El escudo del saber está manchado de sangre

Publicado también en el blog Entrelazos, pinchando aquí.

De la fascinación a la sospecha se ha pasado, finalmente, a un desasosiego, a un malestar que pide paso, que solicita expresión, y hay que dársela. Así siento que ha ido basculando mi relación con el saber. Un creciente disgusto. No es fácil dar cuenta de ello, tampoco de los interrogantes que me sobresaltan cuando mi mano se detiene sobre el papel. Una mano que lee y rehace lo escrito, que dicta ahora que le toca el turno al saber, a sus usos y a sus engaños. Vayamos a su encuentro dejando caer alguna de nuestras armas por el camino.

¿Cómo se nos muestra? La ambición esférica y totalizadora que lo caracteriza ofrece, alternativamente, una doble cara, pacífica y violenta, que nos da la clave de lo que esconde. Sólo hay que seguir su pista. ¿Qué habita en el saber que lo inclina a ejercer la fuerza bajo la forma de una domesticación, bien sea hacia una supuesta exterioridad, bien sea hacia una supuesta interioridad? ¿Qué intenta ocultar o preservar esta dualidad? ¿O acaso no es ya de entrada una suerte de armadura que se mueve entre el polo defensivo, como reducción presuntamente ociosa y solitaria de una perturbación desconocida, fuera por tanto de toda disputa y de todo antagonismo, y el otro polo, el abiertamente ofensivo, sea con la cara amable del saber, revestido de conquista sobre lo ignoto, sea con la cara ejecutora de quien participa en el combate verbal?

En ambos supuestos nos encontramos con la idea de un saber que construye un edificio de saber precisamente para no saber de la afectación que lo enloquece. La fiera no es visible. La fiera le lleva a montar un circo sin fieras dentro. Es un engaño. Un magnífico circo iluminado por vistosos fuegos, sí, pero artificiales. La así llamada construcción epistémica, ¡qué horror! Todo se jugará entonces en qué desvíos tome, en cuánto se aleje de la falla que lo atraviesa, en cómo se entregue a la pasión agonista, en quiénes utilice para confrontar no ya su mal, sino lo que lo vela; en definitiva, todo dependerá de cuál será la puesta en escena donde su tragedia se despliegue… aun por la vía del ocultamiento. Podemos preguntarnos entonces, cuál será ese tipo de despliegue que el teatro del saber nos ofrece: si será en la línea de un inevitable rehusarse, propio de aquel que trata con su límite indecible y, reconociéndolo, se topa con él; o será en la línea del que se lo oculta, y con ello se enmascara no sólo la existencia de este límite sino también el malestar último que lo movió, desde el primer momento, a tal o cual acción. En el primer caso, entenderemos que el sujeto entra en relación con una verdad, participa de lo que le es propio, muestra el juego del velo de la alethéia, permitiendo que lo oculto se haga evidente. En el segundo caso, será con otra cosa que una verdad con lo que trate, será un saber sin verdad, por lo tanto, deberíamos poner aquí la denominación de sujeto entre paréntesis.

En resumen, o bien el saber se deja tocar por lo que lo perturba y, poniendo en juego lo inaccesible, el sujeto es llevado a romperse en su decir; o bien es el sujeto mismo el que, en tanto desaparecido, supondremos que dimitió detrás de lo que se nos ofrece, los muros huecos de un saber.

Qué espanto de generalizaciones, vayamos a lo concreto.

La famosa profecía de Joyce con respecto a los siglos de estudios universitarios que esperaban a su obra mostraba el valor que tenía para él la vida del texto, de un texto hecho carne, devenido así inmortal. Probablemente para Joyce la consecución de su vaticinio fuera más que suficiente. De alguna manera utilizaba a todos los futuros universitarios como infatigables desencriptadores, como egiptólogos de sus jeroglíficos, sabiendo que esa infinita tarea no se podía hacer sin la lectura repetida de sus textos, y es esto lo que era verdaderamente demandado: leerlo, vocalizarlo: una vez, otra vez. Porque leer a Joyce es vivir joyceanamente, aunque uno no entienda gran cosa. Y de paso, es hacer vivir a Joyce de una manera que rebasa en un punto el ámbito metafórico, puesto que Joyce es escritura, un pulmón artificial que accionamos al leerlo.

A primera vista esto parece aplicable a cualquier escritor, y en un sentido seguro que es así, porque una escritura que no es vida no merece tal nombre, algo que precisa que primero lo sea para el que escribe. Se entiende entonces que no puede mediar ahí ningún tipo de elección, no estamos en el terreno de la voluntad. Ni voluntad, ni estudio, ni aprendizaje hacen un escritor. No hay sumando que convenga. Sólo conviene lo inconveniente, el sufrimiento de la inadecuación.

Joyce percibe de muy pequeño cómo las palabras le hacen signo a él, cómo las siente encriptadas, y nos transmite su modo de vivir con ellas y en ellas. Cómo se interroga a través de la magia a ellas asociada, intentando el ejercicio imposible de cartografiar con las palabras sus arrebatadas emociones. Bueno, a su manera, Joyce hace este imposible posible, es su pequeño milagro. Por eso, da casi igual qué se piense cuando se lee a Joyce, porque de una manera o de otra se estará paseando por el territorio Joyce, el que él ha trazado para salvar su existencia. Pero aunque se acepte esto, otra cosa es que nos detengamos aquí, en el lugar de asistentes del ventilador, de reproductores del aliento Joyce. Sería pensar desde Joyce, no con Joyce. No, no sería pensar desde Joyce. Ni desde lector de Joyce. Leer así a Joyce es no leer a Joyce, es leerlo muerto, o casi muerto, en estado vegetativo. Un flaco favor para aquellas magnas aspiraciones del joven artista, que buscaba acabar con la parálisis que afectaba su centro del mundo, su Dublín natal. ¿Qué tenemos en cambio? El estudioso universitario, un extraño Midas que en vez de oro transforma en muerte lo que toca. Este ensalzado personaje es, casi por definición, un médico forense llevando a cabo la más concienzuda de las autopsias, realizando el encargo legal de producir un saber sobre un cuerpo que, al menos para él, está nekros, muerto.

Para el particular caso Joyce ocurre que su cuerpo, el cuerpo diseccionado, descompuesto, surcado por sus mil tendones, troceado, exponiendo a los cuatro vientos todo el caleidoscopio de sus juegos polifónicos, sigue siendo –¡oh milagro!– un cuerpo que vive plenamente. Un cuerpo que vive aunque los forenses no lo saben, y no hay por qué ir a enseñárselo, sigue siendo un cuerpo que vive porque no hay saber que congele su lengua proliferante. Más peligro han corrido otros escritores, extensamente estudiados, como Beckett, cuya obra ha sido exprimida hasta la extenuación, produciendo un prolijo reguero de referencias que el lector, temiendo la lectura, lamentablemente reclama en su encuentro con el texto. Y, esto sí, mata a Beckett.

Zacarías Marco, 8 de noviembre de 2016