Beckett polifónico. Sobre Quad.

Texto de la ponencia realizada en el «Seminario Estéticas de impedimento: en torno a Samuel Beckett» de la Facultad de Filosofía y Filología de la Universidad Complutense de Madrid, 09/05/2019

Beckett 9 de mayoQuad no tiene principio ni final, en el sentido de que no parte de una posición cero ni concluye definitivamente. Más bien, empieza in medias res y es interrumpida antes de su acabamiento. Esto se hace especialmente evidente en la pieza en vídeo dirigida por Beckett, Quadrat I+II, que ha de considerarse el estadio último de la misma, y que fue hecha expresamente para la televisión alemana, en Stuttgart, entre abril y junio de 1981. Quad, que es en sí un devenir, devino Quadrat I+II. Después, Beckett no se preocupó por corregir su escritura original, por lo que Quad quedó como otra versión posible. Con la modestia y discreción que le caracterizaban, Beckett se refirió a ella como una loca invención para TV, y evitó otro uso al ya dado. Cuando fue consultado sobre la viabilidad teatral de su puesta en escena, mostró sus reticencias, No lo veo, dijo, y sólo accedió cuando su amigo Alan Schneider le pidió autorización. Por otra parte, todo esto no resta ningún valor al texto de Quad, sino que nos permite apreciar la soltura con la que Beckett se movía para introducir cambios en una obra a primera vista hermética, compacta, definitiva.

QuadEmpezaré también en mitad del asunto. Nada de ubicarse previamente. Me vienen preguntas. ¿Dónde radica el aparentemente inescrutable misterio de Quad? ¿Vemos una comunidad o la imposibilidad de la misma, la soledad total? ¿Puede su magnetismo matemático hacer una abstracción del halo de espanto que la recorre? ¿Hasta qué punto sus codificados recorridos tranquilizan, o exasperan? ¿Hay calma en esta coreografía deshumanizada? ¿Es el recurso a la lógica, al funcionamiento lógico de la circulación de los personajes, incluidos colores, incluidos sonidos, una deshumanización, o es un recurso para detener, contener al menos, la inevitable locura humana? ¿Y cómo es posible producir tal riqueza polifónica a partir de una reducción tan extrema de movimientos? ¿Cómo es posible llegar a soluciones que alcanzan la precisión de una fórmula, para este conjunto de soledades que son incapaces de interceptar su compañía? ¿Y cómo puede convertirse su indudable belleza compositiva en un velo hipnótico, capaz de sustraernos de su horror?

En su famosa carta de 1937 a Axel Kaun, un amigo alemán, Beckett se pregunta si existe alguna razón, por la cual, la escalofriante y arbitraria materialidad de la superficie del habla no pudiera disolverse, o, más aún, no pudiera agujerearse de un modo semejante a lo que sucede en la Séptima Sinfonía de Beethoven, donde la superficie del sonido se halla devorada por inmensas pausas negras. Al menos así la escucha él, nos dice, como una vertiginosa vereda de sonidos enlazando no otra cosa que insondables abismos de silencio. Y cierra el párrafo con un desolado, Se ruega respuesta. Esta demanda acuciante expresada en esos años todavía algo pomposamente, trabajó a Beckett toda su vida exigiendo de él un sinfín de realizaciones, de las que Quad es, tal vez, la pieza más acabada.

Describamos un poco este mundo de normas estrictas, desarrollado en trece minutos. El habla está suprimida. Un punto central, a modo de agujero, articula el movimiento.

Quad. Cuadrado y movimiento. Ley sencilla, para todos. Objetivo claro, también para todos. El movimiento dentro del cuadrado está encaminado a que no se produzca ni encuentro ni interrupción. De este modo, y precisamente por la existencia de un supuesto punto de peligro central, las figuras nunca se van a tropezar. Al contrario, se perseguirán sin choque ni alcance a pesar de recorrer una y otra vez el mismo camino. Resultado del baile, una persecución sin fin de cada uno a cada uno y de todos por todos. En ese lugar  –cuadrado, escena, mundo– sólo se existe para perseguirse, sea tras la sombra de sí mismo o tras la sombra de otro. Y perseguirse ininterrumpidamente, sin llegar nunca a encontrarse con el otro. Su actividad cumple esta extraña paradoja: hacer, con una misma matriz de movimiento, un conjunto de soledades irremediables.

No menos enigmático resultan las entradas y las salidas. Cada cual entra o sale cuando le llega el turno, pero el turno de cada uno depende de la ley que afecta por igual al conjunto, al movimiento de todos los otros. Por lo que son esos otros los que, cumpliendo el curso de su recorrido, permiten a cualquiera de sus miembros tener un lugar y un momento, tanto de entrada como de salida.

El movimiento, en esencia siempre el mismo, tiene dos peculiaridades esenciales. La primera es el giro que se produce, siempre hacia la izquierda, cada vez que una figura se topa con un vértice, esto es, cada vez que se cubren los cinco pasos de cualquier lado del cuadrado o de sus diagonales. Cinco pasos, giro hacia la izquierda. La segunda, es el giro que se produce a mitad del recorrido de las diagonales, sorteando el lugar central del cuadrado, el lugar donde se chocarían los personajes de no producirse el giro. Aquí radica el primer enigma, la primera sorpresa, porque el giro no se produce para evitar la colisión, aunque la evite, sino por la imposibilidad, axiomática, de pisar en el centro geométrico del cuadrado, un centro claramente señalado con un punto.

Tenemos, entonces, una suerte de acoplamiento entre el movimiento base, individual, que es el mismo para todos, y el movimiento colectivo, bien sea de a dos, de a tres, o de a cuatro. La impresión que produce evitar la colisión es, pues, falsa. Resulta de una traslación de la imposibilidad primera, que afecta a cada uno aisladamente, al movimiento del conjunto. El encuentro es imposible porque imposible es atravesar el centro. Esta imposibilidad no es mecánica sino fruto de una necesaria evitación. El centro, denominado E, es, como dice el texto al final, una supuesta zona de peligro. Beckett explicita entonces que ésta es la causa de la desviación en el recorrido de las diagonales del cuadrado.

Paso ahora a las interpretaciones.

La pieza puede pensarse como un castigo digno del Infierno, de un castigo eterno del que se nos muestra un fragmento en Quad, y dos en Quadrat I+II. De esta forma, y aunque por puro sentido común, por puro agotamiento, fuera previsible que ese recorrido debiera acabar, quizás no tenga por qué ser así. Partiendo de la eternidad ideal que se desprende, a modo de fractal, de la fórmula matemática, podríamos pensar en una disminución infinita de la actividad que, no pudiendo acabar, fuera perdiendo su empuje, su cadencia, aunque de manera imperceptible para un observador estático. Como sabemos, restando siempre un poco menos, no llegaremos nunca al cero absoluto de actividad. Estaremos sólo más próximos, relativamente. El deterioro será tan infinito como inapreciable a primera vista, donde dominará, engañosamente, la repetición.

Tenemos, entonces, esta soledad de recorridos hacia la izquierda, evitando el centro maldito. La referencia literaria, más o menos obvia tratándose de Beckett, nos lleva al Infierno de la Divina Comedia, donde Virgilio guía a Dante descendiendo en círculos, siempre hacia la izquierda, por oposición al movimiento en el Purgatorio, que es hacia la derecha. Aquí, en Quad, en vez de cubrir círculos, que siempre evoca a infinitud, tenemos la reducción al cuadrado, y siempre el mismo. A partir de ahí, todo es lo mismo y todo es diferente. Cada recorrido es nuevo, pero siguiendo la misma ley. Esta especie de Infierno en la tierra, de esta vida en el Infierno, siempre igual salvo por el desgaste producido, es utilizado para componer una danza coral que se mueve a través del preciosismo matemático que despliega. El texto repite todas las combinaciones posibles, de trayectos, de colores, de luces, de sonidos, de trajes, llegando a ese punto de agotamiento de posibilidades del que habló Deleuze en su texto L’épuisé.

Pero lo que me interesa destacar es la tensión existente entre el desarrollo formal de la pieza, que extenúa un desarrollo matemático y musical, y algo que es del orden del sufrimiento. Por un lado, pudiera parecer que la formalidad excluyera cualquier referencia anímica, pero ocurre al revés: excavando en su vacío la sugiere. Y debemos concluir –en todo caso ésta es mi lectura– que la extraña potencia de su desarrollo proviene, precisamente, de lo que se oculta. Esto es esencial, quizás lo más esencial, o lo que permite acercarse a lo más esencial, que es el misterio de ese tratamiento sin fisuras del texto, de la imagen, del sonido en Beckett.

Tal vez, intentando precisar, más que de sufrimiento habría que hablar de un estadio posterior al sufrimiento, un estadio al que ya no podemos calificar como sufrimiento, pues el desgaste lo ha llevado a otra cosa. O, incluso, se nació ya en ese otro estado que Beckett nombró, referido a él mismo, como muerto, como nacido muerto. Pero muerto en movimiento.

Dejaremos de momento en suspenso esta conexión para volver a coger impulso a partir de sus aspectos formales. En Quad hay evitación del centro y encuentro imposible, todo en uno; y, a partir de aquí, despliegue de posibilidades.

No deja de ser sorprendente, teniendo en cuenta estas premisas, la facilidad de adaptación del autor a la contingencia, aportando soluciones técnicas ante cualquier problema. ¿Que no funcionan las luces diferentes? Se suprimen, no hay problema. ¿Qué los actores no se pueden concentrar en sus ritmos? Bueno, que utilicen auriculares. Beckett daba soluciones a todo, los problemas prácticos le encantaban, tenía una máxima receptividad hacia los avalares de la contingencia. Veamos un ejemplo.

En el resultado final de Quad se introdujo algo totalmente inesperado. Un técnico le comentó el particular efecto del visionado de la grabación, que se mostraba en el monitor en un austero blanco y negro que a Beckett también le encantó, y decidió utilizarlo –origen de Quadrat II–, aprovechando la ocasión para introducir un elemento característico de toda la escritura de Beckett, el empeoramiento de la situación, el desgaste. Recordemos aquella máxima beckettiana del borde del abismo, donde todavía se le puede ganar unos milímetros. Un siempre se puede estar un poco peor que quedará aquí reflejado en la disminución del ritmo, un tempo que se había incrementado considerablemente en Quadrat I con respecto al manuscrito original, y que en la sección que sucede al fundido en negro deviene cansino, extenuado. Por ello, si parco era Quadrat I, Quadrat II resulta de una sobriedad extrema. A su decantado tempo lento se suma la pérdida del color, la pérdida de la música y la reducción al mínimo de las combinaciones de las trayectorias. Cien mil años, comentó Beckett, separan Quadrat I de Quadrat II.

Vamos con el título. Se puede interpretar el título de la pieza en la misma línea paradójica de soledad radical dentro de una colectividad. «Quad» es el patio cuadrado de las universidades británicas, y también el patio de la prisión. No es difícil imaginarse a los cuatro encapuchados, con sus túnicas, indiferenciables salvo por el color, como presidiarios haciendo infinitamente sus recorridos en el quad, sin comunicación alguna, sometidos a una ley de evitación que los preserva de un mal mayor, quién sabe cuál. Puede que los preserve del desorden del azar de una comunicación. Puede que del desorden del inevitable fracaso de toda comunicación.

Hacemos conjeturas sobre el Beckett relojero. Nuestra inquietud puede buscar consuelo en la biografía. Podemos acordarnos que el apartamento de Beckett daba a la cárcel de la Santé, y que se pasaba horas observando sus muros y sus ventanas, incluso comunicándose con presos mediante señales en morse con la ayuda de un espejo.

¿Más posibilidades? También es plausible «Quad» como patio de universidad. Beckett sugirió que una de las posibilidades para la elección de actores era que fueran adolescentes. ¿Más? A decir verdad, no faltan. «Quad» también es referido a cada uno de los cuatrillizos de un parto. Algo que vuelve a recordar lo que vemos en la obra, y que nos remite a lo uno y lo múltiple, a un diferente que no deja de participar de lo mismo. Es diferente, sí, pero es lo mismo. De ahí que no haya ningún movimiento que particularice a los cuatro participantes. Al final, en Quadrat II, ni el color los distingue.

Voy acabando. No sé si prometí algún detalle biográfico más. No importa, voy a darlos, esos detalles gustan. La invitación para hacer una obra para la televisión alemana permitió a Beckett desempolvar un proyecto, J. M. Mimo, abandonado casi veinte años atrás, que fue concebido para el actor Jack MacGowan, y que partía de una base de movimientos geométricos en escena. Y dando otro salto en el tiempo, algo mayor incluso, podemos volver a lo formulado en la aludida carta al amigo alemán sobre la necesidad de alcanzar un lenguaje sin palabras. Se ha hablado mucho de la realización de este sueño en Quad, llevado por fin a cabo en una época en la que el sentimiento de mentira transmitido por las palabras le volvía a ser intenso, como comentaba a quien quisiera escucharle. Pero a mí me interesa más compararlo, o ponerlo en serie, con el trabajo que origina la distribución en el espacio en términos matemáticos, una constante en Beckett, sobre todo cuando se incorpora un movimiento rotatorio. Cuando esto ocurre, Beckett queda capturado en el cálculo probabilístico en busca de la mejor solución. Y no suele hallarla, ¡porque no existe!, pero en su búsqueda alcanza una cierta calma. Veamos.

En el arte, decía Beckett, se trata de elegir la menos insatisfactoria de entre todas las soluciones posibles, ninguna satisfactoria en sí. El ejemplo princeps de esta matemática de la probabilidad sería el famoso pasaje de Molloy de las doce piedras destinadas a succión, repartidas en cuatro bolsillos, buscando la combinación que asegure el pasaje por la boca de la totalidad de las piedras antes de volver a empezar. En este caso, las primeras soluciones, las primeras combinaciones rotatorias, resultan demasiado insatisfactorias al no poder asegurar el irrenunciable objetivo de agotar la totalidad de los guijarros a succionar. Se trata de que el azar no intervenga, de conseguir una solución matemática. Finalmente, el objetivo de succión de la serie completa de doce guijarros se vislumbra posible, pero sólo a costa de tener que adoptar una opción tosca, muy lejos de la elegancia matemática de las distintas rotaciones de a cuatro, siempre parejas. ¿Qué observamos en relación a Quad? Apreciamos, sobre todo, el valor único dado al movimiento, que es la constante del sentido rotatorio. También, el hallazgo del trazo matriz, cuyo despliegue geométrico consigue crear la constelación necesaria. Un poco a la manera de esos cuadros de Paul Klee donde un trazo único se repite formando un conjunto armónico.

Es la extraña belleza que resulta de la aplicación de una ley formal. En el caso de Beckett, se trata de una polifonía que parte de un único sonido base, creando una estructura fractal que se multiplica, aunque no indefinidamente. Esta entropía afecta al desgaste, pero no la composición. Por eso se multiplican, hasta cierto punto, cuatro elementos, que se vuelven a contraer después, una y otra vez, al infinito. Un vaivén de elementos en juego. Un, dos, tres, cuatro, y viceversa.

Llega un momento en el que nosotros tampoco podemos parar, así es que añadimos otra vuelta más. ¿Será la última?

Quad también hace pensar en la temprana obra en vídeo de Bruce Nauman, conocida como Dance or Walk on the Perimeter of a Square, de 1967. Lo sorprendente aquí es que, siendo la obra de Nauman anterior, la influencia en él de los textos de Beckett es previa. Una influencia, por lo demás, generosamente reconocida por el escultor norteamericano, y que dejaría sus frutos en otras obras, los pasillos estrechos, por ejemplo. Con relación a la danza de Nauman en el perímetro del cuadrado, la obra de Beckett retira toda alusión personal, humana concreta, para centrarse en lo que he interpretado como la necesidad del alivio compositivo, una precaria medicina, también ella misma sometida al mismo agotamiento o proceso de extinción, al ruins in prospect, que era su modo de traducir el work in progress joyceano.

Quería acabar, pero Isidro Herrera se introduce aquí como un encapuchado más y me susurra al oído algo a lo que yo no alcanzo. Cómo no recordar, me dice, que Kepler imaginó a los astros produciendo en su movimiento orbital un sonido, y que el universo entero era para él una gigantesca polifonía. Este diminuto universo de Quad, reducido a un cuadrado, tiene exactamente el mismo contenido polifónico que el universo de Kepler. Toda la fuerza gravitatoria de los planetas y el equilibrio entre lo que estando en fuga sin embargo se atrae, se concentra en este cuadrado de Beckett. Sean personajes, planetas, o puercoespines, todos están ahí produciendo el sonido de la distancia apropiada, del contacto imposible.

Un interminable paseo, un infinito paseo por el cuadrado que recuerda ciertos dibujos de Escher, que también despliegan sus recorridos aquejados de un peculiar desmentido, donde se hace posible lo imposible, utilizando con frecuencia la figura del cuadrado.

Ahora sí, termino, retomando aquella tensión que señalé al principio entre la armonía y el afecto, que es para mí lo fundamental. ¿Qué decir de la extraña impresión de belleza que trasmite? ¿Nos subyuga sin más, o se hace necesario darle algún sentido?

Me parece que todos los elementos en juego llevan esa mezcla de la elaboración de una receta precisa, geométrica, matemática y musical, como única actividad mental capaz de poner a distancia ese punto central al que se teme, ese agujero que sólo se puede bordear. Por eso, esa especie de defensa frente a lo insoportable de la vida, percibido como lo ya descompuesto, o lo que se descompone siempre, y que la matemática sujeta y distrae –ése es el mínimo alivio trabajosamente obtenido–, no puede dejar de llevar consigo el fractal patético, aquel que es expresado en Quad, y también en Pasos, mediante el sonido de los pies arrastrándose al caminar.

Es eso lo que observamos. La cadencia del pathos del movimiento humano en su paso por la existencia. Una existencia reducida aquí a su mínima expresión: el frotamiento. El ritmo de la obra incluye en su particular belleza el sonido de este sufrimiento último, los pasos.

Zacarías Marco, 9 de mayo de 2019