¿Es posible pensarse en la política?

De manera sencilla, pero a la vez rigurosamente poética, Jean-Pierre Vernant escribió que Atenas se pensaba a sí misma en la tragedia. Con estas palabras, el famoso helenista desplazaba el foco de la representación al de la creación, articulando ambas en una interpretación tan novedosa como certera. Decenas de años de estudio y reflexión se venían a concentrar en esta atractiva fórmula. Pero, ¿a qué alude?, ¿qué posibilidad abre ese pensarse a sí misma en la tragedia, que coloca a la ciudad como sujeto activo de su propio experimento de sí? ¿Cómo pudo desbordar el dominio cultural hasta convertirse en motor de su ser cívico y político? ¿Y en qué medida podría concernirnos a nosotros hoy, consumidores algo saciados ya de su legado? ¿Qué paralelismo nos sugiere entre aquellos actores de su tiempo y nosotros, plácidos espectadores, que viene a sacudir violentamente nuestra butaca?

Intentemos primero adentrarnos en su misterio. La lectura que ofrece Vernant abre nuestra mente a otra sensibilidad, nos vuelve porosos a un juego de relaciones, a su complejidad. Enseguida deducimos que no se refiere a lo tantas veces repetido, que la polis griega hubiera inventado el marco apropiado para representarse, un teatro donde exhibir el empuje de su civilización. Tampoco parece referirse a que unos cuantos autores –Esquilo, Sófocles, Eurípides– hubieran trabajado como nadie antes los conflictos del alma en la colectividad, desarrollando un arte nuevo que se revertía en directo sobre la misma. No es eso, o no sólo eso. La metáfora del espejo, esto es, del autor que coloca su obra frente a un auditorio para que se reconozca en ella, no nos vale, es insuficiente. La fórmula de Vernant moviliza otro tipo de comprensión. Su giro lingüístico lee la emergencia de un sujeto colectivo. En aquel cambio de época que supuso el abandono del ordenamiento mítico de antaño, y que se hacía con toda la ambigüedad imaginable debido a la nostalgia por los valores perdidos, la Atenas del periodo clásico había inventado otra escena donde crearse, el lugar simbólico donde madurar delante de sus ciudadanos sus conflictos éticos, políticos y jurídicos que la rasgaban de arriba abajo. En esa urgencia, Atenas había encontrado el medio de interpretarse a sí misma, de trabajar su trauma.

Por tanto, acción del pensamiento sobre sí, de la polis, a través de un cauce inaudito, la tragedia. En vez de hacer propaganda de los nuevos valores, Atenas los pone en conflicto con lo perdido, enfrentando a lo nuevo con lo más vivo de la experiencia arcaica, con su lado mítico más perturbador. Consigue que aquello perdido no se olvide, y pase a ser, para el presente, su reverso necesario. Atenas encuentra así la manera de hacerse a sí misma… haciéndose cargo de su desgarro. Es justo en ese punto donde radica la potencia creadora de sus obras.

¿Por cuánto tiempo sería capaz de sostenerla, de mantener viva esa experiencia? No mucho. El acontecimiento, que había nacido cuando el mito empezó a verse con el ojo del ciudadano, duró apenas un siglo. Enseguida el mundo cambió y aquella mirada partida que le dio origen fue velada. La escisión que creó ese sujeto colectivo, Atenas, capaz de pensarse a sí misma, desapareció. Cuando la reflexión de Aristóteles la alcanza, la tragedia ya está muerta. Él no puede verlo todavía, pero el empuje se había agotado. Fijadas las formas, sólo quedaba la representación.

El teatro posterior arrastrará para siempre el duelo por aquella conmoción perdida, inalcanzable. Pero señalemos responsabilidades, el nuevo reparto de papeles ha vuelto demasiado cómoda la posición del espectador. Ya no se levantará fácilmente de su asiento. Al contrario, hoy quiere más. Nada queda de aquel espanto ante la exhibición de desenfreno que hizo abandonar su butaca al legislador Solón, hecho que marcaría el inicio de la tragedia. Consecuentemente, bien poco queda también de la posibilidad de catarsis, de lo que fue aquella reconducción de las pasiones. Es cierto que cada generación intenta avivar la escena como puede, pero el fuego ya no quema. El escándalo es hoy puro artificio, un juego tramposo, sometido a cálculo. Nos equivocaríamos si nos conformáramos con su mera repetición, si olvidáramos ese vínculo que señalaba Vernant entre creación y representación. Sin él, la tragedia degrada su nombre; y la polis, cualquier polis, hará sólo teatro.

Un reflejo de esta ceguera puede verse en la deriva política actual. No nos conviene naturalizarla, dice de nosotros. Es preciso mantener nuestra extrañeza, interrogarla.

Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo pensarla? Es más, ¿se trata de eso, de pensarla, de limitarnos a ese retraso con respecto a la acción? ¿Hasta tal punto se nos ha vuelto innecesaria la creación?

Obviamente, no es que no hubiera hoy una cierta urgencia, viviendo a todas luces en un cambio de época y en una creciente incertidumbre ante lo que nos espera… Pero nada de eso nos moviliza: cuanto más arrecia el oleaje, más la política entra en deriva. Es un fenómeno curioso. Quizás hubo un tiempo, ya mítico también, de creación de discursos políticos, tiempo de La política, tiempo de interpretar el malestar de la civilización. Hoy queda lejos, su potencia discursiva se ha vuelto tan precaria que a duras penas consigue hilar significante con significado. Sí, ya sé, fue señalado muchas veces, ya oímos hablar de sociedad del espectáculo, de simulacro… pero aquellos análisis, aquellos últimos revulsivos de la segunda mitad del siglo XX nos dejan hoy más bien fríos. Estamos en otra. Y en medio del desasosiego actual el pensamiento vuelve a evidenciar una enorme dificultad para alcanzar lo que mueve y conmueve los espíritus, lo que los liga a la acción. ¿Qué necesitará? ¿Dónde podría encontrar ese enlace?

Cuando miramos un tapiz, las imágenes nos embaucan y perdemos lo fundamental, el nudo que hace el tejido. Lo que animó la tragedia griega no fue la exhibición de sus posibilidades sino la fidelidad a su aporía. Atenas tejió ese nudo al infinito como el nombre de lo que rompe la lógica, mostrando la incapacidad del logos para sintetizar la realidad, para ofrecer una visión pacificada de la misma que olvidara sus conflictos. Ese trabajo con la imposibilidad recibió nombres de dioses, de mitos, de pasiones desaforadas, y buscó el camino de someterlos al ordenamiento de la polis, consciente de que esa lucha se libraba en cada cuerpo y en cada mente. Y fue directa a su desgarro, trabajando la aporía mediante oposiciones, como expresión pura de lo simbólico. Ese fue su invento para mostrar la falacia de la reconciliación. Porque siempre habrá lo otro, lo diferente, lo que no se somete, lo irreductible, lo real. Un espacio que hoy negamos de entrada. Y negando la aporía, ese nudo que teje el pensamiento para que no se deshilache al primer tirón, no podemos inventar.

Ningún ámbito se entiende sin el reverso que lo constituye. Este motor de la mitología griega lo utilizamos aquí para dar el salto a lo que nos toca y para apuntar dónde podría radicar la pérdida de su potencia creativa. Veamos, por ejemplo, el empeño que pone la política en desligar lo individual de lo colectivo, con el objeto de edificar en la escena pública un sujeto colectivo homogéneo, sin el lastre de traumas individuales. Pero, ¿cómo sería posible? La lucha colectiva es también individual. Esa división esconde una previa, la que está en el sujeto, un sujeto tan despistado en lo concerniente a sus deseos que con frecuencia apuesta por lo peor. Incapaz de inventarse una nueva fórmula para negociar con su inconsciente, el sujeto se entrega a ese sufrimiento tan particular que es su modalidad de goce. Y esa falta de invención lo precipita al sometimiento. En toda su variedad imaginable.

Después cantan a coro nuestras racionalizaciones, destinadas a mantenernos orgullosos en nuestro error. Su éxito radica en su fuerza de ocultación. Consiguen alejarnos de lo que verdaderamente tememos, de lo que sería para cada cual su incierta vía del deseo… ¿El deseo? ¡Qué incómodo compañero de viaje para pensar la política! Es cierto, pero, por más que amenace con llevar a la ruina el propio pensar, ¿cómo evitarlo? Demos por hecho que es del todo imposible no despistarse aquí y continuemos.

La pista es el deseo, cómo afecta el deseo a la posibilidad de un sujeto.

Está claro que una fórmula que expresara el deseo en términos de “sujeto relación objeto” resultaría harto precaria. El asunto cojea por ambos lados. Ninguno de los dos tiene consistencia propia. Reciben del otro la trasfusión que los anima. Porque es precisamente esta doble falla lo que habilita esa curiosa relación que es el deseo, una relación de (no) correspondencia entre dos términos fallados. El deseo sólo es posible cuando el sujeto puede soportar la dura prueba de desplegar la ausencia de un objeto en el corazón de su ser, de vivirla como experiencia y de hacer de ella una lectura. Algo que tal vez resulte demasiado duro para nuestra época. Sobre todo, teniendo a nuestro alcance mil maneras de esquivar ese vacío incómodo que nos constituye, para precipitarnos hacia encuentros salvadores llamando deseo a lo que no lo es, con el fin de evitar su construcción.

Lo simbólico es vago por naturaleza, sólo se pone a trabajar cuando el engaño al que aspiramos no se produce, cuando su intento fracasa. Sólo lo moviliza el encuentro con lo real, con lo que no marcha de nuestras pasiones. Y cuando no se siente obligado a hacer su trabajo, el engaño despliega todos sus encantos, todas las artes imaginarias.

Vivimos en ese vaivén. Cuando lo simbólico pierde peso, nos basculamos hacia los paraísos imaginarios. En ellos suena la alarma de lo real, pero no nos hacemos cargo. Sólo cuando lo hacemos nos ponemos a inventar simbólico. Como hoy en día estamos más bien en lo primero, en el dominio imaginario, vivimos tiempos de engaño. Un espacio propicio para que lo real campe a sus anchas. En tiempos de imaginario, expansión del goce.

¿Cómo vive el sujeto en este paraíso sus encuentros? Pues según una de las dos modalidades posibles, el pegoteo o el peloteo. El primero es la victoria del Uno. El segundo, la lucha fratricida del Dos. Son las maneras de esquivar eso tercero que nos descompletaría, dos maneras de poner un tapón en el agujero de nuestro ser. De un extremo al otro, de más loca (Uno) a menos loca (Dos), encontramos en la política actual toda la gradación del engaño imaginario.

El problema que se plantea es cómo pensar la política por fuera de este engaño. Pensarla sin ninguna nostalgia, pues estaríamos en el lugar mitificador que queremos evitar, añorando un objeto perdido que en realidad nunca existió; y sin ninguna esperanza vana, nacida del olvido del conflicto que surge en nuestras pasiones, soñando que dicho objeto es alcanzable en un futuro más o menos cercano. Que son los dos modos de manifestarse nuestro afán de completud en el territorio de la creencia, de la religión. En fin, ¿es posible pensarla sin abrazar tal desconocimiento de sí?

El reto se antoja difícil. Se ha intentado desarrollar una perspectiva que no cayera en la encerrona descubierta por Freud mientras descifraba, y denunciaba, la psicología de las masas, el lazo social en torno al líder por la vía de la identificación. Se la ha llamado lacaniana, o izquierda lacaniana, a esta nueva perspectiva, que aspira a no mentirse con respecto a lo real. Como no trataría de evitar el trauma del sujeto, tal vez podría sacar a lo simbólico de su letargo. Ésa es su apuesta, y dentro de esta lógica encontramos el sintagma propuesto por Jorge Alemán, soledad: común, que apunta a hacer otro tipo de lazo, no a través de la vía imaginaria, sino a partir de la soledad del sujeto, del reconocimiento del síntoma con el que cada cual se anuda a su existencia. De esta manera se recupera la aporía necesaria, al menos sobre el papel. En resumen, una relación desde la diferencia, siendo ésta irreductible. De este modo, lo que compartimos es la condición de exiliados, pero no el exilio en sí, con el que cada uno se las apaña como puede. La disyuntiva que ofrece es clara: el sujeto hará común si parte de su soledad, o hará masa si la engaña.

Como vemos, esta perspectiva teórica tiene el mérito de proteger con éxito la aporía, y sin embargo, algo nos dice que resulta insuficiente para acceder al ámbito de la creación. Nos asaltan las dudas. ¿Qué sería de una política tras el desmontaje efectivo de las identificaciones, del entusiasmo que provocan y de la filiación que promueven? ¿Es imaginable una política que prescindiera del galope del fantasma, que es la fuerza que atiza toda ideología?

Seamos claros: lo que aquí denunciamos (el predominio de lo imaginario, la expansión del goce) se nos cuela también en esta perspectiva y termina haciéndola descarrilar. Convengamos en que no puede reclamarse lacaniana una lógica que no piense el Tres, incluso el Cuatro. En síntesis, la operación lógica sería: introducir una cuña simbólica (Tres) en lo imaginario para poder tratar lo real de un modo sinthomático (Cuatro). El sintagma soledad: común cumple sobradamente estos requisitos, pero difícilmente podrían tener encaje en esta lógica conceptos como antagonismo, hegemonía… palabras portadoras de una visión que tiende a silenciar verdades incómodas. Es lo que tiene hacer lazo con el pegamento del enemigo exterior, que más pronto que tarde sufrimos sus retornos. Y no hay más que levantar la vista para percatarse. Enseguida la figura del traidor será llamada al lugar que antes tuvo el compañero, el amigo, el hermano… En fin, que el Dos nos habrá vuelto a ganar la partida. No creo que en ese registro haya emancipación posible, si es que esa palabra se mantiene. El hijo que se queda en modo antagónico no se emancipa jamás.

¿Qué nos queda? ¿Cómo actuar? Primero, procuremos no engañarnos sobre la fuerza y el empuje de nuestros fantasmas. Y después, puede que para eso nos falte todavía otra pieza. Quizás nos fuera requerido otro punto de partida: no un pensar la política sino un pensarse en la política, a la manera de Atenas con la tragedia. Crear una política que no evite el nudo de lo imposible, una política que se adelante a nuestros fantasmas, capaz de pensarlos antes de que nos piensen.

Pero estamos bien lejos de ello, las invenciones en este terreno son exiguas y pasajeras. (Aquí la teoría del acontecimiento, a su manera, funciona). Y ante esta falta de asideros nuestros fantasmas vuelven a tomar la iniciativa. Es algo que sucede en todos los lugares del pensamiento y del espectro político. En el predominio imaginario el olvido de lo propio seguirá enturbiando la lucha por lo común. Porque en vez de utilizar lo común como ley simbólica para soltar algo de ese exceso que nos habita, en vez de reconocerlo en cada uno de nosotros, y no sólo en el otro, para acceder a ese reconocimiento que produciría algo similar a lo que los griegos llamaban catarsis, volvemos a precipitarnos en la trampa dual, en la dialéctica amigo-enemigo, creyéndonos ver la salida en lo que no es más que la exitosa exportación de nuestros conflictos.

Parece que hemos procedido al revés que los griegos. Es cierto que conseguimos crear también nuestra escena, ¡la política!, pero para evitar pensarnos en ella. Nuestra cultura no se hace ahí, más bien se deshace. Mientras Atenas se analizaba en la tragedia, nosotros no nos analizamos en la política, todo lo contrario. Nos hemos quedado fascinados delante de ese escaparate moderno donde la película que se proyecta es la nuestra. Y con unos actores que últimamente se nos han ido de las manos, ejecutando al gusto de la época guiones imposibles para cerrar la temporada. ¿Será que la clientela se ha vuelto exigente y hay que darle lo que pide? ¿O al revés, que se queja del guión y de los actores para no reconocerse en lo que ve, y asumir por tanto su autoría?

Nada, nada, mejor cubrirse de nuevo con el velo. Evitar el espanto de nuestra mirada partida. Es cierto que de vez en cuando esta mascarada de odio y agresión nos produce un efecto de extrañeza, de vergüenza incluso, y algo nos hace titubear. ¿Qué miramos? ¿Será nuestro espejo? ¿Será la pantalla de nuestros fantasmas? Y nos quedamos suspendidos unos segundos… descompuestos ante eso que nos mira. Pero tranquilos, da igual, no le haremos caso. Gritaremos más fuerte: ¡Adelante proyección!, y la luz se apagará.

ZM 30/11/2019