Vigesimoprimer aforismo: «El sujeto es feliz»

Las palabras dicen de las cosas. Pero, ¿sólo eso?, ¿sólo dicen, o pueden ser también cosas? Si pensamos que las palabras se limitan a una función representativa, lo hacemos desde una concepción dual del mundo que separa, en cuanto a su naturaleza, las palabras de las cosas. El trasvase entre lo real y lo simbólico queda relegado entonces a un plano imaginario. Si, por el contrario, reconocemos en el lenguaje algo que va más allá de una funcionalidad en el ámbito de la comunicación, nuestra concepción es necesariamente otra. Pero faltaría todavía por determinar cuál. Porque esta mayor continuidad en los registros puede establecerse manteniendo una diferencia estructural, o bien, resolviendo mediante la equivalencia. En el primer caso, el de la diferencia, estaríamos en el territorio paradójico y ambivalente de los trasvases, donde la verdad se cuela en los decires, los fecunda, esto es, donde lo irrepresentable, lo real, hace presencia en el lenguaje. En cambio, en el segundo, el de la equivalencia de los registros, las palabras no son simbólicas, son el mundo. Comparten con él una comunidad de esencia. Aquí el lenguaje dice lo que es.

Tanto el psicoanálisis como Spinoza participan de un rechazo frontal a la primera concepción, la dualista, –para entendernos, la del sentido común, que en el ámbito del pensamiento es mayoritaria–, pero pasan a continuación a divergir. Mientras el mundo de Spinoza es uno, que él nos enseña en un sistema monista donde todo es parte del todo, en el psicoanálisis no es pensable sostener una visión unitaria. ¿Cómo lo sería si, como decía Freud, ni siquiera el yo es el amo de su casa? El descubrimiento del inconsciente es incompatible con una concepción unitaria del psiquismo, o del mundo, que no puede ser más que imaginaria. Sin embargo, pese a esta divergencia, no es poco lo que comparten, empezando por dar prioridad al encuentro, a eso que nos ocurre en el encuentro con los otros. Ambas perspectivas ven la vida a partir de los encuentros, y derivan de ello una posición ética. Veremos qué camino pueden recorrer juntas, y dónde se sueltan la mano, tratando de entender qué representa para cada una el deseo y la felicidad.

Como hay que predicar con el ejemplo, si de encuentros se trata, ¡hagamos que se encuentren! Vamos a utilizar hoy el encuentro entre Lacan y Spinoza para leer un aforismo lacaniano, el sujeto es feliz, aprovechando la perspectiva de la Ética de Spinoza, aunque inyectada, eso sí, de una posición lacaniana. Empecemos con este curioso artefacto que es un aforismo. Todo aforismo se nos presenta desde un lugar extraño, un lugar Otro, y se reconoce por el impacto que provoca. Una estructura que muestra en acto el decir paradójico de una verdad, pero de una verdad que se nos oculta en el momento de decirse. Curiosa estructura: la verdad es indecible, pero decir que la verdad es indecible dice verdad. Podemos definir cada aforismo en función de esta circulación interna, de estos atravesamientos paradójicos. Desde esta descripción, hecha desde la perspectiva de la diferencia lacaniana de registros, todo aforismo es una invitación a hacer un pasaje. Queda de nuestra parte responder, subirnos o no a ese tren camino de la frontera.

Lacan aspiraba a una transmisión verdadera, una transmisión que no se engañara sobre ese imposible, sobre ese otro lado de la frontera al que dio el nombre de lo real. Por eso pensó como necesaria la formulación matemática, el matema, donde reconocemos una afinidad con aquella exigencia que llevó a Spinoza a construir la Ética siguiendo el modo geométrico. No se trataba, para ambos, de una mera formalidad. Bueno, a poco espinosista que se sea, hay que darse cuenta que la mera formalidad no existe, que contenido y forma comparten una única esencia, son lo mismo desde distintos ángulos. También el matema y el aforismo comparten naturaleza, son escrituras que dicen de nosotros lo que no alcanzamos a ver. Podemos espantarnos y salir corriendo, o podemos intentar saber algo sobre nuestro modo de gozar. En cualquier caso, dependerá de cómo maniobremos en los encuentros.

Empezamos señalando estas afinidades formales entre Lacan y Spinoza, que ilustran el encuentro de dos pensadores heterodoxos, poco proclives a aceptar lo que nos hace rebaño, el dualismo trascendente, el pensamiento religioso revestido de sentido común. Su punto de partida era sencillo, comprender las acciones humanas sin dejar de lado el deseo. La ortodoxia no les perdonará este atrevimiento, esta mirada a las pasiones entendidas como el motor de la existencia.

Recordemos que la perspectiva ética de Spinoza se articula en función de cómo organizar nuestros encuentros para que nos sean favorables. Spinoza desprecia la salida solitaria, la del eremita. Por mucho que nos perturbe la relación con los otros, no hay libertad posible sin ellos. Se trata entonces de cómo dirigir los encuentros, de cómo volvernos activos en el deseo para dejar de ser zarandeados por nuestras pasiones. El resultado, la posibilidad de una mutación en las pulsiones, que el psicoanálisis también promueve, bajo una fórmula que ya vimos: donde el ello era, el sujeto debe advenir. Aunque Spinoza fuera ajeno a la división subjetiva, tal vez habría suscrito este aforismo freudiano. Al menos, comparte lo fundamental. La herejía de ambos consiste en tachar la ontología tradicional, no interesarse por el ser sino por el llegar a ser. Esta definición del ser en función de su potencia, de lo que el sujeto puede hacer a partir de lo que dispone, la vemos plasmada en dos máximas que bien podrían ser equivalentes: perseverar en el ser (Spinoza); no ceder ante el deseo (Lacan).

Vayamos ahora con el primer encuentro. Se produce en el cuarto donde Lacan lee la Ética con apenas 16 años. Si leer significa dejarse trabajar, no pueden dejar de impresionarnos los efectos que tuvo. Como un niño que ansía tocar el firmamento, el joven adolescente fue desplegando en las paredes de su cuarto toda la organización de un libro escrito desde el punto de vista de la eternidad. Así era, tenía ante él, garabateada por su mano, una construcción perfecta, el reflejo transparente del mundo. Una filosofía que pretendía ser práctica, ¡una ética!, expuesta nada menos que en una constelación de definiciones, axiomas, proposiciones, lemas, postulados, escolios y apéndices, ordenada toda ella de la manera más racional imaginable, geométricamente, llevando a la forma una comunidad de esencia. Un hecho inaudito en la historia de la filosofía, un lenguaje vuelto lugares y relaciones. Lo vemos, por ejemplo, cuando Spinoza define el amor: el amor es una alegría acompañada de la idea de su causa. Y a continuación el odio, en un paralelismo perfecto: el odio es una tristeza acompañada de la idea de su causa. Una escritura que traza puntos, líneas, figuras, reordenando los conceptos como si fueran lugares, en pura triangulación.

Por supuesto, la expresión topológica no es una elección casual, es el acceso al lenguaje mismo de la naturaleza, al lenguaje de Dios una vez dejado atrás el lazo temporal. Esto es difícil de entender, sobre todo para los que estamos atravesados por siglos de pensamiento trascendente. Pensar en un Dios creador implica una división absurda de la eternidad. Esto sólo puede ser pensado desde un simplismo antropocéntrico. No, el Dios de Spinoza es otra cosa, tan otra cosa que fue perseguido por ateo. Spinoza decía en Dios. Decía Deus sive natura, ‘Dios o la naturaleza’. Una inmanencia que no separa la causa del efecto. Por lo tanto, no hay creación.

Spinoza escribe esta concordancia infinita, la identidad entre las cosas y las palabras, entre el cuerpo y el alma, por lo que todo lo que existe puede ser expresado sin pérdida. En su pensamiento no hay falta, no hay pecado, no hay división. Para Spinoza la esencia es Una. Las cosas del mundo son expresiones, modos, modificaciones de la esencia. Una esencia que se presenta bajo una infinidad posible de atributos, de los que los humanos sólo accedemos a dos, la extensión (la materia) y el pensamiento (la idea). Pero ambos, al contrario que para Descartes, son lo mismo. Pues bien, alcanzar el lenguaje de la naturaleza, escrito desde Galileo en caracteres matemáticos, es en Spinoza el resultado de llevar a cabo la ascesis que se propone en la Ética. De tal manera, que el círculo se cierra: la forma no expresa el contenido, lo es. ¿Podríamos imaginarnos este libro escrito en otro modo, un modo no geométrico? Es pensable, pero a condición de prescindir de lo que es su victoria. O sea, no. Si Spinoza escribe la Ética en el lenguaje de la razón, de la razón que a imagen de Dios se crea y se nutre de sí misma, si lo escribe en el lenguaje sublime que transparenta la naturaleza, es porque ha hecho el trayecto completo, justo el que el libro propone. Por eso, el libro de la Ética es arte, nos habla de la esencia en el lenguaje de la esencia.

Perdonadme, me acabo de entusiasmar. Es difícil no dejarse llevar por este magnetismo de la univocidad, de la inmanencia absoluta, que nos permite experimentar el gozo de existir. Una transformación de los afectos pasivos en activos a la que Spinoza llamó beatitud. Pero volvamos de nuevo a nuestro encuentro, a ese choque de átomos en el firmamento. Lacan y Spinoza cruzándose en la eternidad. Fijaros que el encuentro es de entrada doble: el suyo, ya intemporal; y ahora el nuestro, con ellos.

Ciertamente, no debió de ser casual que el joven Lacan revistiera las paredes de su cuarto con la topología de la Ética. Había tenido un buen encuentro, un encuentro alegre en el lenguaje de Spinoza, un encuentro capaz de aumentar su potencia, su conatus. Muy pocos filósofos se habían atrevido a colocar en el centro de su sistema esa fuerza que nos mueve en la vida, el deseo. Quizás Lacan no se daba cuenta entonces, mientras establecía las conexiones entre los conceptos y trazaba aquellas líneas en las paredes de su cuarto, que había entrado en relación. Estaba interaccionando con el sistema Spinoza, el que une razón y alegría. Quizás no era consciente de su felicidad, localizando los puntos de encuentro, asistiendo al surgimiento de las nociones comunes. No importa, nos permite retomar el juego. Seguir también nosotros esa vía propuesta por Spinoza, que nos vuelve activos en los encuentros para llegar a ser causa de lo que acontece.

Lacan recurrió después a Spinoza en numerosas ocasiones. No vamos a hacer el recuento, sólo sobrevolaremos dos antes de recaer en la que enmarca nuestro aforismo. Una primera, muy simbólica, y que nos ilustra el impacto inicial, se produce cuando Lacan ampara su tesis doctoral con una cita de Spinoza. La segunda, sin duda la más famosa, ocurrió unos treinta años después, en 1964, pero esta vez el momento es particularmente dramático, justo después de ser expulsado de la Asociación Psicoanalítica Internacional, y prohibida su enseñanza. Lacan ha de interrumpir su Seminario y cambiar de lugar. En el primer día del nuevo ciclo se identifica con él, como otro hereje excomulgado. Bien, no entraremos en ello, es ya un lugar común. Saltamos finalmente a la tercera alusión, que se produce una década después, en 1973. Hemos llegado a la referencia a Spinoza que da origen al aforismo que comentamos, el sujeto es feliz. Sucede en la intervención televisada de Lacan, Televisión, respondiendo a preguntas de Miller. ¿Qué nos interesa de ella? Que Lacan está contestando desde el psicoanálisis a la idea de felicidad en Spinoza.

Hemos hablado del papel que juega la alegría, las pasiones alegres en Spinoza, ese afecto derivado de aquellos encuentros que aumentan nuestra potencia de existir. Una condición necesaria, aunque no suficiente, para extraer el conocimiento adecuado de la naturaleza de aquellos cuerpos con los que entramos en relación, con el fin de ser activos y promover los encuentros que nos sean favorables. Porque no se trata de evitar las pasiones, no se puede, sino de introducir algo que nos saque de la pasividad, de la deriva inicial de la que partimos. Spinoza propone acceder mediante la razón a unas ideas adecuadas que participen del orden universal. Esta elevación, este pasaje, nos encamina hacia un conocimiento superior, intuitivo y gozoso, de compartir esencia con la potencia infinita, que culmina en un estado de beatitud. Pero haga o no esta ascesis, el sujeto no puede quejarse, pues está en la dicha de existir. De hecho, una buena parte no accede al segundo grado de conocimiento, el de las relaciones que tienen como fruto crear las nociones comunes, y sólo unos pocos llegan a ver el mundo desde el punto de vista de la eternidad (sub specie aeternitatis). Por eso, como concluye la Ética, todo lo excelso es tan difícil como raro. Hay que subrayar además que ninguna pasión triste aporta nada a este recorrido. El odio, la culpa, el arrepentimiento, la queja, sólo conducen a ideas inadecuadas, pues no permiten salir del primer nivel, el de la afectación mutua, pasiva, de los encuentros.

Tampoco Lacan va a tener misericordia con la tristeza. En dicha intervención televisada va a aludir a ella siguiendo la estela de Dante y Spinoza, calificándola nada menos que de cobardía moral. En términos psicoanalíticos, un rechazo al inconsciente capaz de paralizar la vida del sujeto. Porque la depresión suele ser el resultado de no haber podido defender al deseo frente a la irrupción de la angustia. La tristeza es el dudoso éxito de haber esquivado con fortuna la angustia dejando el deseo en la estacada. De ahí la cobardía, la derrota de lo único que para Lacan nos puede sacar de la esclavitud del goce. Y me pregunto ahora, si no podemos ver aquí otra noción común con Spinoza, si el goce no podría ser una traducción actualizada de lo que son para Spinoza las pasiones tristes.

Esto puede que sorprenda, pero dejadme que me divierta un poco. Y sorprenderá todavía más si le añadimos que con ello el sujeto es feliz, que dominado por sus pasiones tristes el sujeto es feliz (heureux). ¡Pero bueno! ¿Se ha vuelto loco Lacan? ¿Ha colocado la felicidad en el extremo opuesto a la beatitud en Spinoza?

No queridos, desde luego que no. Sólo es consecuente con la lectura no moralista, nada más. El sujeto, quiéralo o no, está en la rueda de la fortuna, en lo que Spinoza llama la dicha de existir, y doblemente. Porque, por un lado, está inevitablemente en la suerte (heur), en el azar de su existencia; pero también, y sobre todo, el sujeto está determinado por su estructura, por la respuesta inconsciente que dio al encuentro con el Otro, siguiendo el augurio (heur) que le lleva después a la repetición, a ese bucle que alimenta su goce. Lacan escoge esa palabra paradójica, el goce, heredera de la pulsión freudiana, para designar la satisfacción oculta del sujeto, leyendo que donde repite goza. No puede no hacerlo, pues éste es su lugar, el de la pulsión que siempre se satisface. Por eso, Lacan concluye diciendo que el sujeto es feliz, y que ésa es incluso su definición.

Pero esta ética del bien decir del psicoanálisis, esta ausencia de moralismo, no es ni mucho menos un camino de rosas, conlleva una exigencia extrema al analista. Una exigencia que consiste en hacer un recorrido paralelo, aunque con muchos matices, al que promueve la Ética. Un recorrido que se concreta en un desprendimiento subjetivo, en una asunción de las fracturas internas a la que Lacan le dio ese día, en Televisión, un nombre equivalente a la beatitud, la santidad, para ofrecer a continuación, a los analistas, un curioso principio: cuanto más santos sean, más se reirán. Porque Lacan no compra, como no lo hiciera Spinoza, el lugar de la víctima. Y no lo hace, precisamente, por respeto al sujeto y a su potencialidad, a su conatus. Parafraseando a Spinoza, diríamos que ‘nadie sabe lo que puede un sujeto’. Por eso, si pudo identificarse con el lugar del sufrimiento, quizás pueda también dejar de hacerlo. Ésa es al menos la apuesta.

Es indudable que la lectura de este provocador concepto de santidad del analista tenía como telón de fondo la beatitud de Spinoza. Es la referencia obvia que se desprende del texto, pero, ¿lo hace por ello equivalente? Más bien, viene a su lugar, y de manera un tanto paradójica. Intentemos aclararlo sorteando la dificultad de estar yendo a la contra del sentido común. Por ejemplo, cuando entendemos la felicidad como la inevitable entrega del sujeto a lo que lo moviliza, no olvidamos que nada lo moviliza más que las pasiones tristes (superyó, culpa, sometimiento a los dichos del Otro), que son las que marcan a fuego su forma de gozar. Por eso, sólo cuando el analista ha sentido y experimentado –como analizante primero y analista después– la lógica que preside esta estructura, puede intervenir, esto es, puede colocarse en un lugar desafectado desde donde la intervención del analista sería legítima. Este lugar es un no-lugar, una atopía que Lacan denomina aquí santidad, en eco a esa comunión espinosista que supone ver las cosas desde el punto de vista de la eternidad. Pero leída ahora, desde el psicoanálisis, como un desapego a la esclavitud que ligaba al analista a su propio fantasma, desapego obtenido gracias a su propio recorrido analítico. El resultado (esperable, exigible, casi imposible) de este trayecto: no engañarse sobre la responsabilidad subjetiva que preside el fantasma del paciente. Esta desafección santa le permite localizar la emergencia de goce del paciente sin caer en su trampa, o, lo que es lo mismo, recibirla con una sonrisa. Y nada desarma más el goce que la escucha desde ese lugar.

Como veis, seguimos todavía de la mano de Spinoza. Quizás el final nos depare alguna sorpresa, ya veremos, pero de momento todavía podemos retomar algún otro aspecto monista en Lacan que le acerca a este filósofo querido. Lo acabamos de ver cuando responde a la conocida dualidad freudiana de la pulsión, –pulsión de vida y pulsión de muerte–, unificándolas. En efecto, para Lacan, la pulsión es finalmente Una. Lo interesante está en ver cómo opera, y en qué podemos hacer para que opere de forma favorable.

Seguimos por tanto en el terreno práctico de toda ética, pero nos asalta a continuación la duda de si podemos entenderla como una terapéutica. ¿Se limita Spinoza, y también el psicoanálisis, a describir un funcionamiento del mundo y del psiquismo humano? ¿O aportan una salida? Tal vez las dos cosas. Sí, no tengamos miedo a hablar entonces de cura. La cura es un concepto últimamente algo denostado, contaminado por el modelo médico, pero no sé si podemos permitirnos el lujo de prescindir completamente de esta brújula. La noción de cura deriva de una de las divinidades griegas del tiempo, kairós. A diferencia de cronos, el tiempo cronológico, kairós es el tiempo necesario para hacer un proceso, de ahí lo apropiado para definir el tiempo que el enfermo necesita para sanar. Así entendida, la cura tiene una dignidad que no podemos menospreciar. Se articula a la ética, tanto del psicoanálisis como de Spinoza. Como ejemplo, podemos recordar el título que Nietzsche otorgó a Spinoza, reconociendo en él nada menos que al médico de la civilización, porque no se trataba de no enfermarse, sino de curarse constantemente. Nietzsche reconocía en Spinoza a un precursor de su pensamiento, por no haberse conformado con la débil propuesta cristiana, que pretende una domesticación de las pulsiones en la que nadie, en verdad, cree.

Estos puntos de encuentro entre Lacan y Spinoza también se pueden rastrear sin dificultad en el ámbito de la cura. Conocer el matema propio, que es el fantasma que articula en cada sujeto la pulsión con el deseo, permite engañarse menos con respecto a los matemas de los otros, de todos aquellos con los que nos entrechocamos. Conocerse, aprender la lengua del inconsciente, permite entender el malentendido que nos constituye, el estadio inicial de la confusión de signos.

Para ir terminando, podemos señalar ya la divergencia. Es sencillo, se deriva de lo anterior. Allí donde Spinoza coloca la razón universal para entender las esencias particulares, el psicoanálisis le muestra al sujeto, a cada sujeto, el goce que no suelta, el goce que le impide manejarse con su fantasma y con el de los demás. Porque el sujeto, sin saberlo, lo hace gozosamente, es decir, tristemente. Y para explicarlo el psicoanálisis introduce la palabra maldita, la que el sistema de Spinoza no puede siquiera tolerar: la pérdida, la castración. Spinoza diría que en la naturaleza nada falta. La pérdida sería entonces una metáfora de lo que ocurre, un recurso innecesario, dado que lo que ocurre puede ser expresado sin ropaje, directamente. Por eso, a Spinoza no le interesan los relatos, cree que se puede vivir sin engaño, operando in situ sobre lo real. Al menos es lo que él hace, contando para ello con el aval matemático por el que entra en comunión con la esencia de las cosas. La pérdida, la caída, el pecado, son cuentos religiosos que ocultan un encuentro incompatible, nada más. Spinoza borra de un plumazo lo simbólico y se queda a solas con lo real. Desde ahí, leerá todo encuentro, como hace con la Biblia, limpiándola de metáforas. ¿Expulsión del paraíso? ¡Qué va! Simplemente, Adán tuvo un mal encuentro, comió una manzana envenenada…

Sin duda, Spinoza tenía recursos, se las arregló para operar sobre lo real sin pasar por la pérdida. Produjo en lenguaje lacaniano un sinthome. Él lo dice con todas las letras en el inicio de un texto que escribió con tan solo 29 años, el Tratado de la reforma del entendimiento, que es algo así como su Discurso del método, donde pone las bases de toda su construcción posterior, la que desarrollaría en la Ética. No puede dejar de impresionarnos su sinceridad. Leámoslo primero:

La experiencia me enseñó que cuanto ocurre frecuentemente en la vida ordinaria es vano y fútil; veía que todo lo que para mí era causa u objeto de temor no contenía en sí nada bueno ni malo, fuera del efecto que excitaba en mi alma: resolví finalmente investigar si no habría algo que fuera un bien verdadero, posible de alcanzar y el único capaz de afectar el alma una vez rechazadas todas las demás cosas; un bien cuyo descubrimiento y posesión tuvieran por resultado una eternidad de goce continuo y soberano.”

Spinoza describe la afectación de su alma ante el encuentro cotidiano con lo que acontece. Nos cuenta que el primer recurso para apaciguar su temor fracasa por no ser verdadero. Aparece aquí el rasgo de su singularidad: no puede engañarse. Nos dice que no existe un juicio universal que sea válido sobre la naturaleza de lo que ocurre, ya que las cosas no son en sí mismas ni buenas ni malas. Esto es lo que sorprende, que enfrentado a una falta inicial de recursos se invente otros, ¡y sin ceder un ápice en su exigencia! ¿Dónde lo vemos? Expresado en una palabra. Resolví, dice. Es magnífico. Se encamina entonces a buscar una verdad absoluta, una certeza, porque sólo un bien verdadero puede servirle de suplencia al vacío de lo rechazado, de aquello que lo perturba, que es todo lo demás. Y lo hará, obviamente, sin renuncia alguna, en pos de una eternidad de goce continuo y soberano.

Leamos y releamos este anuncio del que puede ser el sinthome más sublimemente narrado de la historia de la filosofía… y que ejemplifica a la perfección otro conocido aforismo lacaniano: el sujeto es respuesta de lo real.

Zacarías Marco