para el goce… Pero hay un punto donde este relato hace aguas. Tras haber efectuado con tanto éxito como artificio la separación que todo nominar implica, abrimos las compuertas y dejamos que las aguas vuelvan a anegar los territorios desecados, mezclando nuevamente una orilla con la otra. Veamos un ejemplo. Podría decirse que la relación con el objeto hace al sujeto. Sería un paso, un acercamiento que nos ubica en la existencia de relaciones, de movimientos. Y esto lo cambia todo. Es cierto que poner los límites entre paréntesis nos altera un poco, pero sigamos, nos permite descubrir que el duelo transitó siempre por lo imposible, por el entremedias abierto entre los vivos y los muertos. Porque a lo que transita por lo posible no lo llamamos duelo, tiene a mano la anestesia del relato, se deja llevar por él, vive en el tiempo. Y transitando por ese imposible que le arrastraba al abismo, aquel que con tanto esfuerzo realiza un duelo, consigue, en un momento dado, romper la cadena y regresar a la superficie. Observamos perplejos esa increíble mutación, ese dejar de ser como Uno, ese desprenderse del objeto y entrar nuevamente en relación.

Para dar cuenta de lo que no se puede dar cuenta, que son las transformaciones, las metamorfosis, nos entregaremos ahora a un recorrido inverso. Mientras el duelo es capaz de abandonar el infierno de la verdad para ser seducido por una ficción, nosotros emprenderemos el viaje que parte de la ficción hacia la imposible verdad. No se trata de penetrar allí, en ese territorio que sería el adecuado, el terriblemente adecuado del cristal en la palabra, sino de acercarnos desde nuestra orilla, la de la palabra siempre coja, inadecuada. Desde esta orilla, hacia la otra. Es nuestro empeño por jugar con un lenguaje que nos la juega, alargando la mano hacia lo que no puede desvelarse. Desde los territorios inadecuados hemos fijado este rumbo para descubrir qué nos perturba desde la otra orilla, aquella del abrazo perfecto con la lengua materna, allí donde parpadea lo sublime, ese otro nombre del horror.

Para orientarnos en este viaje recurriremos a dos grandes relatos, siempre con la vista puesta en lo que permite el tránsito de una orilla a la otra, buscando la llave de las mutaciones. Repetimos que no se trata de un viaje que nos conduzca hacia el velo, que es la belleza, el territorio del deseo, sino hacia lo ilimitado que surge cuando se rasga, que es lo sublime, el territorio del goce. Hubo quienes se acercaron a esa orilla hasta casi tocarla. Amarrados a su balsa escucharon las sirenas y trazaron de su viaje cartografías increíblemente precisas. Quizá nos ayuden. Veamos primero cómo un cierto paralelismo parece enlazar el concepto de lo sublime en Kant con la idea de la katharsis en Aristóteles. Ambos pensadores dan cuenta de una transformación que afectaría al sujeto como fruto de un apaciguamiento pasional. Es lo que desde el principio nos ocupa. Sigamos entonces su estela.

En el caso de la tragedia griega, tras habernos puesto en el pellejo del héroe, figura a medio camino entre los dioses y los hombres, y haber vivido, como nos dice Aristóteles, con una mezcla de compasión y de terror, tanto su culpa (de la que participamos), como su destino (que secretamente tememos), regresamos de la contemplación del espectáculo liberados, reubicados frente al dilema imposible de nombrar en la ciudad lo innombrable que viene de los dioses. De esta vivencia de uno, de los infiernos de uno a través de la escena del otro, todo espectador vuelve transformado. Por simpatía, por ese sufrir juntos, tratar junto al otro las pasiones, el espectador ha hecho la experiencia del viaje al lugar donde se realiza lo imposible. Ha cruzado hasta allí, ha traspasado el umbral del conflicto y la devastación, y, protegido en todo momento por la mediación del relato, ha accedido a la representación de lo que era para él irrepresentable.

En el caso del encuentro del hombre del barroco con la potencia cegadora de lo sublime, cualquiera sea su rostro, abismos de la naturaleza o del alma, el recorrido no es tan diferente. Primero, una sacudida en el espíritu frente a lo que se nos presenta como desbordado. Después, hacer posible esa experiencia contemplativa mediante la toma de conciencia de nuestra inanidad frente al infinito. Por último, apelar, para no sucumbir, a aquello que está por encima del entendimiento, que es del todo insuficiente ante lo inconmensurable, apelar a aquello que sin tener soluciones a su alcance se atreve a pensar lo que está más allá, lo que nos excede. A ese mediador con lo imposible Kant le da el nombre de Razón. Con la Razón el sujeto alcanza un manejo con lo infinito que lo eleva moralmente. Ahora sabe dónde está, sabe de su insuficiencia, puede ubicarla frente al más allá y con el empleo de esa brújula transforma en euforia lo que antes fue desolación. De este modo abre un hueco en uno para dejarse fecundar por lo que está más allá de uno, y así poder acceder a una manera humana de disfrutar de lo que no estaba a su alcance, lo excelso.

Esta incorporación de lo sublime en el ámbito de la estética inaugura un tiempo nuevo que no podrá obviar en lo sucesivo su contrapartida, el retorno de lo siniestro. Como es bien conocido, a esta empresa se dedicará la época romántica, con su naturaleza arrebatada, el delirio pasional, el cuento de terror. A partir de entonces lo excelso no será pensable sin la emergencia del horror que se oculta tras el velo, y no será considerado arte lo no proponga un modo original de tratar con él. Desde esta perspectiva, el arte es tratamiento de lo intratable que nos acontece, y no ya sólo en la linealidad temporal de los sucesos de nuestra vida, sino también a través de los insospechados retornos que nos habitan. Porque no es verdaderamente lo nuevo lo que tememos, sino lo que desde siempre nos acompaña. Y por aquí enlazamos con las dos modalidades de objeto de las que partíamos, la del duelo y la de la melancolía. No debiera extrañar demasiado, pues la estructura del retorno de lo reprimido sobre el que Freud sustenta el inconsciente es similar. De alguna manera Freud intenta dar respuesta a la preocupación de su época sobre lo siniestro, atreviéndose a trazar un nuevo mapa de las pasiones para negociar in situ, por así decirlo, sobre la escena misma de la tragedia. Pero como in situ no se puede, desembarcar como explorador en la tierra ignota no se puede, serán las zonas de tránsito por las que se cuelan las emergencias el objetivo de su estudio. Los sueños. Los lapsus… Todos los cifrados enigmáticos de la pasión. No nos detendremos en ellos porque no es la vía del conocer, del desvelar, la que aquí nos interesa, sino el enlace que habilita todo tratamiento, aquello que permite cambios en la naturaleza de las cosas, lo que hace pasar de un registro a otro.

Entonces, si no es por la vía del conocimiento, ni por la de la Razón, por donde podemos negociar con la otra orilla la sumisión de las pasiones sin padecer sus monstruosos retornos, qué nos queda. Es cierto que no fue Freud el primero ni el único en acudir a los griegos en busca de esa llave, pero sí quien lea en la tragedia griega la división del sujeto y la articule a través del concepto de inconsciente. De esta manera podrá interpretar lo siniestro como la realización absoluta del deseo, de aquel horror que lo funda, una fantasía reprimida por ser inaceptable para la conciencia y la vida social. Identificadas así las orillas, para convertirse en otro gran relato sólo le faltaba proponernos al pasador, aquel que viene a mediar entre los márgenes, que opera mutaciones, que vuelve soportables las pasiones insoportables. Este operador único será un viejo conocido, tanto para el pensamiento como para el arte, el amor. Porque gracias a su naturaleza bastarda sólo el amor puede hacer de daimon entre los dioses y los hombres, sólo él es capaz de incursionarse en lo Uno, que es a lo que aspira, para transformarlo en lo otro, en lo múltiple. Por eso, sólo él termina sacando del abismo al doliente para devolverlo a las ficciones de la vida. Y ahí encontrará también su límite. El juego de su velo no a todos conseguirá seducir, porque a quien ha abrazado definitivamente la Verdad no hay amor que le conmueva.