Decimoséptimo aforismo: «Si un hombre cualquiera que se cree rey está loco, no lo está menos un rey que se cree rey»

¡Qué cautivante el poder de la cita! ¡Qué sosiego nos produce la asignación de una autoría! Tiene sin embargo sus peligros. Para intentar evitarlos partiré exponiendo algo insensato, dudar del auténtico culpable de este aforismo. Mejor dudar desde el principio, utilizar la duda como antídoto ante un dictum tan severo que amenaza quizás nuestras cabezas. Porque las mediaciones importan, ¡importan siempre!, y más cuando socaban el concepto mismo de autoría. Mostraré mis cartas. Es locura el vínculo inmediato, la identificación inmediata. Es locura desatender la función que le relega a uno a mero funcionario, creyéndose encarnar la institución. En definitiva, es locura que uno se lo crea.

De eso va este aforismo, que viene a sintetizar en una sola frase la versión lacaniana de la locura hegeliana, y que fue el modo con el que Lacan intervino, a la salida de la segunda guerra mundial, en el debate de la psiquiatría francesa sobre la causalidad de la locura.

Nos situamos en aquel encuentro, que fue sonado por dirimirse en él posturas en extremo divergentes. El debate ocurrió en las Jornadas psiquiátricas de Bonneval, donde Lacan sostuvo, contra el organicismo imperante, personalizado en el anfitrión, Henri Ey, una causalidad psíquica, freudiana por supuesto, pero que adornó para la ocasión con el ropaje del filósofo alemán. Digamos que escogió estos títulos de nobleza, la idea de Hegel sobre la locura, para ilustrar el mecanismo en juego, la identificación, un concepto freudiano que Lacan había actualizado con su ‘estadio del espejo’ para desmontar los engaños de lo imaginario en la constitución del yo. Fue su primer caballo de batalla dentro y fuera del psicoanálisis. Dejaremos para el siguiente aforismo la versión clínica de la psicosis, que no es lo mismo, y que sería el fruto de una posterior investigación.

Ciertamente, podríamos convenir que el autor inmediato de este aforismo es Lacan, pero es obligado entretenernos antes con el asunto de las mediaciones. Su fórmula es una torsión sobre otra, no señalada explícitamente, aunque sí aquella referencia primera a la que ambas responden. Para no perdernos, Descartes, Lichtenberg, Lacan.

No es desde luego la primera vez que Lacan afila un aforismo ajeno, ya hemos señalado otras veces este modo interventor suyo, pero esta vez el juego de espejos que provoca amenaza nuestra cordura. Una amenaza que intentaba evitar precisamente Descartes en el pasaje inicial de sus Meditaciones, cuando, como paso previo a alcanzar la certeza del cogito ergo sum, alarga la sombra de la sospecha sobre todas las verdades establecidas. Descartes se pregunta, cómo podría negarse él que esas manos y ese cuerpo que veía fueran suyos, desde qué cordura, si no era comparándose a algunos insensatos con el cerebro alterado –así los llama– que aseguraban ser reyes siendo en realidad pobrísimos…, y terminaba concluyendo que sería tan loco como ellos si se dejara guiar por sus ejemplos.

Tenemos aquí el antecedente primero de la comparación con el loco que se cree rey, donde razón y locura se autoexcluyen, y la certeza queda como una conquista de la razón. Una línea filosófica que sería contestada por Hegel, y que Lacan retoma en su debate contra Ey, quien, siguiendo la separación cartesiana, entendía la locura como un insulto a la libertad. Lejos de ser un insulto a la libertad, le responde Lacan, la locura es su más fiel compañera, puesto que no es posible comprender el ser del hombre si no llevara la locura como límite a su libertad. Un señalamiento que retoma el acercamiento ilustrado de Pinel a la locura, así como el posterior de Hegel, inspirado en él, quien nos dejó una chocante descripción que a muchos se les sigue atragantando. La locura no constituye una pérdida abstracta de la razón, sino un simple desvarío del espíritu, una contradicción dentro de la razón. En el sistema del filósofo alemán era de capital importancia entender el funcionamiento de la locura, llegar a la razón de la sinrazón, de ahí que leyera con admiración a Pinel y estuviera al corriente de los trabajos de los primeros alienistas, aquellos pioneros de la psiquiatría moderna, en los albores del siglo XIX. Lacan utiliza a Hegel para volver a situar el debate en una problemática universal, no circunscrita al ámbito de la medicina.

Ni qué decir tiene que el debate está lejos de clausurarse. Más bien todo lo contrario. Podemos entender la actual apuesta psiquiátrica por la causalidad orgánica, y hasta la noción misma de enfermedad mental, como una traición a aquellos principios fundadores de la psiquiatría moderna. Nuestra época, optando mayoritariamente por la neurobiología, se retrata. Es la forma contemporánea del rechazo a lo bastardo de nuestro ser.

Pero no hace falta que nos pongamos demasiado serios, nuestro siguiente autor nos va a mostrar que no hay nada tan subversivo como el humor. Un siglo después de Descartes, pero todavía algo antes de Hegel, un extravagante maestro y científico alemán, Lichtenberg, vendría a retomar la misma comparación del loco que se cree rey. Un detalle nos ilustrará por qué la fama de este curioso personaje sólo podía alcanzarle tras su muerte. Lo más singular suyo no lo publicaba. Se conformaba con ir anotando sus pensamientos en frases sueltas, en extremo provocadoras, donde había volcado su visión del mundo con una ironía tal, que sigue provocando nuestra sonrisa. Una escritura del todo fragmentaria que anotaba en sus cuadernos borradores, así los llamaba él, donde no aparece ni una sola vez el calificativo de aforismos. Esto tiene su gracia, ser famoso por ellos esquivando su denominación. No sabemos si temía que su simple definición les hubiera restado poder corrosivo, o bien, su férreo apego a lo inconcluso tenía razones más personales. En fin, no sabemos, quizás la suma de ambas, pero el caso es que sólo pasaron a la historia, con ese nombre, una vez muerto el personaje. Lo que sí es seguro es que Lichtenberg estaba algo melancolizado por la añoranza de sus viajes a Inglaterra. De allí se trajo a sus autores favoritos, además de Shakespeare, Sterne y Swift. Con ellos intentaba inyectar algo del humor británico en la más que prosaica cultura germana. Un desenfado que garabateó en sus cuadernos. Supo darle esta salida a su sufrimiento, a lo que vendría a ser su real interior.

Si damos por cierta la definición de aforismo de John Gross, según la cual un aforismo es una máxima subvertida, los de Lichtenberg son el ejemplo perfecto. Escribió cosas como, “la ortodoxia de la razón atonta más que cualquier religión”, o, “es casi imposible llevar la antorcha de la verdad a través de una multitud sin chamuscarle la barba a alguien”, o, “los santos esculpidos han ejercido en el mundo mucha mayor influencia que los vivos”.

¿Verdad que es difícil resistirse a su encanto? Pero vamos ya con el que nos ocupa, cuya extraordinaria acidez exige una digestión lenta, mucho más pausada. Dice así: “Un loco que imagina ser un príncipe, no difiere del príncipe que lo es de hecho, sino porque aquél es un príncipe negativo, mientras que éste es un loco negativo. Considerados sin su signo, son semejantes”. Sí, sí, léelo de nuevo, es necesario. ¡Qué tipo! ¡Qué brillante utilización del signo matemático! ¡Con qué asepsia y con qué humor ilustra la cara oculta de cada ser! Adviértase, además, cómo une lo que Descartes buscaba separar, anticipándose así a una noción ilustrada de la locura (que a su vez retomaba la del mundo clásico, greco latino). Que el loco sea un príncipe negativo, y viceversa, que el príncipe sea un loco negativo, implica aceptar que la contradicción yace en el núcleo de nuestro ser. Una perspectiva continuista de la locura que la dialéctica de Hegel elevaría a su máxima altura, aunque expresada aquí, en la pluma de Lichtenberg, en el modo más ligero imaginable. ¿Qué nos propone este aforismo? La identidad secreta que une a los contrarios. La levedad de las máscaras y de las creencias, suspendidas tan solo del hilo de un signo, sujetas a un abrir y cerrar de ojos.

Llegamos así a la intervención de Lacan, al modo que tiene de abrir sobre el terreno las líneas de corte. Recordemos cómo le daba la vuelta al cogito cartesiano aniquilando por partida doble su certeza: allí donde soy, no pienso; allí donde pienso, no soy. Por supuesto que Lacan contaba con notables precedentes, baste recordar la ofensiva nietzscheana contra los aforismos cristianos, pero cada pensador aporta su singularidad, su marca de fábrica. Nos fijaremos, entonces, en el desplazamiento que hace Lacan. En este caso, en cómo evita la grandilocuencia del pathos para llevarlo a la mordacidad del bathos. Lacan se ríe de las verdades de los salones llevándolas a las alcobas. A ojos de sus críticos, el juego sucio del psicoanálisis. Nosotros, no sin un cierto de sonrojo, aceptamos la suciedad que brota de nuestras asociaciones. Hagamos la prueba.

El aire provocador, a veces irreverente de Lacan, me hace recordar algunas intervenciones de sus amados surrealistas. Por ejemplo Duchamp, dibujando el abrazo de Rodin pero desplazando la mano del hombre hasta situarla en el lugar “apropiado”, justo en el sexo de la mujer. Para los amantes de las explicaciones, la pasión de la escultura debía humedecer la piedra. De ahí el traslado necesario de la mano a ese lugar. También, cuando le coloca un bigote a la Gioconda titulándola jeroglíficamente L.H.O.O.Q., cuya lectura (en francés) revelará al incauto una interpretación sobre el enigma de su sonrisa, su contracara lasciva, que “ella tiene el culo caliente”. En Duchamp se trata siempre de desmontar la mirada del espectador, la mirada que venera, llevándola a una pasión, vista siempre desde lo lúdico. Quizás por eso mi imaginación salta ahora a Magritte, que provocó una convulsión no menor pintando su famosa pipa con el letrero “Esto no es una pipa”, lo que era estrictamente cierto porque lo que vemos no es una pipa.

Una distancia entre la palabra, la imagen y la cosa, que me lleva a pensar en otros artistas que siguieron esta línea conceptual y lenguajera, como Kosuth, cuando nos presenta una silla en sus tres estados, uno al lado del otro: en la pared, la foto de la silla; al lado, el texto de su definición, tal como aparece en el diccionario; en el suelo, el objeto mismo, la silla. Una obra conceptual que expresa magníficamente la tensión entre los tres registros lacanianos, lo imaginario, lo simbólico y lo real; y la dificultad, sobre todo, de entender el tercero, el objeto. ¿Pero cómo? ¿Una simple y cotidiana silla encarnando lo real lacaniano? Quizás no sea tan exagerado si pensamos que ese objeto silla, desprovista de su uso habitual, está por ello fuera de la realidad. No está ahí para que nos sentemos en ella, sino para contemplarla. Y por ello mismo nos devuelve la mirada, nos mira desde lo real. Lo perdido del objeto ha hecho su aparición provocando nuestra división subjetiva. Esa silla no está en la realidad, está en otro registro. Esa silla real no es una silla, es la epifanía de la silla. Y desatendiendo la necesaria separación de los registros, el rey que se cree rey se sienta en ella, comete esta transgresión, esta locura.

Decíamos que Lacan interviene sobre el aforismo de Lichtenberg en el mismo sentido que éste intervenía sobre Descartes, desvelando el nexo que unía a los contrarios, pero nos quedaba añadir lo fundamental. Lacan señala el momento preciso en el que se produce el viraje, el tipo de conexión entre las dos caras de la moneda, loco y rey. Todo depende de si la relación es mediada o inmediata, siendo sólo locura ésta última, lo que en términos de Hegel es “la creencia infatuada del sujeto”. Pero antes de entrar en ello merece la pena detenerse en la belleza formal del aforismo lacaniano. Si la gracia de Lichtenberg estaba en su envoltura matemática, la de Lacan está en la supresión total de aderezos. En vez de hacernos llevadera su radicalidad, nos deja en el vacío. Que cada cual se las apañe con ella como buenamente pueda. Ahí va. Si un hombre cualquiera que se cree rey está loco, no lo está menos un rey que se cree rey.

¿Qué nos sucede al leerlo? Difícil de evitar que el “no lo está menos”, con el que Lacan encabeza el segundo sintagma, permanezca resonando en nuestros oídos. El efecto es curioso, convierte lo que sigue en la ejecución de una sentencia. Funciona como la guillotina que cae sobre el resto de la frase, sobre “un rey que se cree rey”…, y tal vez también sobre nuestras cabezas. Porque este tipo de creencia, que está a nuestro alcance, ¡es locura, auténtica locura, y no menor que la otra! Una advertencia necesaria, dado que la primera suele ser una locura incruenta, tanto dentro como fuera del asilo, reducida al ámbito privado del loco, pero no así la segunda.

Para ilustrarlo, nada mejor que recurrir a lo que Hegel llamó “la ley del corazón y el desvarío de la vanidad”, un estadio romántico y revolucionario del acceso a la conciencia de sí, en el que el sujeto proyecta en el mundo lo que es en realidad su propio desorden. Señalando este peligro, Hegel pinchaba el globo del romanticismo de la época. Veamos cómo lo hace.

¿Qué le sucede a este héroe moderno? Que es presa del siguiente espejismo: cuando mira a su alrededor, sólo ve en él caos e injusticia; y llevado por la ley de su corazón se lanza a intervenir provocando un desorden todavía mayor. Un desastre por otra parte lógico, fruto de la confusión de una conciencia que, incapaz de discernir la relación entre lo propio y lo que atribuye al mundo, queda fijada en un estado infatuado del yo, una locura transitoria que precipitará el desenlace. ¿Cuál? A fin de cuentas, una nueva modalidad de su exclusión social, de su desvarío, ahora señalado desde ese exterior al que pretendía salvar. Sin saberlo, el sujeto ha redoblado su contradicción interna golpeándose a sí mismo por vía interpuesta. El mundo no quiso ser salvado por él, y reaccionó a su violencia deteniéndolo, apresándolo. En lugar de mantener una relación dinámica entre virtualidad y realidad, este loco ha frenado el proceso, ha detenido la contradicción necesaria entre el adentro y el afuera, su interacción mutua, y su propia virtualidad interior, no reconocida, terminó por colonizar la realidad exterior. ¡Vaya locura! Hubiera sido necesario mantener la contradicción inherente a la conciencia, entre lo que ella atribuye al mundo y lo que considera propio. Una feliz contradicción que el loco interrumpe, provocando la aparición de una “idea fija”, una certeza, que va a determinar sus actos.

Lacan recurre a Hegel para poner el foco sobre esta infatuación del sujeto, lo que en términos psicoanalíticos sería el fenómeno de la identificación sin la mediación simbólica. Pero también hace algo más. Radicaliza tanto el sujeto, ya de por sí descentrado que nos presentaba Hegel, que termina separándose de él. Hay que tener en cuenta que Lacan tiene en mente, en ese momento, una doble amenaza. La exterior al psicoanálisis podía ser el organicismo de la psiquiatría, pero había otra interior a él, la psicología del yo, que pese al puntual debate con Henri Ey, era su verdadera bestia negra. Y el fundamento de su crítica le lleva a ir también más allá de Hegel, porque Lacan presenta al yo como fuente inevitable de desconocimiento. Desde el yo, no hay superación posible, no hay etapas, no hay progreso, por lo que no puede haber conquista verdadera de la conciencia de sí.

Además, Lacan va a ofrecer un límite a la noción de continuidad entre razón y locura, porque la locura que es que alguien se crea su personaje, no está al alcance de cualquiera. No depende de su voluntad. Ni del loco ni del que no lo es. De ahí que, siendo un joven psiquiatra, escribiera en el muro de su sala de guardia del hospital de Sainte Anne otro de sus célebres aforismos, No se vuelve loco quien quiere.

Zacarías Marco