Un cruce insospechado

Decimos claves de lectura, dar las claves de una lectura. Forma parte del arrojo del primer movimiento y no pensamos en ello cuando nos juntamos para debatir un texto. Sin saber muy bien qué es hacer una lectura hacemos una. Al principio, no entendemos gran cosa. Está bien así, hay que atreverse a reconocerlo, nos permite lanzar esa lectura como propuesta, ese encuentro nuestro con la lectura como propuesta. De qué se trata. No es que nuestra lectura entre en relación con otras propuestas y de ahí, en un debate, se arme algo, no, cada propuesta es ya un entrar en relación, con lo otro, pues requiere de un extrañamiento previo con uno mismo para nacer como propuesta. Es ya un dejarse para hacerse fuera, para abrir en el espacio la posibilidad del encuentro, del cruce insospechado.

Escribo, decía Foucault, para cambiarme a mí mismo y no pensar la misma cosa que antes. La escritura es una apuesta, algo que se tensiona entre dos lugares. Pero no está ni en el uno ni en el otro. Circula, conecta. Es esa tensión misma que pretende albergar una escucha particular, donde hay algo ético en juego. Si se quiere, un proceso de subjetivación, esto es, una relación con el afuera. Por eso leemos a Foucault en diálogo. Con él mismo, con Barthes, con todos. Porque cada texto no es sin estar en diálogo. Rectificamos entonces. Las claves del texto no están, no podemos darlas, en todo caso se producen, son los encuentros por venir. Y la partida ya comenzó, nos toca jugar.

Habla Tim de la radicalidad del texto de Barthes, ¿cuál?, su breve artículo de 1968 titulado La muerte del autor. Es tan radical, dice, que entra en contradicciones, ¿no? Es el modo Tim: primera falla abierta y llamada a los mineros a trabajar. Dónde escarba uno, dónde escarba otro. Hay que ponerse a escuchar, pero no oigo nada todavía. Retomo Barthes. ¿Dónde escarbaba él para encontrar sus imprevistos minerales? Bajamos a su encuentro. Barthes detectaba como nadie esos espacios intermedios donde habita la escritura, tenía ese atrevimiento, pero a veces no aguantaba mucho en ellos y la apertura, tan acertadamente expuesta, había después que cancelarla. Empecemos por este movimiento, una suerte de atracción por la apertura y por su cierre. Lo vemos, por ejemplo, cuando hacia el final de su texto se ve llevado a poner un parche después de haber pinchado con éxito la rueda.

Barthes nos sorprende en ese momento conclusivo de su texto con una curiosa traslación. Produce un vuelco que va del autor al lector, vertiendo sin pérdida en el segundo el contenido que hábilmente, y no sin riesgo, había sustraído al primero. Y ya está, concluye entonces que conviene darle la vuelta al mito: para que nazca el lector ha debido morir el autor. Coloca en el lector todo el contenido que con la muerte del autor había quedado huérfano y cierra el texto. El movimiento ha sido sorprendente. Después de haber dinamitado desde la primera línea la idea de autor, ¿adónde ha ido a parar?, ¿adónde nos ha llevado? Parece que Barthes ha asistido al parto del lector moderno, el que puede recoger en él la multiplicidad de escrituras que forman un texto. Es un nacimiento literalmente mítico. Pero algo nos hace dudar. ¿Qué hemos presenciado? ¿Ha acabado sustituyendo un Dios (el autor) por otro (el lector), o ha establecido un nuevo modo de entender la lectura?

De alguna manera, el Autor era un Dios, se sostenía divinamente en un sujeto del conocimiento, un sujeto indiviso idealizado por cierta corriente filosófica hasta que Nietzsche dictó sentencia. Ese sujeto recibió su acta de defunción a la par que Dios y en adelante sólo emergerá a partir de sus fallas, sólo se construirá en sus derrotas. Lo que llamamos muerte del autor es otro de los nombres del nuevo sujeto para el que el verbo ser ya no conviene. Será proceso, devenir, actividad. Y como la lectura no es parcelable, la sentencia de Nietzsche se aplica también a la literatura. Es lo que ejecuta la primera parte del texto de Barthes. Porque el autor también funcionaba como creador omnisciente para cierta crítica literaria, un tipo de crítica que hacía de esta verdadera cancelación de la escucha su territorio de conocimiento. Sordos al Je est un autre que escribiera el poeta, iban del yo a la obra. Aquí, Barthes nos invita a invertir los términos, y de Rimbaud a Pessoa aprenderemos a declinar de mil maneras esta muerte del autor.

Bien, de acuerdo, pero volvemos de nuevo a nuestra duda sobre su segunda operación, ¿cómo podemos pensar la reunión de todas las piezas del autor en la figura del lector? Parece claro que es ésa su intención, un lector entendido como espacio de inscripción ilimitada, sin embargo, algo nos dice que Barthes se topa aquí con un imposible, que su texto se cierra con una apuesta imposible.

Definitivamente, dar las claves no, vamos al lugar donde cada texto se fisura. Como de entrada no sabemos, hagamos recorrido, vayamos con él del autor al lector.

Desde la primera línea Barthes nos dice que la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. El movimiento de hacerse representar nunca puede colmarse. El paso al relato provoca este implacable desasirse donde yo no puedo ser yo en lo que escribo. Es más, al hacer la apuesta descubriré al yo como quimera, descubriré que el texto me escribe. El autor no deja de perderse en una escritura entendida como el telar de la cultura donde se teje el diálogo de sus voces. Cada texto, un telar de voces donde el autor se pierde, se pierde inexorablemente cuando compone en el intercambio de los múltiples ecos ya existentes. Pero este movimiento de fuga termina siendo compensado por Barthes, recuperando al lector para recomponer en él la unidad perdida. ¿Cómo lo hace? El lector sería el destino, el lugar mismo donde todas las citas tienen cabida. El lector es el lugar de la escucha donde un cuerpo recoge todas las huellas posibles, donde se posa el vuelo de todas sus letras. Sólo en él se escribe –como texto– el diálogo de las voces.

El lector ha heredado, en este reverso del mito, la potencia perdida del autor, pero no en tanto sujeto sino como lugar. El problema queda entonces abierto, por mucho que el acento que Barthes imprima a sus sentencias finales busque una clausura. De nuevo, nos quedamos dudando, no sabemos bien qué es leer, qué hace un lector cuando lee, cuál es su posición de escucha. Lo que Barthes parece cerrar se nos ha vuelto a abrir. Ha destituido un ser para llevarlo a un lugar. Pero es un lugar inaprensible. Reaparece entonces la fisura. Una fisura que amenaza con extenderse también al autor. Porque de alguna manera el lugar lector abre a pensar el autor como lugar. Y aquí nos encontramos con el texto de Foucault.

En Foucault encontramos un mismo punto de partida, también él asumirá sin problemas el dictamen sobre la desaparición del autor cuando pocos meses después, en febrero de 1969, dicte su famosa conferencia, ¿Qué es un autor? Es un tema tan desarrollado, nos dirá, de Mallarmé a los surrealistas, pasando por la lingüística moderna, que casi no ve la necesidad de argumentarlo. Y sin embargo, se topará, para su sorpresa, con la incomprensión de algún oyente, por lo que tendrá finalmente que explicar que no se trata de la no existencia del autor, que el tema de la muerte del autor no es eso, que dicho tema permite, simplemente, la posibilidad de investigar el funcionamiento de la noción de autor. Cuándo surgió, cómo ha funcionado, cómo funciona. Ahorrémonos pues las lágrimas. Bien, punto de partida claro, pero, ¿qué nos interesa?, ¿cuál es el giro que le dará Foucault?

Allí donde Barthes encontró al lector como tapón, Foucault encontrará la función autor. A partir de ahí, en el solar recién descubierto, Foucault podrá construir sus edificaciones. Son conocidas. Su exhaustivo desarrollo le llevará, calle a calle, a descubrir una modalidad discursiva nueva en la época moderna, nacida a partir de unos fundadores de discursividad, Marx y Freud, unos autores que han producido la posibilidad y la regla de formación de otros textos. No sólo han construido edificios, han trazado ciudades donde edificar. Se percibe el empuje de su análisis estructural. No importa que él no lo reconozca. Quizás le parecía que la palabra estructura podía apagar el brillo de sus desarrollos. Y por esta falla el debate escarba… Oigo a Simón llamarle mentiroso. A Foucault. Lo dice y argumenta con una gracia insuperable. Amanda no puede parar de reír. Nos ha divertido la transgresión de Simón, hasta que Noemí, escuchando a Foucault, nos apunta una paradoja: que sí habló de estructura, concedió Foucault, pero no la usó. Más risas. Hay que ver qué alergia se desencadenó en aquellos años con esa palabra, estructura. A mí me suena bien. La palabra moderno, también. Al carajo los debates nominalistas. Nos interesa más cómo Foucault se escribe, cómo busca su manera de tapar la herida abierta cartografiando este nuevo mapa de los discursos que el trazado de la función autor ha permitido. Por eso dejamos ahora los discursos y su arqueología del saber para abrir de nuevo la herida.

No hay prisa. Nos quedaremos en un momento previo, en el lugar donde Foucault recoge lo que es tal vez la intuición mayor, la idea de que sin obra no hay autor, que el autor se hace al mismo tiempo que la obra. Lo que Barthes expresaba diciendo que el autor moderno nace a la vez que su texto. Ese vacío moviliza rápidamente a Foucault, quiere avanzar, y se lanza a investigar las posibilidades que abre tal revelación. Pero, ¿qué le mueve? Parece que se trata de un empuje ético, al menos así nos lo deja ver de una manera invertida en el inicio de su conferencia, en la nota con sus propuestas argumentales. Allí empieza recordando, a partir del Qué importa quién habla, alguien ha dicho qué importa quién habla, de Beckett (Textos para nada, III), la indiferencia del autor. Foucault nos dice que esta indiferencia se afirma, tal vez, como el principio ético más fundamental de la escritura contemporánea. Ahí es nada. ¿Cuál sería este principio ético? Asumir este desasirse y la fragmentación de voces que hace la escritura. Y sacar sus consecuencias. Un movimiento que es tan fundador para la escritura moderna como para la lingüística fue olvidarse de sus orígenes.

Dejamos a Foucault extraer en modo Foucault las consecuencias a las que se refiere, es su texto, para ir de nuevo a la fisura. Nosotros leemos en su empuje ético –con una pizca de malicia, es cierto– la antesala de una cancelación. A Foucault le pierde desmontar con saberes el engranaje del saber, y utiliza sus poderes para desmontar la estructura del poder. Perdón. Lo he dicho. No hay por qué estar de acuerdo. Mejor tomarlo como una propuesta que se lanza para provocar un cruce aquí, otro allá. Ya veremos en qué queda. Fin. ¿Dónde estaba? La idea de que el autor nace a la vez que su texto. Dejamos entonces el trabajo de Foucault para volver a escarbar en esa intuición mayor. Nos quedaremos pacientemente en la interrogación sobre los lugares (autor, lector), lugares que desvían la vista del sujeto hacia una multiplicidad, como dice Amanda, pero nos detendremos primero en su forma más elemental posible, porque no sabemos lo que hacemos cuando leemos un texto.

¿Qué es leer? Después de agujerear al autor le toca el turno al lector, el lugar del lector. Qué le concierne. La escucha. Qué se escucha en la lectura.

Ahora la convocatoria. Buscar saber lo que dice un texto es una manera de aproximarse, de acceder a un territorio que, sin saberlo, va a terminar siendo nuestro territorio. Paralelamente a la lectura, se desarrolla esta experiencia insospechada, un encuentro que a la postre moverá nuestros cimientos donde se asentaba nuestra idea de lectura, también nuestra idea del saber. Para empezar, podemos leer un texto y podemos reunirnos para hablar de él buscando saber qué hemos leído. Eso hacemos. Nos reunimos, aparentemente, buscando saber a través de todas las otras lecturas qué fue lo que escuchamos ahí, en ese texto de otro. Lo hacemos escuchando la escucha de los otros (reunidos) sobre la escucha del otro (ausente). Atacamos así la urdimbre del texto en la que ese otro fraguó su estado de escucha, buscó ser fiel a su estado de escucha. Pero todo decir, el suyo primero, el nuestro después, sí, todo decir, todo intento de apropiación, termina, como es lógico, en un fracaso.

Es nuestro límite. Es el bendito fracaso que nos empuja sin descanso un viernes de cada dos. Nuestra pequeña forma de experimentar. Sube la marea un viernes de cada dos y las olas baten una playa donde arriesgados bañistas se arrojan a su encuentro. Ellos no saben que se transforman en sus aguas, no saben que hacen una escritura. ¿Colectiva? No sé. Decir colectiva no es acertado, no, porque es el cuerpo propio el que resulta afectado. Hay algo irreductible ahí. Otro límite. Otro tipo de inscripción.

Por eso, nos dice Hugo, citando a Meschonnic, que es acertado hablar de proceso de subjetivación, que no hay que tener miedo a usar esa palabra, porque ésa es la actividad propia del poema. A su manera, ahonda en lo mismo, acentuando el papel de la escucha. Porque de eso se trata. Y concluye que el sujeto del poema y del arte no es un autor sino un proceso de subjetivación. Es una actividad, no el mero soporte de la misma.

Y ahora sí, abriendo un poco más la escucha, el recorrido se va impregnando de voces. Del qué decir vamos a quién dice. Y de ahí a qué es lo que nace en el decir. No un texto de un autor, sino, como ahora sabemos, el autor en el texto, y sólo a través de la operación que efectúa la lectura. Vamos hacia ese límite. ¿Qué se puede hacer con ese límite, origen de toda producción, de toda aventura, para que siga siendo fecundo, para que no acabemos cancelándolo con una falsa apropiación?

¡Arremeter! Escucho a Isidro decir arremeter. Es una voz de otro día, da igual. Se cuela aquí este otro cruce. Y parece que arremeter no arremete suficientemente porque escucho ahora decir a Isidro embestir, dice embestir contra los límites del lenguaje. ¿De qué habla? Lo dice leyendo a Wittgenstein, y recordando lo que hace el propio Wittgenstein en su Conferencia sobre ética, cuando señala la falsa pretensión de poder decir postulados éticos, de poder construir positivamente postulados éticos o estéticos con sentido dentro del lenguaje, de poder dictaminar en el lenguaje lo que es exterior al lenguaje. Hablando de límites había que leer esto. Sumar límite y ética da Wittgenstein. Así es que continúa. ¿Quién continúa? No importa. Ya no importa quién habla. Le ha tocado el turno a las voces. ¿Qué dicen? Si un libro tal pudiera escribirse, un libro que recogiera todas las proposiciones éticas, haría estallar el resto de los libros. Y aplicamos ahora ese arremeter, justo ahí donde, si un libro tal pudiera escribirse…

…el propio lenguaje estallaría, como nos dice Wittgenstein, lee Isidro, escucho a Isidro, me doy cuenta de que es eso lo que he leído, que debió de ser también lo que el propio Wittgenstein leyera contemplando su experiencia, eso imagino, disolviéndose en su experiencia, en el cruce con las olas que batían su experiencia, pues para tenerla debía de dejar algo propio, así es, para que fuera propia su lectura debía dejar algo propio, para poder escucharla, luego ya no era suya, plenamente, pues hacía un abordaje a la experiencia misma de la lectura, donde lo que se dice, lo que se comunica de ella, es tan sólo la secuencia fallida de una aproximación…

Basta, ¡concluye! ¿Últimas intervenciones? Falta Rosa, faltan varios. Al final no he dicho lo que quería decir, mi fallida aproximación al texto. ¿Qué era? Ah, sí, que el escritor no es una persona sino un suceso. Es eso efímero que ocurre cuando se deja que se escriba un texto, cuando se le deja componerse en el espacio intermedio que le corresponde, que es el de un cuerpo que escucha lo que en la conciencia no puede sino perderse. Algo así. Terminamos, y al bar. Venga, Rodrigo, última palabra.

Zacarías Marco, agosto de 2017