El aleteo de las relaciones

El aleteo de las relaciones Retratos de un cuerpo por venir Uned

Intervención en las II Jornadas de estética y política, UNED, 20/12/2018

Cuando Amanda me invitó a participar en estas “Segundas jornadas sobre estética y política”, me sugirió que podría presentar o hacer un recorrido por mi último libro, Retratos de un cuerpo por venir, pero enseguida me sentí un poco incómodo con la idea –aprovechar ese momento Umbral con un he venido a hablar de mi libro–, y pensé en la posibilidad de escribir un texto que retomara el modo encuentro de lectura que ha sido la práctica de cada uno de los dieciséis textos de este libro, aunque con ello volviera a cultivar otro tipo de incomodidad, la provocada por salirse del camino para adentrarse de nuevo en el bosque.

¿A qué modo de lectura me refiero? Siendo encuentro, sólo puedo tantearlo. Sería una lectura que aguanta en el lugar que no tiene respuesta, para trabajar con las ficciones que llegan, tratándolas como tales, haciendo lectura de la lectura. Una lectura que acepta el encuentro que surge al conjugar la vida como encuentros, dejándose que se cuele en ella, en la lectura, lo que ésta altera, el cuerpo. Una lectura que escucha desde el lugar del no saber, lo que sacudirá, inevitablemente, el velo del conocimiento, de la apropiación. Por eso, no se trata de decir que la pasión que altera transformará aquí tal contenido, allí tal forma, porque si lo muestra, si sigue el ritmo, si se abre al juego de las relaciones, serán éstas el único artífice, el verdadero autor, suspendiendo los asideros con los que el saber inmovilizaba sus presas: clasificaciones, géneros, estilos…

Desde esa intuición, convertida la lectura en aventura, la lectura escribe el “cuerpo por venir”.

Vayamos pues al bosque y que sea la extrañeza la que nos conduzca de una carta a la siguiente. Qué será eso de “un cuerpo por venir”. Leo, inicio del capítulo XII:

“Al principio, sin entender. Me muevo a salto de mata siguiendo la primera imagen que surge. Me pongo a escuchar el texto de una entrega, de una sucesión de entregas, libro de Hugo Savino. Qué son. De entrada, no sé lo que oigo, pero sus sacudidas me transforman en página, y me dejo escribir…”

Leo en el libro de Hugo un autorretrato de lectura en forma de diario donde su lectura es llevada a oído absoluto, a un lugar fuera del tiempo. Este hecho tendrá por consecuencia una afectación que le obligará a recelar de los discursos literarios, de los sastres de la palabra. Y una vez liberada la presa, la lectura transformada en escritura, este movimiento rociará su cuerpo. Leo, mismo capítulo, final:

“Seguimos cómo se escucha y cómo se anota, y cómo se salta después a lo siguiente. Este hilar va haciendo surgir un mapa, que no es otro que el que ya estaba. Porque es casi lo único que uno aprende cuando escribe, que en realidad transcribe, como claramente veía la Tsvietáieva, que sólo sabía que transcribía. Sólo podía hilar las palabras que volcaban la respiración, la que ella necesitaba, la que le daba la vida a través del cuerpo del otro. Y por favor, nada solemne en ello. El humor es bienvenido. Se trata de un disfrute. Hay que llegar a ese momento casi mágico donde tras el frotamiento se desencadena la risa. El momento donde Hugo protege sus encuentros.

Página 69, dos barras, cito: Otra vez: leer. Leer en secreto. Casi no hablar de Marina Tsvietáieva. Casi no hablar de Beckett. Casi no hablar de Arno Schmidt. Casi no hablar de Néstor Sánchez. Ni una palabra acerca de Macedonio Fernández. Mallarmé: la prosa y en secreto. Los Envíos, y en secreto. Joyce: decirles –¡oh!, hace años que no lo leo, y además no sé muy bien inglés– lo siento. Mucho joyceano: ponerlos lejos. Proust, los sábados en secreto, con Silvia Harche, que lo pelea, lo discute, lo ama, lo insulta. Para los demás: lo estoy olvidando al pobre Proust.

Bienvenidos al momento niño, al momento risa, a la creación. No leer en ello una defensa, por favor, hay que seguir el ritmo, atravesar ese umbral, entrar, entrar con él al baile hasta encontrarse con la memoria fuera del tiempo. Leer otra vez, en los textos que Hugo lee en secreto, cómo se lee, cómo da el salto a su voz. Es un retrato de lectura. Es esto lo que nos deja sin saberlo, más allá de las listas, más allá de las oposiciones, yendo a futuro. Porque protegiendo sus encuentros no es meramente su cuerpo dado lo que protege sino la actividad, que es una escritura en él, una lectura a oído absoluto que orienta y trama y festeja… el cuerpo por venir.”

La expresión “memoria fuera del tiempo” la saco del escritor argentino Néstor Sánchez, que tan certeramente despejaba así la posición de escucha: “jamás ir a la página con un plan de escritura”, porque allí, el escritor iba “a consultar una memoria que está fuera del tiempo”.

Este primer momento lógico de la escritura vendría a enlazar con uno segundo, donde situaríamos nuestro sintagma “cuerpo por venir”, que nos remite a la recopilación de textos que publicó Blanchot en 1959 con el título, El libro por venir. Como la lectura del libro de Hugo me llevó a la idea de cuerpo y libro como sinónimos, participando ambos del mismo hacerse que nunca se cierra, de un hacerse precisamente en la lectura, sustituí libro por cuerpo y dejé luego que el guiño a Blanchot volara hacia el título general, Retratos de un cuerpo por venir, un poco como también hizo él, recogiendo para título general el del capítulo dedicado a Mallarmé. Obviamente, ninguna casualidad. Por respeto a Mallarmé, ningún azar dicta el verso. ¿Elecciones entonces? Más bien lógica de encuentros: algo viene y se acepta. O no se acepta. Bueno, da igual, no se puede explicar. Toda la parte cuarta del libro de Blanchot, titulada ¿A dónde va la literatura?, converge en este sorprendente e inagotable penúltimo capítulo, el dedicado a Mallarmé, donde su poema, Un golpe de dados, vendría a ser el poema que no sólo rompe con la tradición, sino que inaugura –en palabras de Blanchot– “un arte aún por venir y el porvenir como arte”. Nos encontramos ante la “afirmación sensible de un nuevo espacio”, que será “el espacio convertido en poema”.

Es muy curiosa la sensación que producen ciertos autores, como Blanchot, tocados por la gracia de la precisión. Obligan a levantar la vista, a coger aliento antes de regresar a la lectura. No porque no se entienda lo que está escrito, sino porque sus palabras desbrozan territorios inexplorados donde, intuimos, hay algo que no se quiere escuchar. Y quizás el apuro sea comprensible. Son escritores que trabajan con lo que está detrás del velo, describiendo en cada frase tanto su anverso como su reverso. Escritores que van al bosque, al lugar Diana. De hecho, nos lo rasgan delante de nuestros ojos mostrándonos el enlace con lo insoportable.

Blanchot recoge en ese texto lo que pocos años antes había teorizado Barthes, y con no poco éxito, como “el grado cero de escritura”. Pero enseguida intuimos que, pese al homenaje, Blanchot empuja su lectura hacia otro lugar, liberando a Barthes de aquel exceso, cómo decirlo, dialéctico, histórico, que encorsetaba su texto, para abrirlo a una nueva condición del arte, una condición que va a suspender el calendario, el tiempo al modo tradicional, lo que exigirá, en último término, “invertir los valores habituales que otorgamos a la palabra hacer y a la palabra ser”. Porque cuando la actividad se sustenta en el vacío, los asideros donde esas palabras (hacer, ser) buscaban cobijo saltan por los aires. Y lo importante está todavía por llegar. Que su lectura temporal ya no sea la de Barthes hace que Blanchot pueda apartar ese corsé para mostrarnos lo que sería, si pudiera verse, el torso desnudo.

El resultado de tal alumbramiento va a ser la idea de un arte que se hace en el no poder hacerse, un arte que se anuncia en su imposibilidad. No nos puede extrañar que Blanchot se preparara el terreno analizando la trilogía de Beckett, y en particular El innombrable, del que llega a decir que es “la aproximación pura a un movimiento de donde salen todos los libros”. Leemos aquí también la continuación del diálogo que mantiene con Barthes, que había utilizado como ejemplo mayor de escritura “sin escritura” El extranjero, de Camus, esa escritura blanca o neutra donde se realizaría, como dice, “un estilo de la ausencia que es casi una ausencia del estilo”. Una transparencia que lleva a Barthes a calificarla de “inocente”, una escritura por fuera de la ideología, de la polaridad, del reduccionismo dicotómico; lo que vendría a ser una escritura amodal, una vez que ha soltado el lastre de la Literatura, de todas sus construcciones, de todas sus ofertas.

No cabe duda del atractivo que tiene la conceptualización de este joven Barthes pero, como dijimos, Blanchot termina tirando del hilo más allá de lo imaginable y la prenda que sujetaba el armazón del texto de Barthes, su excesiva historicidad, también ideologizante, se desprenderá. Y con la nueva concepción del tiempo en la mano, Blanchot podrá después resituar cada uno de los aportes de aquél, –preciosos, por otra parte–, como el de neutralidad.

En fin, que podría pensarse que esta lectura de Beckett, que es cierto que Barthes no pudo hacer antes de 1953, pudo haber permitido a Blanchot avanzar en la idea de “libro por venir”. Aunque también sea cierto que allí donde Camus sirvió de excusa a Barthes para pensar barthesianamente, Beckett haría lo propio con Blanchot, sirviéndole de estímulo para pensar blanchotianamente.

Me perdí. Esto iba a llegar. Estoy tentado a salir del apuro con otra cita, con otra frase Blanchot, frase espejo donde el lenguaje se mira. Me imagino que todo esto surgió para entender qué sería ese cuerpo que se escribe, esa noción clave que se nos presenta oculta, misteriosa, tras la levedad de las palabras “por venir”. ¿Qué será este cuerpo que una conjugación cercana al futuro anterior intentaría atrapar? Hay que decir que su éxito es más bien relativo. Es un futuro anterior algo debilitado que viene a dar cuenta de un imposible, de un agujero, lo que, por otra parte, no sólo no va a impedir un hacer, sino que lo provocará. Si esto no se entiende da igual, estamos en el bosque, no conviene hacernos demasiadas ilusiones. Espero entonces que se entienda que a falta de idea original no podré aproximarme a estos conceptos desde una, digamos, perspectiva filosófica, tan solo manifestar un problema inherente a la actividad de la escritura y a toda actividad creadora.

Veo ahora que me he precipitado al hablar de perspectiva filosófica, aquí. Tal vez haya querido prevenirme de unas críticas más que previsibles, pero me muevo en un terreno en el que las cosas ni son lo que se espera, ni están donde aparecen. Quizás porque incluyan la posibilidad de su devenir, lo que provoca que no haya disciplinas, sólo relaciones. Por eso me encanta la noción de concepto con la que Deleuze se maneja. De alguna manera abole la Historia, introduciendo este movimiento en el concepto, fecundándolo de un afuera para volverlo auténticamente operativo. En esto Deleuze sería beckettiano o blanchotiano, autores muy queridos por él, si no fuera porque elude, creo, cierto imposible. Me surgió llamarlo optimismo deleuzeano.

No sé si el hilo Deleuze es verdaderamente otro de los que traman estos Retratos de un cuerpo por venir, aunque es cierto que aparece por aquí y por allí, sobre todo en el texto dedicado a Louis Wolfson. Me interrogué sobre la pugna que lo enfrentó al psicoanálisis, compitiendo por cuál sería el auténtico desmontaje del sujeto, pero lo que más me aproximó a él fue su capacidad de escritura, hasta para producir variaciones sobre su propio texto, las variaciones Deleuze. Me refiero a su manera de reescribir su ya magnífico prólogo, Esquizología, al libro de Wolfson, cuando lo retoma años después, produciendo otro, y mejor: Louis Wolfson o el procedimiento. Esta tenacidad suya, que no suelta la presa hasta extraer la fórmula donde todo el mecanismo se soporta, es impresionante. Por mucho que critique aquel optimismo y alguna que otra mala arte con respecto a una mano que le dio de comer, mi simpatía por él es evidente, y su último libro, la reunión de textos que compone Crítica y clínica, hace pareja con el de Blanchot como inspiración de estos Retratos.

En vez de leer algo de ese capítulo sobre Wolfson y sus tiritas fonéticas (el alocado esfuerzo lingüístico con las que el “escritor esquizofrénico” consigue tapar, a duras penas, la hemorragia que la intrusión de la lengua materna provoca en su cuerpo), voy a leer algo del siguiente, el dedicado al momento lógico en el que el cuerpo de Thomas Bernhard tomó la iniciativa. Empieza así:

“A veces me pasa, me agarra de repente creerme que investigo, que estoy leyendo con un interés clínico, y siento un poco de vergüenza. Qué extraño resulta ver erigirse delante de uno las tramas que interrumpen nuestro acompañamiento al texto, su lectura. Deleuze creía evitar ese peligro sacando de la ecuación al sujeto. Ya sé, simplifico un poco, pero hay algo de cierto en ello. Lo hacía para poder incluir lo impersonal, el devenir, el afuera. Abre esas compuertas para disolver la prepotencia identitaria y orientar la escucha a la actividad que construye los textos, a su propio hacerse. Esto es fundamental, pero su movimiento pecaba de optimista. El sujeto no se deja expulsar tan fácilmente. (…) Mejor, intentar otra relación. En el caso de los textos, tal vez fuera más viable entender al escritor como el suceso (no la persona) que ocurre en la escritura. Ése sería su ámbito, el de un sujeto en devenir producto de la escritura.”

Ahora, algo cerca del final:

“Bernhard decía que el idioma alemán era horrible, que cuando un escritor lo utilizaba sólo podía introducir como personal el ritmo de lectura. Hablaba en términos de construcción, de frases, de palabras, pero que en el fondo era como trabajar con un juguete cuyas piezas se ponían unas encima de otras en un proceso musical. Se iba de un reordenamiento a otro hasta alumbrar una nueva variación sonora del conjunto. Esta mínima variación en la repetición de las notas es la que produce el efecto Bernhard en el texto. Una ligera variación, sumada a la anterior, cuyo ritmo lo marcan especialmente las pausas, esa fuerza interna que lanza el texto a bocanadas para detenerlo de golpe. Sin llegar a hacer sinfonía. Ahí le escuchamos a él, Bernhard o texto, es lo mismo. Con qué ímpetu, con qué fuerza arranca tras cada pausa. Cómo organiza la frase tren para que sus vagones tengan la potencia del abismo sin que ninguno de ellos llegue a desprenderse.”

Esta última frase es un eco que responde a la pesadilla recurrente de Bernhard: “Desde mi más tierna infancia mis sueños culminan siempre en ciudades deshechas, en puentes derrumbados y vagones de ferrocarril rotos que colgaban sobre el abismo”. Me pareció que el ritmo de su escritura viene a encadenar esos vagones para que no se precipiten en el abismo. Nótese que el espanto no se anula, esto es lo admirable, pasa directamente al ritmo, a su arremeter constante.

Cada escritor está en el hacerse que responde a su abismo. Cada uno el suyo. Por parte del espectador se puede entrar en el juego de intentar localizar su fórmula, pero nunca aprehenderla. Quizás para los espectadores amantes de objetos, los que no leen en modo encuentro, sea un drama que el padre no pueda reconocer a sus retoños, pero para él, ya escriba, pinte, o lo que sea, la criatura está siempre por venir. Y cada artista lo dice a su manera. Por ejemplo Giacometti, que repitió hasta su último día que todavía le quedaba todo por hacer. ¿Cómo podría el espectador aprehender una fórmula que escapa hasta a su artífice? Porque en ese espacio-tiempo en el que se mueve no se admiten esencias, tampoco autorías. Y no porque no haya un sujeto afectado, precisamente porque lo hay.

Entendido desde esa perturbación, el abismo se manifiesta en lo temporal. Pero que el tiempo nos aparezca de repente así, como dislocado, quiere decir que nos revela su naturaleza desnuda, su ser fuera del discurso, del relato, de la ficción que hasta entonces lo sujetaba. Y si bien es cierto que no habrá manera de volver atrás, de hacer que el tiempo entre de nuevo en sus goznes, de ahí podrá surgir otra perspectiva, otra posibilidad, pues sólo desde esa ausencia puede nacer el hacerse.

Nadiezhda Mandelstam ubica perfectamente ese abismo temporal cuando describe en su libro, Contra toda esperanza, el momento de la separación, habiendo subido ella y su marido al vagón del tren, camino del destierro, quedando la familia al otro lado del cristal:

“En el mismo instante en que pisé el vagón y vi a través del cristal a los hermanos, el mundo se partió para mí en dos mitades. Todo cuanto había existido antes desapareció, se convirtió en un recuerdo confuso, en algo que estaba al otro lado del espejo, y ante mí se abría un futuro que no quería soldarse con el pasado.”

Nadiezhda describe la terrible mutación del cristal en espejo, el momento en el que el pasado se suelta como si fuera un vagón ya difuso, enseguida inalcanzable. Y el tren arranca, surcando unas líneas escritas en alguna orden, donde todas las estaciones futuras están sometidas a designio, quebrando esa regla del tiempo que coloca lo imprevisible por venir. Para ellos, para los Mandelstam, desde ese momento todo ocurre al revés: saben que su futuro está escrito, y son los raíles que quedan atrás del convoy los que han perdido su voz, volviendo irreal todo recuerdo. Sobre esta doble expropiación que les coloca fuera del tiempo Nadiezhda inventará dos nuevas maneras de hacerse con el pasado, la memoria y la escritura, sus dos formas de seguir amando.

Quizás convenga recordar que Ósip Mandelstam había tenido ese gesto tan poco acorde con el nuevo orden temporal como fue componer y recitar un poema satírico dedicado al padre de la patria. Pero el crimen que iba a trabajar en la sombra el destino de la pareja necesitaba de un soporte, y como la memoria de los delatores no era del todo coincidente, por lo visto alguna rima se les escapaba, se termina pidiendo al autor que lo escriba. Y aquí se produce el enlace perverso, la aquiescencia que se exige al reo en su castigo, esa marca de la casa del nuevo régimen político. Porque es la misma pluma que tiende el juez al poeta para que con ella escriba los versos que constituirán la prueba de cargo, la que utilizará aquél, a continuación, para firmar su sentencia de muerte.

Leo estas frases cinta transportadora, las de los trenes, la de la pluma que pasa de mano en mano, frases que llevan en sí un movimiento amenazante, frases que suman la locura del mundo a la propia, y me pregunto quién puede ir a su encuentro, quién ha perdido la distancia con la que ese mundo de ficciones ocultaba hasta entonces el abismo que hay detrás.

No hay que olvidar que la idea de cuerpo se sustenta en esas ficciones, velando con ellas lo informe. Pero cuando este modo de relación que protege el velo estalla, la rotura de la pantalla nos deja ver el espectáculo de lo innombrable. Entonces, dejamos de mirar. Nuestro reverso ha tomado la iniciativa. Es él quien nos mira. Y sobre la succión del abismo, surge, si somos capaces de aguantar su silencio, la novedad, la sorpresa de una imagen neutra: tal vez sólo unas mariposas revoloteando a su alrededor.

Cuando esto ocurre procuramos no espantarlas, porque lo único que aviva la posibilidad futura de un cuerpo es precisamente su aleteo. Y en el aleteo de las relaciones está el ritmo.

¿Es ese aleteo lo que Bernhard llamaba ritmo de la lectura, como un proceso musical? Casi, pero no. Bernhard, movido por su gusto infinito por las contraposiciones, se expresaba ahí en polaridad, diferenciando el ritmo y lo narrado, dándole prioridad al ritmo. Pero, expresado desde Mallarmé, el ritmo va más lejos, anulando la polaridad. Esto es fundamental. Mallarmé hablaba de “escansión rítmica del ser”, y cuando Blanchot recoge esta perla extraordinaria, destinada a definir la poética en la modernidad, se fija en el movimiento silencioso que se produce, lo que aquí llamamos aleteo, donde “las palabras nunca están allí sino para designar la extensión de sus relaciones”.

Esa “escansión rítmica del ser” hace que lo que no está, lo que no es, porque a ese verbo (ser) conjugado en presente no le correspondería otra cosa que un vacío, vaya sin embargo a permanecer, gracias al rescate producido al conjugarlo en un tiempo cercano al futuro anterior. Blanchot lo recogerá en esta impresionante fórmula: “siendo, pero imposible”, que retuerce y lanza a futuro la utilizada por Mallarmé, “hecho, siendo”. Ambos, quizás, no muy lejos del sentido del famoso verso de Hölderlin, “Mas lo que permanece, lo fundan los poetas”, siempre que entendamos que lo que permanece está siempre en fidelidad con ese contrapunto a la acción, a la acción productora de lo ya hecho, puesto que la materia de la que se trata sólo puede estar “por venir”. Por eso, el verbo que el poeta elige es fundar, una acción que es apertura a un movimiento, a un despliegue, a una lectura de la vida como encuentros donde sólo desde lo imposible surgirá el aleteo.

Bien lejos del territorio del saber, aquí sólo puede entenderse el pensamiento como aventura. Lugar Mallarmé para los mitómanos, lugar neutro para el resto.

Katia leyendoVayamos ahora a lo que nos conmueve, al encuentro con el cuadro donde sin saberlo estamos. Nos detenemos delante de su imagen: Katia leyendo. ¿Qué nos ocurre? Una extraña impresión nos recorre. Casi podríamos decir, a lo Flaubert, “Katia, c’est moi”. Pero vayamos despacio. Describamos en posición de espectador la captura de la mirada. Se trata de ir a su encuentro sin forzar nada. Si Katia mira, miramos; si Katia lee, leemos.

¿A dónde va la mirada de Katia? ¿A dónde nos lleva? De entrada, al misterio que no se aguanta y que poblaremos enseguida con nuestras fantasías. Ocurre siempre delante de una imagen cuyo enigma nos hace preguntarnos por qué mirando no podemos decir qué vemos. En ese espacio surgirá nuestro fantasma. Podemos, por ejemplo, volvernos cazador y lanzarnos a apartar el velo para ir al lugar de la apertura, a la intimidad que sin saberlo nos mira. Pero, qué vemos, qué verdad vemos, qué cuerpo vemos… son preguntas demasiado ambiciosas para quien se interna en el bosque, para quien piensa en modo Acteón y se precipita al otro lado, alcanzando sólo su propio horror. Porque si descorremos sin más el velo de la verdad, confundiremos tiempos y lugares, y nos convertiremos en el cazador cazado, presa de nuestro propio reverso, nuestros perros. Por eso, no es la precipitación lo que nos conviene.

¿Cómo aprender que el objeto no se alcanza? ¿Cómo aprender que nuestra posición no es la del saber? Ese lugar es página en blanco, ausencia en espera, oído que escucha… pero vamos ahí con una mirada que resultará cegada por lo que ve, que tendrá que hacer la experiencia de verse viendo cuando su horror le mire desde fuera, cuando se pose como mirada sobre él.

Sobrevivir a ese encuentro tal vez implique aceptar la ficción del ser y jugársela, como una carta más, en la aventura. Como espectadores veremos un siendo que rechaza entregarnos su presa, afectada como está de un imposible. Se escribe en presente, es cierto, pero es inalcanzable. El cuerpo de Diana, aquí Katia, es inalcanzable. Como el nuestro, es un cuerpo por venir.

En hipótesis, éste sería el tiempo que convendría al acto creador.

“Todo ocurre en hipótesis, decía Mallarmé, evitamos el relato”. Y quizás se aprecie ahora el matiz que nos separa de él. Lo que Mallarmé llama relato viene a ser la Literatura, los modos establecidos, eso que hay que apartar para que, atentos sólo a las relaciones, surja lo nuevo. Cómo nos gustaría coincidir, pero vivimos en un tiempo impuro, fuera de esa mística, donde todos somos personaje Beckett al que sólo le apacigua, y malamente, el relato mentiroso que se cuenta. En el tiempo de las bocas habladas, si hubiera un sujeto, éste sería el lenguaje, y no deja de contar mentiras. Pues bien, no pudiendo hacer otra cosa que escucharlas, les damos la bienvenida.

Volvamos de nuevo a Katia. Seguimos en mirada espectador. No mirada forense, protegida del encuentro, sino mirada ingenua que se presta a hacer el pasaje donde será capturada. ¿Qué ocurre? Aunque la cara de Katia recibe nuestra mirada casi frontalmente, haciendo aparentemente de espejo, no nos es devuelta. Y con este juego, con este movimiento de sus ojos nos introduce en el cuadro. A través de su mirada es dirigida la nuestra, furtivamente, hacia un punto fijo, por supuesto oculto, situado en un afuera que está en el interior del libro que sus manos abren y sostienen. La mirada de Katia, que es ahora también la nuestra, la nuestra en tanto lectores de la obra, espectadores del suceso y, en definitiva, pintores del cuadro, esa mirada es testigo de una escritura por venir.

Katia fija la mirada en la escritura de su cuerpo por venir. Katia lee en clave tiempo infinito el libro de sí misma. Acordaos de lo que decía Mallarmé sobre Hamlet, que el príncipe “se paseaba, nada más, leyendo el libro de sí mismo”, y donde leemos nosotros la posición de Mallarmé, no tanto como persona sino como lugar de la lectura, que es el lugar de la escritura del poema, o sea, aquel que lee el libro por venir.

Pero, ¿es ése el único movimiento del cuadro, el de la mirada de Katia? Ciertamente, no. Existe también un segundo movimiento, aunque más sutil, que desde la dirección opuesta lo atraviesa. Se trata de la otra flecha del tiempo: la luz que entra iluminando la escena. Y es en ese encuentro en el que Katia quedará fijada, justo en su apertura al hacerse, haciendo continuo el instante en el que su cuerpo se abre, como se abren sus piernas, a su devenir.

Si pensamos en Balthus, podemos imaginar que nos habla del momento de la metamorfosis del cuerpo, del pasaje donde la fantasía infantil está destinada a romperse. Pero al dejar ese tiempo en suspenso, evita en realidad esa pérdida, dejando el pasaje eternamente por venir. Leo, capítulo II, casi al final:

“Lo importante es percibir esa suspensión donde la escena tiene lugar, ese sueño de la existencia donde la fantasía tiene el amparo de la gracia, y que se sitúa justo en el momento previo a la pérdida de la inocencia. Percibirlo en el recorte de las figuras, en las capturas de sus poses, en los cuerpos de las muchachas en espera, en las piernas cruzadas y ligeramente levantadas, en los vuelos de las faldas, en los ángulos ocultos del sexo, en las miradas a vector infinito, en los dibujos de las telas y en el ritmo de las baldosas, unas y otras multiplicándose en el reino de los patrones geométricos, reflejando la armonía del instante, cuando el aire y la luz irrumpen en el lienzo dejando su grano en cada interior y en cada paisaje. Una luz que cae sobre los campos, que juega triangulando sus planos, que se cuela por las ramas y se pierde en sus bordes. Una luz que transforma el lienzo en piel, para posarse en ella, en la piel desconocida, fuente de matices que inunda de colores tenues toda la materia, mostrando la stasis de su acontecer.

Este tiempo paraíso es el que la mirada temporal del espectador no podrá más que negar. (…) La sensualidad está, el erotismo está, pero no es el nuestro. En el cuadro es otro.”

En mi lectura, este tiempo paraíso, tiempo suspendido, tiempo madre, es el espejo donde Balthus se mira. Una lectura que introdujo el juego de la pluralidad de los lectores alrededor de la historia de una alfombra, que es lo que aporta al texto su gracia, su aleteo. A partir de ahí todo es un hacerse y deshacerse continuo, tanto hacia delante como hacia atrás, en todas las direcciones posibles.

Para terminar, si somos consecuentes con lo que implica la pluralidad de direcciones que imprime el aleteo, quizás podríamos permitirnos un paso más. Hemos hablado de ese giro en la concepción de lo que sería el arte a partir de Mallarmé, que es, sin duda, un forzamiento para situar y hacer comprensible un cambio de época. Pero la apertura a un arte por venir, un arte que sería fiel a la emergencia de una dislocación en el hacer y en el ser, siguiendo la intuición de Blanchot, me parece ahora todavía más compleja, no sólo yendo hacia el porvenir. Y me pregunto si eso, si algo de eso no estaba ya presente en toda la historia del arte; si toda la historia del arte no tendría también el mismo velo que fue cayendo, una y otra vez, de mil maneras, a lo largo de los dos últimos siglos; si la fascinación por ese velo, llámese belleza, canon, perspectiva, orden, representación, relato, no implicaba ya la existencia de un acercamiento similar a lo imposible, y, por tanto, si no estaríamos ahora obligados a trasponer esa nueva concepción del arte a todo arte. Dicho de otra manera, una vez que no podemos sostenernos en un tiempo lineal, etcétera, y no nos queda otra que vivir en la dislocación, nos damos cuenta que ésta siempre existió, solamente que la fantasía la velaba, tapando cierto retorno de la mirada. Entonces, el aleteo que da la vida a las mariposas, cuyo revoloteo alrededor del agujero nos ocultaba su conexión secreta con el abismo, siempre estuvo ahí.

Después de aceptar la ruptura del que hemos llamado “momento Mallarmé”, y de cuya existencia ya no podremos nunca escapar, su alcance y su porvenir se levanta ahora en todas las direcciones imaginables. Por eso, lo que aquella frase de Hegel –pronunciada de soslayo ante Goethe– con la que concluía sus Lecciones de estética de 1823, “el arte es para nosotros cosa pasada”, apuntando con ella al fin del arte y a su relevo por el pensamiento, nos es ahora doblemente ajena, doblemente sometida a una experiencia del tiempo que ya no es ni podría ser la nuestra. Porque del mismo modo que dicha concepción temporal, la de Hegel, pretendía explicar y fijar el arte en la Historia, periodizándolo, etcétera, otorgándole posibilidad sólo en tanto conjugáramos el verbo en pasado, venía ahora otra concepción a leer la imposibilidad de otro modo, desbaratando en futuro anterior todos los tiempos.

El arte es siempre “por venir”, y este “por venir”, mundo de las relaciones, campa a sus anchas, no sólo en la dirección del porvenir. De este modo, esta segunda concepción encara la imposibilidad como el lugar que habilita el hacer. Un poco como ocurre en Quad, la pieza de Beckett donde la evitación del peligro que está en el punto central del cuadrado hace la coreografía. La belleza de su baile matemático nace y se hace en esa relación con el abismo. Un hacerse que después el espectador, según se atreva o no a hacer su apuesta, atrapará o no como arte.

No sé si se entiende. El espectador que se coloque en modo forense, en modo conocimiento, evitando su ingenuidad, expulsará fuera el aleteo. Un aleteo reducido para él a la contemplación de la obra acabada, para que desde ese lugar muerto de la Historia dé vida a una vida, la suya, sin aventura. El reto es colocarse en modo encuentro con ese aleteo que tiene, en realidad, algo de insoportable. Llevar la aventura al pensamiento, aguantar su confusión, sus fragmentos, y permanecer de pie cuando todo el castillo de nuestras ficciones se desmorone. Después del estruendo vendrá el silencio y con él surgirán, es una apuesta, las relaciones.

ZM, 20 de diciembre de 2018

La intervención y el debate posterior se puede seguir en vídeo pinchando aquí.

El aleteo de las relaciones Retratos de un cuerpo por venir Uned