Lo que viene de la noche y regresa a la noche

Presentación en Cruce del libro de Christophe Bident Maurice Blanchot, partenaire invisible (6/10/2017)

Cartel_Presentación_CruceEl libro de Christophe Bident que presentamos es un libro que sorprende por múltiples aspectos, la mayoría resultarán obvios a todo lector que se acerque a sus páginas pero hay uno, el que me atrapó desde el principio, y por sorpresa, que no es tan evidente. Voy a centrarme en este aspecto, que nos apunta a un inusitado nivel de compromiso, más aún, de entrega. Una entrega, la de Bident, que podríamos suponer dirigida en primer lugar hacia Blanchot, como si de una presencia viva se tratara, pero donde enseguida descubrimos que no es sólo eso. La entrega de Bident empuja –hay que decirlo de entrada– hacia el trabajo de la ausencia que soporta ese nombre propio, y lo empuja hasta transformarlo en una escritura. Porque Blanchot no es un ser, una persona, es una escritura, y será eso lo que iremos descubriendo con Bident, quizás al mismo tiempo que él, y a lo que será absolutamente fiel, con todo el peso que la fidelidad a algo cuasi sagrado implica. Se deduce entonces que lo sagrado no es aquí la persona, sino lo que la ha roto.

Vamos de cabeza pues hacia lo que no puede ser expresado. Pero vamos de soslayo, indirectamente, en círculos, por los caminos que conducen al infierno o la gloria. Partimos de un modo de acercamiento a la persona desde la obra. La persona se hace escritura borrándose, es el efecto propio de toda escritura, el borramiento del objeto a partir del nombrar. Resultará lógico entonces que Bident utilice la descripción de un tercero para aproximarse a él, la descripción que hiciera Marguerite Duras de Robert Antelme, para aplicársela al propio Blanchot. Son estos ecos los que hacen escritura. Duras, que también es un sinónimo de escritura, nos dice sobre un Antelme que también es ya Blanchot: “No hablaba y hablaba. No aconsejaba y nada podía hacerse sin su dictamen. Era la inteligencia misma y sentía horror por el discurso inteligente (…). No sé nombrar eso: la gracia quizás”.

Este efecto de distancia, de borramiento, introducida en el nombre propio de Blanchot, la vemos también reflejada en el título mismo, Maurice Blanchot, partenaire invisible, que será desplegado por Bident a lo largo del libro de múltiples maneras. Así, el partenaire invisible sería primero Blanchot para nosotros, los lectores, entendido como el personaje esquivo que fue, del todo inasible. Pero también, inversamente, podrían ocupar ese lugar los lectores para Blanchot, siendo entonces el lugar de la lectura el partenaire invisible del creador. O bien, Blanchot, partenaire invisible de una época, la sombra que recorre dejando una huella indeleble en todo un siglo de pensamiento en Francia (la portada sería una imagen posible de esto). O bien, la obra misma para el escritor, entendiendo la escritura como el partenaire invisible de una vida, su compañía inconfesable. O bien todo un racimo de lugares cercanos, casi equivalentes, donde encontraríamos el lugar del amigo, el lugar de lo neutro, el lugar de la alteridad; todos ellos como nombres de un referencia tercera, inasimilable por tanto, que hace de partenaire invisible para que un encuentro verdadero pueda producirse, que hace una comunidad de la imposible comunidad.

Pues bien, a todos estos partenaires invisibles podemos añadir entonces, de entrada, una modulación más, la del propio Bident, partenaire invisible de Blanchot a título de biógrafo, uno bien particular dado el objeto de estudio, que es una obra erigida alrededor de un vacío. Ya lo veremos. Una entrega, por tanto, que busca acompañar a Blanchot como partenaire invisible para encontrarse con ese afuera que es la escritura, acariciando el registro blanchotiano de la amistad. Esta preocupación de Bident recorre, en mi lectura, todo el texto. Casi podría pensarse que Bident se propuso escribir una exobiografía (término que utiliza para definir la novela Thomas, el oscuro), una biografía exteriorizada que entrara en los registros en los que pudiera ser leída por el propio Blanchot.

No me invento esta obsesión, parece que existió, Isidro sabe de ello y quizás nos pueda contar luego. Pero para confirmarlo tenemos sobre todo su texto. Por ejemplo, cuando comenta cómo extrajo Blanchot de una biografía de Mallarmé el paradigma de biografía, con la que soñó para él, se atreve a insinuar Bident, una biografía que debe borrarse delante de la obra, y no al revés, una biografía que nos conduzca a la obra. Y eso será precisamente lo que Bident tome a su cargo, analizando uno a uno todos los textos fundamentales de Blanchot, dejando que sea el recorrido de la creación el que termine tejiendo la biografía.

Hasta aquí todo parece bastante claro, lo que nos indica lo lejos que todavía estamos con respecto a lo que nos ocupa. Hemos descendido sólo un círculo de los muchos que se encadenan en este gozoso infierno. Vamos a por el segundo. El trabajo de Bident se hace partenaire invisible del trabajo de escritura de Blanchot, donde no deja de haber una evocación biográfica, lo que se ha llamado, no sé si con mucha fortuna, autoficción. Veamos cómo lo describe el propio Bident,

“La literatura es el lugar donde lo público resbala hacia lo privado sin privatizarse, donde lo privado resbala hacia lo público sin desvelarse”. Obsérvese cómo hace comunidad de escritura con Blanchot. Y continúa: “El método del relato autobiográfico va a imponerse en Blanchot como un retorno violento, preciso, encarnizado, riguroso sobre la experiencia vivida. Blanchot atrapa al lector haciendo del narrador el punto ciego de la narración, manteniendo el juego autobiográfico de la ficción, y haciendo de esta ficción el lugar donde aprehender la verdad del secreto”. Para terminar confesando: “Quizás condena así a una nueva clase de biógrafo, partenaire invisible que no acompaña completamente del todo a su sujeto, ignorando al hombre, conociendo su genio, reconociendo la manera en que el propio hombre se ha ignorado y ha creado al personaje-escritor en que se ha convertido.”

Ahora podemos entender un poco mejor esta mezcla casi imposible de términos que se anuncia en la portada del libro como ensayo biográfico. No ya sólo que la biografía nos conduzca a la obra, sino que, siguiendo las leyes propias de la obra, ésta nos termina llevando a los vacíos de la existencia que crearon la posibilidad de la escritura. Estamos, pues, delante de lo que no puede ser expresado. Hablamos de lo que no puede ser expresado.

Todo esto para entender el batacazo que me llevé leyendo el primer capítulo del libro. Genealogía y fechas, muy brevemente, hasta llegar a la descripción del acontecimiento capital de su vida. Puede leerse como una epifanía, o como el primer tiempo de una epifanía que requerirá de una segunda revelación para hacerse verdaderamente efectiva. Se trata de una descripción literaria, hecha por propio Blanchot, contada en neutro, y casi al final de su vida, del momento, de la vivencia de un horror, seguido de una revelación. Nosotros podríamos ubicarla en el centro mismo del infierno, un lugar al que por definición no se puede llegar. Sigo con la impresión de la lectura de ese primer capítulo. Para alguien con la mente puesta en una biografía al uso, despachar los quince primeros años de la vida de Blanchot en siete páginas no fue fácil de llevar. Los ingleses dicen “the first in de front”. En fin, las quinientas y pico páginas restantes vendrían a poner en su debido lugar lo que allí se narra. En cierto sentido podría decirse que la mayor parte de lo que escribió Blanchot, todo lo que escribió desde finales de los años treinta, lo que para mí es el tiempo segundo de la revelación, responde a la fidelidad debida a ese momento, fidelidad a la noche, a la escritura de la noche.

El episodio está trabajado tres veces en un libro escrito 70 años después del suceso, en La escritura del desastre, título suficientemente revelador, aunque, como veremos, la complejidad que encierra es infinita. Leemos:

“(¿una escena primitiva?) Ustedes que viven más tarde, cercanos a un corazón que ya no late, supongan, supónganlo: el niño –¿tiene siete años, ocho años quizás?– de pie, apartando la cortina y, a través del cristal, mirando. Lo que ve, el jardín, los árboles en invierno, la pared de una casa: mientras ve seguramente a la manera de un niño su espacio de juego, se deja ir y lentamente mira hacia arriba, hacia el cielo corriente, con las nubes, la luz gris, el día mate y sin lejanía. Lo que pasa a continuación: el cielo, el mismo cielo, repentinamente abierto, absolutamente negro y absolutamente vacío, revelando (como por la ventana rota) tal ausencia, que todo desde siempre y para siempre se ha perdido, hasta el punto de que se afirma y se disipa el conocimiento vertiginoso de que nada es lo que hay, y en primer lugar nada más allá. Lo inesperado de esta escena (su rasgo interminable) es el sentimiento de felicidad que inmediatamente sumerge al niño, la alegría arrebatadora de la que sólo podrá dejar constancia por las lágrimas, un torrente sin final de lágrimas. Piensan en una pena de niño, pretenden confortarlo. Él no dice nada. Vivirá en adelante con el secreto. No llorará más.”

Esa fidelidad a la escritura de la noche, que no llegaría hasta el final de los años treinta, después de que Blanchot se significara durante años como articulista de extrema derecha, vendría a exiliarlo de la escritura del día, enmudeciéndolo políticamente varios años, años en los que entabla la segunda gran amistad de su vida, la de Bataille, la primera fue con Levinas, hasta poder volver a escribir e intervenir sobre los asuntos públicos tras un largo silencio, reubicado ya de por vida en la extrema izquierda. Encontramos en La locura del día un pasaje que da cuenta de la división y de la inconsistencia, intentando servir infructuosamente a dos amos, al día y a la noche. Allí leemos de ese vértigo final que terminaría provocando el silencio político hacia 1938 lo siguiente: “Pero mi locura ha permanecido sin testigos, mi extravío no aparecía, únicamente mi intimidad estaba loca. Me decían: ¿Por qué está usted tan tranquilo? Ahora bien, yo ardía de los pies a la cabeza; por la noche, corría por las calles, aullaba; por el día, trabajaba tranquilamente.”

Blanchot resuelve optando por la fidelidad a la noche, a la escritura de la noche que tendrá por fruto sus primeros relatos, principalmente Thomas, el oscuro. No faltan las citas que dan buena cuenta de esta posición de escritura y que podría resumirse en esta frase: “Escribir es hacerse eco de eso que no puede dejar de hablar”. Siempre que entendamos que no existe ambigüedad alguna del vacío al que se refiere: “Escribir como cuestión de escribir (…) no te permite ya esta relación con el ser (…) que recibiste un día del pasado del mundo (…) para consolidar tu “Yo”, aunque éste estuviera como agrietado, desde el día en que el cielo se abrió a su vacío”.

Bident nos cuenta cómo en L’Écriture du désastre, un libro de la última época, Blanchot decide narrar y comentar por tres veces la “escena primitiva”, la apertura del cielo, y nos alerta de la transformación del desastre íntimo, no en la adquisición de un saber, sino en una posición de escucha. Y vamos a encontrar, curiosamente en esta escucha algo que emparenta a Blanchot con Beckett, con lo que se describe como una muerte en el origen de la vida. Impresiona cuánto. Veamos, por ejemplo, cómo se expresa Blanchot consolando a Denisse Rollin, amante y amiga, que sufrió la muerte de una prima asfixiada mientras jugaban: “Todos vivimos con un niño muerto que es quizás el silencio en nosotros.” Una manera de nombrar aquel desastre fundador, que fue acompañado por una revelación de inanidad. Una fidelidad a un vacío transformado en lugar de escritura que producirá formulaciones equivalentes:

“Hay en el corazón de todo escritor un demonio que le impulsa a dar muerte a todas las formas literarias, a tomar conciencia de su dignidad de escritor en la medida en que rompe con la lengua y con la literatura, en una palabra, a poner en cuestión de una manera inefable lo que es y lo que hace”. (Beckett escribió la carta al amigo alemán utilizando los mismos términos unos años antes).

“El escritor se encuentra en esta condición cada vez más cómica de no tener nada que escribir, de no tener ningún medio para escribirlo y de estar obligado por una necesidad extrema a escribirlo siempre…”. (Así también Beckett, en los diálogos con Duthuit, unos años después).

“Parece cómico y miserable que la angustia, que abre y cierra el cielo, tenga necesidad para manifestase de la actividad de un hombre sentado en su mesa trazando letras sobre un papel. (…) El escritor es llamado por su angustia a un verdadero sacrificio de sí mismo. (…) Es necesario que sea destruido en un acto que le ponga realmente en juego”. (“De la angustia en el lenguaje”).

Blanchot hace de esta destrucción y de esta muerte algo operativo en todos los órdenes. Al nivel de pensamiento, en comunidad con Bataille, Bident lo desarrolla en extensión, y, lo que aquí destacamos, en la posición de la escritura. Pero el alcance que tiene no puede tampoco dejar de afectar también el cuerpo. “El cuerpo se restablece, pero la experiencia de la herida permanece. Se cura la llaga, no se puede curar la esencia de una llaga”. Un éxtasis, como dice Bident, que compartiría con Bataille. Un año antes de la muerte de éste Blanchot le escribe: “Me parece desde hace tiempo que las dificultades nerviosas que usted sufre –para hablar en términos de objetividad médica– no son más que su manera de vivir auténticamente esta verdad, de mantenerse en esta desdicha impersonal que es el mundo en su fondo. Y sin duda este movimiento se ha adueñado de alguna complicidad orgánica, pero cómo podía ser de otro modo, si nuestro cuerpo es también nuestra despiadada verdad (…). Si hablo tan indiscretamente de estas cosas que le conciernen, es porque me parece que les pertenezco también, por la amistad, pero no solamente por amistad: algo, allí, silenciosamente, nos es común”.

(La enfermedad, desatada a los 15 años a raíz de una intervención en el duodeno, acompañará a Blanchot toda su vida. Asma tenaz, gripes crónicas, pleuresía, tuberculosis, sensaciones de vértigo y de ahogo, afecciones nerviosas, insomnio, cansancio extremo y agotamiento casi permanente).

Por último, recojo para terminar otro efecto de la fidelidad con la apertura del cielo, la creación de una relación con la alteridad, no sé si novedosa o simplemente apropiada, que redefine el concepto de amistad y de comunidad. Dejará de ello dos libros mayores, La amistad y La comunidad inconfesable. No entraré en ello porque el tema es muy amplio, tan solo destacar la manera de darle la vuelta por completo a la soledad infantil inicial. Siendo fiel a la noche Blanchot deriva hacia una escritura en comunidad, tejiendo, como veremos, un lazo realmente extraordinario. Leeré tan solo dos pequeños fragmentos de la paradójica intimidad en la distancia, la presencia en la ausencia. Después de Levinas y de Bataille será Dionys Mascolo el tercer gran amigo de Blanchot. En realidad, decir Mascolo es decir el grupo de la calle Saint Benoît, el grupo que se juntaba en casa de Marguerite Duras, Robert Antelme, el autor de La especie humana, Louis-René des Fôrets, etc.

A finales de 1969 le escribe Dionys Mascolo a Blanchot:

“Siento que es preciso que le diga, faltando al pudor que tan bien sabe usted imponer a todo lo que le afecta, y a pesar de toda la pobreza de las palabras que se presentan, lo a menudo que me ha atrapado el sentimiento de la suerte extraordinaria que era ser su amigo, hasta qué punto, con sólo eso, no estaba ya permitido quejarse; y no bastaría con decir que usted constantemente nos ha ayudado a vivir: lo maravilloso, que se añade a ello, es que nunca nos ha ayudado tranquilizando, al contrario. Se lo decía así a Robert hace algunos días. Compartir con usted el desamparo es una dicha. Ir al fracaso, si es con usted, no es fracasar. Algunas veces he pensado que de acuerdo con usted no debería ser difícil morir. Observe que me vería arrastrado a decir algo de lo desconocido que puede haber en la amistad misma, o lo que hay en ella que es más fuerte que ella. Perdón.”

Blanchot le responde:

“Recibo su carta pensando que soy yo quien se la envía, a usted, a Robert”, y pasa a continuación a recordar que la palabra amistad fue Bataille quien se la dio. Y, añadimos nosotros, Blanchot se la devolvió en forma de libro tras la muerte de Bataille, entrando así en verdadera comunicación, la de la escritura.

Zacarías Marco, 6 de octubre de 2017