El espejo de Balthus

balthus-9.jpgBalthus tenía la cabeza en otro tiempo. A poco que uno quiera ejercitarse en el arte del retrato tiene que pasar por ahí, por percibir esa distancia con el mundo que constituía, extrañamente, su principal atractivo. Se ha intentado detectar ese tiempo, ubicarlo, pero no se puede. Hay que decirlo de entrada. Son respuestas desde el tiempo, desde la historia. Partimos, entonces, del misterio. Cómo acercarse a este enigma viviente, cómo aclarar ese velo que nos impone y, sobre todo, desde dónde. Podemos echar mano de las fotos personales que se conservan, escasas, algo que ya dice del asunto, pero es mejor mirarlo a través del relato de los amigos. No hay nada como seguir las trampas de los demás para reconocer las nuestras.

Acompaño en estos detalles a James Lord, que escribió en 1996 El extraño caso del conde de Rola, un breve ensayo biográfico sobre el pintor y su reverso, el conde, que parece evocar en su título la novela de Stevenson, El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, tal vez por haber quedado algo aturdido ante el desdoblamiento del personaje, así lo lee él, que producirá este efecto en su retrato. Es la respuesta de Lord al enigma, el tratamiento que hace de ese punto de fuga de Balthus, que viene a tomar la forma de una escisión de la personalidad, con el agravante de acentuarse con el tiempo, volviéndolo ante sus ojos cada vez más antipático.

Siguiendo las huellas de este pequeño horror que recorre sus páginas, podría reconocerse también algún eco de la novela de Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray, por cuanto es el propio Lord el que terminará colocado ante una verdad inasumible, enfrentado a una elección que viene a afectar el corazón ético de su concepción del arte. Pobre hombre, vaya dilema tener que elegir entre su amor por la pintura y el disgusto ante lo que considera, no sin algo de razón, una impostura. ¿Cómo condenar al hombre, a una vertiente al menos, salvando la obra? Vaya dilema para quien fundamenta la labor del artista y la calidad de su trabajo en el reconocimiento de la propia insignificancia. Un requisito necesario para poder establecer una nueva comunión con el mundo, que dejaría, a modo de testigo de su sacrificio, la obra de arte.

De ahí, el acierto novelesco que imprime a su relato, el extraño caso, por el que nos dejaremos llevar. Pero, ¿quién era Balthus? ¿Quién era ese hombre que pareciera que con el único propósito de desairar el paso del tiempo le dio por nacer un 29 de febrero? ¿Quién era el pintor del que no se sabe nada, tal como él afirmó, con el manifiesto propósito de conducirnos hacia el único misterio que importaba, el de sus cuadros? ¿Y en qué medida sería entonces un error preguntarse por el hombre, por el descendiente de emigrantes polacos que frecuentaban los más eminentes círculos artísticos europeos, etcétera, cuyo padre…, cuya madre…, cuyo hermano…? Bah, demasiadas preguntas. De momento, bienvenido sea Lord con sus pequeños detalles.

Nos movemos del enigma Balthus al efecto del personaje que aparecía ante sus contemporáneos como si estuviera acompañado por un aire imperecedero. Venido quién sabe de dónde, desde qué punto ciego de la infancia, algo sublime matizaba el brillo de su mirada, velada por una neblina impenetrable que volvía distinguido su rostro. En realidad, caía sobre todo su ser, y cualquiera podía percibirlo, desde muy temprano la belleza le miraba a él. Estaba en sus ojos, en la cabeza, en el cuerpo erguido, hasta en su voz, cuya cadencia dejaba arrastrar como si viniera transportada de otra época, como si él fuera su intercesor.

Poco importaba lo que pudieran pensar los demás, a él le pareció tan claro que todo esto le venía otorgado que no tardó en darle forma a su relato. Lo hizo desde la niñez. El primer título oficial que se dio a sí mismo fue firmando un autorretrato como Su Majestad el Rey de los Gatos. Un hecho que ya contaba con un sorprendente antecedente, el libro de cuarenta dibujos con la historia de un niño y su gato Mitsou, que publicó con 12 años y que apareció con prólogo de Rilke, el amante de su madre. Por aquel entonces los padres llevaban ya tres años separados. ¿Más datos? Madre, pintora notable, pseudónimo Baladine, separación, hijos con Baladine. La extraordinaria sensibilidad de los dos hermanos sorprende a todos, Rilke el primero, Bonnard, Gide. Poco después, el pequeño Balthasar, apodado familiarmente Baltus, todavía sin hache, fue sumando otros títulos, siempre lejanos y misteriosos, hasta que terminara encontrando su lugar, muchos años después, en un supuesto pasado noble, algo que supo vivir hasta tal extremo que acabó imponiéndoselo a todos.

Se dice que en pintura se aprende copiando, y al joven Baltus, que no fue a ninguna escuela, no le faltaron buenos padrinos para aconsejarlo. Le dijeron que fuera al Louvre, copió a Poussin, después a Courbet, a Seurat, a Cézanne, y de allí a Italia donde descubrió a Piero de la Francesca, a Masaccio, a Mantegna. Es fácil interpretar después que eligió los que le transmitían la intemporalidad que le era afín, pero no se sabe si él se encontró en ellos o fueron ellos quienes lo eligieron a él. Estas son las confusiones identitarias que hacen las delicias de la mayoría de los mortales, que se entretienen refiriéndolo todo a un tema de influencias y construcciones de la personalidad. Puede que para Balthus el asunto fuera algo más complejo. El primer gesto fue el de retener el nombre de su infancia, al que le añadió, sutilmente, una letra muda, la hache, para firmar con él una obra que, como dice Lord, no iba a renunciar nunca a la infancia, al mundo de la fantasía. Y cuando le pareció que hacerse cargo de la dignidad que le distinguía pasaba por reconocerse conde, no lo dudó, su relato se había transformado en su verdad.

Quizás fuese este cambio de escala lo que Lord no podía perdonar. Hay que entenderlo, leyendo a Lord nos movemos en el nivel de la previsión, donde los encuentros se ordenan de acuerdo a lugares y a tiempos bien definidos. En ese nivel se producen los intercambios exitosos. Por eso, es todo un reto para él enfrentarse con alguien para quien las hojas del calendario no pasaban al ritmo convenido. Y a medida que Balthus se hacía más conde, que era su tendencia natural, a él más se le escindía.

Ya vimos el inevitable malestar que debido a su concepción del arte esto le causaba, porque de la admiración por su pintura no cabe dudar. Las reservas que levanta contra la surgida a partir de 1961, cuando Balthus fue nombrado director de la Academia de Francia en Roma, en la Villa Médicis, con carta blanca para dedicarse a la restauración palaciega, no hacen sino remarcar el calificativo de obras maestras para las precedentes, tanto las que pintó en París, desde 1933, como las que pintaría en Chassy, desde 1953. Lord no puede dejar de luchar por ellas, por la obra del artista, lo que para él termina implicando una denuncia contra el personaje, el conde, ocultándose, como decíamos, que éste tal vez no era otra cosa que la producción más acabada de aquél.

Porque Balthus no hacía otra cosa que pasar a obra aquello que íntimamente sentía. Que lo hiciera con él mismo, con sus fantasías, con las jóvenes a las que retrataba, y alguna seducía, era parte del juego; que lo hiciera con el entorno adulto, también. De hecho, ambas cosas podían ir unidas, como ocurrió al enamorarse de Antoinette de Watterville, de familia aristocrática. Una larga historia que desde el inicio se desarrolla en el decorado pasional de Cumbres borrascosas. Abrevio, mejor ir rápido. Rechazo familiar inicial, unas gotas de láudano sin mayor efecto, otra vía, opción del escándalo y ahora sí, nuevas credenciales artísticas y matrimonio, dos hijos, separación. ¿Algo más? Los cuadros. Después se interesó por la hija adolescente de Bataille, Laurence. Retratos espléndidos. Y fue tras esta nueva separación, rondando los cuarenta, cuando le dio por proclamar un pasado nobiliario. Anoto el detalle de los desmentidos familiares. Pero él siguió adelante y un buen día dejó caer que tenía más necesidad de un château que un campesino de una barra de pan. Y aun sin blanca salió a buscarlo, y no paró hasta encontrar en el entonces destartalado château de Chassy su nuevo decorado, donde realizaría varias de sus mejores obras.

Balthus-10Pero acondicionar Chassy iba a ser duro. Sus cercanos, aquí Giacometti jugó su baza, le buscaron una empleada del hogar, una muchacha de provincias con aspiraciones de poetisa, Léna. La relación con la criada acompañante acabaría mostrando sus dificultades, especialmente cuando Balthus volvió sus ojos hacia su propia sobrina, Frédérique, la hija adolescente de la mujer de su hermano Pierre, y se la llevó a Chassy. Todos felices menos Léna, que tras montar un par de buenas escenas hizo las maletas y se fue. Y aquí nos detendremos nosotros, con Frédérique y Balthus en Chassy. El resto es más conocido, los años de esplendor en Roma, su segundo matrimonio con la japonesa Setsuko, y después, a partir de 1977, su última residencia en Suiza, en el Gran Chalet de Rossinière…

Nos quedamos con Frédérique y Balthus en el castillo de Chassy y una intuición, que todo esto es lo de menos, que lo importante es la historia de la alfombra. ¿No se trata de contar historias? Pues eso,  piden historias, cuentas historias.

James Lord se hacía querer, el americano amante del arte debía ser una compañía muy grata, tan estimada para críticos y marchantes como para artistas. Ahí le vemos, al apuesto Lord, que desde su llegada a París uno tras otro le habían ido abriendo sus puertas, y que no tardaría en acumular, como obsequios a su amistad, una serie de retratos. Antes de su encuentro con Balthus contaba ya con los que le habían hecho Picasso, Dora Maar, Lucian Freud, Giacometti, Cocteau… Y fue su amiga Dora Maar, la famosa ex de Picasso, quien tejió el plan perfecto para añadir a su lista al esquivo y distinguido conde, o al menos eso creía.

La pista que hay que seguir aquí es la de la alfombra de la abuela de Lord, una enorme alfombra persa que compró al casarse, hacia 1890, para su nueva residencia, una elegante mansión en Englewood, Nueva Jersey. Allí fue donde Lord se crió y donde vivió su familia hasta 1956, cuando necesitaron trasladarse a un sitio más modesto. Entonces, una buena parte del mobiliario tuvo que ir al desván, incluida la alfombra, que no pudo encontrar un salón para sus dimensiones. Le pareció, nos confiesa Lord, la ocasión ideal para apropiarse de esa parte del patrimonio antes de tiempo, y, tras obtener el beneplácito familiar, hizo trasladar las pertenencias a su apartamento de la rue de Lille, en París. Lord es muy gracioso. No sé por qué me la llevé, dice, estaba allí, entre las cosas que podía coger, así que me la llevé, eso es todo. Él no se pregunta, nosotros tampoco. Enseguida resultó obvio que la alfombra tampoco podía encontrar acomodo donde Lord vivía y fue enviada a otro desván, el de la casa de los padres de su amigo Bernard, en Neuilly, donde languidecía a la espera de ser devorada por polillas y roedores hasta que el gusto por el negocio que tenía Dora la sacó a la luz.

A mediados de los cincuenta, James y Dora solían cenar con Balthus cuando éste hacía una escapada a París desde su recién adquirido, y de momento desangelado, castillo de Chassy. En una de estas cenas Dora dejó caer su plan, un trueque alfombra por retrato que, según dijo, a todos beneficiaba. Balthus sopesó la idea, quedaron para inspeccionarla y, tras un breve pisoteo, aceptó. Convinieron fecha y el asunto pareció zanjado. Poco después, con la ayuda de Dora y Bernard, la alfombra era trasladada en coche a Chassy. Pero una vez instalada y convenientemente probada, segundo pisoteo, esta vez algo más generoso que el anterior, en todas las direcciones posibles, el conde no se mostró muy dispuesto a cumplir con diligencia su parte del trato. No perderás nada esperando, le dijo a Lord; y Bernard, Dora y él regresaron de vacío a París.

En el camino se iba a añadir una pequeña complicación. Bernard insistió en formar parte de las negociaciones, también él quería su retrato. No sin alguna fricción, Bernard fue incluido. A continuación se lo hicieron saber a Balthus, quien, para sorpresa de todos, aceptó sin rechistar. Pero pasaron los meses y el asunto no prosperaba. Como seguían cenando de vez en cuando con él, bien Dora, bien James, deslizaban el tema con delicadeza esperando alguna concreción, algún compromiso temporal, sin obtener otra respuesta que el consabido no perderéis esperando. Pasó un año. Y otro. Nada. Finalmente, Lord volvió a pedir consejo a Dora y juntos idearon darle un ultimátum. Hay que entender qué opuesto al carácter de Lord debía ser tener que recurrir a estas artimañas, tan educado él, pero olvidarse de su retrato, esa pasión secreta que lo animaba, era una opción que no podía contemplar, así es que, aun con mano temblorosa, la misiva fue escrita y despachada. Si Balthus no se avenía a pintar los dos retratos comprometidos se presentarían a recoger la alfombra. Fecha límite, incluida. No sé si se percibe el disfrute de Dora en cada maniobra. Bueno, da igual, es el contraste con Lord lo más interesante, ¿verdad? Y todo ello gracias a su escisión interna, la de Lord, porque la dama leía muy bien el deseo de su amigo y las dificultades que tenía para seguirlo. Pero dejémoslo ahí, el caso es que Balthus respondió de inmediato citando para aquel mismo jueves a James y a Bernard en Chassy.

Al llegar, Lord informó al conde que el asunto debía quedar zanjado antes de las cuatro de la tarde del sábado, pues esa noche tenían en París una cena que no podían cancelar. Colocando su reloj como metrónomo del desarrollo de la última escena, Lord parecía haber aprendido la lección, pero estaban en Chassy y del conde todo cabía esperar. Balthus agasajó a los invitados con una buena cena, aconsejó visitas cercanas para el día siguiente y se retiró. Por la mañana Frédérique informó que el artista estaba trabajando y no se le podía molestar. Tocaba, qué remedio, hacer las visitas recomendadas. Eso el viernes.

El sábado empezó igual, con Lord escuchando desde el salón los pasos de Balthus en su estudio, situado justo en el piso superior, sin poder interrumpirlo. En el reloj de Lord los minutos y las horas corrían al ritmo más o menos consabido, pero una barrera infranqueable lo separaba de la extraña concepción del tiempo que regía en el piso superior. Diríase que allí arriba, en el estudio del artista, sólo sonaba uno de cada cuatro pasos, al menos ése era el desajuste oficial que afectaba la celebración de sus cumpleaños, mientras que abajo, en la caja de resonancias del salón donde Lord se encontraba, el sonido de las pisadas venía a redoblar el tic-tac de su reloj. Y a esa natural confusión había además que sumar el infernal ruido que provenía de la máquina de tricotar de Frédérique, enloquecida como estaba ante las posibilidades de semejante artilugio. El conjunto sonoro era insoportable y no había escapatoria. Así pasaron la mañana los aspirantes a ser retratados, en medio de esta esquizofrenia temporal, hasta que el artista se dignó a bajar.

Bernard, tal vez intuyendo que podía tener algún problema si su retrato quedaba para el final, insistió en posar primero. No hubo manera, tuvo que escuchar que su cabeza era demasiado complicada, mejor empezar por la de James. En quince o veinte minutos el artista ejecuta un primer retrato. A James no le gusta, se ve con cara de matón. Esto es curioso, lo mismo le diría Giacometti unos años después, una primera mirada al modelo, al educado Lord, y esa frase, tienes cabeza de bruto, pareces un auténtico matón. Bien, estamos en Chassy, Balthus deja el papel sobre el piano y rehúye pasar a Bernard, está agotado, mejor comer algo.

Eran pasadas las dos cuando volvieron al salón. Lord se apresuraba a dejarles solos cuando Balthus le interrumpe, seguía sin verse preparado para afrontar la difícil cabeza de Bernard, dice, prefiere seguir ejercitándose con la suya, la de Lord. Realiza rápido un segundo y un tercer retrato, éste último ya de la entera satisfacción de Lord. Ahora sí, tocaba Bernard. Pero Balthus lo conduce a otro salón y envía a Lord a dar un paseo. Lord se demora después meditando bajo un árbol, todo muy bucólico, mientras los minutos de su reloj siguen su marcha habitual. Son ya las cuatro menos cuarto cuando se decide a entrar. Abre la puerta del segundo salón y encuentra a Balthus sentado, de espaldas a él. Desde su posición contempla fugazmente el magnífico retrato que Balthus tiene en sus manos, pero la interrupción no ha sido del agrado del conde, que le pide que espere fuera. El retrato ya casi está, le anuncia, quedan los últimos detalles, nada más. Lord espera fuera a que se produzca la esperada convergencia final de los relojes a las cuatro de la tarde. Parece que sí, justo a las cuatro sale Bernard, por fin, pero sale con los brazos y manos extendidos, sin su retrato. Balthus acaba de romperlo en mil pedazos.

Terminada la representación de este teatrillo nos quedamos con una duda, que es la duda de Lord: cómo es posible, el retrato era magnífico. Estas son las cosas que hacen de él un personaje tan simpático, no olvida.

Años después, los dos amigos entablarían amistad con el sobrino de Balthus, el hijo de Pierre Klossowski, quien les acabaría revelando las oscuras motivaciones de su tío para romper el retrato. Disimuló bien la poca gracia que le hizo la inclusión de Bernard en un asunto ya pactado, y se reservó la estocada para el final. Con todo, el relato seguía dejando perplejo a Lord… cómo un artista podía romper una obra cuya ejecución consideraba exitosa. No cabía en su cabeza.

Las manos de Lord organizan las fichas del puzle de acuerdo a una temporalidad coherente, solucionando en otro plano lo que no le encaja: el artista pintó el retrato, el conde lo rompió. No se trata de pensar que se equivoca, en el sentido de que habría una manera de no equivocarse, sino de detectar dónde se equivoca. Lord nos ofrece una mirada al arte desde el espectador, que parte del supuesto estadio último, la obra, que una vez separada de las manos del llamado creador cobra un valor único, irremplazable, para llegar desde ella, y ya con esa carga, al misterio de la actividad creadora. Quizá por eso Balthus prefería hablar de trabajo de artesano, de un oficio, y no de arte y artistas. Necesitaba alejarse de la introducción de un relato tercero, histórico, que pudiera confundir una relación dual, consideraba por él como sagrada. Su pintura es revelación, nos presenta el momento mítico donde esa relación dual se encarna.

Se dice que Balthus aprendió de Piero de la Francesca cómo plasmar los cuerpos a la vez sólidos y etéreos, marcados por una belleza que no obedecía al canon de ninguna época, un tipo de realismo que el propio pintor calificaba de atemporal. Reconocía en esas formas una particular suspensión del tiempo que iba a ser el marco donde mostrar el momento de la metamorfosis del cuerpo.

Lo importante es percibir esa suspensión donde la escena tiene lugar, ese sueño de la existencia donde la fantasía tiene el amparo de la gracia, y que se sitúa justo en el momento previo a la pérdida de la inocencia. Percibirlo en el recorte de las figuras, en las capturas de sus poses, en los cuerpos de las muchachas en espera, en las piernas cruzadas y ligeramente levantadas, en los vuelos de las faldas, en los ángulos ocultos del sexo, en las miradas a vector infinito, en los dibujos de las telas y en el ritmo de las baldosas, unas y otras multiplicándose en el reino de los patrones geométricos, reflejando la armonía del instante, cuando el aire y la luz irrumpen en el lienzo, dejando su grano en cada interior y en cada paisaje, una luz que cae sobre los campos, que juega triangulando sus planos, que se cuela por las ramas y se pierde en sus bordes, una luz que transforma el lienzo en piel, para posarse en ella, en la piel desconocida, fuente de matices que inunda de colores tenues toda la materia, mostrando la stasis de su acontecer.

Este tiempo paraíso es el que la mirada temporal del espectador no podrá más que negar. El contraste turbio de la mirada del adulto, capturada a su vez en el espejo de sus propias fantasías, que son las imágenes que le protegen de la mutación perturbadora, es, de alguna manera, dejado fuera. Al menos, es dejado fuera en la división que hace el pintor. La sensualidad está, el erotismo está, pero no es el nuestro. En el cuadro es otro. Por eso Balthus suele introducir otra mirada en la escena, necesita la belleza del espejo propio para espantar al tercero, al ajeno a la unidad de la escena. Lo hace unas veces mediante la figura del espectador noble, el gato, otras, con los misteriosos personajes que caminan de espaldas hacia el horizonte. Todos son él, todos son Balthus si entendemos Balthus como pintura de una anunciación, como mero sostén del tiempo suspendido, del tiempo madre, su espejo.

Autoportrait 1940Es cierto que acercarnos a Balthus a través de Balthus, a través de la mano y el pincel de su autorretrato, nos exige dejar de lado ciertas incoherencias. Balthus no desaprovechó la oportunidad de abrirse camino mediante la transgresión, varios de los cuadros de los años treinta son intencionadamente provocativos, no cabe duda, pero es precisamente esa mirada tercera, dislocada, la que después expulsará fuera del cuadro. Podemos preguntarnos si esto, más allá de su relato, es posible, si existe, como él pretende, una inocencia, si su contemplación es posible, si la sensualidad que embaraza a cierta edad la carne puede encontrarse en el espejo con ella misma, reflejarse en nada más que en su propia mirada, en la naturaleza sin otro, en Dios.

Hemos visto cómo Lord respondía partiendo en dos la imagen de su retrato, donde la curva ascendente del conde producía el reverso descendente que ensombrecía la obra. Dejémosle a Lord, qué importan los errores de diagnóstico cuando el mérito es trabajar desde la herida. Y dejémosle también a Balthus, conde o Dios, puliendo el espejo de sus revelaciones místicas, pues toca ahora descorrer la cortina de nuestro cuarto y dejar que la luz caiga sobre este lienzo. Desde él, el nuestro, francamente turbio, el reflejo del relato ofrecido por el artista tal vez nos hable de otra cosa, de cómo solucionó el enigma de su existencia, que se mostraba en su dificultad para acudir sin su don, sin su insignia, a los encuentros terrenales. Si Balthus debía ejercer el control absoluto sobre cada puesta en escena, alcanzar la comunión con lo sagrado, excluir a toda costa la imperfección, la herida del tiempo, cómo no ver en esa constancia el reverso de una inseguridad igualmente infinita.

Naturalmente, son nuestros fantasmas los que hablan.

Zacarías Marco, mayo de 2018

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